Servicio 57/04
Si las ficciones infantiles y juveniles siempre han tendido a caer en el sentimentalismo de modo natural, esto es hoy mucho más patente. De ahí la importancia de que los educadores sepan hacer descubrir ficciones que ayuden en la educación sentimental de los chicos y darles armas para que puedan juzgar las que no tienen calidad. Cuando en su momento no se aprende a poner los sentimientos en su sitio, el corazón acaba ocupando el lugar de la razón, y las consecuencias pueden ser trágicas.
Luis Daniel González
28/04/2004.-
La función de los mediadores más cercanos entre los libros y los jóvenes, padres y profesores sobre todo, se puede describir diciendo que han de saber orientar hacia los mejores libros, y procurar que a los destinatarios concretos les lleguen los libros más apropiados para ellos. Y la otra cara de la moneda es despejarles un poco el camino para que puedan elegir mejor: aportarles los recursos que, llegado el caso, les permitan detectar las líneas de quiebra de las ficciones de menos calidad.
Casi todos perciben que la falla estructural básica de la literatura infantil y juvenil está en el sentimentalismo, pero muchos se dan cuenta demasiado tarde de que todas las cuñas tienen aristas delgadas. Y es que adquirir en los años jóvenes una percepción sentimental de la realidad, que al fin es una cierta incapacidad de ver los otros lados de las cosas, acaba teniendo consecuencias trágicas.
Las cosas y las palabras
Afirma Chesterton que un supremo defecto sentimental es conmoverse por las asociaciones de palabras en lugar de conmoverse por las realidades e ideas que hay debajo. Esto puede suceder en las dos direcciones: unas personas vibran y otras enferman cuando oyen hablar del amor de las madres o del encanto de los niños. En ambos casos se da una destemplanza de la sensibilidad, pues también el antisentimentalismo de los desdeñosos es otra forma de sentimentalismo, afectado y rígido, que antepone las palabras a los hechos.
No hay nada de superficialidad ni de debilidad en reconocer la importancia de las emociones o en mostrar los sentimientos. Pero nuestro sistema nervioso está construido de tal manera que lo que se hace corriente rápidamente se vuelve trivial. Cuando eso sucede las emociones se agotan pero la materia no: el centésimo rayo de sol es tan brillante como el primero, el centésimo niño asesinado por el rey Herodes fue un caso tan patético como el primero. La repetición, que condiciona algo subjetivo como tener o no unas actitudes sentimentales, no está en relación con la realidad de las cosas que se repiten, que son hechos objetivos.
El sentimentalismo es, pues, un pecado contra la realidad que ocurre cuando exageramos un sentimiento, en ocasiones un sentimiento verdadero, en detrimento de alguna cosa igualmente real que también tiene sus derechos. Una forma común bajo la que suele aparecer es la de querer disfrutar de dos cosas opuestas a la vez, la de intentar combinar una realidad y una falsedad en el mismo acto: no en reconocer el sentimiento como un hecho positivo, sino en que, al hacerlo de modo excesivo, se destruyen o se deforman otros hechos.
El toque creador del guionista de cine
Podemos fijarnos también en tantísimas ficciones tiernas que pueden llevar a olvidar a los pequeños lectores o espectadores (y a los no tan pequeños) que cualquier hombre merece siempre mucha más consideración que cualquier animalito. Seymour, el protagonista de la novela de Salinger Levantad, carpinteros, la viga del tejado, dice a su novia Muriel que «somos sentimentales cuando le concedemos a una cosa más ternura de la que Dios le otorga». Y, para dejárselo más claro, añade: «Sin duda Dios ama a los gatitos pero probablemente no calzados con botitas de tecnicolor. Les deja ese toque creador a los autores de guiones cinematográficos».
El sarcasmo del escritor norteamericano da en el clavo: el amor que merecen los gatitos no depende de sus botitas o de cualquier aditamento que los haga simpáticos. Colocar los sentimientos en su sitio empieza por intentar dar a cada ser su verdadero valor, y esto requiere distinguir entre los sentimientos y las realidades de las que brotan, que son precisamente a las que deben apuntar esos sentimientos. Pero esto se ve mejor con ejemplos que muestran con más claridad lo que está en juego.
Uno lo encontramos en las novelitas terapéuticas que tratan sobre separaciones y nuevas uniones de parejas explicándoles a los niños la bondad de la fórmula «para que tú seas feliz es mejor que lo sea yo primero». Quien considere al niño como la parte más débil, algo que parece obvio, reconocerá como sorprendente que sean los adultos quienes soliciten ayuda y comprensión a sus hijos. La experiencia demuestra, por otra parte, que la recuperación emocional del niño no es ni mucho menos la que se cuenta en esas ficciones infantiles o juveniles que simplifican asuntos que se deberían tratar siempre con exquisito cuidado. Es patético (además de ser tramposo) sustituir el sentimentalismo antiguo del «se casaron y vivieron felices y comieron perdices» por otro, igualmente rosado pero menos creíble y aún más voluntarista, de «después de divorciados por el hada madrina, el príncipe y la princesa fueron felices y comieron perdices».
Otro ejemplo, previo al anterior y el primero en el que normalmente piensa cualquiera que oye hablar de sentimentalismo, es el que ofrecen esas «ficciones que hablan de una felicidad ideal al modo descrito en Las mil y una noches, en la que se nos invita a pasar del trabajo y las discordias de la calle a un paraíso donde todo se nos da y nada se nos exige», como dice George Eliot en Middlemarch. Y entre los relatos juveniles abundan los que no hacen notar cómo el comportamiento del presente condiciona la felicidad del futuro, que no señalan que una relación de noviazgo ha de llevar a calibrar cualidades y condiciones a la vez, que querer es tanto comprender como exigir lo mejor sin miedo a la ruptura...
Son ficciones que fomentan lo que luego ellas mismas cuentan: que se formen parejas que se unen y se casan con inconsciente desenvoltura, que haya cada vez más «chicas y chicos enamorados de un conjunto de cosas agradables» que luego, cuando llega la vida real, son sustituidas «por molestos detalles cotidianos con los que resulta necesario convivir de hora en hora, sin la posibilidad de flotar, atravesándolos, mediante una rápida selección de momentos favorables», de nuevo según otra magistral descripción en Middlemarch.
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