13 de enero de 2003
Excelencias, Señoras y Señores:
1. ¡Qué hermosa tradición es este encuentro de primeros de año, que me ofrece el gozo de recibirles y, en cierto modo, abrazar a todos los pueblos que Ustedes representan! En efecto, sus esperanzas y aspiraciones, sus logros y dificultades, me llegan por medio de Ustedes, y gracias a Ustedes. Hoy deseo expresar los más fervientes votos de felicidad, de paz y de prosperidad para sus países.
Al alba del nuevo año, me complace presentarles mis mejores deseos, a la vez que imploro abundantes bendiciones divinas sobre ustedes, sus familias y sus compatriotas.
Antes de compartir con ustedes algunas reflexiones inspiradas por la actual situación del mundo y de la Iglesia, siento el deber de agradecer a su Decano, el Embajador Giovanni Galassi el discurso que me ha dirigido, así como los buenos deseos que tan delicadamente ha manifestado, en nombre de todos, por mi persona y mi ministerio. Acepten por ello mi sincero agradecimiento.
Señor Embajador, se ha referido Usted brevemente a las legítimas esperanzas de nuestros contemporáneos, lamentablemente contrariadas demasiado a menudo por crisis políticas, la violencia armada, los conflictos sociales, la pobreza o las catástrofes naturales. Nunca como en este comienzo de milenio el hombre ha experimentado lo precario que es el mundo que ha construido.
2. Me impresiona personalmente el sentimiento de miedo que atenaza frecuentemente el corazón de nuestros contemporáneos. El terrorismo pertinaz que puede atacar en cualquier momento o lugar; el problema no resuelto del Medio Oriente, con Tierra Santa e Irak; los vaivenes que conmueven Sudamérica, particularmente Argentina, Colombia y Venezuela; los conflictos que impiden a numerosos países africanos dedicarse a su propio desarrollo; las enfermedades que propagan contagio y muerte; el grave problema del hambre, sobre todo en África; las conductas irresponsables que contribuyen al empobrecimiento de los recursos del planeta. Todo esto son calamidades que amenazan la supervivencia de la humanidad, la serenidad de las personas y la seguridad de las sociedades.
3. Pero todo puede cambiar. Depende de cada uno de nosotros. Todos pueden desarrollar en sí mismos su potencial de fe, de rectitud, de respeto al prójimo, de dedicación al servicio de los otros.
Depende también, evidentemente, de los responsables políticos, llamados a servir el bien común. No se sorprenderán si, ante un plantel de diplomáticos, enuncio a este respecto algunos imperativos que me parecen necesarios seguir si se quiere evitar que pueblos enteros, y quizás también la humanidad misma, no se hundan en el abismo.
Ante todo, un "SÍ A LA VIDA". Respetar la vida y las vidas: todo empieza aquí, puesto que el más fundamental de los derechos humanos es ciertamente el derecho a la vida. El aborto, la eutanasia o la clonación humana, por ejemplo, amenazan con reducir la persona humana a un simple objeto: en cierto modo, ¡la vida y la muerte por encargo! Cuando carece de todo criterio moral, la investigación científica referente a las fuentes de la vida es una negación del ser y de la dignidad de la persona. La guerra misma atenta contra la vida humana, pues conlleva el sufrimiento y la muerte. ¡La lucha por la paz es siempre una lucha por la vida!
Seguidamente, el RESPETO DEL DERECHO. La vida en sociedad –en particular en el ámbito internacional– presupone principios comunes e intangibles cuyo objetivo es garantizar la seguridad y la libertad de los ciudadanos y de las naciones. Estas normas de conducta son la base de la estabilidad nacional e internacional. Hoy en día, los responsables políticos disponen de textos e instituciones muy apropiados. Basta con llevarlos a la práctica. ¡El mundo sería totalmente diferente si se comenzaran a aplicar sinceramente los acuerdos firmados!
En fin, EL DEBER DE SOLIDARIDAD. En un mundo sobradamente informado pero en el que, paradójicamente, se comunica con gran dificultad, en el que las condiciones de vida son escandalosamente desiguales, es importante de no dejar nada por intentado para que todos se sientan responsables del crecimiento y el bienestar de todos. En ello se juega nuestro futuro. Un joven sin trabajo, una persona minusválida marginada, personas ancianas abandonadas, países atenazados por el hambre y la miseria, hacen que demasiado a menudo el hombre desespere y sucumba ante la tentación de encerrarse en sí mismo o ceda a la violencia.
4. Por estos motivos, hay decisiones que son necesarias para que el hombre tenga aún un futuro. Y los pueblos de la tierra, así como sus autoridades, han de tener a veces valor para decir "no". ¡«NO A LA MUERTE»! Es decir, no a todo lo que atenta a la incomparable dignidad de cada ser humano, comenzando por la de los niños por nacer. Si la vida es realmente un tesoro, hay que saber conservarlo y hacerle fructificar sin desnaturalizarlo. No a lo que debilita la familia, célula fundamental de la sociedad. No a todo lo que destruye en el niño el sentido del esfuerzo, el respeto de sí mismo y del otro, el sentido del servicio.
