El hombre como punto de partida
La séptima encíclica de Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, ha vuelto a poner de actualidad la doctrina social de la Iglesia. Esta enseñanza, elaborada principalmente a lo largo de los últimos cien años, constituye ya un corpus muy amplio. Para ayudar a conocerla, un experto en la materia, José Miguel Ibáñez Langlois, ha escrito un libro (1) que recoge, punto por punto, lo que dice la Iglesia acerca de los temas sociales. Con esta doctrina, el Magisterio eclesiástico no pretende dar fórmulas mágicas. Sin embargo, partiendo de la visión cristiana del hombre, la Iglesia marca las pautas de conducta que se han de seguir si se quiere una sociedad más digna.
El profesor chileno José Miguel Ibáñez Langlois, miembro de la Comisión Teológica Internacional, ha realizado en este volumen de Doctrina social de la Iglesia una laboriosa sistematización. En los veinte capítulos de su libro está toda la materia, ordenada, a disposición tanto del que desee adquirir una visión de conjunto del Magisterio social como del que quiera saber cuál es la enseñanza de la Iglesia acerca de un asunto determinado.
Una enseñanza moral
En su última encíclica, acerca del desarrollo, Juan Pablo II ha vuelto a recordar que "la doctrina social de la Iglesia no es (...) una tercera vía entre el capitalismo liberal y el colectivismo marxista, y ni siquiera una posible alternativa a otras soluciones menos contrapuestas radicalmente, sino que tiene una categoría propia" (Sollicitudo rei socialis, n. 41). Tal categoría propia es la de una enseñanza moral.
Ello proviene de un principio básico que Ibáñez Langlois recoge en las primeras páginas de su libro: "La Iglesia ha afirmado siempre que el orden social forma parte del orden moral". Así se llega a lo que podría llamarse la regla de oro de la doctrina social de la Iglesia: la sociedad no puede mejorar sino a través de una reforma de las personas. "Una sociedad más justa —señala, el autor— significa, en primerísimo lugar, una sociedad de personas más justas".
La Iglesia y las humanidades
Para tener esas personas, habrá que formarlas. Hay una parte menos conocida de la doctrina social de la Iglesia que, sin embargo, se deriva directamente del núcleo mismo de esta enseñanza. Se suele prestar más atención a las declaraciones del Magisterio sobre el desarrollo, el desarme o las relaciones internacionales. Pero lo que dice la Iglesia sobre la educación también forma parte de su doctrina social, e incluso por razones más básicas. La primera de ellas es la prioridad del cambio moral personal sobre la reforma de las estructuras sociales. Por otra parte, la ignorancia y la falta de preparación impiden el progreso material y perpetúan la pobreza, mientras que la educación es la gran palanca del desarrollo: confróntese Japón. Hay muchos otros motivos; todos ellos abonan la tesis de la Iglesia de que la cultura es, de todos los bienes que es preciso acrecentar y repartir, en el fondo el más fundamental.
Ya se ha visto lo suficiente como para adivinar que, cuando la Iglesia habla de educación, no está pensando solamente en el aprendizaje de técnicas.
Una enseñanza que se reduzca a eso puede tal vez producir astutos tiburones de Wall Street, eficientes y sin escrúpulos, pero no constructores de una sociedad más humana. Una buena educación tiene que ser integral, de modo que incluya la formación moral y religiosa, así como todo lo que se suele agrupar bajo el nombre de humanidades. Dice la Gaudium et spes (n. 56): "la cultura que surge del enorme progreso de las ciencias y de la técnica se ha de coordinar con la cultura del espíritu que se alimenta con los estudios clásicos".
Este tema, que ya no parece tan social, sin embargo lo es. Ibáñez Langlois apunta, a este propósito, una razón profunda en favor de la importancia de las humanidades. Las ideologías y el pensar ideológico complican y exacerban la cuestión social: establecen una lucha de clases en el plano mental y oscurecen el diálogo y, por tanto, la búsqueda de soluciones. Son sistemas teóricos cerrados que, al pasar —sin serlo— por una visión integral o última del mundo, contienen peligrosas virtualidades totalitarias. Pues bien, la formación humanística es la mejor vacuna contra el oscurecimiento ideológico de la razón. Precisamente por eso, constituye un factor de capital importancia en orden a la paz social, tanto doméstica como internacional. Si se piensa —con mucha razón— que un aspecto clave de la cuestión social hoy día está en el subdesarrollo y los conflictos que padece el tercer mundo, la insistencia de la Iglesia en las humanidades puede sonar a música celestial. Sin embargo, basta pensar —por ejemplo— en la Universidad Lumumba de Moscú para comprender que la Iglesia da en el clavo mucho más de lo que a simple vista parece.
Ecologismo cristiano
Lo mismo ocurre con las enseñanzas de la Iglesia acerca de un tema en el que abundan la superficialidad y la simplificación. Debería ser más conocida la parte del Magisterio social que trata de la conservación del medio ambiente.
