EL SENTIDO DEL PUDOR. Por Antonio Orozco-Delclós
Como era de esperar, la publicación del Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España, de la Conferencia Episcopal Española, ha levantado ampollas, que no vamos a describir. Sólo mencionar que un diario como ABC, habitualmente respetuoso con las cosas de la Iglesia, trata también con respeto este documento, y afirma su acierto de fondo, no sin subrayar la existencia de «algunos excesos formales y ciertos análisis de causa y efecto problemáticos».
A lo que yo quiero referirme ahora es justamente al escándalo producido por la aparente falta de proporción entre los efectos tan negativos que se evidencian en la situación general de la familia en España y las causas que los Obispos advierten de tal efecto. En verdad, no podemos considerarnos a salvo de algún mal en tanto no conozcamos su etiología. No voy a entrar en detalles. Sólo quisiera advertir a los que juzgan precipitadamente el documento, quizá sin haberlo leído detenidamente, o en modo alguno, que se conoce desde hace más de cuarenta años lo que se ha dado en llamar el «efecto mariposa» que, o mucho me equivoco, o es tanto el producido por el documento referido, como el denunciado por el mismo, con otros nombres, porque se trata de variaciones heterogéneas.
El efecto mariposa
Hacia 1960, el meteorólogo Edward Lorenz estudiaba el comportamiento de la atmósfera, tratando de encontrar un modelo matemático, un conjunto de ecuaciones, que permitiera predecir a partir de variables sencillas, mediante simulaciones de ordenador, el comportamiento de grandes masas de aire, que permitiera hacer predicciones climatológicas. Lorenz recibió una gran sorpresa cuando observó que pequeñas diferencias en los datos de partida (algo aparentemente tan simple como utilizar 3 ó 6 decimales) llevaban a grandes diferencias en las predicciones del modelo, de tal manera que cualquier pequeña perturbación o error en las condiciones iniciales del sistema, podía tener una gran influencia sobre el resultado final. Así se hacía muy difícil hacer predicciones climatológicas a largo plazo. Al extremo que sugirió la hipótesis de que se podría incurrir en una predicción totalmente errónea por no haber tenido en cuenta el aleteo de una mariposa en el otro lado del planeta. Ese simple aleteo podría inducir perturbaciones en el sistema que llevaran a la predicción de una tormenta. De aquí surgió el nombre de «efecto mariposa». J. Gleick escribió «si agita hoy, con su aleteo, el aire de Pekín, una mariposa puede modificar los sistemas climáticos de Nueva York el mes que viene». Lo cierto es que en un sistema complejo, la amplificación de errores puede alcanzar proporciones verdaderamente enormes.
La supresion del pudor
Hace ya bastantes años escribí que la pérdida del pudor puede ser una de las causas, obviamente no la única, de los rasgos que suelen tenerse por los más característicos de la sociedad contemporánea, como la masificación, la soledad, el nihilismo, la carencia de ideales de índole espiritual, el tedio, el materialismo, el aburguesamiento, la incomunicabilidad, etcétera. No suele descubrirse en el origen de estos fenómenos una raíz de «procacidad», es decir de eliminación forzada del sentido natural del pudor. Sin embargo, si rastreamos las huellas de los fenómenos tal vez nos topemos con lo inesperado: una mariposa. «Reserva peculiar de lo íntimo», definí el pudor. Es un ingrediente necesario en la formación de la intimidad personal, es decir, de la persona; un hábito y una tendencia que brota de la instancia más radical del «yo» a mantener la posesión de la propia intimidad en el estado de mayor densidad posible.
Se puede decir, en efecto, que el pudor tiene mucho que ver con la libertad, en cuanto «dominio» de mí mismo, en cuanto «señorío», ante todo, de mi propia intimidad. La persona se define en términos semejantes a estos: «ser suyo», «ser de uno mismo», «disponer de sí», no en un sentido egocéntrico, que encapsularía a la persona en sí misma, en una soledad agobiante, sino en el sentido de mantener la posesión de sí, con vistas a una entrega por la cual se trasciende la soledad y se autoperfecciona el sujeto (la persona).
