Las vanguardias artísticas del siglo pasado han demostrado que no existe cosa alguna en el mundo que no pueda ser contemplada estéticamente. Hasta el objeto más ordinario, hasta la actividad más prosaica puede ser bella en algún momento o bajo algún aspecto. O lo que es lo mismo, puede contemplarse. Porque la palabra contemplar, en su sentido más riguroso, designa una actividad que sólo es posible ante lo bello. La contemplación es una categoría estética, por más que los juristas estropeen el ...
Las vanguardias artísticas del siglo pasado han demostrado que no existe cosa alguna en el mundo que no pueda ser contemplada estéticamente. Hasta el objeto más ordinario, hasta la actividad más prosaica puede ser bella en algún momento o bajo algún aspecto. O lo que es lo mismo, puede contemplarse. Porque la palabra contemplar, en su sentido más riguroso, designa una actividad que sólo es posible ante lo bello. La contemplación es una categoría estética, por más que los juristas estropeen el idioma diciendo que en tal o cual ley se contempla esto o lo otro. La contemplación cabe, pues, en la vida ordinaria; es más, ¿no será precisamente éste su territorio propio, y no el olimpo de los museos y otros lugares exquisitos? El trabajo bien hecho, el trato franco y amable con los compañeros, el ingenio y la creatividad propios de cada profesión, el descanso y la diversión en familia, los recuerdos y esperanzas que todo ello suscita, etc., ¿acaso no son atisbos de genuina belleza, aunque no sepamos darle este nombre? ¿No formará parte la contemplación estética de la sustancia misma de la vida cotidiana? No me refiero a una vida idílica y sin problemas sino a una vida normal, que incluye tantas veces la experiencia del dolor, e incluso de la injusticia y la angustia. Porque estas cosas no son incompatibles con la contemplación, es más, el dolor, como sucede con el amor, afina la sensibilidad y dilata las pupilas, con tal de que el sujeto lo afronte con el debido temple humano.
¿Y en qué consiste esta experiencia cotidiana de la belleza? ¿Qué la distingue de aquella otra, menos ordinaria, que acontece en las exposiciones, en el cine, en la literatura o en los grandes espectáculos de la naturaleza? ¿Cuál es su nota específica? No conocemos hasta el momento una respuesta suficientemente profunda a esta gran pregunta (1). Pero una cosa está clara: la estética de lo cotidiano presenta un calado ético excepcional. El principio según el cual no hay ética sin estética se hace especialmente patente aquí. Porque las migajas de belleza que nos cabe paladear en la familia y el trabajo, esos vislumbres fugaces, balbucientes, sorbos de eternidad, los encontramos justamente insertos en la trama de nuestra biografía, configurando esta historia que escribimos con nuestras decisiones concretas. Si el fin último, como dicen los moralistas, afecta al individuo en la medida en que éste lo percibe en forma de belleza, con más razón ocurre en este lugar por excelencia de la conducta moral, que es la vida cotidiana. Los encuentros amistosos, la sobremesa familiar, el ocio, el deporte, la lectura, la comida, una ropa limpia y elegante, una buena ducha, un trago de agua fresca, etc. son a veces instantes de plenitud que nos conceden entrever, ni más ni menos, para qué hemos nacido. Es una demostración más de que la belleza no es una cosa o una cualidad, sino aquel acontecimiento que alumbra el sentido de la vida.
Ahora bien, ¿qué entendemos por acontecimiento? Bien mirado, un acontecimiento no es necesariamente algo extraordinario y aparatoso, sino más bien algo que afecta a alguien en cuanto persona. A diferencia del hecho en bruto que registra la ciencia, el acontecimiento es aquel suceso que tiene sentido humano, que entra en la biografía de alguien. Y así, un acontecimiento es tanto más intenso cuanto más íntimamente quedan las personas involucradas en él. En este sentido la belleza es el acontecimiento más genuino que cabe pensar, pues pulsa lo hondo de la persona, la despierta a la comunión con los demás, alienta en ella el diálogo, Frente a la estética decimonónica que, aún hoy, insiste en cosificar la belleza, debemos afirmar que ésta tiene que ver ante todo con las personas y sus relaciones.
Y en este punto es donde propongo volver la mirada al hogar como ámbito donde esta belleza ordinaria de que hablamos se presenta en su forma más genuina. Aquí, en efecto, más que en ningún otro sitio, es donde las personas prevalecen sobre las cosas y por consiguiente donde se dan los auténticos aconteceres, esos que alumbran el sentido de la vida. El para qué de la existencia se revela en el hogar como un para quién, concreto y encarnado.
¿Y cómo engarza entonces la contemplación, de la que hablábamos al principio, con el trabajo doméstico y en general con la vida ordinaria? Esta conexión entre contemplación y trabajo es lo que el pensamiento occidental llama, desde la época de Platón, inspiración. Inspiración es contemplación encarnada, traducida en acción y esfuerzo, aprendizaje y oficio. Y el inspirado por antonomasia es así el artista, ahora bien, sabiendo que es artista por estar inspirado, no al revés. Conviene dejarlo claro para reconocer, superando prejuicios inveterados, que cualquiera puede realizar su trabajo con auténtico talante artístico, con tal de saber incorporar su contemplación a las características, reglas y ritmos de su trabajo. De este modo la labor queda informada y unificada por el corazón, asumida por la persona desde su propia intimidad.
¿Y cuál es el contenido de esta inspiración vivida en y por el trabajo? En el caso de los trabajos domésticos la respuesta es clara: la familia. Es decir, aquel misterio de comunión interpersonal que constituye como una figura de la plenitud humana, del fin último del hombre. Eso es lo que intuimos de un modo confuso e imperfecto, pero hermoso, cuando realizamos las tareas más prosaicas. Incluso las que son enojosas y molestas (limpiar un baño, atender un timbre) el amor las vuelve sabrosas y las transfigura.
El modo en que esta inspiración se produce varía según la actividad o trabajo de que se trate. En el caso del hogar, como en otras actividades de corte dramático (teatro, danza, enseñanza, relaciones públicas, enfermería, etc.) tiene lugar en forma de feedback. Se llama feedback a la empatía emocional que se da en los conciertos y espectáculos en vivo, donde la inspiración se va renovando en el desarrollo mismo de la obra al involucrase en ella los espectadores. Surge así una obra total, configurada como un diálogo en que autores y espectadores intercambian sus papeles. Algo así sucede sin duda en el seno del hogar. Participando en las labores domésticas, cada miembro cuenta con la respuesta afectiva de los demás: la anticipa, la incorpora, la celebra, y en ella su trabajo se inspira y retroalimenta. Trabajar en familia es así entablar un diálogo tácito y afanoso, que apenas se interrumpe salvo en el sueño. Y es en este diálogo donde el fin de la vida ---la comunión interpersonal--- se hace sentir en forma de belleza.
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NOTAS: (1) Una aproximación especialmente aguda a la socioestética de la familia se encuentra en ALVIRA, Rafael, El lugar al que se vuelve. Reflexiones sobre la familia, Eunsa, Pamplona 1998, pp. 11-20.