Querido Carlos:
Concluye Aristóteles en los primeros capítulos de la Ética a Nicómaco que la felicidad es «una actividad del alma según la virtud perfecta». Tal virtud es la mejor, la más cumplida en su propia plenitud, aquella actividad más alta de la que el hombre es capaz. Cuál sea esa actividad, y por que se dice de ella la felicidad, es algo que él mismo te explica con una lucidez que el paso de los siglos no ha podido empañar.
Quisiera yo añadir, acompañando modestamente al mayor de los filósofos, que si no se ejercen esas actividades, cuya semilla anida en nosotros, nuestra felicidad queda postergada, quién sabe hasta cuándo. El hombre porta en sí capacidades que le elevan por encima del sufrimiento y le otorgan la dicha. Ya vimos, en mi carta anterior, cuán inevitable es éste y cómo mora siempre en nuestra inmediata vecindad. Hemos de continuar ahora nuestro camino hacia dentro, hasta anidar en el alma humana y entenderla de modo vertical, arrojando luz consiguiente en el ancho mundo que habitamos.
Hay modos de ser feliz más altos que la simple huida del dolor, el crédito a la moral individualista o el triunfo a corto plazo. En esta nueva carta, que espero sea más breve, quisiera hablarte de dos maneras de ser feliz: dos actividades del alma más raras de lo deseable. Ponen en marcha cualidades humanas radicales: la apertura a los otros y la mirada al futuro. Son dos actividades con las cuales la libertad se funde y dignifica hasta transmutarse en dicha y estímulo para crecer.
...
Quisiera hablarte un poco de la esperanza, una virtud radicalmente importante en la estructura de la existencia humana. Para ser felices hemos de esperar de una peculiar manera. La esperanza anuda en sí muchas cosas.
El primero de sus elementos es el optimismo. El que espera espera un mundo mejor; piensa que éste es mejorable, y por eso no se instala en el presente, sino en el futuro, en el trayecto que conduce a mejorar. Dice mi maestro que esperar es, ante todo, ser optimista: podemos ir a más.
Pero ir hacia lo mejor supone salir hacia ello, ponerse en marcha. Este es el segundo elemento de la esperanza: el futuro es mío, depende de mi esfuerzo, yo voy a por él. Esto se opone a la utopía, que es un futuro mejor que me es dado en virtud de un dinamismo exterior a mí. Es una esperanza falsificada, porque está hueca de actividad humana: el hombre utópico piensa que los tiempos son malos, no hay nada que hacer; la solución vendrá sin que yo intervenga, sucederá de modo automático, según una fatalidad histórica de fuerzas extrapersonales, según un dinamismo inexorable. En ese sentido, el futuro utópico no es mío porque yo estoy alienado en él. El futuro de la esperanza auténtica está sin embargo abierto para mí, no adviene por una fuerza extraña. La utopía es una esperanza defraudada, un engaño acerca de la condición humana radical: lanzarme hacia adelante.
Si la esperanza se monta en el tránsito hacia el futuro, si lo mejor está por advenir, pero no llegará sin contar conmigo, el futuro se torna una «tarea». La tarea es el tercer ingrediente de la esperanza y me impone un deber: construir el futuro. Pero la condición es que en él yo sea mejor. Si no, caemos en la utopía. He de ser yo quien lo alcance.
Llevar a cabo la tarea me exije una cuarta dimensión: saber con qué recursos cuento. Ahora, en el presente, no cuento con todos; son más bien escasos. Si yo contase ahora con todo lo necesario, lo bueno sería el presente. ¿Para qué necesito entonces el futuro? Lo mejor sería disfrutar lo que tengo. Pero no, los recursos con que ahora cuento son escasos. El futuro no está asegurado de modo necesario. Tiene riesgo, es incierto, puede no ser alcanzado. Lo importante de la esperanza es decir: si esperar es querer ser más, por muchos recursos que ahora tenga, nunca son suficientes, porque lo que ahora soy es. poco. Así se conjura el pesimismo conformista.
Lo importante es que los recursos son escasos. Por tanto, necesito más. Como no los tengo, necesito que alguien me los facilite: necesito ayuda. No puedo acometer sólo la aventura de la esperanza:
tengo que ser ayudado. Si no, la tarea esperanzada es imposible. La ayuda es una dimensión irrenunciable de la aventura esperanzada.
Como ya te dije en una carta anterior, la narración de la vida humana es la máxima expresión de su ser. La persona se manifiesta en sus actos, en sus palabras, en sus gestos. Y todos ellos pueden ser dichos abstractamente, pero cuando son narrados expresan más cercanamente el hontanar del que surgen, porque la persona es biográficamente.
La estructura de la tarea esperanzada se puede ver con mucha claridad en un ejemplo: la historia de Frodo, en El Señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien. En esta narración, cuyos detalles puedes leer tú mismo con verdadero goce, hay varios elementos: primero un sujeto, Frodo. Después, una tarea: llevar el anillo. Después, algo más: alguien le ha dado a Frodo ese encargo. Que la tarea esté encargada, y no sea una ocurrencia o un capricho del sujeto, es ingrediente necesario para que la tarea sea esperanzada, y para que tenga el carácter épico que adquiere toda tarea de este tipo, tal y como lo narra la literatura. La existencia humana tiene verdadero carácter épico.
