almudi.org La soledad del hipermercado
Jaime Nubiola
Hace unos pocos días me escribía una alumna en su examen final: “creo que no hay
nada más solitario que un hipermercado. Hoy en día se fomenta la relación con
las cosas, sobre todo con las cosas que nos hacen estar solos: el ordenador, la
videoconsola, etcétera”. Mis estudiantes, además de responder a dos preguntas
del temario, tenían que comentar libremente aquella letrilla de Machado en sus
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almudi.org La soledad del hipermercado
Jaime Nubiola
Hace unos pocos días me escribía una alumna en su examen final: “creo que no hay
nada más solitario que un hipermercado. Hoy en día se fomenta la relación con
las cosas, sobre todo con las cosas que nos hacen estar solos: el ordenador, la
videoconsola, etcétera”. Mis estudiantes, además de responder a dos preguntas
del temario, tenían que comentar libremente aquella letrilla de Machado en sus
Proverbios y Cantares de 1919: “En mi soledad/ he visto cosas muy claras,/ que
no son verdad”. Como a menudo el problema que más aflige a la gente joven —y
muchas veces también a la gente mayor— es el de una dolorosa sensación de
soledad, invitaba a mis alumnos a reflexionar a partir de ese breve poema para
ayudarles a descubrir el valor de la comunicación afectuosa con los demás.
Escribir sobre aquellas cosas que nos afectan personalmente es quizá la mejor
manera de aprender a articular de modo razonable el pensamiento y la propia
vida, tal como exige una reflexión filosófica responsable.
Aquella alumna inteligente apuntaba con su comentario a una realidad que está en
la base de buena parte de la cultura consumista dominante: compramos cosas para
no estar solos, compramos cosas para paliar una angustiosa sensación de soledad.
Cuántas personas, quizá en particular mujeres, después de un día malo, se lanzan
a la calle a comprar alguna cosa que compense u haga olvidar los disgustos del
día. ¡Por lo menos —se dirán con más o menos convicción— he hecho una buena
compra en las rebajas!
Vale la pena pararse un momento en el hipermercado a observar discretamente a
los demás compradores, muchos de ellos solitarios, que van al híper o al centro
comercial como quien va a la feria “a ver lo que cae”. Muchas veces están
aburridos y buscan algo que les divierta, que les llene su tiempo, ya sea un
instrumento de bricolaje, un nuevo electrodoméstico, un DVD o lo que sea. Me
dicen que hay personas que van solo a escuchar música agarradas al carro y
buscando lo que no encuentran, otras —¡las menos!— van con una lista para no
ceder al capricho comprando lo que no necesitan. Otras están mucho tiempo
decidiéndose por un producto y lo pasan fatal a causa de su indecisión, y otras
finalmente van con su lista y corriendo, sin perder tiempo, pero se olvidan casi
siempre de lo que más necesitaban. Al parecer los estudiosos del márketing han
comprobado que cerca del 50% de lo que se compra en las grandes superficies no
lo tenían previsto los consumidores antes de entrar en el centro comercial.
EN la estupenda película Tierras de penumbra hay una escena en la que un
estudiante pobre es descubierto por su tutor robando un libro en Blackwell´s, la
famosa librería de Oxford. Como explicación de su robo, el estudiante sin
recursos explica a su tutor, C. S. Lewis —magníficamente interpretado por
Anthony Hopkins—, que había aprendido de su padre, un modesto maestro de
escuela, que “leemos para comprobar que no estamos solos”. Quizá esto fuese así
en la época de C. S. Lewis, pero me parece que hoy en día sería probablemente
más exacto decir que compramos para comprobar que no estamos solos.
Me han contado que en la versión española de esta película no está bien
traducida la frase que cierra la última escena. En la versión original la última
frase es un eco mucho más profundo de las palabras pronunciadas por el
estudiante ladronzuelo: “Amamos para comprobar que no estamos solos”. Tal como
ha destacado con acierto la filosofía personalista del siglo XX, me parece que
efectivamente esto es así. Los seres humanos estamos configurados de tal manera
que sólo somos felices mediante la donación y comunicación personales, y no
mediante la acumulación de cosas, la colección de emociones o el consumo de
sensaciones. La búsqueda ansiosa de cosas es muchas veces un mero anestésico
contra el sufrimiento —tantas veces intolerable— de la soledad, de la falta de
amor, de la falta de cariño, del aburrimiento. Como no podemos, sabemos o
queremos abrirnos a las personas, nos llenamos de cosas. Esto es realmente
dramático, porque —como todos sabemos en el fondo de nuestro corazón— para
abrirnos de verdad a las personas que nos rodean lo que de ordinario necesitamos
es precisamente liberarnos de las cosas.
Cuántos van por la calle o en el metro con el walkman o encienden la televisión
nada más llegar a casa para no sentirse solos: tienen miedo al silencio porque
hace más patente esa lacerante soledad. “Toda desgracia de los hombres viene de
una sola cosa —escribió Pascal en sus Pensamientos—: el no saber quedarse solos
en su habitación”. Como no sabemos estar solos, llenamos la habitación de
cachivaches, convertimos nuestra habitación en un trastero atestado de cosas
inútiles. Efectivamente es preciso aprender a estar solo, pero quizá todavía es
más importante persuadirse de que la soledad nunca es buena. Hay aislamientos
temporales fecundos, como el de quien se encierra unas horas todos los días para
trabajar, o unos días para hacer un trabajo concreto, pero la soledad habitual
resulta del todo esterilizante: “no es fácil en soledad estar continuamente
activo; en cambio es más fácil con otros y respecto a otros”. De Aristóteles
viene esta recomendación en favor del trabajo cooperativo y la comunicación
afectuosa con los demás.
Hace años, en un grupo de trabajo con estudiantes argumentaba yo una tarde que
el problema de la juventud era su falta de formas culturales de comunicación. De
pronto tomó la palabra un estudiante tímido, desgarbado y más bien silencioso, y
nos espetó que la comunicación no era el problema: lo era la soledad. Los siete
u ocho que asistíamos a la reunión quedamos persuadidos de que ése era realmente
el problema de la gente joven, y también de muchos adultos. Cuántas personas se
sienten solas en su trabajo, en su familia, en sus relaciones sociales, sin que
apenas nada pueda paliar su dolorosa sensación de soledad. Se sienten incapaces
de establecer puentes, de romper barreras, de compartir espacios, se sienten
incapaces de querer cuando no hay cosa que más anhelen que sentirse comprendidos
y queridos.
Para ensanchar nuestra forma de vida es preciso abrirse a las personas, y para
ello hay que liberarse de las cosas, hay que liberarse del hábito social de
comprar ansiosamente como remedio de la soledad. La acumulación de cosas, el
coleccionismo de sensaciones y emociones no enriquece, sino que realmente
empobrece nuestro horizonte vital. Liberarse de las cosas: sólo así podremos
decidirnos a querer, a cambiar el mundo a base de cariño, de comunicación
afectuosa, de reconocimiento mutuo. Sólo así será posible transformar nuestra
vida, que echaríamos a perder, en cambio, si nos lleváramos a casa todo el
hipermercado, tal como detectaba certeramente aquella sabia alumna.
(La Gaceta fin de Semana, 28-29 de agosto de 2004)
http://www.negocios.com/gaceta/articleview/21872