¡«NO AL EGOÍSMO»! Esto es, a todo lo que induce al hombre a refugiarse en el círculo de una clase social privilegiada o en una comodidad cultural que excluye a los demás. El modo de vida de quienes gozan del bienestar, su modo de consumir, han de ser revisados a la luz de las repercusiones que provocan en otros países. Piénsese, por ejemplo, en el problema del agua, propuesto por la Organización de las Naciones unidad como tema de reflexión para todos durante este año 2003. También es egoísmo la indiferencia de las naciones pudientes respecto a aquellas marginadas. Todos los pueblos tienen el derecho a recibir una parte ecuánime de los bienes de este mundo y de la competencia de los países más expertos para elaborarlos. ¿Cómo no pensar, por ejemplo, en el acceso de todos a los medicamentos genéricos, necesario para luchar contra las pandemias actuales?; un acceso que se ve frecuentemente obstaculizado por consideraciones económicas a corto plazo.
¡«NO A LA GUERRA»! Ésta nunca es una simple fatalidad. Es siempre es una derrota de la humanidad. El derecho internacional, el diálogo leal, la solidaridad entre los Estados, el ejercicio tan noble de la diplomacia, son los medios dignos del hombre y las naciones para solucionar sus contiendas. Digo eso pensando en los tan numerosos conflictos que todavía aprisionan a nuestros hermanos, los hombres. En Navidad, Belén nos ha recordado la crisis no resuelta del Medio Oriente, donde dos pueblos, el israelí y el palestino, están llamados a vivir uno junto al otro, igualmente libres y soberanos y recíprocamente respetuosos. Sin repetir lo que os dije el año pasado en circunstancias parecidas, me conformaré con añadir hoy, ante el empeoramiento constante de la crisis medio-oriental, que su solución nunca podrá ser impuesta recurriendo al terrorismo o a los conflictos armados, pensando que la solución consiste en victorias militares. Y, ¿qué decir de la amenaza de una guerra que podría recaer sobre las poblaciones de Irak, tierra de los profetas, poblaciones ya extenuadas por más de doce años de embargo? La guerra nunca es un medio como cualquier otro, al que se puede recurrir para solventar disputas entre naciones. Como recuerda la Carta de la Organización de las Naciones Unidas y el Derecho internacional, no puede adoptarse, aunque se trate de asegurar el bien común, si no es en casos extremos y bajo condiciones muy estrictas, sin descuidar las consecuencias para la población civil, durante y después de las operaciones.
5. Por tanto, es posible cambiar el curso los acontecimientos si prevalece la buena voluntad, la confianza en el otro, la puesta en práctica de los compromisos adquiridos y la cooperación entre miembros responsables. Citaré dos ejemplos.
Europa de hoy, unida y a la vez ampliada. Ha sabido derribar los muros que la desfiguraban. Se ha embarcado en la elaboración y la construcción de una realidad capaz de conjugar unidad y diversidad, soberanía nacional y acción común, progreso económico y justicia social. Esta Europa nueva lleva consigo los valores que durante dos milenios han fecundado un modo de pensar y vivir de los que el mundo entero se ha beneficiado. Entre estos valores, el cristianismo tiene un papel clave, en la medida en que ha dado lugar a un humanismo que ha impregnado su historia y sus instituciones. Teniendo en cuenta este patrimonio, la Santa Sede y el conjunto de las Iglesias cristianas han insistido ante los redactores del futuro Tratado constitucional de la Unión europea para que se haga una referencia a las Iglesias e instituciones religiosas. En efecto, parece deseable que, respetando plenamente la laicidad, se reconozcan tres elementos complementarios: la libertad religiosa, no sólo en su dimensión individual y cultual, si no también social y corporativa; la oportunidad de que haya un diálogo y una consulta organizada entre los Gobernantes y las comunidades de creyentes; el respeto del estatuto jurídico del que ya gozan las Iglesias y las instituciones religiosas en los Estados miembros de la Unión. Una Europa que renegara de su pasado, que negara el hecho religioso y que no tuviera dimensión espiritual alguna, quedaría desguarnecida ante al ambicioso proyecto que moviliza sus energías: ¡construir la Europa de todos!
