(Aceprensa 66/93)
En las audiencias generales de los miércoles, entre los
meses de noviembre y marzo pasados, Juan Pablo II ha desarrollado una serie de
catequesis sobre el primado del Papa. Empezó con una exégesis de los textos
neotestamentarios que relatan la institución del primado y su ejercicio por San
Pedro en los comienzos de la Iglesia. Después, apoyándose en los testimonios
de la Tradición, explicó cómo los primeros sucesores de Pedro, ya en Roma,
continuaron desempeñando la misma autoridad, universalmente aceptada por los
cristianos. Finalmente, mostró en qué consiste la misión del Romano Pontífice,
con particular atención a la función magisterial. Ofrecemos un resumen de esos
discursos.
Juan Pablo II inició sus catequesis mostrando que el primado de Pedro no
es una institución humana. El pasaje evangélico donde se refiere cómo Jesús
dio a Pedro la suprema autoridad en la Iglesia (Mt 16, 13-19) consigna que la
confesión del Apóstol («Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo») tiene un
origen sobrenatural. La respuesta de Jesús («no te ha revelado esto la carne
ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos») declara que «más allá
y por encima de todos los elementos vinculados al temperamento, al carácter, al
origen étnico o a la condición social ("la carne y la sangre"), Simón
recibe una iluminación e inspiración de lo alto, que Jesús califica como
"revelación"».
Sigue una declaración de Jesús que es –señala el Papa– «solemne»,
como manifiesta el tenor mismo de la expresión: «Yo te digo que tú eres
Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Esta declaración «compromete
la autoridad soberana de Jesús. Es una palabra de revelación, y de revelación
eficaz, que realiza lo que dice». En concreto, al imponer a Simón un nombre
nuevo, Cristo, que es «la piedra angular» (cfr. Hch 4, 1 l) y el «cimiento»
(cfr. 1 Co 3, 1 l), «hizo partícipe a Simón Pedro de su propia cualidad de
cimiento».
Algunos han rechazado que sea ése el sentido del texto evangélico.
Tales críticas, «más que de pruebas basadas en los códices bíblicos y en la
tradición cristiana, surgen de la dificultad de entender la misión y el poder
de Pedro y de sus sucesores». A título de ejemplo, el Papa da una de las
razones, aportadas por la crítica textual, que confirman la autenticidad del
pasaje. Las palabras de Jesús tienen un tono netamente semítico. Al mismo
tiempo, «implican una novedad inexplicable en el mismo contexto cultural y
religioso judaico. En efecto, a ningún jefe religioso del judaísmo de la época
se le atribuye la cualidad de piedra fundamental». Por tanto, esta definición
«no podía ser fruto de una invención humana, ni en Mateo ni en autores
posteriores».
Otro aspecto muy significativo se aprecia en los poderes que recibe Simón:
«A ti te daré las llaves del reino de los cielos». Esto es totalmente
singular, ya que en la tradición bíblica es el Mesías quien posee las llaves
del reino. Las llaves significan la plena potestad sobre el reino: «un
poder universal y completo», que Pedro ha de ejercer en nombre de Cristo.
«No se trata sólo –precisa Juan Pablo II– del poder de enunciar
afirmaciones doctrinales o dar directrices generales de acción: según Jesús,
es poder "de desatar y de atar", o sea, de tomar todas las medidas que
exija la vida y el desarrollo de la Iglesia. La contraposición
"atar-desatar" sirve para mostrar la totalidad del poder».
Pedro recibe ese poder para que realice una misión. El Papa explica a
continuación los textos evangélicos que declaran en qué consiste la misión
de Pedro. Jesús le confía el encargo de confirmar a los hermanos (cfr. Le 22,
32) y de apacentar sus ovejas (cfr. Jn 21, 15-17).
La encomienda de confirmar a los demás en la fe, ratificada por la
promesa de un auxilio divino especial ((«Yo he rogado por ti, para que tu fe no
desfallezca»), significa que el primado «abarca también la suprema potestad
de magisterio», como señala el Papa con palabras del Concilio Vaticano I.
El otro aspecto de la misión de Pedro se entiende a la luz de las
palabras por las que Cristo se define como «el buen pastor» (Jn 10, 1 l). «Jesús,
que hizo partícipe a Simón de su calidad de "piedra", le comunica
también su misión de "pastor"». Esto indica que el poder dado a
Pedro y sus sucesores «es una potestad ordenada al servicio».
