1. LA ALEGORÍA DEL ÁRBOL.--- El concepto de
libertad que deriva de la antropología cristiana tiene como rasgo
distintivo el crecimiento orgánico. Primeramente la libertad ha de
arraigar en la intimidad, para germinar después en el terreno de la
conducta, y fructificar finalmente en las obras. Se trata, pues, de una
libertad “de dentro afuera” (libertad interior) y sólo
secundariamente “de fuera adentro” (libertad exterior o legal). Se
encuentra representada de modo luminoso en las abundantes alegorías
vegetales del Evangelio, en particular Mateo
7, 15-20: Por sus frutos los
conoceréis …Todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo
frutos malos. De esta simbología se hace eco el Catecismo de la
Iglesia en su definición de libertad; lo hacemos notar destacando a
continuación algunas palabras: es
el poder, RADICADO en la razón y en la voluntad, de obrar o de no
obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones
deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí. La libertad
es en el hombre una fuerza de CRECIMIENTO y de MADURACIÓN en la verdad
y la bondad. La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a
Dios, nuestra bienaventuranza.
El terreno donde este árbol crece, según queda
dicho, es la intimidad. ¿A qué nos referimos con esta palabra? Dejando
aparte ulteriores precisiones, intimidad es ante todo la vivencia de
nuestra condición de criaturas: únicos por ser imagen de Dios, pero
limitados por ser barro de sus manos. La libertad comienza, por tanto,
en el momento en que asumimos esta verdad última de nuestro ser y
orientamos en función de ella nuestra vida. Para mantener esta apertura
radical a la verdad (que los clásicos llamaban prudencia) es
necesario repetir infinidad de actos libres, a fin de que la libertad
misma se incorpore a nosotros y acabe configurando nuestra intimidad.
Desde este punto de vista podríamos definir la intimidad como fidelidad a nuestra verdad radical. Fidelidad no es aquí una
instalación inerte y pasiva en nuestras circunstancias, sino por el
contrario una relación dinámica y nutritiva con ellas; se da una
especie de feedback que recuerda al célebre árbol de Jeremías: plantado junto a la ribera
extiende hacia la humedad sus raíces y así no temerá el estío. Estarán
siempre verdes sus hojas, no le afectará la sequía, ni jamás dejará
de producir fruto (17, 7). Paradójicamente, cuanto más se sujeta
al terreno, tanto más lejos y alto puede extender sus ramas. De este
modo el suelo sustancioso de la creación constituye el límite de
nuestra libertad, y al mismo tiempo la condición que la hace posible.
Lejos de alienarme, cuanto más asumo mi dependencia de Dios tanto más
me planto en esta tierra y me abro a los cuatro vientos.
Siguiendo con el símil, podemos distinguir en este
árbol una libertad-raíz y
una libertad-fruto, orgánicamente
unidas.
La libertad-raíz
tiene por objeto a la persona misma del agente: no es un poder-hacer
(actuar, decir, pensar, etc.) sino un poder-hacerse, o si se quiere, un
poder-ser: yo siempre puedo ser más yo: mejorarme, superarme,
corregirme prometerme, destinarme, etc., o bien todo lo contrario; soy quien me da la gana, hago de mí la persona que quiero. En
este sentido la libertad es sencillamente la voluntad humana en su raíz
(voluntas ut natura). Sin
embargo por muy libre que yo sea, nunca puedo abarcar mi persona en un
solo acto: necesito multitud de ellos, referidos a objetos distintos de
mí. Si quiero modelarme en un sentido u otro tiene que ser mediante
elecciones particulares y reiteradas referidas a cosas que no soy yo. Es
la que hemos llamado libertad-fruto. Por insignificantes que sean dichas
elecciones, en todas ellas late íntegra mi persona, y mi vida en cierto
modo se condensa y contrae: siempre
que decido lo que quiero hacer decido quién quiero ser. Aquí
estriba el insondable valor ético, estético y espiritual de la vida
ordinaria: esa trama de acciones menudas pero libres donde tantas
personas se con-figuran o des-figuran como tales y deciden sobre sí.
