corazón (18-8-03)
1.
Dos
conceptos de corazón.--- Aunque el corazón es un símbolo de
extraordinaria riqueza, los diversos conceptos que hay de él podrían resumirse
básicamente en dos: uno que llamaremos “débil” o moderno, y otro
“fuerte” o clásico:
a)
Concepto débil: Consiste en tomar al
corazón como símbolo
de la “afectividad”
en general, entendida ésta como “conjunto de estados anímicos”, sin más
precisiones. Es una noción cómoda y poco crítica, pues
engloba por igual experiencias muy heterogéneas sin necesidad de distinguirlas.
Por sus connotaciones psicológicas, además, tendría
la ventaja de librar a la palabra “corazón” de romanticismos
y fantasías, que la Modernidad desdeña como cosa de mujeres y niños. Este
“corazón psicológico” está en consonancia con el racionalismo liberal,
rasgo dominante de nuestra cultura, y también es típico de aquellas doctrinas
éticas excesivamente ligadas a la Medicina. Así, cuando se habla del corazón
como “sede de los sentimientos” se suele hacer abstracción de la realidad
que éstos revelan, del fin a que apuntan o del fondo de que nacen; los
sentimientos serían aprovechables pero no descifrables; cabría usarlos pero no
leerlos; domesticarlos, pero no entenderlos. Este corazón-afectividad supone a
los sentimientos mudos y opacos de por sí, “masa psíquica humanamente
neutra”, cuyo valor ético les sobrevendría desde fuera por parte de la razón,
como mano que modela la arcilla. Vistos así, lo importante sería su ductilidad
más que su autenticidad, es decir, su aptitud para ser modelados más que su
grado de transparencia: habría que usarlos como herramienta más que como
ventana, pues a través de ellos no cabría ver más que espejismos o
frivolidades.
En
este planteamiento subyace una antropología dualista, cuyas raíces modernas
son básicamente el racionalismo cartesiano y el puritanismo protestante, aunque
también se debe al intelectualismo de fondo propio de toda la cultura
occidental desde sus albores. Me refiero a la proverbial oposición entre cabeza
y corazón, que en la práctica suele traducirse en discriminación hacia la
mujer. En este sentido escribe Rafael
Alvira: “La dialéctica entre la cabeza y el corazón está documentada en la
historia del pensamiento al menos desde el siglo V antes de Jesucristo... La
filosofía ha sido siempre construida y desarrollada en forma predominantemente
‘masculina’, puesto que, en la mencionada disputa, la simbología ha
colocado también al hombre en la cabeza y a la mujer en el corazón” (Filosofía
de la vida cotidiana, p. 100).
Este
corazón entendido como afectividad se revela problemático apenas lo
relacionamos con las dos potencias del alma, entendimiento y voluntad. Respecto
a ellas nos vemos abocados a una disyuntiva: o bien relegamos la afectividad a
la esfera de lo físico, como quiere el racionalismo, o bien la erigimos como
una “tercera potencia” espiritual, que entiende y quiere a su manera. Esta
última es la postura de insignes autores como Hildebrand, Stein, Guardini y Haecker, que siguen la línea de Pascal (“el corazón
tiene razones que la razón no conoce”). Parece más acertado, sin embargo, y
más acorde con la tradición literaria, patrística y bíblica, entender el
corazón no como una “tercera potencia” sino como un modo
peculiar de entender y querer, más aún, el modo plenamente humano,
en la misma medida en que es integrador, concreto, personalista y existencial.
Estas son precisamente las notas que caracterizan al que hemos llamado
“concepto fuerte” de corazón.
b)
Concepto fuerte: El concepto débil
descrito anteriormente es extraño a la gran tradición literaria de todos los
tiempos, que es tanto como decir a la experiencia amorosa del hombre concreto.
Para esta tradición y en particular para la Biblia, el corazón no es tanto
afectividad como intimidad, siendo la
intimidad el sentido de la afectividad: su verdad, su lógica, su fin.
