Discurso a la Curia romana con motivo de la Navidad
CIUDAD DEL VATICANO, 22 diciembre 2002.- Publicamos el discurso que pronunció este sábado Juan Pablo II a los cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que trabajan en la Curia romana, en el que recordó los acontecimientos más importantes este último año.
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Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, religiosos, religiosas y laicos de la Curia romana
1. «Cum Maria contemplemur Christi vultum!». El encuentro que hoy, según una bella costumbre, tiene un sabor decididamente familiar. Queremos intercambiarnos las felicitaciones en la inminencia de la Nochebuena, en la que nos detendremos a contemplar, junto a María, el rostro de Cristo. Doy las gracias al cardenal Joseph Ratzinger, nuevo decano del Colegio Cardenalicio, por los sentimientos que con nobles palabras me ha querido expresar en nombre de todos. Deseo hacer llegar un afectuoso saludo y mi augurio al decano emérito, el cardenal Bernardin Gantin, manifestándole también en esta circunstancia sentido reconocimiento por todo el trabajo desarrollado al servicio de esta Sede Apostólica.
Para mí es una Navidad particularmente significativa, pues cae en mi vigésimo quinto año de pontificado. Precisamente esta circunstancia me lleva a haceros partícipes de mi «gracias» al Señor por los dones que me ha dispensado en este arco de tiempo no breve al servicio de la Iglesia universal.
Deseo expresaros también un cordialísimo «gracias» a vosotros, que días tras día, con vuestra colaboración competente y afectuosa, estáis particularmente a mi lado. Mi ministerio no podría expresarse de manera adecuada y eficaz sin vosotros. Pido al Señor que os premie por este servicio al sucesor de Pedro, permitiendo que experimentéis íntima alegría y consuelo espiritual.
2. Nuestro encuentro tiene un tono particular por celebrarse durante el Año del Rosario. Éste pretende relanzar en la comunidad cristiana una oración más válida que nunca, a la luz de las orientaciones teológicas y espirituales delineadas por el Concilio Vaticano II. De hecho, se trata de una oración mariana cuyo corazón es de manera destacada cristológico.
Al repasar, como es costumbre en esta ocasión, los principales acontecimientos que han salpicado mi ministerio durante los meses pasados, deseo hacerlo en la perspectiva que sugiere el Rosario, es decir, con una mirada contemplativa que ponga de manifiesto, en los mismos acontecimientos, el signo de la presencia de Cristo. En este sentido, en la carta apostólica «Rosarium Virginis Mariae» he subrayado la valencia antropológica de esta oración (Cf. número 25): al entrenarnos en la contemplación de Cristo, nos lleva a ver el hombre y la historia a la luz de su Evangelio.
3. ¿Cómo olvidar, ante todo, que el rostro de Cristo sigue teniendo rasgos de dolor, de auténtica pasión, a causa de los conflictos que ensangrientan tantas regiones del mundo y a causa de aquellos que amenazan con explotar con virulencia renovada? Sigue siendo emblemática la situación de Tierra Santa, ahora bien otras guerras «olvidadas» no son menos devastadoras. El terrorismo, además, sigue cosechando víctimas y excavando ulteriores fosas.
Ante este horizonte regado de sangre, la Iglesia no deja de hacer escuchar su voz y, sobre todo, sigue elevando su oración. Es lo que sucedió, en particular, el 24 de enero pasado, en la Jornada de oración por la paz en Asís cuando, junto con los representantes de las demás religiones, testimoniamos la misión de paz que es un deber especial de cuantos creen en Dios. Tenemos que seguir gritándolo con fuerza: «Las religiones están al servicio de la paz» («L'Osservatore Romano», edición italiana, 25 gennaio 2002).
Esta verdad la he confirmado también en el Mensaje para la Paz del próximo 1 de enero, evocando la gran encíclica «Pacem in terris» del beato Juan XXIII, que el 11 de abril de 1963 --¡han transcurrido casi 40 años!-- elevó su voz en una difícil coyuntura histórica para presentar en la verdad, la justicia, el amor y la libertad los «pilares» de la auténtica paz.
4. ¡El rostro de Cristo! Si miramos alrededor con ojos contemplativos, no será difícil percibir un rayo de su esplendor en las bellezas de la creación. Pero al mismo tiempo, nos veremos obligados a lamentar la devastación que el descuido humano es capaz de provocar al ambiente, infligiendo cada día heridas a la naturaleza que se rebelan contra el mismo hombre. Por este motivo, estoy satisfecho de haber podido testimoniar este año en varias ocasiones el compromiso de la Iglesia en el ámbito ecológico.
En este sentido, es doblemente significativa, pues es fruto de colaboración entre las Iglesias, la Declaración que firmé con Su Santidad el Patriarca ecuménico Bartolomé I, presente en Venecia, conectándome con él en videoconferencia el 10 de junio. Dijimos al mundo que es necesaria para todos, para el futuro de la humanidad y especialmente pensando en los niños, una nueva «conciencia ecológica», como expresión de responsabilidad hacia nosotros mismos, hacia los demás, hacia la creación.
5. La mirada se dirige después a lo que he podido hacer en el campo de las relaciones con los Estados. He recordado a todos la urgencia de poner en el centro de la política, nacional e internacional, la dignidad de la persona humana y el servicio del bien común. En función de este anuncio, la Iglesia participa, según su papel, en los organismos internacionales. Este es el sentido de los acuerdos que establece, pensando sólo en las expectativas de los creyentes, así como en el bien de todos los ciudadanos.
