La mediación materna entre Dios y los hombres
Fernando Monge
"La madre del Redentor tiene un lugar preciso en el plan de la salvación". Estas palabras al inicio de la última Carta Encíclica de Juan Pablo II -Redemptorís Mater- son el punto de partida teológico de lo que algunos podrían titular periodísticamente un himno exegético a María. En efecto, el escrito del Papa -fechado el 25 de marzo de 1987- está empapado tanto de su amor apasionado a la Madre de Dios como de una erudita exégesis de los principales pasajes bíblicos dedicados a la Virgen de Nazaret. Estamos ante una Encíclica mariana cristológica y cristocéntrica: "sólo en el misterio de Cristo se aclara perfectamente el misterio de María".
Después de la trilogía de Encíclicas dedicadas respectivamente a Cristo Redentor -Redemptor hominis, 1979-, al Padre de las misericordias— Dives in misericordia, 1980- y al Espíritu Santo -Dominum et vivificantem, 1986-, el Santo Padre dedica ahora esta Encíclica a la criatura más excelsa salida de las manos de Dios: María, a quien, por su relación singular con la Trinidad, la Tradición y el pueblo cristiano han saludado siempre como Hija predilecta de Dios Padre, Madre inmaculada de Dios Hijo y Esposa de Dios Espíritu Santo.
La experiencia personal del Papa
Difícil es resumir esta Encíclica que en su edición castellana consta de 115 páginas. Se compone de una Introducción (nn. 1-6); tres capítulos titulados respectivamente: "María en el misterio de Cristo" (nn. 7-26), "La Madre de Dios en el centro de la Iglesia peregrina" (nn. 25-37), "Mediación materna" (nn.38-50); y una Conclusión (nn. 51-52).
Además de la Sagrada Escritura, dos son las fuentes a las que Juan Pablo II se refiere constantemente: los documentos del Vaticano II, en particular él capítulo VIII de la Constitución dogmática Lumen gentium, y la tradición patrística y litúrgica tanto de Oriente como de Occidente. No faltan tampoco alusiones a autores espirituales bien conocidos por él: entre ellos están San Juan de la Cruz (habla de la "noche de la fe" para referirse a los muchos años que María "permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo") y San Grignion de Montfort, "el cual proponía a los cristianos la consagración a Cristo por manos de María, como medio eficaz para vivir fielmente el compromiso del bautismo".
Este último Santo tuvo una influencia especial en la experiencia personal de Karol Wojtyla. Durante la Segunda Guerra Mundial, mientras trabaja como obrero de la fábrica Solvay, lee el Traité de la vraie dévotion á la sainte Vierge -un ejemplar que todavía conserva en su biblioteca personal, manchado con productos químicos- y se consagra a Dios por María. El mismo lema Totus tuus, que quiso poner bajo la Afdel escudo de su pontificado, es una fórmula forjada en sus lecturas montfortianas.
El Adviento del bimilenario
¿Por qué una nueva Encíclica mariana?; ¿por qué un año mariano? En la introducción el Pontífice señala el motivo originario: "la perspectiva del año dos mil, ya cercano, en el que el jubileo bimilenario del nacimiento de Cristo orienta, al mismo tiempo, nuestra mirada hacia su Madre". Juan Pablo II hace constar que "en los últimos años se han alzado varias voces para exponer la oportunidad de hacer preceder tal conmemoración de un análogo Jubileo, dedicado a la celebración del nacimiento de María". El mismo, el 15 de agosto de 1983, había propuesto en Lourdes: "¿No sería oportuno celebrar el segundo milenario del nacimiento de María para preparar el bimilenario del nacimiento de Cristo?".
Se había barajado la posibilidad de que este jubileo bimilenario se celebrara en torno al año 1984. Algunas fuentes afirman que, si no me así, se debió principalmente a dos motivos: la proximidad al Año Santo extraordinario de 1983 (con motivo de los 1.950 años de la Redención) y el hecho de que todavía estaba en fase de elaboración la Encíclica sobre el Espíritu Santo Dominum et vivificantem (publicada finalmente en 1986). Por otro lado, este deseo del Papa, aplaudido por los cristianos de todo el mundo, se cumplió en Filipinas. Allí el episcopado declaró año mariano el período entre el 8 de diciembre de 1984 y la misma fecha de 1985.
En la Encíclica se explica al respecto: "En realidad, aunque no sea posible establecer un preciso punto cronológico para fijar la fecha del nacimiento de María, es constante por parte de la Iglesia la conciencia de que María apareció antes de Cristo en el horizonte de la historia de la salvación". Por eso, igual que el tiempo litúrgico de Adviento precede al de Navidad, es lógico que un jubileo mariano preceda y prepare el gran jubileo cristológico del año dos mil. Este remanente del segundo milenio el Papa lo parangona a la noche de la espera del primer Adviento, en el que María comenzó a resplandecer como una verdadera estrella de la mañana (Stella
Matutina)".
