¿Tienen sabor los recuerdos? Suena muy poética esta pregunta pero quizá admita una interpretación más literal de lo que parece. Solemos hablar de sabor en un sentido figurado: un buen paseo, una conversación, una lectura, una sonrisa son, ciertamente, sabrosos. Y de otras cosas también decimos que nos dejan regusto amargo, o dulce, o picante, regusto, por supuesto, completamente ajeno al acto de comer: nadie piensa en "comerse" una amistad, una canción o una fiesta. O por lo menos eso parece. ...
¿Tienen sabor los recuerdos? Suena muy poética esta pregunta pero quizá admita una interpretación más literal de lo que parece. Solemos hablar de sabor en un sentido figurado: un buen paseo, una conversación, una lectura, una sonrisa son, ciertamente, sabrosos. Y de otras cosas también decimos que nos dejan regusto amargo, o dulce, o picante, regusto, por supuesto, completamente ajeno al acto de comer: nadie piensa en "comerse" una amistad, una canción o una fiesta. O por lo menos eso parece. A las anteriores se parece la palabra rumiar, que designa en sentido figurado la acción de cavilar insistentemente sobre algo, "masticarlo" con la mente para sacarle todo su jugo.
Son usos idiomáticos que demuestran cómo es posible saborear figuradamente cosas que no son pan, patatas o legumbres. Disculpe el lector que descienda a semejante obviedad.
Ahora bien, ¿y si decimos la siguiente frase, tomada de una canción cursi cualquiera?: "tus besos me saben a miel". Aquí la palabra sabor se acerca más a la acepción literal de lo que llamamos propiamente gusto, y que los diccionarios definen como "sentido corporal localizado en la lengua, con el que se percibe el sabor de las cosas" (María Moliner). Los besos efectivamente saben, y saben a la persona que se besa. Pero atención, hemos dicho persona, no una simple parte corporal, como los labios o las mejillas. Lo que se besa al besar a una persona son muchas cosas, entre ellas su historia, su biografía, su pasado, su vocación. Y por lo tanto sus recuerdos, de los que acaso nosotros formamos parte. Los recuerdos, pues, cobran sabor en el beso.
Pero dejando aparte tema tan subidamente romántico, quería referirme a experiencias más elementales. Concretamente al arte culinario. Cuando, elogiando el trabajo de la cocinera decimos "esta ensalada me sabe a gloria" también nos aproximamos al sentido literal del verbo saber, o sea a la vivencia corporal que conocemos como sabor. ¿Pero es verdad que la gloria tiene sabor o lo que hemos dicho es sólo una hipérbole ponderativa? Ésta y otras preguntas por el estilo nos hacen caer en la cuenta de hasta qué punto el lenguaje nace y radica en nuestro cuerpo y se retroalimenta incesantemente de él. ¿Por qué no va a tener la gloria cierto sabor a ensalada, sobre todo si está aliñada con arte y amor? ¿Acaso esa mano experta no es la de alguien que nos quiere, nos respeta, y expresa con esta obra su estima hacia nosotros? ¿Y acaso el amor no es la fuente de la gloria? ¿Y qué es cocinar sino hacer que los alimentos hablen de y a las personas que han de consumirlos? El arte culinario, en efecto, crea como un trasfondo de sabores sobre el cual se dibuja el diálogo de los comensales. Éstos no sólo hablan con ocasión de la comida, sino que en la comida que comparten se hablan unos a otros por medio del sabor. Podríamos decir incluso que los comensales se saben unos a otros mientras comen, y eso alimenta (en ambos sentidos de la palabra) el diálogo. Y como todos, este diálogo también está amasado de recuerdos compartidos. Pero lo peculiar del caso es que aquí muchos de estos recuerdos afloran en forma de sabor, toman cuerpo en la comida, y con ella se comparten.
De modo análogo al beso, por tanto, también la cocina tiene la virtud de suscitar, ahondar y compartir los recuerdos. Y en la medida en que recordar es volver a la primera vez podemos afirmar que el verdadero sabor es el recordado, el que acierta a pulsar alguna fibra de nuestro pasado, haciéndola resonar como la célebre arpa de Bécquer. El gazpacho realmente sabroso es el que me revive aquel primero que tomé, con la reminiscencia de aquella hora, aquella compañía, aquel escenario. Así, pulsando el arpa de la memoria, es como creo yo que los buenos cocineros dignifican y modelan a los comensales. Pero insisto, es una memoria cualificada por la comunión, que no se explica sin el ámbito donde surge, que es el comedor. A diferencia de la comilona frívola, la comida doméstica no busca la satisfacción individualista sino crear entre los comensales una corriente de comunión, hacia la cual confluye, sabrosamente, la vida de cada uno de ellos.