En el discurso que pronuncié ante el Parlamento de la República Italiana el 14 de noviembre pasado, subrayé que el gran desafío de un Estado democrático es la capacidad de basar su ordenamiento en el reconocimiento de los derechos inalienables del hombre y en la cooperación solidaria y generosa de todos en la edificación del bien común.
Es un deber recordar que mi venerado predecesor, Pío XII, ya se refería a estos valores hace exactamente sesenta años, en el Radiomensaje del 24 de diciembre de 1942. Haciendo referencia con sentida participación «al torrente de lágrimas y amarguras» y «al cúmulo de dolores y tormentos» derivados «de la ruina letal del enorme conflicto» (AAS 35 [1943], 24), el gran pontífice delineaba con claridad los principios universales e irrenunciables, según los cuales, una vez superada la «espantosa catástrofe» de la guerra (AAS, l.c., p. 18), se podría construir «el nuevo orden nacional e internacional invocado con apremiante anhelo por todos los pueblos» (AAS, l.c., p. 10). Los años transcurridos desde entonces no han hecho más que confirmar la sabiduría de grandes horizontes contenida en aquellas enseñanzas. ¿Cómo no desear que los corazones se abran, sobre todo los corazones de los jóvenes, a acoger esos valores para construir un futuro de paz auténtica y duradera?
6. Hablando de jóvenes, el pensamiento se dirige a las experiencias inolvidables de la Jornada Mundial de la Juventud, celebrada en julio en Toronto. La cita con los jóvenes es siempre entusiasmante, y diría «regeneradora». Este año, el tema recordaba a los jóvenes el compromiso misionero, basándose en el mandato de Cristo: ser «luz del mundo» y «sal de la tierra». Es bello constatar que los jóvenes, una vez más, no nos han decepcionado. Fueron muchos los que participaron, a pesar de las dificultades.
Ciertamente la presencia de jóvenes tan numerosos en el encuentro con el Evangelio y con el Papa no debe hacer olvidar que otros muchos se quedan al margen y alejados, atraídos por otros mensajes o desorientados por mil propuestas contrastantes. A los jóvenes les corresponde convertirse en evangelizadores de los que tienen su edad. Si la pastoral sabe interesarse por ellos, los jóvenes no decepcionarán a la Iglesia, pues el Evangelio es «joven» y sabe hablar al corazón de los jóvenes.
7. Recuerdo a continuación, con espíritu particularmente agradecido al Señor, los pasos adelante que este año ha dado el camino ecuménico. En verdad, es necesario reconocerlo, no han faltado motivos de amargura. Pero tenemos que mirar más a las luces que a las sombras. Entre las luces, además de la mencionada Declaración conjunta con el patriarca Bartolomé I, deseo recordar sobre todo el encuentro con la Delegación de la Iglesia ortodoxa de Grecia, que el 11 de marzo vino a visitarme, trayendo un mensaje de Su Beatitud, Christodoulos, arzobispo de Atenas y de toda la Grecia. He podido revivir de este modo, en cierto sentido, el clima experimentado el año pasado en la visita realizada a Grecia tras las huellas del apóstol Pablo. Si todavía quedan motivos de distancia, esta actitud de apertura recíproca es motivo de esperanza.
Lo mismo hay que decir de la visita que me hizo el patriarca ortodoxo de Rumania, Teoctist, con el que el pasado octubre firmé una Declaración común. ¿Cuándo nos dará el Señor finalmente la alegría de la comunión plena con los hermanos ortodoxos? La respuesta permanece en el misterio de la Providencia divina. Pero la confianza en Dios no dispensa ciertamente del compromiso personal. Es necesario por este motivo intensificar sobre todo el ecumenismo de la oración y de la santidad.
8. Precisamente deseo dirigir la última mirada de este repaso a la santidad, como la «cima» más elevada del «paisaje» eclesial, pues también en este año he tenido la alegría de elevar a los honores de los altares a muchos hijos de la Iglesia, que se han destacado por su fidelidad al Evangelio. «Cum Maria contemplemur Christi vultum!». En los santos, «Dios manifiesta a los hombres en forma viva su presencia y su rostro» («Lumen gentium», 50).
Rindo gloria al Señor por las beatificaciones y canonizaciones realizadas en el curso del viaje apostólico a la Ciudad de Guatemala y a la Ciudad de México. Y, ¿cómo no mencionar, también a causa del particular eco suscitado en la opinión pública, la canonización de san Pio da Pietralcina y de san Josemaría Escrivá de Balaguer?
9. Bajo el signo de la santidad, se desarrolló mi viaje apostólico a Polonia para dedicar el santuario de la Divina Misericordia en Cracovia-Łagiewniki. En aquella ocasión pude una vez más recordar a nuestro mundo, tentado por el desaliento ante tantos problemas sin resolver y ante las incógnitas amenazadoras del futuro, que Dios es «rico en misericordia». Para quien confía en Él, no hay nada perdido definitivamente; todo puede reconstruirse.
10. «Cum Maria contemplemur Christi vultum!». Estimados colaboradores de la Curia romana, queridos hermanos y hermanas, con esta invitación os expreso mis felicitaciones más cordiales para la próxima Navidad. «Natus est vobis hodie Salvator, qui est Christus Dominus» (Lc 2, 11). Que este anuncio traiga alegría a vuestros corazones e impulso en el trabajo que todos los días realizáis por la Santa Sede.
Que en su Navidad, Cristo os encuentre con espíritu dispuesto para acogerlo, y que María, Reina del Santo Rosario, nos guíe maternalmente en la contemplación de su rostro. ¡Feliz Navidad a todos!
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
ZENIT
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