Amigos y esperanzas
Querido Carlos:
Concluye Aristóteles en los primeros capítulos de la Ética a Nicómaco
que la felicidad es «una actividad del alma según la virtud perfecta». Tal
virtud es la mejor, la más cumplida en su propia plenitud, aquella actividad más
alta de la que el hombre es capaz. Cuál sea esa actividad, y por que se dice de
ella la felicidad, es algo que él mismo te explica con una lucidez que el paso
de los siglos no ha podido empañar.
Quisiera yo añadir, acompañando modestamente al mayor de los filósofos,
que si no se ejercen esas actividades, cuya semilla anida en nosotros, nuestra
felicidad queda postergada, quién sabe hasta cuándo. El hombre porta en sí
capacidades que le elevan por encima del sufrimiento y le otorgan la dicha. Ya
vimos, en mi carta anterior, cuán inevitable es éste y cómo mora siempre en
nuestra inmediata vecindad. Hemos de continuar ahora nuestro camino hacia
dentro, hasta anidar en el alma humana y entenderla de modo vertical, arrojando
luz consiguiente en el ancho mundo que habitamos.
Hay modos de ser feliz más altos que la simple huida del dolor, el crédito
a la moral individualista o el triunfo a corto plazo. En esta nueva carta, que
espero sea más breve, quisiera hablarte de dos maneras de ser feliz: dos
actividades del alma más raras de lo deseable. Ponen en marcha cualidades
humanas radicales: la apertura a los otros y la mirada al futuro. Son dos
actividades con las cuales la libertad se funde y dignifica hasta transmutarse
en dicha y estímulo para crecer.
Dice C. S. Lewis, en un excelente libro titulado Los cuatro amores, que
la amistad hoy es considerada «algo bastante marginal, no un plato fuerte en el
banquete de la vida... Pocos la valoran, porque pocos la experimentan». Podrá
extrañarte quizá que en un libro como éste te hable de la amistad. Quiero ser
consecuente con lo prometido: apelar al hombre y a sus riquezas, a realidades no
contextuales. ¿Hay algo menos convencional que los amigos?
La amistad no es algo innato. No se da sin esfuerzo; hay que
conquistarla. Ha de ser alcanza- da y mantenida. La amistad necesita, en primer
lugar, unos presupuestos desde los cuales desplegarse. Y, después, dice el
profesor Millán Puelles, «necesita tiempo» de crecimiento, de esfuerzo, de
ganarse la confianza del amigo, de hacerse dignos de él.
La amistad es, por tanto, un despliegue, un crecimiento y una
diversificación a partir de una situación inicial, aquella en la cual los
hombres y mujeres somos solidarios porque somos iguales. La solidaridad es una
consecuencia de nuestra semejanza con los demás. Por eso surge espontáneamente,
sin necesidad de pensar, y no puede desaparecer, por mucho odio o despotismo que
exista: el otro, la otra, son iguales a mí. La solidaridad de unos hombres con
otros es reacción e impulso naturales: los demás son como yo. La solidaridad
es la unión de los individuos humanos de una misma especie. Es cemento de unión
hasta formar sociedad cooperando juntos.
Otro supuesto de la amistad es la fraternidad: todos somos hombres,
descendemos de un tronco común. Somos por eso hermanos. La fraternidad no es
algo que debamos alcanzar, no es un ideal. Es nuestra situación inicial, no un
lema. Ya somos iguales. Es punto de partida, no de llegada.
Somos hermanos, solidarios. Pero aún no somos amigos. Por eso la
amistad, dice mi maestro, podría definirse como una conquista, un desarrollo
voluntario, un intento de hacer coherente y madura la fraternidad y solidaridad
humanas que existen entre los hombres.
