Almudi.org. El Belén traumático
Por JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO. Escritor
DE lo primero de lo que nos acordamos de los tiempos en que
se ponía el belén es de que las figuras eran de barro, y se podían romper. El
mismo día de Nochebuena, si andábamos enredando, porqué siempre pensábamos
que la figura de un pastor tenía que estar más adelante, y la de los Reyes
más atrás porque todavía venían de camino, o cambiábamos de opinión sobre
el lugar en que debían estar el buey, la mula...
Almudi.org. El Belén traumático
Por JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO. Escritor
DE lo primero de lo que nos acordamos de los tiempos en que
se ponía el belén es de que las figuras eran de barro, y se podían romper. El
mismo día de Nochebuena, si andábamos enredando, porqué siempre pensábamos
que la figura de un pastor tenía que estar más adelante, y la de los Reyes
más atrás porque todavía venían de camino, o cambiábamos de opinión sobre
el lugar en que debían estar el buey, la mula o las figuras mismas del
Misterio, con todo este tejemaneje o pentimnenti de artistas, al fin las figuras
podían ir a parar al suelo y romperse. Pero ya no tenían sustitución posible,
y no podía haber devastación ni tristeza de alma como la que sentíamos;
aunque, al mismo tiempo, tampoco un mejor aprendizaje de lo real. Porque por
entonces se nos decía que eran figuras de barro, al igual que nosotros éramos
de barro, y se podían quebrar de repente. ¿Como nosotros? Pedagogías
posteriores quedaron muy horrorizadas de estas crudezas, pero nosotros no. Nos
educaba el belén en el realismo, ciertamente.
Pero ¿por qué no nos llevábamos tal disgusto, si el que se
hacía añicos era el castillo de Herodes? Quizás porque, al fin y al cabo,
sólo hacía bonito allá arriba en las montañas del fondo, pero no se
necesitaba en realidad; el resto de la escenografía y de la vida del belén
continuaba sin él perfectamente. Por ejemplo, los patos en el lago o el río,
tan tranquilos porque nadie vendría aquí a cazarlos, o las gallinas o el
gallo, con su cacareo y su quiquiriquí, como en competencia con los ángeles a
la hora de cantar. Sólo más tarde, cuando ya perdimos la mirada de niño y nos
tornamos históricos -y mucho más con la elefantiasis de la política en
nuestra vida y hasta en nuestra alma- fue el belén entero el que se nos tornó
extraño, y ya no tendríamos otros ojos que los de Herodes y su corte para
mirar estos belenes -si acaso nos los encontráramos-, y nuestras propias vidas.
Entre las gentes sencillas, la fama de crueldad y barbarie de
Herodes sigue prevaleciendo, aunque quizás muy debilitada ya, no tanto en
razón de la famosa secularización, sino porque a esas mismas gentes se las
sirve a diario tal cantidad de brutalidad y horrores que la matanza de unos
niños ya no puede impresionarlas; y las otras gentes más evolucionadas se
explican perfectamente por qué en aquel mundo tan primario podían suceder esas
cosas. De manera que ¡para qué vamos a andar recordando que no ha habido siglo
más bestia y brutal, y que haya producido tantos ríos de sangre y construido
tan altas montañas de cadáveres, como el XX, y que el siglo XXI va por los
mismos carriles! No es caso de amargar a nadie el festín de Nochebuena, o de la
Fiesta del Solsticio de Invierno en el Occidente postcristiano.
Incluso si desde niños llevamos clavado en el alma el llanto
de Raquel por sus hijos, podemos estar dispuestos a disimular esa brutalidad del
Herodes político, a quien, por otro lado, no debió de faltar corazón, porque
sabemos que, en unos años de hambruna en su reinado, echó mano de su peculio
personal para aliviar la necesidad, y esto es como un milagro que hace ya mucho
que no vemos, seguramente porque eso sería una política odiosamente
paternalista que significaría la humillación de la dignidad humana de los así
asistidos.