Ello implica reconocer en los sentimientos cierta “transparencia”, fundada
en la unión substancial (córpore
et ánima unus), por la cual las realidades más netamente espirituales
comparecen sensiblemente: la vocación, la gracia, la fe, el compromiso, el
pecado, etc. Esta misteriosa compenetración entre cuerpo y espíritu está al
servicio del amor: en ella nos vivimos completamente libres para el don total de
nuestra persona. En otras palabras, el corazón es tanto más auténtico cuanto
más orientado a la comunión amorosa, pues el amor lo acrisola y afina.
Obviamente el pecado empaña esta transparencia, y su amenaza es constante e
insidiosa.
Desde
el punto de vista ético, por consiguiente, es menester combinar la ascesis de
los sentimientos con su atenta “lectura” a la luz de la reflexión, el diálogo,
la oración y el acompañamiento espiritual: en una palabra, cultivando la
interioridad. Este nexo entre dominio e interpretación de los sentimientos se
encuadra en la gran tradición espiritual del cristianismo ---que en este punto
diverge netamente de la oriental--- según la cual la lucha interior se abre de
modo natural a la contemplación, y la ascética, a la mística.
Sólo
en esta perspectiva es posible un sutilísimo discernimiento, imprescindible en
la buena amistad, para deslindar nociones aparentemente afines, pero realmente
distantes, tales como sensibilidad y sensiblería, intimidad y privacidad,
franqueza e insolencia, ternura e
infantilismo, fortaleza y dureza, romanticismo y cursilería, elegancia y
afectación, misericordia y
debilidad, lo femenino y lo mujeril, etc. Son matices de extraordinaria
importancia para la convivencia, cuyo descuido torna incompresible el misterio
de la mujer y obstruye su labor humanizadora.
A
continuación proponemos, sin pretensiones de exhaustividad, algunos aspectos de
este corazón-intimidad o “concepto fuerte”:
2.
Morada interior y lugar del encuentro.--- Con la analogía de la
“profundidad”, “ahondamiento”, etc., a que alude la palabra intimidad
(de ‘intimus’,
superlativo del latín ‘interior’)
evocamos aquella distancia que hay entre el ser y el aparecer: siempre soy más
de lo que parezco, aún no soy quien debo, mi espíritu redunda más allá de mi
cuerpo, etc. En este sentido necesitamos hablar de un “dentro” o “centro
escondido” para referirnos a la verdad de la persona: eso es el corazón. De
ahí que el Catecismo de la Iglesia, recogiendo una tradición milenaria, lo
describa como “morada donde habito y me adentro” (cfr n. 2563). Se trata de una interioridad vivificante, como la
del corazón fisiológico: no se ve pero da vida a lo que se ve. Es, pues, el
lugar donde la persona late y mana, desde donde vive. También lo llama el
Catecismo “lugar del encuentro” porque permite a los amigos ser morada el
uno para el otro, inhabitar recíprocamente, hasta el punto de exclamar: “¡qué
alegría vivir sintiéndose vivido!” (Pedro Salinas). La traducción externa
de esta vivencia íntima la constituye el arte de la hospitalidad, que es una
cierta plasmación visible del propio corazón.
De
lo dicho deducimos que el corazón realiza en su sentido más puro el concepto
de “habitar”. ¿Qué significa esta palabra sino “existir para
adentro y desde dentro”? No en vano su etimología latina (frecuentativo de
‘habeo’,
haber) pone en relación las siguientes palabras: a) ‘habitación’,
como creación de la arquitectura y la decoración; b) ‘haber’, como sinónimo
de ‘tener’, por ejemplo utensilios y herramientas; c)
‘hábito’, como sinónimo de vestido, indumentaria; d)
‘hábito’ como virtud,
autodominio, fuerza moral. Estos haberes proceden todos de la habitación última
y radical que es el corazón.
3.
Órgano de la integración.---
A diferencia del concepto débil o
psicologista, el fuerte se inserta en una verdadera teoría del amor, pues es el
amor el que revela la intimidad, la ahonda y la orienta al don de sí. A la luz
del amor, fuerza integradora y reveladora por excelencia, el hombre aparece en
su concreción y singularidad, en su proyección histórica y en su dramatismo.
La vida, en efecto, se hace intensa
cuando se vive de corazón. Esta plenitud o excelencia viene dada por tres
movimientos, que constituyen su latido: integrarse
por las virtudes, conocerse por el diálogo, darse por el amor.