Como la amistad necesita tiempo, es un desarrollo que se vuelve
resistente y duradero: no se rompe fácilmente. Este es su primer carácter. Las
amistades que se rompen con facilidad no son auténticas, sino simples
solidaridades. El concepto de amistad efímera o superficial es contradictorio:
ser sólo un poco conocidos es solidaridad sin mas. La amistad, si es verdadera,
aguanta, no se rompe por cualquier desacuerdo. Consiste en mantenerse amigos en
el desacuerdo. No forma parte del ideal de la amistad estar de acuerdo en todo.
Estarlo enteramente es imposible. Podemos coincidir en lo básico, y es ese
consenso fundamental lo que justifica las discrepancias. Pero un acuerdo total
es imposible. Discrepar es saludable si se mantiene el diálogo.
Cada hombre tiene que ver con la realidad según su propia mirada, según
el esfuerzo de sacar adelante lo que lleva entre manos. Por eso el ideal de la
amistad no es el acuerdo total, sino, por así decir, dotar a la realidad del número
suficiente de miradas que la realidad necesita para ser bien vista.
A la realidad no le basta con la mirada de uno. Un solo par de ojos
humanos no pueden agotaría. Lo que yo veo puede ser ampliado por otros; puedo
aceptar el enriquecimiento de las miradas de los demás. La amistad tiene algo
que la transciende y la funda: la realidad, las cosas, la importancia de lo que
hay que descubrir, pensar y hacer juntos, compartir una tarea, unos problemas.
Este carácter compartido de la amistad está muy bien expresado por C. S. Lewis:
«describimos a los enamorados mirándose cara a cara, y en cambio a los amigos,
uno al lado del otro, mirando hacia adelante, absortos en algún interés común».
Por cierto, me pareció especialmente interesante el modo en que este
autor ridiculiza la sospecha de que en la amistad hay siempre un componente
homosexual. Es una manera cómica de no entenderla.
El interés común de los amigos es una tarea compartida en alegre
camaradería. Pero ¿qué clase de tarea es ésa? Para contestar podemos dividir
en dos fases el crecimiento propio de la amistad. La primera es la fase
inmadura: la llamaríamos camaradería juvenil, compartir actividades lúdicas
en las que encontramos interesante la compañía del otro. La amistad infantil y
juvenil empieza siempre así: jugar y divertirse juntos. Pero la auténtica
amistad madura con el tiempo: la vida, con los años, diversifica las
circunstancias de los amigos, surgen situaciones nuevas, de alejamiento, y la
vida del otro se vuelve diferente a la nuestra. Se hace más difícil entonces
compartir el juego y la tertulia abstrayendo de lo que somos fuera de él, como
hacíamos antes.
Es la fase madura: el amigo nos interesa no sólo por lo que dice, sino
por lo que es. La ayuda mutua es recabada como favor que se pide y se da: «esto
no se le hace a un amigo». La amistad auténtica es comprender y compartir el
sufrimiento y el gozo del otro, y ayudarle en su tarea. Conocimiento y ayuda, en
definitiva. Así maduran los amigos. Su lazo es imán atrayente, más fuerte que
la disgregación connatural a la vida. La amistad es lealtad, estar unidos en la
adversidad y la ventura, asumir como parte de nuestra existencia la del otro, y
organizarse contando con ella, para integrar ambas en un camino común. Lo
muestra bien la película Eternamente amigas.
El segundo elemento de la amistad es el carácter iluminante del diálogo
que la constituye. Ante todo amistad es conversación. hablar,
intercambiar miradas, lo que se ha averiguado, participar del
saber de otro. Dice Pieper que la amistad se nota en el decir sin reticencias ni
disimulos: el amigo es la persona con la que se piensa en alto, con la que se
habla sinceramente, aquel con quien somos sinceros. Con el amigo no nos andamos
con remilgos, es aquel con quien nos podemos sincerar. La amistad es ámbito de
intimidad. Al amigo se le introduce en casa, el lugar donde somos por fuera como
por dentro. No es una visita. Forma parte de nuestro hogar.