En nuestro tiempo se ha generalizado la sensación de «vacío existencial», en el que la persona, de algún modo, se encuentra como anulada. Me parece que a menudo se encuentra en el hombre contemporáneo un yo intensamente egocéntrico en cuyo centro hay un inmenso vacío. La angustia resulta inevitable y urge una fuga de sí, una alienación. Las angosturas y soledades, estrecheces y dolores morales, los aburrimientos que padece, pueden llegar a hacerse tan insoportables que la evasión de la propia intimidad, se vivencie como si se tratara de una catársis o liberación purificadora. En semejante situación de vacío existencial -vacío de valores, vacío de ideales que valgan la pena, vacío de ideas ricas de contenido- la comunicación personal pierde sentido. Entonces se busca la superación de la soledad en la anulación de la intimidad, y, en ese mismo momento, el pudor se desecha. Nos hallamos ante una nueva edición de la "mística dionisiaca".
La «mística dionisiaca»
Como se sabe, en la mística dionisíaca hay tres modos de conseguir la supuesta liberación purificadora por disolución de la intimidad personal, y los tres tienen gran «éxito» en nuestra época: la embriaguez alcohólica, el orgasmo sexual y la exaltación de la ira. Son los tres estados psíquicos que causan un mayor estrechamiento de conciencia, los que producen una mayor intensidad, ofuscamiento o alienación. Son estados emocionales anestésicos de la conciencia. En este tipo de «mística» tan común hoy, «yo» no estoy «solo» por la sencilla razón de que «no estoy», yo me he evaporado. Esta disolución del «yo», anulación de la intimidad personal, se llega a confundir con la «fraternidad universal», la «unión en el amor» y la «caridad» de que hablan algunos, así como los partidarios de la «purificación por el amor libre». Desde tales presupuestos, el pudor, concretamente el pudor sexual, carece de sentido: la persona, y con ella la intimidad personal, se han esfumado.
En semejante estado claro es que la unión sexual no podrá interpretarse como un acto de entrega verdaderamente personal. No puede haber «entrega de la intimidad» o de la «persona» si ha desaparecido del escenario. Tras abandonar, por alienación, la propia intimidad, sólo resta el «abandono del cuerpo» como «res nullius», «cosa de nadie», a merced del primero que lo recabe para sí. Al ser «cosa de nadie» (comunismo), el cuerpo -con la persona soporizada- pasa a ser de «dominio público», «cosa de todos».
Posibilidad de amar de veras
Así no se encuentra nada que suene a «progreso» en el sentido de avanzar hacia la plenitud de la persona, sino más bien a «pérdida» lamentable del valor y la densidad original del «yo», de la propia dignidad y personalidad. Es cierto que también hay una patología de la intimidad, un temor enfermizo a desvelarse aun en el contexto adecuado. Pero no parece ser éste el signo de nuestro tiempo; no reside ahí la amenaza global. El peligro es -precisa y paradójicamente, a causa del materialismo- el menosprecio del cuerpo, que conduce hasta su «abandono» a la posesión, al menos intencional, de cualquiera: la reducción de la «persona» a «cosa».
¿Podrá la humanidad recuperar el sentido del pudor?, ¿es posible recuperar el valor de la intimidad perdida...? Ha de ser posible, si no, el futuro sería sombrío. La humanidad se encaminaría a una especie de reserva zoológica, la peor. Ciertamente debemos hacer un gran esfuerzo para que nuestros contemporáneos comprendan que la defensa racional del pudor es la defensa de la persona, de la propia riqueza y densidad interior, la defensa de la posibilidad de amar de veras, también en cuanto se refiere al amor sexuado. El sexo ha de asumirse desde una instancia personal para que sea entregado a otra persona, en el matrimonio, o –en su caso- enteramente a Dios, en el celibato apostólico, o por cualquier otra noble razón. Entonces, el pudor sexual tiene sentido, porque es el supuesto indispensable de una entrega de la propia intimidad que supere la incomunicabilidad del yo. Este es el primer paso para llenar aquel posible vacío inmenso.