En estos tres actos, simultáneos e interdependientes, se afianza el totum humano: carne y espíritu,
memoria y proyecto, tiempo y eternidad.
A
partir de este proceso de integración “hacia dentro” se abre de modo
natural otro “hacia fuera”, configurando la convivencia y la cultura. En
efecto, el temple ético, la lucha ascética, la finura de espíritu (integración
hacia dentro), hacen a la persona capaz de conciliar categorías y órdenes
aparentemente incompatibles (integración hacia fuera): lo abstracto y lo
imaginario, lo femenino y masculino, lo público y lo privado, lo familiar y lo
profesional, el trabajo y el descanso, lo práctico y lo teórico, etc. Y lo
logra además actuando “de corazón”, mediante una bien entrenada
espontaneidad, que es al mismo tiempo dominio de sí y don de Dios.
4.
Órgano del sentido.--- En el
corazón la verdad comparece en forma de sentido,
que no es lo mismo que sentimiento. El sentido es “lo que las cosas quieren
decir”: a qué llaman, qué preguntan, adónde llevan. Ciertamente está
expuesto a ofuscaciones y engaños, consecuencia del pecado, pero eso no impide
al corazón ser el órgano del sentido.
Con él alcanzamos niveles de verdad inaccesibles a la razón abstracta: hay
cosas, en efecto, que sólo entendemos cuando lloramos, reímos, contemplamos,
besamos, jugamos, descansamos, soñamos...; y son, además, las fundamentales de
la vida.
Para
captar el sentido hay que tomarse en
serio la realidad, lo cual no es tan fácil como parece: hay que aceptarla
como viene, asumirla sin deformarla, arriesgarse a ella, responderla con
honradez. Sólo un corazón bien templado es capaz de sentir
la verdad, que es el modo más perfecto de comprenderla: si no hiere ni
acaricia ni apremia, en una palabra, si no es dramática, apenas es una verdad
sino un dato.
Pero
pocas veces sentido y sentimiento coinciden. Se requiere, además de un severo
ejercicio de sinceridad, cierta conversión interior. A esto se refiere la
antítesis carne/piedra de la que habla la Sagrada Escritura (Ezequiel
11, 19; 36, 26). La expresión “corazón de piedra”, en contra de lo que
parece, no se refiere al hombre de carácter frío y duro sino al embotado por
el vicio, insensible para el misterio, aunque sea psicológicamente emocionable
y sentimental. E inversamente ocurre con el “corazón de carne”, imagen que
profetiza la perfecta Humanidad de Cristo en la que estamos llamados a
participar. Es de notar que la plenitud de lo humano se expresa aquí en términos
de ternura para el sentido, netamente
diversa de la “ternura sentimental”. En efecto, la experiencia sensible de
la verdad es señal de cierta integración cuerpo-espíritu, aunque sea esporádica
e imperfecta, que experimentamos como un don. Así ocurre en la contemplación mística
(“conocimiento sabroso e intuitivo de la verdad”, “simplex intuitus
veritatis”), a la que está llamado el cristiano corriente.
La
distinción entre “ternura para el sentido” y “ternura sentimental” es
de capital importancia para apreciar la perspectiva
femenina de la ética, librándola de prejuicios inveterados. Esta
perspectiva se caracteriza por: a) La
mujer discierne mejor entre “dato” y “sentido”, verdad de algo y verdad
de alguien; el varón en cambio suele interpretar la “ternura para el
sentido” como “blandura emocional”. b) La mujer comprende de manera más
honda y espontánea la dimensión estética de la vida y por tanto su
ingrediente contemplativo.
5.
Como resumen de todo lo expuesto transcribimos el punto n. 2563 del Catecismo de la Iglesia Católica, que formula con excepcional
claridad lo que aquí hemos llamado “concepto fuerte” de corazón:
“El corazón es la morada donde yo estoy, o donde yo habito (según la
expresión semítica o bíblica: donde yo "me adentro"). Es nuestro
centro escondido, inaprensible, ni por nuestra razón ni por la de nadie; sólo
el Espíritu de Dios puede sondearlo y conocerlo. Es el lugar de la decisión,
en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad,
allí donde elegimos entre la vida y la muerte. Es el lugar del encuentro, ya
que a imagen de Dios, vivimos en relación: es el lugar de la Alianza.”
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