Podría parecer, después del artículo titulado "Pantallas e identidad (14-6-04)", que mi idea de cultura audiovisual es peyorativa y recelosa. Todo lo contrario. Celebro y admiro el mundo de la imagen, que ha descubierto tesoros de humanidad hasta ahora inéditos. Mi intención era más bien prevenir contra el peligro de su hipertrofia. El espectáculo ayuda a la vida con tal de no suplantarla. Volcado hacia el mundo de las pantallas, permanentemente sugestionado por la magia mediática, el hombre...
Podría parecer, después del artículo titulado "Pantallas e identidad(14-6-04)", que mi idea de cultura audiovisual es peyorativa y recelosa. Todo lo contrario. Celebro y admiro el mundo de la imagen, que ha descubierto tesoros de humanidad hasta ahora inéditos. Mi intención era más bien prevenir contra el peligro de su hipertrofia. El espectáculo ayuda a la vida con tal de no suplantarla. Volcado hacia el mundo de las pantallas, permanentemente sugestionado por la magia mediática, el hombre de hoy corre el riesgo de olvidar la "voz de las cosas", la llamada de lo concreto.
¿Cómo impedirlo? ¿Cuál es la vacuna contra esta especie de alucinación? La respuesta que propongo sonará extraña, incluso escandalosa, sobre todo si se toma rigurosamente en serio: amar las tareas domésticas. Sí, las "cosas de la casa", con su guarnición de hábitos, destrezas, obligaciones, usanzas, tradiciones, etc., son el mejor anclaje para sujetarnos a la realidad. Aquí lo ilusorio y evanescente se concreta, adquiere peso y volumen; la ficción de la pantalla se encarna, se traduce en compromiso humano, sin perder su poesía; los valores alumbrados por el cine y la televisión aquí encuentran su refrendo práctico y su demostración inmediata. Ningún trabajo posee esta "plasticidad", esta capacidad de traducir grandes ideales en acciones menudas y objetos sencillos.
¿A qué se debe esta rara virtud, esta misteriosa grandeza? Sin duda a que el eje de las labores domésticas lo constituye la corporeidad humana en cuanto tal, más que en ningún otro oficio. Sólo en el hogar, en efecto, el cuerpo humano, o mejor dicho, la dimensión corporal de la persona, se revela y dignifica plenamente. ¿Y de qué modo? Trabajando, concurriendo todos los miembros del hogar en la gran obra común que es la casa. Mediante el trabajo solidario y orgánicamente compartido la unidad de la familia toma cuerpo en el espacio, los objetos, la limpieza, la comida, usos domésticos. Recordemos a este propósito lo dicho en otro lugar sobre el cuerpo humano. El hombre vive su cuerpo prolongándolo intencionalmente en adornos, instrumentos, quehaceres, etc. Es el ser táctil por excelencia precisamente porque, además de ser corporal, vive su cuerpo, o lo que es lo mismo, está encarnado.
Y el reducto originario de este encarnación, allí donde lo corporal transparenta plenamente a lo personal, es el hogar. Nuestra desmesurada, avasalladora cultura de la imagen parece requerir más que nunca este contrapeso de realidad cálida y tangible. Pero es necesario para ello que sepamos entender las artes domésticas como una sabiduría práctica sobre la condición encarnada del hombre.