Así pues, el segundo elemento de la amistad es la pluralidad
compatible y enriquecedora de los puntos de vista, el diálogo iluminante,
franco, sincero. Toda mirada puede iluminar a otra porque ha visto algo que el
otro aún no. El diálogo va del desacuerdo al intercambio de opiniones, al
dejarse convencer sola y exclusivamente si el otro tiene razón, si lo que dice
es verdad. Eso es ser amigos. La justificación para hablar con el amigo es
justamente que haya algo importante que decir: «los pequeños círculos de
amigos que dan la espalda al mundo son los que los transforman de veras», dice
Lewis.
El tercer elemento de la amistad es la movilización de energías por
el diálogo: es una potenciación recíproca. Con lo que el otro ve, añado a lo
que he visto, incremento lo que veo, y lo que asimilo lo devuelvo al otro. La
amistad saca al otro de la indiferencia y pone en marcha su iniciativa, amplía
el radio de lo que a él le va. Lo mismo es ser capaz de amistad y ser capaz de
compromiso, de aumentar la atención a las cosas grandes. El enemigo de la
amistad es la falta de interés, el pasotismo y la indiferencia. La amistad
moviliza, crea energías. Hoy se alude a esto con el término sinergia: una
concurrencia de ímpetus que se multiplican recíprocamente. La mayor sinergia
es ser amigos.
El cuarto elemento es su carácter personal. Sólo las personas pueden
ser amigas. Hay una característica de la persona de la que ya te hablé, y que
conviene volver a resaltar: es un ser generoso, lo cual significa ser fuente de
actos, de novedad, origen. La persona es el único ser que puede dar sin perder.
Ser persona consiste precisamente en eso: poner en la realidad algo nuevo,
aumentar lo que existe sin perder el propio ser. Es fuente de realidad. Cuando
da, no pierde, gana, se expresa a sí misma. La persona aporta, aguanta,
sostiene, sirve de fundamento para las realidades a que da lugar. La persona es
fuente de ser.
Esto tiene que ver con nuestro asunto: esa realidad fontal es amistosa.
El cauce para llevar a la práctica la capacidad de otorgamiento de la persona
es la amistad. A través de ella se ayuda, se ofrecen y abren oportunidades.
Aportar es poner algo nuevo. La oportunidad es abrir caminos, desvelar, decir la
verdad, dar inspiración para una tarea. La persona vive siempre en régimen de
amanecer, no de atardecer: siempre puede dar más. Esa es la única manera de
ser joven. Esta es una perspectiva donal del hombre y de la mujer, la más real,
la más metafísica. Somos así
El don es parte irrenunciable de la amistad: quien regala algo no
espera nada a cambio. El don es gratuito. La amistad da lo mejor que tiene
desinteresadamente. Por eso, lo más opuesto a la amistad es la
instrumentalización del otro. Cuando el otro no es un fin, sino un medio, no se
alcanza el juego de intimidades, la amistad se degrada. Si yo sólo busco que el
otro haga lo que a mí me conviene en un momento dado, le estoy utilizando.
El cálculo es ajeno a la amistad. Pensar qué gano y qué pierdo en mi
relación es puro interés. Hoy, como siempre, el desinterés es moneda rara en
las relaciones humanas. Incluso hay quien dice que sencillamente no existe:
todos los hombres se mueven por interés propio. Ese es el motor del mundo: John
Stuart Mill, el pensador más puro del liberalismo, lo razonó detalladamente,
junto a muchos otros que explican la conducta humana, e incluso el conocimiento,
como una determinación o consecuencia de los intereses (el marxismo por
ejemplo).
Pero en la práctica, el interés sacrifica la amistad. Primero
mantiene unas relaciones humanas «amistosas», pero superficiales, fruto de la
conveniencia mutua, que no aguantan el tiempo ni las dificultades. Pero en
segundo lugar, nuestra amistad llega hasta donde coinciden nuestros intereses.