El caso es que este señor, uno de tantos reyes de provincias
que, desde luego, Roma manejaba -simplemente porque era más poderosa- se vio
envuelto en mil intrigas tan delicadas como un encaje de bolillos, pero supo
navegar y no sólo salir adelante, sino que llegó a ser rey socio y amigo del
pueblo romano, y se le concedieron muchas prerrogativas, pero a él
personalmente y no al cargo; de manera que tuvo las manos muy libres, y no dejó
de aprovecharse de ello, tanto para imponer tributos especiales, como para
recortar la esfera de poder de los Sumos Sacerdotes judíos. Y correspondió
naturalmente con Augusto, con regalos y dando, en su honor, el nombre de Sebaste
a la recién construida capital de Samaría.
Como a todo gobernante antiguo con alguna inteligencia, a
Herodes le importaba un bledo todo lo que no fuera el orden público y un cierto
bienestar de sus súbditos; lo que, sean como sean las cosas, no estaba nada
mal, y a ratos lo hemos echado de menos más tarde. Esto es, Herodes no quería
problemas en su provincia, y mucho menos que alguien le tratara de mover la
silla, lo que también es muy comprensible. Y, en este sentido, estaba como
sobre ascuas, incluso si tal posibilidad aparecía tan lejana y difusa como la
que se deducía de que unos extraños Sabios Astrólogos, venidos de Oriente,
hablaran de que en una aldea de su territorio había nacido un niño que sería
rey. Porque, sin duda, no es ésa la mejor noticia que puede recibir un señor
en el poder, y sólo tenemos que observar los intensos desasosiegos en que caen
unos simples ediles o corregidores, cuando se publican encuestas que no les
favorecen; o pensar, sin más, en la algarabía que ocasiona la más inocente
ironía sobre lo políticamente correcto.
En nuestros días, sin embargo, tenemos ahí a la mano a la
crítica histórica y a las ciencias de la naturaleza, y, lógicamente, si se
echa mano de ellas, toda la escenografía y la vida del belén quedan reducidas
a una narración legendaria e infantil, y parece también que ha habido quienes
han identificado incluso al rutilante astro que arrastró a aquellos sabios
orientales a su peregrinación; y, en consecuencia, se ha hecho gran hincapié
en las esperanzas o el temor que las estrellas ponían en el corazón de los
hombres de otro tiempo.
Así que nos imaginamos a los consejeros de Herodes, tratando
de tranquilizar al rey. Es decir, a toda una corte aristocrática, escéptica
por educación, y muy leída, viajada, y sabida, exponiendo argumentos para
convencer al soberano de que no había ninguna razón para preocuparse por las
creencias astrales. Pero también podemos imaginarnos al propio rey contestando:
Ya; pero todo puede enredarse, y una cosa es que el asunto del Niño no sea
verdad, y otra que las gentes, incluso de esta misma casa, crean que lo es. Y
entonces debió de caer un silencio atroz, ante estas palabras, y, a seguido, lo
seguro es que los allí presentes estuvieron de total acuerdo en que lo mejor
era cortar por lo sano; porque, como poco, aquello no era de recibo, no estaba a
la altura de la cultura de los tiempos, y en Roma, además, se iban a reír
hasta las cariátides. Y nadie podía saber cómo se lo tomaría el César.
Mejor prevenir las cosas.
Era algo totalmente racional y comprensible, y ¿cómo no
entender, entonces, que la nueva Europa se plantee interrogantes parecidos, a la
hora de escribir su flamante primera Constitución? Para evitar complicaciones,
parece haber decidido también cortar por lo sano, y, en un alarde de modernidad
y tolerancia, afirmar que de aquel Niño no tenemos ni idea; que, ciertamente,
se habló de él en otro tiempo, pero ya no. Podría ocasionar traumas el
asunto, y las figurillas del mundo se rompen.
http://www.abc.es/Opinion/noticia.asp?id=228477&dia=hoy