El «segundo» paso será ir al encuentro amoroso del Tú divino, sin el cual ningún yo existiría. Sólo ante el Tú de Dios mi «yo» puede encontrarse o recobrarse a sí mismo, hallar valiosa la propia intimidad, comprender que es una locura vaciarla o abandonarla al dominio de cualquiera. Gabriel Marcel, no sin cierta razón, decía «yo soy mi cuerpo». Y si bien es cierto que mi «yo» no es sin más mi cuerpo, no lo es menos que el cuerpo mío forma parte de mi «yo». Por eso pienso que abandonar el cuerpo es abandonar también el yo, evadirse, alienarse, perderse, esfumarse...
¿Cabe un acostumbramiento tal a la ausencia de pudor que lo convierta en algo innecesario? Creo que no. Sería acostumbrarse a no ser «persona», y esto me parece que no es posible por mucho tiempo. El pudor es algo tan natural como la compasión o la alegría. Siempre queda un resto que puede y debe desarrollarse, recobrar la libertad de expresión. (Es preciso reclamar la libertad de expresión del pudor, es decir, de la dignidad de la intimidad como riqueza interior)
Respeto a la vida privada
Casi todo el mundo está de acuerdo, salvo quienes "viven" de la procacidad, en que la vida privada debe ser respetada. Casi nadie se atreve a negar los derechos y deberes que, individualmente nos corresponden en la vida pública, en la convivencia social. Sucede, sin embargo, que de hecho y tal vez ahora más que en otras épocas, la intimidad familiar o personal que define a la vida privada, se ve amenazada en uno u otro sentido. Hay un acoso, con fines «informátivos» -más bien sensacionalistas-, para conseguir un fácil lucro a través del escándalo público. Hay también una difundida curiosidad morbosa. Los nuevos medios, en especial la televisión, incurren a menudo en «allanamiento de morada» por la imagen; vulneran, hieren, ofenden la intimidad del hogar.
De otra parte, como escribía un columnista madrileño, conocido no precisamente por su mojigatería, hay programas de radio que pueden calificarse como «programas de erotismo que son de puro bochorno». Es claro que la pérdida del pudor afecta a todos los niveles, a todos los estamentos civiles. «Hay expresiones condenadas a morir de asco -dice un escritor contemporáneo-. La palabra pudor está en la lista»; y añade «todo lo que huele a pudor huele mal en tierras en que esta palabra no conoce otro horizonte que el de las obligaciones e imposiciones de padres, educadores, censores, curas, monjas y directores de conciencia». No se salva nadie del inquisidor postmoderno.
Se nos replicará: ¿No será escrúpulo de beata la vergüenza de exhibir el propio cuerpo más o menos desnudo? ¿No deberíamos más bien alegrarnos de que todo el mundo pueda familiarizarse de nuevo con «la bella desnudez clásica»? Es muy fácil hablar en tan «bellos» términos, pero es más difícil demostrar que lo que está sucediendo sea una vuelta a la clásica «pulchritudo». Si bien en Grecia la desnudez estaba al uso, no ocurría así en los países llamados «bárbaros». En la Roma clásica la desnudez estaba públicamente vetada, como muestran las pinturas de los burdeles de Pompeya... Es un error pensar que los pueblos primitivos carezcan de pudor. Lo que sucede es que, entre ellos, el pudor tiene manifestaciones distintas a las nuestras. En todos los pueblos, también en los primitivos y «tropicales», hay posturas, conversaciones y adornos en los que se manifiesta expresamente el pudor. Con el vestido les sucede que nunca lo han necesitado. El desnudo de esas gentes deja de ser erótico por el hecho de que siempre se mantiene descubierto, desde el nacimiento y durante todo el año. Obsérvese que ellos nunca se «desnudan», por la sencilla razón de que nunca se «visten». Y es de muy distinta significación para el «espectador» no vestirse que desnudarse. Por eso los pueblos primitivos gozan de cierta inmunidad erótica -hasta cierto punto- frente el desnudo, por las condiciones naturales en las que se desarrolla toda su vida. En cambio, en nuestra civilización, el top-less, en las playas, en la televisión, etcétera, crean, como ha dicho Lázaro Carreter, «cierta intimidad de alcoba» claramente fuera de lugar. Es evidente que cuando la mujer (cosa análoga habría que decir del varón) pierde el sentido del pudor y exhibe su cuerpo como las «profesionales» (que así se llaman ahora), rebaja seriamente su dignidad personal y devalúa su femeneidad. Se convierte en objeto, cosa.
