La suerte inestimable de ser cristiano
En una de sus audiencias públicas, Juan Pablo II se refería a "la suerte inestimable de ser cristiano". Esa es la impresión que prevalece después de la lectura de Redemptor hominis. Es una suerte -una gracia- ser cristiano, como lo es contar con un Papa que, lejos de tener miedo al mundo, propone a todos los hombres la única verdad que libera: que hemos sido redimidos por Cristo. Este comentario quiere ser sólo una invitación a la lectura y a la meditación de esta carta llena de esperanza y de lúcida alegría.
"A través de la Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos y la ha dado de manera definitiva" (n.1). Esto se lee ya en el principio de la encíclica. Cristo es lo definitivo- no hay que esperar que nada ni nadie, salvo Él, nos libere. La historia puede estar llena de incertidumbres y en la Iglesia pueden existir, con las luces, las sombras. Pero nada de eso es motivo para la tristeza: estamos ya asistiendo a "esta nueva ola de la vida de la Iglesia, mucho más potente que los síntomas de duda, de derrumbamiento y de crisis" (n.5).
La única dirección
En todos los tiempos, los cristianos se han planteado la pregunta: ¿como seguir adelante? ¿qué hacer? Porque en todos los tiempos ha habido dudas, dificultades. Contesta el Papa: "la única orientación del espíritu, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre! hacia Cristo, Redentor del mundo. A El nosotros queremos mirar porque solo en El, Hijo de Dios, hay salvación" (n.7).
La Redención aparece así, en toda su profundidad, como una nueva creación. Juan Pablo II cita al Génesis para recordar como Dios vio el mundo, después de haberlo creado, y le pareció "muy bueno". Si la bondad del mundo sólo se estropea por el pecado del hombre, la Redención, que borra el pecado, hace todo óptimo. De ahí el optimismo fundamental del cristiano. si se está con lo Óptimo -que es Cristo-, ¿cómo idolatrar el pensamiento de lo peor y de lo pésimo, ser pesimista?
Y se está efectivamente con Cristo, porque la Encarnación significa esto: que la naturaleza humana - asumida por el Verbo, no absorbida- ha sido elevada a una dignidad sin igual. Juan Pablo II, recogiendo una vez más la doctrina del Concilio Vaticano II, cita este texto espléndido: Cristo "trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado" (Gaudium et spes , 22) (n.8).
La fuerza de la verdad
Se explica ahora por qué, teniendo lo mejor -por gracia, no por mérito-, sería absurdo "cambiarlo", "tergiversarlo". "Es cosa noble estar predispuestos a comprender a todo hombre, a analizar todo sistema, a dar razón a todo lo que es justo; pero esto no significa absolutamente perder la certeza de la propia fe o debilitar los principios de la moral" (n.6). Y se explica por qué "el cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas, y particularmente en la nuestra, es dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la Redención, que se realiza en Cristo Jesús" (n.10).
La encíclica suscitará, en algunos, un resentido silencio; en otros, un ataque disfrazado. El Papa no lo ignora. Lee, sencillamente, el Evangelio: "el reino de los cielos está en tensión y los esforzados lo arrebatan" (Mateo, 11,12).
La violencia inerme de los pacíficos es lo único que libera. Porque el pacífico no tiene más fuerza que la de la verdad. "« Conoceréis la verdad y la verdad os liberará» (Juan 8, 32). Estas palabras encierran una exigencia fundamental y, al mismo tiempo, una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad del hombre" (n. 12).
El materialismo, raíz de las injusticias
Humanamente visto, el panorama no es fácil. Los caminos del hombre, hoy, son muchas veces tortuosos. Juan Pablo II, en tres grandes apartados de la tercera parte de Redemptor hominis (De qué tiene miedo el hombre contemporáneo, ¿Progreso o amenaza? , Derechos del hombre: 'letra' o 'espíritu') traza un resumen rápido y denso. El hombre tiene miedo a lo que produce; trata mal lo natural y se lamenta, pero no desiste de esa conducta contraria a la voluntad del Creador; se queja de los egoísmos sin intentar superarlos; idolatra el consumo de bienes a la vez que, con un disgusto materialista, siente que con eso aumenta su intranquilidad esencial.
Este materialismo, que el Papa no califica ni distingue ideológica o políticamente, es siempre la raíz de las injusticias, de que los derechos humanos se queden en "letra" y no sean realidad desde dentro del espíritu.
