21/3/98.-
Algunas reacciones al documento vaticano "Nosotros recordamos: una reflexión
sobre la Shoah" han vuelto a relanzar las acusaciones contra la actuación
de Pío XII durante la II Guerra Mundial. El historiador Pierre Blet, uno de los
autores que se encargaron de publicar los documentos de la Santa Sede relativos
a la Segunda Guerra Mundial (1), rechaza algunos de esos tópicos en un artículo
publicado en La Civiltà Cattolica (21-III-98), del que ofrecemos una síntesis.
Cuando las acusaciones se fundan en documentos es
posible discutir la interpretación de los textos, verificar si han sido
malinterpretados, asumidos acríticamente, mutilados o seleccionados en una
determinada dirección. Sin embargo, cuando se construye una leyenda con
elementos disparatados y con la imaginación, no tiene sentido la discusión. Lo
único que se puede hacer es oponer al mito la realidad histórica probada por
documentos incontestables. Con ese propósito, el Papa Pablo VI autorizó en
1964 la publicación de los documentos de la Santa Sede relacionados con la
Segunda Guerra Mundial.
El trabajo duró más de quince años y fue llevado a
cabo por cuatro padres jesuitas: Angelo Martini, Burkhart Schneider, Robert A.
Graham y el autor del artículo [Pierre Blet], con la colaboración del padre
Robert Leiber, que había sido secretario privado de Pacelli durante treinta años.
Viendo que estos volúmenes seguían siendo desconocidos, incluso para muchos
historiadores, retomé lo esencial y las conclusiones en un nuevo libro: Pie XII
et la seconde guerre mondiale d'après les archives du Vatican, París, Perrin,
1997.
No
se ocultan documentos incómodos
En dicha documentación no se encuentra ningún
rastro de la pretendida parcialidad filogermánica que Eugenio Pacelli habría
asimilado durante el periodo transcurrido en la nunciatura de Alemania.
Pero la acusación que vuelve una y otra vez es la de
que permaneció en silencio ante las persecuciones raciales contra los judíos,
de modo que dejó correr la barbarie nazi. Los documentos muestran los tenaces y
continuos esfuerzos del Papa para oponerse a las deportaciones, sobre cuyo
destino la sospecha crecía cada vez más. El aparente silencio escondía una
acción secreta a través de las nunciaturas y los episcopados para evitar, o
por lo menos limitar, las deportaciones, las violencias, las persecuciones. Las
razones de tal discreción están explicadas claramente por el mismo Papa en
diversos discursos, en las cartas al episcopado alemán o en las deliberaciones
de la Secretaría de Estado: las declaraciones públicas no hubieran servido de
nada, sólo habrían agravado la suerte de las víctimas y multiplicado el número.
Con el intento de ofuscar tales evidencias, los
detractores de Pío XII han dado a entender que habíamos dejado fuera
documentos incómodos para la memoria de Pío XII y para la Santa Sede. Pero
decir de modo categórico que nuestra publicación no es completa es hacer una
afirmación que no se puede probar: haría falta comparar nuestra publicación
con los fondos de los archivos y mostrar los documentos que faltan.
Algunos han pretendido ofrecer la prueba, alegando
que no figura en nuestra publicación la correspondencia entre Pío XII y Hitler.
Hacemos notar que la carta con la que el Papa notificó su propia elección al
Jefe de Estado de Reich está publicada en el segundo volumen. Por lo demás, no
hemos publicado la correspondencia entre Pío XII y Hitler porque existe sólo
en la fantasía del periodista. Si esa correspondencia hubiera existido, las
cartas del Papa se habrían conservado en los archivos alemanes, se encontraría
mención en las instrucciones a los embajadores Bergen y después Weizäcker, en
los despachos de los diplomáticos. No existe rastro de todo ello.
