Días hay en los que la historia parece concentrarse en el tiempo y decantarse en acontecimientos sorprendentes, inesperados y, no pocas veces, dramáticos. Son jornadas que representan un enigma que es preciso descifrar con códigos renovados, porque de lo contrario se impone el desconcierto, y las decisiones ulteriores contribuyen a agudizar el desfondamiento que, frecuentemente, se produce en estos casos. Cuando uno se encuentra de repente en el fondo de un hoyo, lo primero que debe hacer es dejar de cavar; lo segundo, mirar bien las paredes del hueco en el que ha caído para ver la forma de salir cuanto antes a la superficie.
Las cuatro fechas que van del 11 al 14 de marzo deberían habernos enseñado muchas cosas. Pero me temo que no las hemos aprendido. Éste es hoy un país perplejo, en el que, afortunadamente, se van curando las heridas de tantos cuerpos, mas continúan sangrantes los desgarrones de muchas mentes.
Por de pronto, se impone cavilar sobre el ritmo fulminante de los acontecimientos. La determinación de los futuros cuatro años se condensa en cuatro días y se ventila en cuatro horas. Mala cosa. Cierto es que un atentado terrorista de la magnitud del que hemos sufrido no facilita la serenidad ni el sosiego. Pero son precisamente estas ocasiones las que exigen más ponderación y objetivad. En cómo se reacciona ante este tipo de catástrofes se manifiesta la madurez de las personas y de los países. La respuesta de los españoles ha sido magnífica en el plano humanitario, pero muy deficiente en el terreno político. El sentimiento impulsó al socorro de las víctimas y a la solidaridad con los allegados. Sin embargo, la emotividad no es buena consejera para el encaminamiento de la cosa pública.
Los lectores del antropólogo y sociólogo francés René Girard no habrán dejado de descubrir una estructura en cierto modo mítica tras esa reacción pública. Cuando se produce una catástrofe de origen incierto –o, en todo caso, no controlable–, se busca una víctima propiciatoria que cargue con la responsabilidad del desastre.
Aznar, chivo expiatorio
El elegido como culpable ha de responder –como, por ejemplo, Edipo– a unos ciertos rasgos de selección victimaria. El más frecuente y notorio es que se trate de una persona destacada, cuyos aciertos hayan provocado un resentimiento larvado en sus contrincantes o enemigos. Éste es, digámoslo ya, el pecado capital de José María Aznar. Con todos sus fallos, lo que no le perdona la izquierda es que lo haya hecho demasiado bien. El que la hace la paga, y más en un país como el nuestro, donde la sombra de Caín nunca acaba de vagar por sus páramos. La inmolación simbólica del chivo expiatorio requiere la aparente unanimidad de una ira mimética. Y es curioso que, en este caso, las primeras voces dirigidas contra él y su Gobierno provinieran simultáneamente de la oposición progresista y de las revistas digitales ultraconservadoras. Una vez más, los extremos se tocan. La moderación sigue sin ser nuestro fuerte. Habría que recordar lo que decía Emmanuel Levinas: «Si todos están de acuerdo en acusar a alguien, ponte de su parte: es inocente».
Establecer una relación de causa y efecto entre el más que discutible apoyo del Gobierno a la intervención en Iraq –compartido, antes o después, por muchas naciones de todo el mundo– y la presunta culpabilidad por una terrible matanza de ciudadanos, en buena parte emigrantes extranjeros, no responde a una sana lógica. Los únicos responsables del inconcebible horror son los terroristas. Y uno de los rasgos más significativos de tal villanía es que, de entrada, se pudiera atribuir (como todos hicieron) a ETA en lugar de a grupos extremistas islámicos. Y es que la figura internacional del terrorismo ha precipitado en esquemas intercambiables de actuación y, seguramente, en conexiones mutuas más o menos soterradas. El terrorismo –la violencia glorificada en estado puro– es un emblema de este tiempo indigente. Y no es en modo inútil, como se suele decir: acaba por lograr sus objetivos, según acabamos de ver.
La oposición aprovechó
Lo que resulta insólito y nada cívico es que la oposición se aproveche de una situación patética, que afecta a ciudadanos anónimos, para atacar desaforadamente al Gobierno y tomar posiciones de ventaja con vistas al resultado de unas elecciones inmediatamente posteriores. Esto –lo sé por noticias que me llegan de diferentes procedencias internacionales– no le ha cabido en la cabeza a ningún demócrata con un mínimo de educación política, incluidos los que hemos estado y estamos decididamente en contra de la guerra de Iraq.
Pero es que hay más. Acusar a la Administración pública de mentiras, engaños e incluso intentos golpistas sólo puede ser resultado de una ambición por llegar al poder a cualquier precio. Tanto más cuando cualquier seguidor puntual de los acontecimientos sabía que tales reproches eran falsos, como se ha confirmado al desclasificar los documentos de los Servicios de Inteligencia y de las Fuerzas de Seguridad. El Gobierno puede haber sido torpe, ha actuado sin duda ingenuamente, pero las insidias no han procedido de su bando. La patente manipulación que muchos –especialmente los jóvenes– sufrieron, denotaba una larga experiencia, que desgraciadamente sigue viva después de una interrupción de ocho años, ensuciados malamente en cuatro horas.
De lo que cabe responsabilizar al Gobierno y al partido que lo sustenta es precisamente de no haber hecho casi nada por remediar esa superficialidad política que aqueja al pueblo español desde hace tanto tiempo. Estaban consumidos por la fiebre de la eficacia, y miopes ante las carencias sociales y culturales de la realidad española.
