Almudi.org. Televisión y valores
(J.R.
Ayllón, Desfile de modelos, Rialp, 198)
El
pensamiento se articula, se expresa y se contiene en las palabras. A veces, como
en la palabra escrita, esa expresión puede alcanzar una incomparable precisión
y riqueza de matices. Por ello, la lectura es una de las grandes instancias
educadoras. Al leer, recorro el mismo camino mental que el escritor: él abrió
la senda y yo sigo sus pasos, me lleva de la man...
Almudi.org. Televisión y valores
(J.R.
Ayllón, Desfile de modelos, Rialp, 198)
El
pensamiento se articula, se expresa y se contiene en las palabras. A veces, como
en la palabra escrita, esa expresión puede alcanzar una incomparable precisión
y riqueza de matices. Por ello, la lectura es una de las grandes instancias
educadoras. Al leer, recorro el mismo camino mental que el escritor: él abrió
la senda y yo sigo sus pasos, me lleva de la mano. La televisión es educativa
de otra manera. Su indudable magnetismo la convierte en un medio muy útil para
proporcionar cierta información o despertar la curiosidad intelectual, pero es
menos útil a la hora de desarrollar y ordenar los pensamientos: porque lo
decisivo para pensar son las palabras, y en la televisión la palabra comparte
protagonismo con las imágenes y la música. Las sensaciones visuales y
musicales, en la medida en que tienen autonomía propia y no están al servicio
de las palabras, no contribuyen al progreso intelectual. De hecho, el cometido
de la televisión no es enseñar a pensar ni animar a pensar. Es obvio que
transmite ideas, pero impide su discusión al imponer la velocidad y el ritmo
del mensaje. En la lectura se puede volver atrás para comprobar la coherencia
del texto; puedo pensar sobre lo que leo y entablar diálogo o polémica con el
autor; le puedo decir «¡no estoy de acuerdo!», y enfrentarle a mis propios
argumentos. Si la lectura predispone a pensar, la pequeña pantalla, obligada a
contentar a todos, forma cabezas planas, privadas de matices y sutilezas, sin
gusto por la libertad de pensamiento.
El
periodismo actual, desde sus tres ramificaciones en forma de prensa, radio y
televisión, produce una catarata constante de noticias, y las transmite a todo
el mundo a velocidad de vértigo. Por eso, los medios de comunicación son mucho
más que un servicio público o un negocio financiero. Son mucho más porque nos
sumergen en su marea informativa hasta llenar cada poro y cada fisura de nuestra
conciencia. Cubiertas por la pleamar informativa, todas las cosas tienen más o
menos la misma importancia: todas son sólo diarias. Esa temporalidad impuesta
relativiza cualquier importancia objetiva porque concede el mismo tiempo a lo
grave y a lo trivial. El tratamiento periodístico -ha dicho Steiner- saca punta
a cada acontecimiento para producir el máximo impacto. Pero lo hace de manera
uniforme. Un magnicidio y un parto de cuatrillizos, los saltos de la ciencia y
los del atleta, el apocalipsis y el dolor de cabeza, reciben el mismo espacio.
«Ese tono único de urgencia gráfica resulta anestesiante. La belleza o el
terror supremos son desmenuzados al final del día. Nos reponemos y,
expectantes, aguardamos la edición de la mañana» (Presencias
reales).
La
televisión es una de esas maravillas técnicas que ponen de manifiesto los
recursos sorprendentes de la inteligencia humana. Pero su uso torpe y su abuso
la han hecho merecedora de numerosos adjetivos descalificativos: caja tonta,
telebasura, pornovisión y otras lindezas semejantes. Todos los que opinan sobre
ella -también desde dentro- se ven obligados a denunciar defectos graves, entre
los que destaca su capacidad de anestesiar y manipular el pensamiento y las
conductas. Lo han dicho y escrito Chicho Ibáñez Serrador, Karl Popper,
Francisco Nieva, George Steiner, Emilio Lledó, Antonio López, Alían Blóom,
Jiménez Lozano y muchos otros. Hasta se ha dicho en verso. Es Jorge Guillén
quien ha escrito: Anuncios, altavoces, rayos televisivos / convierten a González y a Fernández en divos.