También África nos da esta una vez ocasión de júbilo. Angola ha comenzado su reconstrucción; Burundi ha emprendido el camino que podría conducir a la paz, y espera comprensión y ayuda financiera de la comunidad internacional; la República Democrática de Congo se ha comprometido seriamente en un diálogo nacional que debería conducir a la democracia. También Sudán ha dado prueba de buena voluntad, si bien el camino hacia la paz es largo y arduo. Hay felicitarse sin duda por estos progresos y animar a los responsables políticos a no escatimar esfuerzos para que, poco a poco, los pueblos de África lleguen a un principio de pacificación y, por tanto, de prosperidad, al reparo de las luchas étnicas, la arbitrariedad y la corrupción. Por eso hemos de deplorar los graves acontecimientos que estremecen Costa de Marfil y la República Centroafricana, invitando al mismo tiempo a sus habitantes a deponer las armas, a respetar su respectiva Constitución y a poner las bases de un diálogo nacional. Así será fácil implicar todos los miembros de la comunidad nacional en la elaboración de un proyecto de sociedad en el que todos se reconozcan. Además, satisface constatar que, cada vez más, los africanos intentan encontrar las soluciones más adecuadas a sus problemas, gracias a la acción de la Unión Africana y a las mediaciones regionales eficaces.
6. Excelencias, distinguidos Señoras y Señores, hoy se impone una constatación: la independencia de los Estados no se puede concebir si no es en el marco de la interdependencia. Todos están unidos en el bien y el mal. Precisamente por ello, conviene saber distinguir rigurosamente entre el bien y el mal, y llamarlos por su nombre. A este respecto, cuando reina la duda y la confusión, se han de temer los mayores males, como tantas veces ha enseñado la historia.
Para evitar caer en el caos, se han de respetar dos exigencias. La primera es que, en el seno de los Estado, se redescubra el valor primordial de la ley natural, que antaño inspiró el derecho de gentes y a los primeros pensadores del derecho internacional. Aún cuando algunos cuestionan su validez, estoy convencido de que sus principios generales y universales son siempre capaces de hacer percibir mejor la unidad del género humano y de favorecer el perfeccionamiento de la conciencia tanto de los gobernantes como de los gobernados. En segundo lugar, la acción perseverante de hombres de estado honrados y desinteresados. En efecto, sólo la adhesión a profundas convicciones éticas puede legitimar la indispensable competencia profesional de los responsables políticos ¿Cómo se podría pretender tratar los asuntos del mundo sin referencia a este conjunto de principios que son la base de ese « bien común universal » del que tan bien ha hablado la encíclica Pacem in terris del Papa Juan XXIII? Para un ejecutivo coherente con sus convicciones, siempre será posible negarse a situaciones de injusticia o a desviaciones institucionales, o bien terminar con ellas. Creo que en esto reside lo que corrientemente se llama hoy el "buen gobierno". El bienestar material y espiritual de la humanidad, la tutela de las libertades y los derechos de la persona humana, el servicio público desinteresado, la cercanía a las situaciones concretas, prevalecen sobre cualquier programa político y constituyen una exigencia ética, que es a la vez lo mejor para asegurar la paz interior de las naciones y la paz entre los Estados.
7. Es evidente que, para un creyente, a estas motivaciones se añaden las que proporciona la fe en un Dios creador y padre de todos los hombres, a los que confía la gestión de la tierra y el deber del amor fraterno. Es como decir que el Estado tiene sumo interés en cuidar de que la libertad religiosa – individual y social al mismo tiempo – sea efectivamente garantizada a todos. Como ya he tenido ocasión de decir, los creyentes que se sienten respetados en su fe, que ven sus comunidades reconocidas jurídicamente, colaborarán con mayor convicción aún al proyecto común de la sociedad civil de la que son miembros. Comprenderán, pues, que me haga portavoz de todos los cristianos que, desde Asia a Europa, son todavía víctimas de violencia e intolerancia, como la que se ha producido muy recientemente con ocasión de la celebración de Navidad. El diálogo ecuménico entre cristianos y los contactos respetuoso con las otras religiones, en particular con el Islam, son el mejor antídoto contra las desviaciones sectarias, el fanatismo y el terrorismo religioso. Por lo que concierne a la Iglesia Católica, sólo mencionaré una situación, que es por mí motivo de gran aflicción: el trato dado a las comunidades católicas en la Federación Rusa que, desde hace meses, por razones administrativas, ven cómo algunos de sus pastores están imposibilitados para llegar hasta ellas. La Santa Sede espera que las autoridades gubernativas tomen decisiones concretas que pongan fin a esta crisis y que obren en conformidad a los compromisos internacionales suscritos por la Rusia moderna y democrática. Los católicos rusos quieren vivir como sus hermanos del resto del mundo, con la misma libertad y la misma dignidad.
8. Excelencias, Señoras y Señores, que nosotros, los que estamos reunidos en este lugar, símbolo de espiritualidad, de dialogo y de paz, contribuyamos con nuestra acción cotidiana a que todos los pueblos del tierra progresen, en la justicia y la concordia, hacia las situaciones más dichosas y más justas, libres de la pobreza, la violencia y las amenazas de guerra. ¡Dios quiera colmar de bendiciones a sus personas y a todos los que representan! ¡Feliz año a todos!
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