Así como la izquierda tiende, entre nosotros, a recabar para sí el monopolio de la moralidad y de la lucidez, con muy pocos méritos para hacerlo, la derecha –el centro reformista, o como quiera denominarse– sigue inmersa en el minimalismo de esa mentalidad tecnocrática, revestida actualmente de un neoliberalismo importado, que muchos españoles no entendemos ni aceptamos. Nadie en su sano juicio puede negar los logros económicos de los Gobiernos populares, pero lo que sus gestores no lograron comprender es que el común de las gentes no resulta tan materialista como las versiones oficiales suponen.
La modorra de ideas –inducida por el consumismo– y la falta de energía ética –que el relativismo moral favorece– eran ya evidentes meses antes del comienzo de la campaña electoral. Comenzada ésta, no había más que tener la paciencia de contemplar por televisión los correspondientes mítines, para advertir que el entusiasmo y la capacidad de proyecto no estaban en las charlas leídas por el candidato procedente de Galicia. Hasta el punto de que los discursos de la oposición, con encefalograma plano, llegaban a parecer ligeramente ingeniosos.
Sin contacto con la gente
De nuevo, ha sido la izquierda, carente –tras la disolución del marxismo– de cualquier apoyo ideológico, la que ha conectado mejor con esa otra sensibilidad que cada generación estrena, y que sólo se capta cuando se está en contacto con la gente de la calle. Ahora que tantos van a tener que prescindir del coche oficial, podrían aprovechar la ocasión para utilizar de vez en cuando los medios públicos de transporte y enterarse lo que piensa el común de los ciudadanos. Alguna sorpresa se llevarán: quizá descubran lo que casi todos los demás sabemos.
Más serio es el hecho de que, junto con algunos aciertos en el campo educativo, el Gobierno se ha desentendido ampliamente del ámbito de la cultura y ha abandonado, en manos de los poderosos, los medios de comunicación. Las noches del viernes y del sábado fueron un ensayo general de lo que supone dominar casi todos los recursos virtuales y de telecomunicación. Fue al Gobierno al que le dieron inesperadamente el golpe de mano, y no al revés, como simuló el progresismo de cartón piedra.
Tocqueville anticipó que la suerte de la democracia depende del estado intelectual y moral de un pueblo. Pues bien, el pueblo español está intelectual y moralmente enfermo. Carece de recursos éticos y culturales para enfrentarse a las maniobras de manipulación que sufre a diario, y de las que esos cuatro días de ira fueron una clamorosa muestra. Su desamparo es patético. Y hoy sabemos todavía mejor que el remedio no nos va a venir de políticos ni comunicadores al uso. La sociedad civil debe lanzar una conspiración leal al bien común, para defenderse de los atropellos que ha venido sufriendo y, sobre todo, de los que previsiblemente se le avecinan en estos próximos cuatro años.
Tras sus actuaciones de los últimos meses y de los días que siguieron a la catástrofe terrorista, el comportamiento del partido socialista –al que hay que concederle el beneficio de la duda y los obligados días de gracia– no puede dejar de provocar una viva aprensión entre aquellos que no aspiran a disfrutar del poder sino a servir a la verdad. (Sólo la cortesía y el buen estilo de Rodríguez Zapatero permiten un respiro de vez en cuando).
Por de pronto, parecen haberse olvidado de muertos y heridos, a los que, por cierto –con excepción de la jerarquía de la Iglesia católica–, casi nadie ha manifestado haber dedicado una oración por su alma ni tener el propósito de reparar ante Dios por la terrible ofensa cometida contra su dignidad doliente.
En cuanto han oteado el panorama, los socialistas habrán comprendido las dificultades que presenta cualquier movimiento importante en el panorama económico o en el tablero internacional, que siempre implican contrapartidas y costes. En cambio, el territorio ético y educativo se presta a maniobras inmediatas que resultan gratis total. Ya se anuncia que una de sus primeras medidas será enviar al limbo de los justos la enseñanza de la Religión, a la que seguirá sin duda un nuevo recorte en la oferta de Humanidades, no vaya a ser que a las chicas y chicos les dé ahora por pensar por cuenta propia. Los tímidos límites bioéticos establecidos por el Gobierno anterior para las arriesgadas incursiones por los terrenos de las células embrionarias y la clonación saltarán por los aires. Y, ancha es Castilla, hasta en el programa de los populares se abría camino a la legalización de las parejas de hecho.
Cuando un viejo y gran país como el nuestro deja que se vaya perdiendo, con cadencia que parece fatal, su identidad cristiana y humanista, le suceden este tipo de desgracias. Tengo la certeza de que mis reflexiones les parecerán pesimistas a no pocos, porque ser optimista y positivo es uno de los primeros imperativos de la corrección política. Ahora bien, si ser optimista consiste en decir bobaliconamente que está bien lo que está mal, sigan ustedes sin contar conmigo. De ingenuidades y resignaciones andamos sobrados por estos pagos.
Con todas mis limitaciones, yo soy un esperanzado, porque confío en la misericordia de Dios y en la fuerza creadora de la libertad humana. La ira en la que hemos sobrenadado estos pasados días –la violencia, el odio, la desconfianza, la sospecha– se trocará en solidaridad y comprensión mutua. Pero condición indispensable para lograrlo es acometer una serie de tareas ineludibles y urgentes. La primera de todas es ponerse a pensar con profundidad y rigor. Resulta peligroso, pero también apasionante y fecundo.
Alejandro Llano
Alfa y Omega (marzo-2004)
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