2. LIBERTAD Y VIRTUDES.--- De lo dicho se sigue la
necesidad de los hábitos morales o virtudes, que permiten al hombre
hacerse dueño de sí y lograrse como persona. Hábito viene del latín habeo,
tener: las virtudes son, en efecto, modos de habérselas cada cual con
uno mismo. Son indicio de la espiritualidad del alma, por la cual, más
allá de lo que soy (nivel psicosomático o empírico) está lo que hago
con lo que soy (nivel personal o espiritual), lo cual no es otra cosa
que el juego de las virtudes.
3. LIBERTAD Y AMOR.--- El amor es la vocación
fundamental e innata de todo ser humano; dicho con otras palabras: la
savia de la libertad, la energía que hace crecer al árbol, es el amor.
Tanto tengo de libertad cuanto tengo de amor, y viceversa. De ahí que
la libertad-raíz coincida con el amor mismo, es decir, con aquella
inclinación por la que tiendo al para
qué (o más bien al para quién)
de mi vida, ya que sólo vivo si es de, para y por lo que amo. Este para
qué/quién fundamental suele llamarse fin último, y está como latente
en todos mis actos libres en los cuales lo barrunto, al tiempo que lo
ratifico o lo traiciono.
4. LIBERTAD Y VERDAD.--- Desde el punto de vista
personalista podríamos definir la verdad como algo que alguien dice a alguien. No es, pues, un dato, ni
el conjunto de todos ellos, como quiere el positivismo y en general la
mentalidad moderna: es ante todo una relación
personal, y por tanto comprometedora; la verdad es intrínsecamente
dialógica. En esta perspectiva alcanza todo su relieve la frase evangélica:
la verdad os hará libres. Sólo en el humus de la conversación
sincera, en efecto, la libertad arraiga y se desarrolla.
En esta misma línea pero situándonos en el plano de
la Revelación cristiana, la verdad aparece no sólo como “algo que
alguien dice a alguien”, sino como “Alguien que, diciendo algo,
te busca y te salva”. Cristo, en efecto, que ha dicho Ego sum véritas, revela y lleva a su extremo la índole amorosa
de la libertad.
5. LIBERTAD Y BELLEZA: LA GLORIA.--- Desde el punto
de vista estético la libertad es la capacidad que tiene el hombre de
responder a la belleza, y la respuesta libre a la belleza es lo que
llamamos gloria. En esta respuesta se articulan las dos categorías
fundamentales de acción humana: por un lado lo ético, personal y
espiritual (agibilia; to do),
y por otro lo artístico, técnico y profesional (factibilia;
to make). Son dos dimensiones de la acción que se distinguen de
modo abstracto, ya que en el vida se dan totalmente compenetradas: toda
realización técnica posee dimensión ética, y viceversa. La rica
interacción entre ambos órdenes da lugar a complejísimas formas de
convivencia y de cultura, que conservan en sí la estructura humana de
que proceden: son también cuerpo y alma, materia y espíritu, palabra y
voz, tiempo y eternidad, etc. Cuando tal estructura se manifiesta con
claridad, es decir, cuando las obras reflejan lo genuinamente humano,
entonces nuestra vida se torna digna de ser contemplada y suscita en los
demás el recuerdo de Dios: “que vean vuestras buenas obras y den
gloria a vuestro Padre celestial” (Mt 5, 16). En este sentido la
gloria viene a identificarse con lo que hemos llamado en otro lugar
“belleza integral” (v.). Ésta, en efecto, resulta de conjugar lo
agible y lo factible mediante un riguroso ejercicio de libertad, que sólo
es tal cuando tiene rostro, responde de sí, es responsable. En este
contexto la honestidad sería la
virtud que otorga rostro a la libertad, volviéndola de este modo
hermosa y resplandeciente, o lo que es lo mismo, gloriosa.
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