Su
gran poder comunicador tiene un peso especial en la educación de los más jóvenes.
El trabajo reduce considerablemente el tiempo que los padres pueden dedicar a
sus hijos. La televisión, en cambio, los mima constantemente con admirable
solicitud, como un moderno y sabio preceptor electrónico. Además, cuando el
cansancio hace que los padres sólo puedan sonreír a duras penas e intercambiar
cuatro palabras, la televisión habla por los codos y sonríe siempre,
incansable y en forma. Si las floristerías aconsejan Dígaselo
con flores, la competencia de la televisión consiste en ser capaz de decírselo
con música, y, por supuesto, con imágenes.
Por ello, no es el tercer padre, como se ha dicho. Es con frecuencia el
primer padre, y gana la prueba sin discusión y en solitario.
La
UNESCO calcula que cuando los niños actuales alcancen los sesenta años, habrán
pasado ocho años de su vida frente al televisor. Y ellos no habrán tenido la
culpa de que su mundo se haya visto falsificado por esa Ladrona de tiempo y sirvienta
desleal, como la llama John Condry en el mismo título de un
documentado ensayo. Un periodista pregunta a Chicho Ibáñez Serrador si se
puede bombardear a los niños desde la pequeña pantalla y hacerles teleadictos.
El famoso guionista y productor reconoce que «la penetrabilidad del medio es
para asustarse, sobre todo entre los niños y jóvenes», y explica que «la
televisión es peligrosa porque te lo da todo hecho y te castra la creatividad y
la ímaginación». Pero asegura que, silos niños ven lo que no deben, la culpa
es de sus padres. Y se permite un consejo contrastado en sus propios hijos: «Dejarles
ver la televisión más de una hora al día es un error, utilizarla como guardería
es una aberración, y no meterles a su hora en la cama es una innecesaria
esclavitud».
Otro
periodista pregunta a Emilio Lledó, recién llegado de Alemania, cuáles han
sido sus impresiones españolas más fuertes. El académico no duda en afirmar
que «nuestra televisión es una basura». Y explica que su tiranía sobre la
conciencia infantil y juvenil es un problema más grave que el desempleo y la
crisis económica. Desde las cadenas públicas y privadas, esos «otros
educadores» han invadido sin derecho alguno el espacio de la educación, y han
introducido valores, ideas y palabras mortales para el sentido de la vida.
Porque la educación auténtica exige idealismo y generosidad, y sólo es
posible por el cultivo del conocimiento, de la mirada recta sobre la realidad.
En cambio, la televisión se empeña en convertir en real los esperpentos que
nos venden como vida: ese detritus mental que se produce en muchos rincones de
la sociedad.
Alían
Bloom, echando una mirada sobre la sociedad norteamericana, llega a un diagnóstico
parecido. La televisión -dice- introduce en la intimidad de los hogares su
propia atmósfera, un ambiente que invita a repetir lo que Hamlet observó de su
país: Algo huele a podrido en Dinamarca. Con
sutileza y energía extraordinarias, entra no sólo en la habitación, sino
también en los gustos de viejos y jóvenes, apelando a lo inmediatamente
agradable y relegando todo lo que no parezca placentero. Nietzsche dijo que el
periódico había reemplazado a la oración en la vida del burgués moderno,
expresando con ello que lo ajetreado, lo intrascendente, lo efímero, habían
usurpado todo lo que quedaba de lo eterno en su vida cotidiana. En la
actualidad, la televisión ha reemplazado al periódico. Y lo preocupante no es
tanto la baja calidad del alimento suministrado cuanto la dificultad de imaginar
en los miembros de la familia ningún orden de gustos, ninguna forma de vida que
difiera de lo que se propone como admirable e interesante en el bombardeo que
sufren dentro del propio hogar (The closing of the American mind).