El encargo es la ayuda originaria por excelencia. Es lo que pone en marcha la historia, por así decir. El encargo no lo pone el protagonista, sino otro. En este caso Frodo recibe el anillo sin buscarlo, sin haber sospechado siquiera el alcance real de la tarea recibida. Esto se ve cuando nuestro protagonista pregunta refiriéndose al Anillo: «¿Por qué vino a mí? ¿Por qué fui elegido?» Y el mago Gandalf el Gris le replica: «Preguntas que nadie puede responder. De lo que puedes estar seguro es de que no fue por ningún mérito que otros no tengan. Ni por poder ni por sabiduría, a lo menos. Pero has sido elegido y necesitarás de todos tus recursos: fuerza, ánimo, inteligencia».
En la ejecución de la tarea hay dos elementos más: primero, la ayuda acompañante que se presta al sujeto en cuanto está en el trance de la acción misma, caminando hacia el objetivo. Y después algo correlativo, que aparece en toda épica: lo que se opone a la esperanza, la contrariedad, el adversario. Ambos elementos varían en cada caso, pero están siempre presentes.
Frodo tiene una inmensa cantidad de trampas que superar y de ayudas encantadas que le abren camino. Es un héroe pequeño, magnificado por el acecho del adversario y la audacia y tozudez de su empeño y el de sus acompañantes. La tarea recibida exige una fidelidad y una adhesión inmensas. En Frodo el personaje se transmuta en la sustancia misma de su misión.
Pero esto no agota la estructura del relato. El último factor globalizante de la tarea es que hay un beneficiario: una persona, distinta del sujeto, a la cual va a beneficiar la tarea encomendada. Esto no puede faltar, porque la esperanza es incompatible con la soledad. El fruto, el futuro mejor, no puede ser para mí sólo. Es otorgado a otros.
Lo dice muy bien Frodo en ese mismo diálogo:
«-¿A dónde iré? ¿Qué me guiará? ¿Cuál será mi tarea?
-No ves muy lejos -dijo Gandalf-, ni yo tampoco. Tu tarea puede ser encontrar las Grietas del Destino, pero quizá ese trabajo esté reservado a otros. No lo sé. De cualquier modo, aún no estás preparado para un camino tan largo.
-En efecto, no -dijo Frodo-. Pero mientras tanto, ¿qué ruta tengo que tomar?
-Hacia el peligro, de modo no demasiado directo ni demasiado imprudente...»
La estructura esencial de la historia de Frodo, que tiene gran cantidad de matices añadidos, es la estructura misma de la realidad. Es decir, la épica es verdad, o dicho de otro modo, nuestra existencia es épica. Por eso, si faltan algunos de estos elementos, la historia se vuelve falsa, tiene lugar una mutilación de la esperanza, que se vuelve entonces tan ridícula como la utopía: no se puede pretender que sin Frodo, sin nadie, el anillo llegue a su destino.
Cabe añadir dos elementos más de la esperanza. El primero está especialmente de manifiesto en el caso de Frodo: el riesgo. Si no se arriesga, no hay esperanza, precisamente porque los recursos con que se cuentan son escasos (en el caso de Frodo realmente escasísismos, desproporcionadamente escasos; las historias más corrientes no tienen tanta desproporción entre recursos y riesgo; aquí el riesgo es total, la incertidumbre completa, por eso el valor que se requiere es mayor). Pero el riesgo convoca la solidaridad de los demás: Frodo recibe tantas ayudas precisamente porque arriesga mucho, y porque todos son beneficiarios.
La esperanza siempre convoca, en último término, las dos grandes fuerzas del espíritu: la amistad y el antagonismo, el amor y el odio. Una fuerza positiva y otra negativa. Si alguien como Frodo se atreve a correr el riesgo de un futuro mejor para la humanidad, ¿cómo no va a convocar? La esperanza es, pues, asunto de corazón grande, intrépido. El corazón del que espera es como una proa. Por eso está siempre protegido, precisamente porque se expone, porque no se mete en una guarida (¿qué habría hecho Frodo si hubiera renunciado a su misión?).
El último ingrediente de la esperanza es la alegría. El que arriesga, convoca, y está alegre, porque va hacia una ganancia. La esperanza es la alegría del mundo. Cuanto más grande es la esperanza, más beneficia a la realidad. El individualista nihilista es el que niega que haya tarea encomendada, y en definitiva el que niega alguna, o todas, las dimensiones de la esperanza. No hay quien dé ningún encargo, no hay beneficiario, salvo yo mismo; no hay más recursos que los que yo tengo, y todo lo que no sea yo es adversario. No cuento con nadie, ni tengo tarea, estoy arrojado al mundo, el futuro mejor es para mí sólo, y todo se me opone. Una perspectiva realmente triste. La «ética del amor propio» difícilmente conserva los ingredientes de la tarea esperanzada. Es su antítesis.
La esperanza, como ves, es pilar fundamental de nuestra existencia porque es el modo humano de encarar el futuro. Disculparás que me haya alargado más de lo habitual: el asunto lo merecía, y aún volveremos sobre ello. Si te he hablado así es para inspirarte una inquietud: ser feliz está más allá del éxito, del presente, de mis propias fuerzas. Hay que poner en juego la libertad y mezclarse con otros en tareas comunes que nos exceden y amplifican. El camino de la felicidad pasa por el tú, necesita tiempo y sufrimiento. El hombre feliz tiene muchas cosas que recibe y saca de sí, también la incertidumbre y el esfuerzo. Espero haberte sabido conducir por el camino hacia dentro del que venimos hablando.
Ricardo Yepes, Entender el mundo de hoy, Rialp, 1993, p. 137
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