La Iglesia "el conjunto de todos los que integran la comunidad fundada Ppor Cristo y confiada al cuidado de Pedro- sabe muy bien cuáles son las inquietudes del hombre: "En esta inquietud creadora bate y pulsa 1o que es más profundamente humano: la búsqueda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de la libertad, la nostalgia de lo bello , la voz de la conciencia" (n.18).
Todo esto es tan grande -es lo humano, algo que estremece- que no puede ser mirado con superficialidad. "La Iglesia, tratando de mirar al hombre como «con los ojos de Cristo mismo», se hace cada vez más consciente de ser la custodia de un gran tesoro que no le es lícito estropear, sino que debe crecer continuamente... El tesoro de la humanidad, enriquecido por el inefable misterio de la filiación divina" (n. 18).
El hombre, hijo de Dios
El ser hijos de Dios comunica al hombre la verdad de Dios –eso es la fe-, los caminos para "volver " al Padre -y eso son los sacramentos-, todo en cumplimiento del designio divino para cada hombre: su vocación. La cuarta parte de la encíclica es un maravilloso retablo de estas verdades cristianas.
Todos en la Iglesia somos responsables de la verdad: "Cristo mismo, para garantizar la fidelidad a la verdad divina, prometió a la Iglesia la asistencia especial del Espíritu de verdad, dio el don de la infalibilidad a aquellos quienes ha confiado el mandato de transmitir esta verdad y de enseñarla –como había definido ya claramente el Concilio Vaticano I y, después, repitió el concilio Vaticano II-, y dotó, además, a todo el pueblo de Dios un especial sentido de la fe" (n.19). No somos ni "fabricadores" ni "acomodadores" de la Verdad, sino servidores.
Con la fe; los sacramentos, en especial la Eucaristía y la Penitencia. En la Eucaristía "se renueva continuamente, por voluntad de Cristo, el misterio del Sacrificio que El hizo de sí mismo al Padre sobre el altar de la Cruz" (n. 20). Por eso, "todos en la Iglesia, pero sobre todo los Obispos y los sacerdotes, deben vigilar para que este sacramento de amor sea el centro de la vida del pueblo de Dios, para que, a través de todas las manifestaciones del culto debido, se procure devolver a Cristo «amor por amor»" (n.20).
Sobre el sacramento de la Penitencia, Juan Pablo II reitera la fe de la Iglesia: "Aunque la comunidad fraterna de los fieles que participan en la celebración penitencial ayude mucho al acto de la conversión personal, sin embargo, en definitiva, es necesario que en este acto se pronuncie el individuo mismo, con toda la profundidad de su conciencia, con todo el sentido de su culpabilidad y de su confianza en Dios, poniéndose ante El, como el salmista, para confesar: 'contra ti solo he pecado' (Salmo 50 (51), 6)".
La exigencia de la fidelidad
Se va realizando así la vocación de cada cristiano. Cada uno tiene el propio don, la propia función, pero a todos llega la exigencia de la fidelidad. Juan Pablo II se refiere explícitamente a los esposos:"En la fidelidad a la propia vocación deben distinguirse los esposos, como exige la naturaleza indisoluble de la institución sacramental del matrimonio". Después a los sacerdotes: "En una línea de similar fidelidad a su propia vocación deben distinguirse los sacerdotes, dado el carácter indeleble que el sacramento del Orden imprime en sus almas. Recibiendo este sacramento, nosotros en la Iglesia latina nos comprometemos, consciente y libremente, a vivir el celibato y, por lo tanto, cada uno de nosotros debe hacer todo lo posible, con la gracia de Dios, para ser agradecido a este don y fiel al vínculo aceptado para siempre" (n.21).
La encíclica termina con un amplio apartado sobre Santa María, Madre de la Iglesia. "María debe encontrarse en todas las vías de la vida cotidiana de la Iglesia" (n.22). La devoción a la Virgen, camino real de la vida de los cristianos, encuentra en estas palabras del Papa un nuevo estímulo, además de la confirmación de su perpetua vigencia.
"¡No temáis!". Así empezó el pontificado de Juan Pablo II. Ahora, en esta primera encíclica, el pensamiento se completa: porque Cristo redime, sólo Él libera. Tenemos no sólo la condición, sino la suerte inestimable de ser cristiano. Si la historia es muchas veces oscura. Cristo es luz siempre. Está siempre ahí, Redemptor hominis, dando la libertad con Verdad.
Por Rafael Gómez Pérez.
Aceprensa, servicio 43/79 (21 marzo 1979)
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