Para Juan Pablo II no se trata de un jubileo más o de la búsqueda de una nueva actividad eclesial. La simbología del umbral del tercer milenio ejerce una atracción especial en el pensamiento del Papa. Es un punto focal no sólo del decurso histórico, sino también de la vida de la Iglesia. "La Encíclica -son palabras del Card. Ratzinger en la presentación del documento a los periodistas- está marcada por una fuerte conciencia histórica, que va en búsqueda del nexo interior entre pasado, presente y futuro, con el fin de comprender más afondo los desafíos concretos del actual momento histórico y de encontrarles la respuesta más adecuada". El Papa, en definitiva, quiere interpretar los signos de los tiempos a la luz de la historia de la salvación y, con el contenido de la Encíclica y el desarrollo del año mariano, dar orientaciones concretas para el camino de la Iglesia y de la humanidad.
Lucha incesante
Esta profunda visión soteriológica no se puede liquidar, como algunos han pretendido apresuradamente, con interpretaciones temporalistas del tipo "Wojtyla pretende recuperar el liderazgo mundial para la Iglesia". El desafío del Pontífice al mundo moderno es más profundo y espiritual. Bastaría leer con un poco más de atención los últimos párrafos de la Conclusión. Después de aludir a los admirables avances de la ciencia y de la técnica, a los continuos cambios que parecen "acelerar el curso de la historia", Juan Pablo II habla del cambio fundamental entre el caer y el levantarse, entre la muerte y la vida: en definitiva, entre el pecado y la gracia.
En este contexto la Iglesia ve a la Bienaventurada Madre de Dios "maternalmente presente y partícipe en los múltiples y complejos problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias y de las naciones; la ve socorriendo al pueblo cristiano en la lucha incensante entre el bien y el mal, para que 'no caiga', o, si cae, 'se levante'".
Así, el Papa afirmó en la audiencia general del 25 de marzo: "deseo que las celebraciones promovidas en las Iglesias particulares durante el Año Mariano puedan encontrar inspiración para un incremento mayor de la vida cristiana, especialmente mediante la participación en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía".
En la primera parte de la Encíclica, dedicada a María en el misterio de Cristo, se delinea la figura bíblica de María con tres expresiones del Nuevo Testamento: "llena de gracia", "feliz la que ha creído" y las palabras dirigidas por Jesús en la Cruz al discípulo amado: "Ahí tienes a tu madre". En este apartado se hace hincapié especialmente en la fe de la Virgen, que "puede parangonarse también a la de Abraham, llamado por el Apóstol 'nuestro Padre en la fe'". "Creer –continúa el Papa- quiere decir 'abandonarse' en la verdad misma de la palabra del Dios viviente".
Y María, que se ha encontrado en medio de los "inescrutables caminos" y de los "insondables designios" de Dios, es nuestro ejemplo: "se conforma a ellos en la penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está dispuesto en el designio divino".
El papel de la mujer
Un punto de indudable resonancia teológica e implicaciones ecuménicas se refiere a la mediación de María, del que se trata en la última parte del primer capítulo y se desarrolla extensamente en el tercer capítulo. La encíclica no va más allá de lo enseñado por el Concilio Vaticano II, pero -en opinión del Card. Ratzinger- "profundiza en los elementos conciliares y les da un nuevo peso para la teología y la piedad". El Santo Padre subraya que la misión de María hacia los hombres no oscurece ni disminuye la unicidad de la mediación redentora de Cristo, que no es exclusiva sino inclusiva. En efecto, todos los miembros de la Iglesia, unos para otros, pueden ser mediadores ante Dios, pero la tesis fundamental del Papa sobre la especificidad de la mediación de María consiste en el hecho de ser una intercesión materna, ordenada a un nuevo nacimiento de Cristo en el mundo.
La presencia materna de María en la Iglesia sugiere al Papa una breve reflexión sobre el papel de la mujer en la actividad actual de la Iglesia: "Aquí sólo deseo poner de relieve que la figura de María de Nazaret proyecta luz sobre la mujer en cuanto tal por el mismo hecho de que Dios, en el sublime acontecimiento de la encarnación del Hijo, se ha entregado al ministerio libre y activo de una mujer. Por lo tanto, se puede afirmar que la mujer, al mirar a María, encuentra en ella el secreto para vivir dignamente su feminidad y para llevar a cabo su verdadera promoción. A la luz de María, la Iglesia lee en el rostro de la mujer los reflejos de una belleza, que es espejo de los más altos sentimientos de que es capaz el corazón humano: la oblación total del amor, la fuerza que sabe resistir a los más grandes dolores, la fidelidad sin límites, la laboriosidad infatigable y la capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo".