No más allá. Y así se viven las relaciones entre «amigos»: una separación
amable al dejar de coincidir, una incapacidad de desatender mis «problemas»
para «cargar» con los del otro.
No se admite que la relación mutua tenga unas exigencias propias más
importantes que los puros intereses de cada uno. La amistad auténtica, por el
contrario, es desinteresada, no instrumentaliza, sino que da. Responde a una
exigencia metafísica profunda del ser humano: la de tener réplica y
encontrarme con otra persona para ser yo mismo. Sin el otro no alcanzo a
conocerme a mí mismo, pues para conocerme necesito expresarme, y para
expresarme he de manifestarme. Manifestarse es hablar, ser escuchado,
comprendido. Y eso exige alguien que escuche. Por eso dice mi maestro que una
persona sin réplica, sola, es un absurdo: no tendría a nadie a quien
manifestarse para conocer- se. No sería nadie, ni siquiera para sí.
La realidad fontal de la persona desafía el paso del tiempo, está por
encima de él. Por eso la amistad enlaza con las virtudes, que son nuestro modo
de organizar el tiempo y guardar lo que actuamos y conocemos. Por ejemplo: vivir
el presente en la amistad es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno
lo suyo. Esto es la definición clásica de justicia. Pero se trata de dar
perpetua y constantemente, no una sola vez. Si no vivimos la justicia, no somos
felices porque el otro no tiene lo suyo. Para que nosotros seamos felices los
demás también han de serlo. Tomás de Aquino dice que el amigo es aquella
persona para la que se quiere algo: lo que le pertenece como suyo y le
corresponde. Por eso, la amistad en presente es la virtud de la justicia.
¿Y la amistad vivida hacia el pasado? Es la piedad, el modo justo de
comportarnos respecto de nuestro origen. La piedad es reconocer que no podemos
pagar una deuda: hay deudas impagables; uno no puede pagar que le hayan dado la
existencia. Por muy personas que seamos, antes somos criaturas con una
existencia recibida. La piedad se vive con Dios, con los padres y con la patria.
Cuando se es amigo, se tiene piedad, pero no compasión. Quien es amigo de
verdad no da importancia a la generosidad. ¿Cómo no va a ser generoso con
aquel a quien ama, aquel de quien recibe algo que no se puede devolver, alguien
que nos engendra el alma, el cuerpo o el espíritu?
Y después, el futuro. El destino más alto de la persona es la fama,
la gloria, el perdurar. Lo vimos al hablar de los clásicos. Por eso la amistad
está hecha de estima, de honor hacia el amigo. Los amigos se deben honor,
estima, confianza en que el amigo vale, en que tiene algo sólo de él, en que
ese algo culminará. Ser amigo incluye la estimación, pero también la irritación:
el que no se irrita cuando el amigo se porta mal es un adulador o un
indiferente, pero no un amigo. Hay que ser partidario del amigo, estar a su
lado, defenderle, estimarle, querer lo mejor para él. La estimación es la
clave de la amistad.
Ser hombre es ser amigo de los demás. El egoísmo es una frustración
ontológica, una oclusión de nuestra capacidad de otorgamiento. Si no tengo
amigos, soy ontológicamente pobre, estoy sólo. Ya hemos hablado de la soledad:
está solo quien no da. Dice un dicho hindú en la película La ciudad de la
alegría: «Todo lo que no se da, se pierde». No compartir lo mío es perderme,
empobrecerme, porque entonces no puedo recibir nada de lo que los otros tienen.
El hombre es así. Te aconsejo fundar tu visión de ti mismo en la estructura
donal de la persona. Si no, te saldrá una antropología en la que el hombre es
un sujeto que sólo pretende autorrealizar un dinamismo ciego, ajeno a los demás,
atento sólo a un resultado que se torna inerte y amenazador.
Ricardo Yepes, Entender el mundo de hoy, Rialp, 1993, p. 137
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