Una herencia para toda la Iglesia (Aprensa 63/95)
La búsqueda de la unidad constituye un objetivo apremiante
de la Iglesia. Dentro del esfuerzo ecuménico, Juan Pablo II puso en primer
plano que la Iglesia debe "respirar con sus dos pulmones, Oriente y
Occidente". Con este fin, ha multiplicado en su pontificado las iniciativas
y gestos para tender puentes hacia los ortodoxos y disipar los malentendidos
históricos y las tensiones del presente. Ahora acaba de publicar la Carta Apostólica
"Orientale Lumen", dedicada a las Iglesias orientales. Ofrecemos una síntesis
del documento pontificio.
La Carta Apostólica Orientale Lumen no aborda cuestiones doctrinales: se
presenta, más bien, como una verdadera carta en la que Juan Pablo II,
"hijo de un pueblo eslavo", muestra su admiración por la historia,
los santos, la liturgia y la espiritualidad de las Iglesias orientales, tanto
católicas como ortodoxas. Está escrita con ocasión del centenario de la
Orientalis Dignitas (1894), documento con el que León XIII quiso "defender
el significado de las tradiciones orientales para toda la Iglesia".
El Papa señala que el patrimonio conservado por esas Iglesias
"tiene un gran significado para una comprensión más plena e íntegra de
la experiencia cristiana y, por tanto, para dar una respuesta cristiana más
completa a las expectativas de los hombres y mujeres de hoy" (n. 5).
La descripción de ese patrimonio (culto litúrgico, presencia particular
del Espíritu Santo en la teología oriental, sentido de la Tradición,
espiritualidad monástica, actitud de adoración y silencio, etc.) ocupa buena
parte de las 56 páginas del documento. El Papa muestra que esas peculiaridades
no son una reminiscencia arcaica, sino una herencia que enriquece a toda la
Iglesia y que los cristianos de Occidente deben conocer.
En este sentido, afirma, por ejemplo, "que todos tenemos necesidad
de este silencio cargado de presencia adorada (...). De este silencio tiene
necesidad el hombre de hoy, que a menudo no sabe callar por miedo de encontrarse
a sí mismo, de descubrirse, de sentir el vacío que se interroga por su
significado; el hombre que se aturde en el ruido. Todos, tanto creyentes como no
creyentes, necesitan aprender un silencio que permita al Otro hablar, cuando
quiera y como quiera, y a nosotros comprender esa palabra" (n. 16).
Tomando pie de la figura del "padre espiritual", clásica del
monaquismo oriental, el Papa destaca también que "nuestro mundo tiene gran
necesidad de padres. A menudo los ha rechazado, porque le parecían poco creíbles,
o su modelo daba la impresión de estar superado y ser poco atractivo para la
sensibilidad del momento. Sin embargo, tiene dificultad para encontrar unos
nuevos, y entonces sufre en el miedo y la incertidumbre, sin modelos ni puntos
de referencia. El que es padre en el Espíritu, si lo es de verdad -y el Pueblo
de Dios ha demostrado siempre que sabe reconocerlos-, no hará a los demás
iguales a sí mismo, sino que les ayudará a encontrar el camino hacia el
Reino".
Desde los primeros párrafos de la Carta está presente una gran pasión
por la unidad de la Iglesia, rota -en lo que se refiere a los ortodoxos- no
tanto por cuestiones doctrinales como por el progresivo alejamiento de Oriente y
Occidente. Frente a esta separación, el Papa recuerda que "tenemos en común
casi todo; y tenemos en común sobre todo el anhelo sincero de alcanzar la
unidad" (n. 3).
Ante las dudas que se plantea el hombre de hoy, "las Iglesias de
Oriente y de Occidente están invitadas a concentrarse en lo esencial (...). Si
ante las expectativas y los sufrimientos del mundo damos una respuesta unánime,
iluminadora y vivificante, contribuiremos verdaderamente a un anuncio más
eficaz del Evangelio entre los hombres de nuestro tiempo" (n. 4).
"El pecado de nuestra división es gravísimo: siento la necesidad
de que crezca nuestra disponibilidad común al Espíritu que nos llama a la
conversión, a aceptar y reconocer al otro con respeto fraterno, a realizar
nuevos gestos valientes, capaces de vencer toda tentación de repliegue.
Sentimos la necesidad de ir más allá del grado de comunión que hemos
logrado" (n. 17).
"Cada día se hace más intenso en mí el deseo de volver a recorrer
la historia de las Iglesias, para escribir finalmente una historia de nuestra
unidad, y remontarnos así al tiempo en que, inmediatamente después de la
muerte y resurrección del Señor Jesús, el Evangelio se difundió en las
culturas más diversas, y comenzó un intercambio fecundísimo" (n. 18).
El Papa dedica varios parágrafos a esa "historia de la
unidad", que parte de la Iglesia primitiva, en la que "a pesar de que
no faltaron dificultades y contrastes, las Cartas de los Apóstoles y de los
Padres muestran vínculos estrechísimos, fraternos, entre las Iglesias, en una
plena comunión de fe dentro del respeto de sus especificidades e identidades
respectivas. La común experiencia del martirio y la meditación de las actas de
los mártires de cada Iglesia, la participación en la doctrina de tantos santos
maestros de la fe, en un profundo intercambio y participación, refuerzan este
admirable sentimiento de unidad. (...) Los primeros concilios son un testimonio
elocuente de esa constante unidad en la diversidad" (n. 18).