Poco
antes de su fallecimiento, en septiembre de 1994, Karl Popper publicó un artículo
contra los abusos de la televisión. El texto, última palabra del testamento
intelectual del filósofo, apareció en el diario Frankfierter Rundschau, y tuvo un resonante eco en los medios de
comunicación europeos. «Considero bastante improbable que la televisión se
convierta en una fuerza cultural al servicio del bien, porque es más fácil
encontrar gente que produzca diariamente veinte horas de trabajo mediocre o
malo, que dos horas de buena calidad. Eso sucede, en parte, porque la
competencia comercial obliga a las cadenas a producir programas sensacionalistas
para captar audiencia, y ya se sabe que un tema sensacionalista en raras
ocasiones es también un tema de calidad. Buscar el mayor número de
espectadores no es lo mismo que proponerse metas educativas. De hecho, las
cadenas no compiten en la tarea de elaborar programas con la mejor calidad
moral, ni tampoco programas que transmitan a los niños una visión ética de la
vida». Ya había dicho Vittorio Gassman, con lenguaje menos académico que
Popper, que la televisión, al tratar de agradar a millones de personas, no podía
evitar ser una gigantesca estupidez, una auténtica macchina di merda.
Popper
recordaba su discusión con el director de una gran cadena alemana. Éste
opinaba que hay que ofrecer al público lo que quiere ver. Popper le respondía
que los porcentajes de audiencia sólo indican las preferencias entre los
productos ofrecidos, no lo que las cadenas deberían ofrecer, ni lo que eligiría
el público si hubiese otras ofertas. Aquel productor invocó la democracia para
respaldar su actitud, que él mismo calificaba como la más popular. Popper le
respondió que «no hay principio democrático alguno que pueda justificar la
estrategia de rebajar el nivel de los programas porque la gente así lo quiere.
Por el contrario, la meta declarada de la democracia ha sido siempre elevar el
nivel de cultura del pueblo. En su lugar, el principio populista ofrece
emisiones cada vez peores, que son aceptadas porque se las adereza con pimienta,
especias y fortalecedores del gusto: léase violencia, sexo y sensaciones. Es la
táctica más primitiva para ganar público».
Ante
esta situación, ¿qué podemos hacer? Popper sugiere imitar a los médicos. Son
un colectivo con enorme poder sobre la vida y la muerte del resto de los
mortales. Un poder que necesariamente ha de ser sometido a control. En todos los
países civilizados hay una organización con la que los médicos se controlan a
sí mismos con métodos perfectamente democráticos, y hay leyes estatales que
establecen minuciosamente las tareas de dicha organización. Por ello, «propongo
que el Estado cree una organización semejante para todos aquellos que actúan
en el campo de la producción televisiva. Cada profesional de la televisión
debería obtener una especie de licencia, que podría serle retirada de por vida
si actúa contra determinados principios. De este modo sería posible al fin
imponer determinadas reglas en el terreno de la televisión. La licencia sólo
debería otorgarse al cabo de un periodo de formación profesional y después de
un examen. Una de las metas principales de esta formación sería dejar claro a
esos futuros responsables de la televisión que su trabajo tendría incidencia
sobre la educación de toda la población; que la formación cultural y ética
es imprescindible en toda sociedad civilizada; y que el comportamiento
civilizado no es producto del azar sino resultado de un proceso educativo. De
todo esto tendrían que ser plenamente conscientes».
Quien
sólo conozca a Popper por estas palabras podría pensar que se trata de un
hombre intolerante, un viejo nazi, quizá. Nada más lejos de la verdad. El filósofo
vienés es uno de los principales defensores de la democracia liberal. En La
sociedad abierta y sus enemigos llama totalitario a Platón por la concepción
inmovilista y jerárquica de su República;
acusa a Hegel de haber proporcionado el arsenal del nazismo; y no perdona a
Marx su ideología totalitaria: «Estoy a favor de la libertad individual y odio
como el que más la prepotencia del Estado y la arrogancia de las burocracias».
Precisamente por ello, Popper piensa que su propuesta es «verdaderamente democrática
y absolutamente necesaria. Porque la democracia consiste en el control del poder
político, y el caso es que la televisión se ha convertido en un poder político
colosal, quizá el más importante, al que se escucha casi como si hablase Dios
mismo. Y así sucederá un día si seguimos permitiendo su abuso».