Internet, móviles, videojuegos, deuvedés: el mundo virtual sigue avanzando inexorable. Es el "otro" mundo, el alternativo. Cada vez contamos más con él para trabajar, descansar, y por supuesto comunicarnos. A este paso hablar cara a cara se va a convertir en un lujo (o en una vulgaridad, según se mire), pues lo lógico, lo que se lleva, es entendernos apretando teclas y gesticulando en el vacío. Sobrecoge pensar hasta qué punto puede invadirnos este ambiente en cierto modo fantasmagórico, sin c...
Internet, móviles, videojuegos, deuvedés: el mundo virtual sigue avanzando inexorable. Es el "otro" mundo, el alternativo. Cada vez contamos más con él para trabajar, descansar, y por supuesto comunicarnos. A este paso hablar cara a cara se va a convertir en un lujo (o en una vulgaridad, según se mire), pues lo lógico, lo que se lleva, es entendernos apretando teclas y gesticulando en el vacío. Sobrecoge pensar hasta qué punto puede invadirnos este ambiente en cierto modo fantasmagórico, sin carne, ni peso, ni tacto, ni aliento: pura electrónica. Porque la llamada "realidad virtual" ya no se limita a las nuevas tecnologías, sino que caracteriza el modo de sentir y pensar del hombre contemporáneo.
Es cierto que siempre hemos necesitado espejos para comprendernos: ¿qué es, si no, la cultura? Pero nunca hasta hoy el espejo cultural ha sido tan concentrada, obsesiva, explícitamente visual: la vista, el ojo, o lo que es lo mismo, la pantalla y la fotografía todo lo absorbe, todo lo recrea, todo lo polariza. Explotando como nunca las posibilidades del sentido de la vista, que comprende "virtualmente" a todos los demás, se llega a un auténtico sucedáneo de la realidad, sucedáneo que para muchos aventaja al original por ser más cómodo, fácil y descomprometido. Pensemos en el fenómeno freaky y en la telebasura.
Ahora bien, no es posible una vida alternativa sin alterar al viviente, sin comprometer su identidad. ¿De qué modo? Olvidando, paradójicamente, al alter por antonomasia, al otro de carne y hueso, ése con quien convivimos: el hermano, el padre, el amigo. Quien se encandila con la Santa Compaña, ese desfile de espectros del que habla la leyenda gallega, acaba captado por ellos y convertido en un fantasma más. Entre tanta evasión mediática, perdido el contacto con el prójimo real y concreto, la esperanza de ser uno mismo, de realizarse como persona, se desvanece. Pues sólo sabes quién eres cuando alguien te lo dice. ¿Y cómo encontrar a este "alguien" salvador en el mundillo ilusorio y quimérico de los píxeles?
Andemos prevenidos no sea que este formidable juego de espejos nos vaya desgastando poco a poco el rostro. Recordemos a Gollum hablando con su propio reflejo en el agua, alimentando así su esquizofrenia.