Incluso "cuando se afianzaron ciertas incomprensiones dogmáticas
-amplificadas frecuentemente por influjo de factores políticos y culturales-
que ya llevaban a dolorosas consecuencias en las relaciones entre las Iglesias,
permaneció vivo el compromiso de invocar y promover la unidad de la Iglesia.
(...) No podemos olvidar que durante todo el primer milenio perduró, a pesar de
las dificultades, la unidad entre Roma y Constantinopla. Hemos visto cada vez
con mayor claridad que lo que desgarró el tejido de la unidad no fue tanto un
episodio histórico o una simple cuestión de preeminencia, cuanto un progresivo
alejamiento, que hace que la diversidad ajena ya no se perciba como riqueza común,
sino como incompatibilidad" (n. 18).
"A pesar de que en el segundo milenio se
produce un endurecimiento en la polémica y en la división, a medida que
aumenta la ignorancia recíproca y el prejuicio, se siguen celebrando encuentros
constructivos entre jefes de Iglesias deseosos de intensificar las relaciones y
favorecer intercambios (...). Toda esta obra tan meritoria confluye en la
reflexión del concilio Vaticano II y encuentra una especie de emblema en la
derogación de las excomuniones recíprocas del año 1054 realizada por el Papa
Pablo VI y el Patriarca ecuménico Atenágoras I" (n. 18).
El recorrido histórico del Papa llega a nuestros días, con los
"nuevos momentos de dificultad" surgidos en Europa central y oriental
después 1989: "Hermanos cristianos que habían sufrido juntos la persecución
se miran con recelo y temor en el momento en que se abren perspectivas y
esperanzas de mayor libertad. ¿No es éste un riesgo, nuevo y grave, de pecado
que todos, poniendo el máximo empeño, debemos tratar de vencer, si queremos
que pueblos en búsqueda puedan encontrar con más facilidad al Dios del amor,
en vez de quedar de nuevo escandalizados por nuestras divisiones y
contrastes?". El Papa advierte que el sufrimiento común debe unir a todos:
"Estamos unidos por el telón de fondo de los mártires. No podemos menos
de estar unidos" (n. 19).
"Así pues, es urgente que se tome conciencia de esta gravísima
responsabilidad: hoy podemos cooperar para el anuncio del Reino o convertirnos
en causantes de nuevas divisiones. Que el Señor abra nuestros corazones,
convierta nuestras mentes y nos inspire acciones concretas, valientes, capaces,
si es necesario, de superar los lugares comunes, las fáciles resignaciones o
las actitudes de inercia (...). Pido al Señor que inspire ante todo a mí mismo
y a los Obispos de la Iglesia católica, gestos concretos que sean testimonio de
esa certeza interior (...). ¿Cómo podremos ser plenamente creíbles si nos
presentamos divididos ante la Eucaristía, si no somos capaces de vivir la
participación en el mismo Señor que debemos anunciar al mundo?" (n. 19).
El Papa enumera algunas de las iniciativas que, para salvaguardar y
promover lo específico del patrimonio oriental, ha llevado a cabo "la
Iglesia de Roma", fiel al mandato que Cristo confió a Pedro: confirmar a
sus hermanos en la fe y en la unidad.
"Hoy sabemos que la unidad puede ser realizada por el amor de Dios sólo
si las Iglesias lo quieren juntas, dentro del pleno respeto de sus propias
tradiciones y de la necesaria autonomía. (...) La Iglesia de Cristo es una
sola. Si existen divisiones, se deben superar, pero la Iglesia es una sola. La
Iglesia de Cristo de Oriente y de Occidente no pueden menos de ser una; una y
unida (...). Somos conscientes de que la unidad se realizará como el Señor
quiera y cuando El quiera, y de que exigirá la aportación de la sensibilidad y
creatividad del amor, tal vez incluso yendo más allá de las formas ya
experimentadas en el pasado" (n. 20).
Juan Pablo II termina mostrando su deseo de una próxima unidad, que
tendría grandes frutos (n. 28):
"Sentimos con dolor el hecho de no poder participar aún en la misma
Eucaristía (...). El eco del Evangelio, palabra que no defrauda, sigue
resonando con fuerza, solamente debilitada por nuestra separación: Cristo
grita, pero el hombre no logra oír bien su voz porque nosotros no logramos
transmitir palabras unánimes. Escuchemos juntos la invocación de los hombres
que quieren oír entera la Palabra de Dios. Las palabras de Occidente necesitan
las palabras de Oriente para que la Palabra de Dios manifieste cada vez mejor
sus insondables riquezas.
"Quiera Dios acortar el tiempo y el espacio. Que pronto, muy pronto,
Cristo, Orientale Lumen, nos conceda descubrir que en realidad, a pesar de
tantos siglos de lejanía, nos encontrábamos muy cerca, porque, tal vez sin
saberlo, caminábamos juntos hacia el único Señor y, por tanto, los unos hacia
los otros.
"Que el hombre del tercer milenio pueda gozar de este
descubrimiento, logrado finalmente por una palabra concorde y, en consecuencia,
plenamente creíble, proclamada por hermanos que se aman y se agradecen las
riquezas que recíprocamente se dan. Y así nos presentaremos ante Dios con las
manos puras de la reconciliación y los hombres del mundo tendrán otra sólida
razón para creer y para esperar".
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