Primado y colegialidad
Después, Juan Pablo II expuso con más detalle la misión de los Romanos
Pontífices. Sobre su potestad universal, aclaró que ésta no va en menoscabo
del colegio episcopal: «Ambos, el Papa y el cuerpo episcopal, tienen toda la
plenitud de la potestad. El Papa posee esta plenitud a título personal,
mientras el cuerpo episcopal la posee colegialmente, estando unido bajo la
autoridad del Papa». A propósito de esto, Juan Pablo II señaló que el
Concilio Vaticano II tuvo el mérito de poner de relieve la correlación entre
el primado y la colegialidad de los obispos.
Asimismo, precisó que la potestad del Papa es ordinaria, en cuanto le
corresponde por su propia misión específica, y no por delegación de los
obispos; y es inmediata, porque «puede ejercerla directamente, sin el permiso o
la mediación de los obispos».
Por lo que respecta al contenido del ministerio petrino,
Juan Pablo II se detuvo de modo particular en la función doctrinal. «El obispo
de Roma, como cabeza del colegio episcopal por voluntad de Cristo, es el primer
pregonero de la fe, al que corresponde la tarea de enseñar la verdad revelada y
mostrar sus aplicaciones al comportamiento humano», o sea, instruir en materia
de fe y costumbres.
Esta tarea es eminentemente positiva, quiso subrayar el Papa: consiste en
«anunciar y difundir el mensaje cristiano». Naturalmente, esto implica
defender la fe contra errores y desviaciones. Pero «reducir el magisterio papal
sólo a la condena de los errores contra la fe sería limitarlo demasiado; más
aún, sería una concepción equivocada de su función». Pues su «tarea
esencial» es «exponer la doctrina de la fe, promoviendo el conocimiento del
misterio de Dios y de la obra de la salvación».
Estas palabras salen implícitamente al paso de las opiniones que cifran
la misión doctrinal del Papa en definir los límites de lo que se ha de creer,
sin dar enseñanzas precisas en lo que no es dogma, así como de las que
sostienen que el Papa sólo compromete su autoridad cuando habla ex cathedra.
Frente a tales posturas, Juan Pablo II aclara, con el Vaticano II, que el Romano
Pontífice, «ya en el ejercicio ordinario de su magisterio, actúa no como
persona privada, sino como maestro supremo de la Iglesia universal». Por tanto,
sus intervenciones ordinarias, «al derivar de una intención explícita o implícita
de pronunciarse en materia de fe y costumbres, se remiten al mandato recibido
por Pedro y se revisten de la autoridad que Cristo le confió». También con
estas enseñanzas que no son ex cathedra, el Papa «expresa de forma personal,
pero con autoridad institucional, la regla de la fe, a la que deben atenerse los
miembros de la Iglesia universal».
De este modo, el magisterio papal «señala a todos una línea de
claridad y unidad que, especialmente en tiempos de máxima comunicación y
discusión, como el nuestro, resulta imprescindible».
Juan Pablo II no dudó en afirmar que la infalibilidad del Romano Pontífice
–y del colegio episcopal cuando actúa con él– en las definiciones ex
cathedra es «de suma importancia para la vida de la Iglesia». Es una garantía
definitiva de que el magisterio de la Iglesia conserva puro el depósito de la
fe. No obstante, es un carisma excepcional, que se ejerce casi siempre por la
necesidad, en un momento dado, de certificar una verdad de fe, con exclusión de
toda duda, o de condenar un error.
También en los demás casos, el Papa es maestro de la verdad. Junto a la
infalibilidad, «existe el carisma de asistencia del Espíritu Santo, concedido
a Pedro y a sus sucesores para que no cometan errores en materia de fe y moral,
y para que, por el contrario, iluminen bien al pueblo cristiano. Este carisma no
se limita a los casos excepcionales, sino que abarca en medida diferente todo el
ejercicio del magisterio». Por eso el Vaticano II subraya la importancia del
magisterio ordinario, que «es de carácter permanente y continuado, mientras
que el que se expresa en las definiciones [ex cathedra] se puede llamar
excepcional».
El Papa realiza su misión doctrinal
fundamentalmente de tres maneras, dijo Juan Pablo II. «Ante todo, con la
palabra». Juan Pablo II explicó entonces la razón profunda de sus numerosas
alocuciones y frecuentes viajes. Tras recordar el precepto de Cristo: «Id,
pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19), dijo que el Papa,
«hoy que los medios de comunicación le permiten hacer llegar su palabra a
todas las gentes, cumple ese mandato divino mejor que nunca. Además, gracias a
los medios de transporte que le permiten llegar personalmente incluso a los
lugares más lejanos, puede llevar el mensaje de Cristo a los hombres de todos
los países, realizando de modo nuevo –imposible de imaginar en otros
tiempos– el id que forma parte de ese mandato divino».