Fantasías
sobre el oro judío
Estas observaciones valen también para los otros
documentos reales. Con mucha frecuencia, los documentos del Vaticano están
certificados por otros archivos, por ejemplo las notas intercambiadas con los
embajadores. Se puede pensar que muchos telegramas del Vaticano hayan sido
interceptados y descifrados por los servicios de información de las potencias
beligerantes y que se encontrarían copias en los archivos. Por tanto, si hubiéramos
intentado esconder algún documento sería posible conocer su existencia y tener
entonces un fundamento para poner en duda la seriedad de nuestro trabajo.
En nuestras investigaciones no hemos encontrado mención
de la supuesta llegada al Vaticano de las cajas del oro robado a los hebreos.
Toca, evidentemente, a quien sostiene tal afirmación aportar las pruebas
documentales. Sí está documentada, por el contrario, la solícita intervención
de Pío XII cuando las comunidades judías de Roma fueron objeto de un chantaje
por parte de las SS, que les pidieron 50 kilos de oro. El gran rabino se dirigió
al Papa para pedirle los 15 kilos que faltaban, y el Papa dio órdenes para que
se hiciera lo necesario.
Ayuda
a fugas nazis
La otra noticia, la referida a la ayuda a las fugas
de los criminales nazis, no es una novedad. No se puede excluir la ingenuidad de
algún eclesiástico romano. Son conocidas las simpatías hacia el Gran Reich
del obispo Hudal, rector de la iglesia nacional alemana; pero de aquí a
imaginar que el Vaticano organizase fugas de nazis hacia América Latina sería,
de todas formas, atribuir a los eclesiásticos romanos una caridad heroica. En
Roma eran conocidos los planes nazis sobre la Iglesia y la Santa Sede. Pío XII
hizo referencia a ellos el 2 de junio de 1945, recordando cómo la persecución
del régimen contra la Iglesia se había agravado con la guerra. Y si el obispo
Hudal hubiera ayudado a huir a algún pez gordo nazi, desde luego no habría ido
a pedir permiso al Papa.
Todo esto no significa que cuando historiadores
serios desean verificar personalmente el archivo del que se han tomado los
documentos, su deseo no sea legítimo. Pero otra cosa es poner en duda la
seriedad de nuestra investigación. No hemos dejado fuera deliberadamente ningún
documento significativo, entre otras cosas porque nos habría parecido hacer daño
a la imagen del Papa y a la reputación de la Santa Sede.
Los textos publicados en el quinto volumen desmienten
también de modo tajante la idea de que la Santa Sede habría sostenido al III
Reich por temor a la Rusia soviética. El Vaticano apoyó a Roosevelt cuando
este pidió ayuda para que los católicos norteamericanos aceptaran el proyecto
de extender a Rusia -en guerra contra el Reich- una ayuda similar a la ya
concedida a Gran Bretaña.
Sin querer desanimar a los investigadores futuros,
dudo mucho que la apertura del archivo vaticano del periodo bélico modifique
nuestro conocimiento de la época. En ese archivo, los documentos diplomáticos
y administrativos están junto a los de carácter estrictamente personal y eso
exige una prórroga mayor que en los archivos de los ministerios de asuntos
exteriores. Quien desee profundizar en la historia de aquel periodo puede ya
trabajar con fruto en los archivos del Foreign Office, del Quai d'Orsay, del Département
d'État y de los otros Estados que tenían representantes ante la Santa Sede.
Los despachos del ministro inglés Osborne hacen revivir, mejor que las notas
del Secretario de Estado vaticano, la situación de la Santa Sede, rodeada en la
Roma fascista, y después caída bajo el control del ejército y de la policía
nazis. [Cfr. O. Chadwick, Britain and the Vatican during the Second World War,
Cambridge, 1986].
Protesta
pública o resistencia silenciosa
Pío XII tuvo que afrontar un dilema: el silencio podía
ser interpretado como indiferencia ante la suerte de los judíos o cobardía
ante el poder nazi; pero la protesta pública podía acarrear represalias contra
los católicos alemanes, provocar nuevas atrocidades contra los judíos y
comprometer sus esfuerzos para salvar a todos los que fuera posible. El Papa
eligió -no sin dudas y problemas de conciencia- la vía silenciosa pero eficaz
de los canales diplomáticos y las intervenciones ante autoridades que podían
ser receptivas.