Con todo, después de haber recordado el papel singular de María en la historia de la Redención, Juan Pablo II señala la falta de base teológica e histórica del sacerdocio femenino: "María no ha recibido esta misión apostólica. No se encontraba entre los que Jesús envió 'por todo el mundo para enseñar a todas las gentes'".
La Virgen y el ecumenismo
El Papa muestra también que la maternidad de María no es sólo un único e irrepetible evento biológico, sino que es un hecho que involucra toda su persona y que se prolonga en el origen y desarrollo de la Iglesia: "en la economía de la gracia, actuada bajo la acción del Espíritu Santo, se da una particular correspondencia entre el momento de la encarnación del Verbo y el del nacimiento de la Iglesia. La persona que une estos dos momentos es María: María en Nazaret y María en el cenáculo de Jerusalén".
En el segundo capítulo, sobre la misión de la Madre de Dios en la Iglesia peregrina, se aborda la problemática del ecumenismo: "los cristianos saben que sumidad se conseguirá verdaderamente sólo si se funda en la unidad de su fe. Ellos deben resolver discrepancias de doctrina no leves sobre el misterio y ministerio de la Iglesia, y a veces también sobre la función de María en la obra de la salvación".
Son, por eso, poco coherentes las voces que se levantaron contra el Papa cuando anunció el año mariano, acusándole de antiecumenismo. María es signo de unidad. La Iglesia católica y los ortodoxos comparten el amor y la alabanza a la Theotókos (Madre de Dios). Igualmente, las Comunidades eclesiales separadas de Occidente concuerdan en algunos puntos concernientes a la Virgen María, a la que reconocen como Madre del Señor. "¿Por qué, pues -interroga Juan Pablo II-, no mirar hacia ella todos juntos como a nuestra Madre común, que reza por la unidad de la familia de Dios y que 'precede' a todos al frente del largo séquito de los testigos de la fe en el único Señor, el Hijo de Dios, concebido en su seno virginal por obra del Espíritu Santo?".
Un Icono en el Kremlin
Recordando que este año se conmemora también el XII centenario del II Concilio de Nicea (787), que puso punto final a la controversia sobre el culto de las sagradas imágenes, alude el Papa a diversas representaciones de la Virgen en el arte. De modo especial, se detiene en el Icono de la Virgen de Vladimir (que se encuentra en el Kremlin), "que ha acompañado constantemente la peregrinación en la fe de los pueblos de la antigua Rusia". Estos pueblos -Ucrania, Bielorrusia y Rusia- celebraran durante el año mariano el milenio del bautismo de San Vladimiro, Gran Príncipe de Kiev (988): "queremos unirnos en plegaria con cuantos celebran el Milenio de este bautismo, ortodoxos y católicos". El Pontífice aclara, pues, que se trata de una celebración que compete a todos los cristianos de aquellas tierras, católicos y ortodoxos. En efecto, el cisma de Oriente acaeció unas décadas más tarde en el año 1054.
No podía faltar en la Encíclica una referencia al Magníficat de María, a partir del cual Juan Pablo II reflexiona sobre el amor preferencial de la Iglesia por los pobres: "no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes, que, cantado en el Magníficat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús". María, Madre de Dios, es, en palabras del Papa, la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. Por eso, "la Iglesia debe mirar hacia ella. Madre y Modelo, para comprender en su integridad el sentido de su misión".
En definitiva, estamos ante una Encíclica mariana de gran profundidad teológica y con una proyección hacia los problemas actuales de la Iglesia. El propósito del Papa no ha sido sólo resaltar "la santidad excepcional de la Madre de Cristo", sino poner de relieve la "especial presencia" de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia.
¿Y la devoción mariana?
Juan Pablo II no ha pretendido tratar los aspectos concretos de devoción a la Virgen, pero anima a promover "una nueva y profunda lectura de cuanto el Concilio ha dicho sobre la Bienaventurada Virgen María".
No se trata sólo de aprender una doctrina de fe, sino de vivir la vida de fe con su auténtica espiritualidad mariana: "la espiritualidad mariana, a la par de la devoción correspondiente, encuentra una fuente riquísima en la experiencia histórica de las personas y de las diversas comunidades cristianas, que viven entre los distintos pueblos y naciones de la tierra". El Pontífice no da más indicaciones concretas para tratar a la Madre de Dios. Ha establecido un año mariano para dar rienda suelta a la "espontaneidad del Pueblo de Dios".
Fernando Monge
ACEPRENSA (47/87) 1 abril 1987
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