La segunda manera es mediante los escritos,. también los que publica
indirectamente a través de los diversos dicasterios de la Curia romana. La
tercera, «mediante iniciativas autorizadas e institucionales de orden científico
y pastoral»: por ejemplo, impulsando actividades e instituciones para el
estudio y la difusión de la fe.
En esta tarea no faltan dificultades. Pues en el sucesor de Pedro se
cumple de manera particular la advertencia de Cristo a los apóstoles: «Si a mí
me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15, 20). Pese a
ello, debe aplicarse el consejo de San Pablo a Timoteo: «Proclama la Palabra,
insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y
doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina
sana» (2 Tm 4, 2-3).
Comenta el Papa: «Lo que Pablo recomendaba a Timoteo vale también para
los obispos de hoy, y especialmente para el Romano Pontífice, que tiene la misión
de proteger al pueblo cristiano contra los errores en el campo de la fe y la
moral, y el deber de conservar el depósito de la fe (cfr. 2 Tm 4, 7). ¡Ay de
él si se asustara ante las críticas y las incomprensiones! Su consigna es dar
testimonio de Cristo, de su palabra, de su ley y de su amor».
Sólo a Simón llamó Jesús piedra, y sólo a él dijo «apacienta» y
«confirma a tus hermanos». De ahí que los demás discípulos no tuvieran
dificultad alguna para reconocer la autoridad suprema de Pedro, fundada en una
elección particular de Cristo. El Papa hace un repaso de los pasajes de la
Escritura donde se observa este hecho. No se halla indicio alguno de que el
primado de Pedro fuera discutido por los primeros cristianos, ni de que surgiera
en algún momento del desarrollo de la Iglesia, cosas que no podrían faltar si
el primado fuera una creación humana posterior a Cristo.
Pedro aparece en primer lugar en todas las relaciones de los Doce; toma
la iniciativa en la elección de Matías y en la primera predicación apostólica,
el día de Pentecostés; obra el primer milagro curando al paralítico que
mendigaba en el templo, y todos le atribuían una virtud taumatúrgico
particular; es precisamente él a quien Herodes decide apresar con intención de
asestar un golpe decisivo a la comunidad cristiana; él decide abrir la Iglesia
a los gentiles, ordenando el bautismo del centurión Cornelio y su familia, y
por su autoridad se dirime la cuestión de si hay que exigir a los conversos del
paganismo el cumplimiento de la ley mosaica; Pablo acude a él en dos ocasiones
para asegurarse de que su predicación es auténtica.
Ahora bien, es fácil comprender, como hace notar Juan Pablo II, que esto
no se debe a las meras cualidades personales de Pedro. Él «no habría podido
imponerse por sí mismo, entre otras cosas, a causa de sus limitaciones y
defectos también bastante conocidos». Además, consta que los Apóstoles,
durante la vida terrena de Jesús, habían discutido quién de ellos ocuparía
el primer puesto en el reino. Así pues, «el hecho de que la autoridad de Pedro
fuese reconocida pacíficamente en la Iglesia se debió exclusivamente a la
voluntad de Cristo».
Con igual naturalidad, los cristianos posteriores, aún en los primeros
siglos, reconocen la misma autoridad de Pedro en los sucesores de éste en la
sede romana. Tampoco aquí se encuentra solución de continuidad. Por eso,
quienes han sostenido que el papado es una creación histórica humana
manifiestan que no razonan con la mente de la cristiandad primitiva.
Por una parte, observa el Papa, la propia institución de Cristo exige la
perpetuidad y la sucesión en la misión de Pedro. En efecto, Jesús dio a su
Iglesia, que quiso que actuase en el mundo hasta el fin de los tiempos, un
fundamento visible en la persona de Pedro. Esto implica que este cimiento también
debe perdurar. En cuanto a la vinculación del primado universal con la sede de
Roma, se comprueba que esto es igualmente indiscutido en la tradición. Juan
Pablo II cita algunos de los testimonios más antiguos: del Papa Clemente (entre
los años 89 y 97), de S. Ignacio de Antioquía (primera mitad del siglo II) y
de S. Ireneo de Lyon (finales del mismo siglo).
No hay testimonios escritos sobre cómo tuvo lugar la sucesión entre Pedro y la serie de los obispos de Roma. Pero queda confirmada por dos pruebas. Una negativa: «partiendo de la necesidad de una sucesión a Pedro en virtud de la misma institución de Cristo (... ), [se] constata que no existen indicios de una sucesión similar en ninguna otra Iglesia». Y otra positiva: «la convergencia de las señales que en todos los siglos dan a entender que la sede de Roma es la sede del sucesor de Pedro».
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