Ahora bien, ¿no cabe pensar que el «acostumbramiento», en nuestra civilización, puede acabar por hacer inocuos la pérdida del pudor y el nudismo? Si esto pudiera suceder, ya muchos habrían de estar «acostumbrados», y no parece que lo estén. ¿Por qué tantos locales de diversión que anuncian el «top-less» como plato fuerte? Sencillamente, porque actúa a manera de afrodisíaco natural. Y quien no reacciona ante el desnudo del otro sexo es por defecto hormonal o por sobresaturación sexual. Los caracteres sexuales secundarios son estímulos normales de la sexualidad. Hay que decir, sin miedo, que es «normal» quien se siente afectado por el erotismo televisivo, radifónico, de prensa, etcétera; y seguramente es «anormal» el que «constata que no le afecta». Aquel gran maestro de los médicos españoles, Gregorio Marañón, que tan bien conocía la condición humana y fue pionero en los estudios sexológicos, decía que «el vestido significa mucho más de lo que creemos, para el hombre. Hay que amar a nuestro traje y oponerse a la moda desnudista. No sólo por razones éticas, sino porque el desnudismo es enemigo mortal de un don precioso del hombre: la intimidad, que exige recato y es enemiga del desnudo».
No es posible el verdadero amor que no brote del pudor en acto. Gonzalo Torrente Ballester, en una carta abierta a una adolescente «top-less» le decía que «los que se aman experimentan el sentimiento de pertenecer enteramente a otro, quizá sea mejor decir de ser del otro, y eso exige, para ejercerse, determinadas condiciones de soledad, a veces de oscuridad, siempre de intimidad. Y al que ama no se le ocurre mostrar o exhibir lo que alcanza su más intenso sentido en la relación con el otro. Insisto -continúa Torrente Ballester- en que no trato de compromisos jurídicos o morales, sino sentimentales y, en cierto modo, ontológicos (...) Si algún día llega a amar, señorita, de esa manera a la que acabo de referirme, lamentará el rasgo valeroso, aunque ya muy repetido, de haberse quedado únicamente con la tanga (...) Cuide usted lo que muestra, cuídelo con inteligencia y terquedad, porque si el amor es frágil, eso lo es más aún».
En síntesis, que el pudor no es una creación artificial de una civilización determinada o de cierta religión miedosa ante el sexo, sino que encuentra su raíz en lo más íntimo del ser personal, del que brota un sentimiento natural y que funda una ley natural que merece el máximo respeto. Respetar, defender y vivir el pudor es respetar la persona, su dignidad, su valor insustituible; es hacer posible en el mundo la delicada especie de amor personalísimo, único del que puede proceder una verdadera y perenne felicidad.
Perdido el pudor, perdida la persona, perdido el amor personal, perdido el matrimonio, perdida la célula básica de la sociedad, perdida la sociedad, perdido… ¡ay, mariposa! No, no creo que exageren los obispos. Fíjense en el índice de natalidad. Comparen las ayudas a la familia con las de los países adyacentes… Quizá se les puede reprochar que no se expresen con el estilo de Cervantes o de Paco Umbral, pero no se les puede acusar de que no llamen al pan, pan y al vino, vino.
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