Hoy día algunos estiman que si el Vaticano hubiera
protestado públicamente contra la persecución de los judíos, las matanzas no
habrían alcanzado tales proporciones. Como tantas cosas en la historia, la
cuestión de "qué hubiera pasado si..." se presta a fáciles
ejercicios de clarividencia a posteriori. Lo que sí se puede comprobar es hasta
qué punto las protestas públicas de los obispos que eligieron este camino
sirvieron para frenar a los nazis.
Un caso emblemático es el de Holanda, donde la
Jerarquía católica adoptó una actitud de denuncia frente al ocupante nazi. El
cardenal primado, Johannes de Jong, reaccionó desde el comienzo de la ocupación
en 1940 dando directrices que se leían en las parroquias, entre ellas la
prohibición de que los católicos participaran en organizaciones nazis. Estas
medidas estimularon a muchos sacerdotes en su actitud de apoyo a los judíos y
fueron una ayuda para el movimiento clandestino de Resistencia.
En 1942 los obispos católicos, junto con los
ministros protestantes, hicieron una fuerte condena de las deportaciones de judíos.
Como represalia, el comisario del Reich dio la orden de sacar de los conventos a
todos los religiosos y religiosas de origen judío. Eran unos trescientos, que
fueron deportados y murieron en los campos de concentración. El caso más
conocido es el de Edith Stein, carmelita nacida judía, muerta en Auschwitz en
agosto de 1942. Ante esta reacción nazi, la Iglesia protestante dejó de llevar
a cabo acciones comunes con la católica.
A pesar de esta valiente actitud de los obispos
holandeses y de las acciones populares de resistencia, la comunidad judía
holandesa sufrió relativamente más que la de otros países como Francia o Bélgica.
Del total de 125.000 judíos, 107.000 fueron deportados y sólo volvieron con
vida 5.200.
¿Cómo escaparon tan pocos a la deportación? El
historiador David Barnouw, del Instituto Nacional de Documentación sobre la
Guerra (RIOD), declaraba recientemente a Le Monde (13-III-98) que los nazis
encontraron colaboración por parte de funcionarios y policías: "Los
holandeses respetan el orden y a los que ocupan el poder. La colaboración de
los altos funcionarios sirvió de ejemplo a las capas inferiores de la
Administración". La policía participó activamente en las redadas de judíos,
si bien también dejó escapar a algunos. Otros dicen que el hecho de que la
familia real y el gobierno huyeran a Londres en 1940 no favoreció la
resistencia popular.
Al acabar la guerra, 150.000 holandeses fueron
detenidos por actos de colaboracionismo. También tuvieron problemas algunos judíos
que formaron parte del "Consejo judío", organismo favorecido por los
nazis, que deseaban tener un "interlocutor" en la comunidad. Los nazis
idearon un sistema perverso: era el propio Consejo el que debía seleccionar qué
judíos serían deportados a los campos de concentración. Primero concedieron
un trato de favor a los miembros del Consejo, pero luego exigían a cambio que
delataran a otros. Algunos comentaron después que el Consejo prefirió deportar
al principio al proletariado judío para salvar a los más ricos. Pero, según
Barnouw, "no hubo propiamente conciencia de clase, sino el deseo de cada
uno de salvar su vida". En la posguerra, como ocurrió también en otros países,
se extendió la idea de que casi todos los holandeses habían participado en la
resistencia contra los nazis, aunque los historiadores ofrecían un juicio más
matizado. Recientemente, un representante de la comunidad judía pidió a los
sindicatos de policías que presentaran sus excusas por la colaboración en las
deportaciones. Pero le respondieron que esto sería un insulto a la memoria de
los policías que rehusaron colaborar.
(Aceprensa 49/98)
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