La Iglesia comparte con los verdes la preocupación por la degradación de la naturaleza. Pero por una razón básicamente teológica: el medio natural es un don de Dios destinado al uso y disfrute de toda la humanidad, la presente y la futura. De aquí se deriva la obligación de preservarlo, para legar a las generaciones que nos sucedan un planeta en buen estado. En este sentido, la Iglesia es más exigente, ya que "no se limita —dice Ibáñez Langlois— a tomar nota de este problema (ecológico) como efectivo, sino que deduce los deberes ecológicos como auténticos deberes morales". Lo más fuerte que se ha dicho sobre este tema, lo ha dicho la Iglesia: que destruir el medio ambiente es un pecado.
Pero hay una serie de puntos en los que la Iglesia se aparta de los ecologismos al uso. Es el caso del catastrofismo que a menudo los acompaña: el negro porvenir de agotamiento de los recursos, exceso de población y aires irrespirables que auguran ciertos verdes no se compadece en absoluto con la fe cristiana en la Providencia. Tampoco admite la Iglesia la componente malthusiana de muchos ecologismos, por la que se excluye arbitrariamente al homo sapiens de las especies biológicas que hay que proteger. En fin, el Magisterio rechaza la ideología naturalista, que considera la naturaleza como algo intocable.
La Biblia y los verdes
Para la doctrina católica, el único ser absolutamente intocable en la naturaleza es el hombre. Del mandato bíblico de someter la tierra, la Iglesia deduce que la foca está hecha para el hombre y no el hombre para la foca. Y justamente por eso, proteger a las focas es un deber moral; pero no con las focas, sino con Dios, dueño de la creación, y con los hombres, señores de ella por delegación divina. Porque la naturaleza está al servicio del ser humano.
Esto no significa que la Iglesia sostenga una visión exclusivamente utilitarista del medio ambiente. Por el contrarío, la Iglesia señala que entre las utilidades de la naturaleza se encuentra la de servir para el goce estético, lo que excluye una explotación puramente industrialista. Lo que ocurre es que una especie de fanatismo ecológico rechaza sin comprenderlo el sometimiento de la tierra del que habla la Biblia. Se olvida que la contemplación de las bellezas naturales es una posibilidad facilitada por el desarrollo, gracias al aumento del tiempo libre. Por otra parte, la madre naturaleza se comporta a veces como un enemigo cruel, y se hace necesario construir embalses para que las riadas no arrasen el paisaje que hace las delicias del turista. En definitiva, para poder disfrutar de la naturaleza, el hombre tiene que someterla. Todo indica que, en este punto, el libro del Génesis lleva la razón.
La verdad sobre el hombre
La obra de José Miguel Ibáñez Langlois pasa revista a todos los demás temas que afronta la doctrina social de la Iglesia. Son, por supuesto, el desarrollo, el desarme, las relaciones internacionales, las ideologías y los bloques, los regímenes políticos; pero también la familia —célula básica de la sociedad—, el trabajo—centro de la cuestión social—, el pecado social —inseparable del pecado hecho la revolución más radical y profunda de la personal—. Si se quisiera dar una visión sintética de todo ello, tal vez habría que decir que el Magisterio parte invariablemente del hombre. La doctrina social de la Iglesia es la aplicación a los problemas sociales de la concepción cristiana del hombre.
En esa visión del hombre que la Iglesia tiene se encuentra, como in nuce, toda la doctrina social. La primera vez que se dijo, ya hace mucho (desde luego, mucho antes de la declaración universal de derechos humanos de 1948), que el hombre es criatura e hijo de Dios, con una dignidad que está por encima de la raza, el sexo y la clase, la sociedad experimentó una poderosa transformación. Esa teoría antropológica ha sido rica en resultados. Dice Ibáñez Langlois: "el cristianismo ha significado de hecho la revolución más radical y profunda de la vida del hombre sobre la tierra; la mutación más formidable de las costumbres—al mismo tiempo individuales y colectivas, privadas y públicas—; el cambio más hondo de la mentalidad y del corazón humano desde que el hombre existe". Transformaciones de ese estilo siguen siendo necesarias ahora. Produce admiración pensar en todo lo que puede hacer hoy el ingenio humano, si se deja fecundar por la doctrina social de la Iglesia. Es cierto que el cristiano sabe que el mundo no estará perfectamente en orden hasta que se alcance el horizonte escatológico definitivo. Por eso, no cree en fórmulas mágicas ni en paraísos terrenales. Pero cree que Dios, señor de la historia, actúa a través del hombre, que puede hacer mucho por encauzarla. Porque el mundo, de momento, está en buena medida en nuestras manos.
José Miguel Ibáñez Langlois. Doctrina social de la Iglesia. Ediciones Universidad de Navarra. Pamplona (1987) 312 págs, 1.750 ptas.Rafael Serrano. Aceprensa (57/88) 20 abril 1988
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