almudi.org ¿Porqué los españoles ni tienen hijos?
El
País, 24.X.02.- Un país sin hijos es,
probablemente, un país sin futuro. Al menos, es un país en el que cuesta mucho
creer en el futuro. Tal parece ser el caso de España, que, en los últimos seis
años, se ha convertido en el cuarto país del mundo con menos hijos: sólo Macao,
Bulgaria y Letonia tienen menos hijos por mujer. Según las Naciones Unidas,
desde 1995 las españolas tienen 1,1 hijos. La media mundial está e...
almudi.org ¿Porqué los españoles ni tienen hijos?
El
País, 24.X.02.- Un país sin hijos es,
probablemente, un país sin futuro. Al menos, es un país en el que cuesta mucho
creer en el futuro. Tal parece ser el caso de España, que, en los últimos seis
años, se ha convertido en el cuarto país del mundo con menos hijos: sólo Macao,
Bulgaria y Letonia tienen menos hijos por mujer. Según las Naciones Unidas,
desde 1995 las españolas tienen 1,1 hijos. La media mundial está en 2,6 hijos
por mujer; la europea, en 1,5. Probablemente esta falta de hijos –que no repone
la población– habla de una realidad innombrable: la escasa esperanza de esta
sociedad en el futuro. La baja natalidad, en cualquier caso, es un preocupante
grito de alerta: algo no funciona correctamente entre nosotros. Pero ¿quién
escucha esa alerta? Y, sobre todo, ¿cómo se escucha?
La
interpretación más común, y más injusta en mi opinión, es cargar sobre las
españolas esa responsabilidad. Cuando las mujeres trabajan –dice el tópico–,
nada más lógico que no quieran tener hijos. Eso no es cierto, para empezar,
porque tener hijos es una decisión de pareja, salvo excepcionales casos. En
España, según el Eurostat, el año 2000 trabajaban los dos miembros del 42% de
parejas sin hijos y el 43,7% de parejas con hijos; las uniones con dos empleos
han aumentado un 12% en ocho años. Se trata, pues, de una decisión compartida
por los dos sexos. Pero eso es sólo la periferia de un tema de mayor calado:
¿por qué no se aborda, con claridad, que no tener hijos significa, sobre todo,
que a los jóvenes les cuesta un gran esfuerzo creer en el futuro? ¿Qué clase de
protesta social, pues, se está expresando a través de una natalidad tan baja?
Ayudar
a la familia: he aquí lo último en programas políticos. Gobierno y oposición se
han apresurado, en las últimas semanas, a proponer posibles soluciones al
monumental estrés de las familias. Es como si, a unos y otros, les hubieran
cogido por sorpresa una serie de datos que, desde hace mucho tiempo, conoce
perfectamente la sociedad española. En 1950, las españolas tenían de media 3,8
hijos, y en 1970, cuando la política natalista del franquismo seguía en plena
vigencia y no estaba permitida la divulgación de anticonceptivos, se bajó a una
media de 2,8 hijos por mujer. Las parejas españolas llevan, pues, tiempo sin
creer que “los hijos llegan con un pan debajo del brazo”, y el realismo se ha
ido imponiendo: pero nunca se había llegado a constataciones tan duras como la
de los últimos años. ¿Por qué y cómo se ha dado el salto a la censura a la
fecundidad? ¿Qué factores sociales han intervenido? En estos asuntos hay que
hablar claro: ¿quién piensa si es que los jóvenes españoles tienen miedo a
tener hijos? ¿Quién se pregunta por qué?
Los
políticos, como si les diera vergüenza, ponen parches con ayudas más o menos
ridículas a la familia en vez de ir a la raíz de la evidencia: los españoles no
queremos tener hijos. En los cinco próximos años, si la tasa de fecundidad de
España crece –está prevista una ligerísima subida– será debido a los
inmigrantes. Eso tendremos que agradecerles a los de fuera. Ellos tienen menos
prevenciones frente al futuro o, acaso, conocen menos la realidad. Ellos serán,
pues, nuestro futuro. Todo esto, desde luego, es política. Política de
supervivencia; por ello, tal vez, la natalidad sigue siendo un tabú. Por ello
las explicaciones al fenómeno no pueden ser meramente técnicas –los demógrafos
hablan de, al menos, una generación “retrasada” en la procreación–, sino que
han de integrar diversos puntos de vista capaces de explicar por qué las
parejas jóvenes se hacen preguntas como éstas: ¿Sabremos cuidar al hijo?
¿Tendremos suficiente dinero para mantenerlo, darle una educación? ¿Lograremos
que sea feliz? ¿Qué futuro podremos ofrecerle?
Hoy
día no hay padre o madre español que no haya interiorizado ese deseo de
felicidad y lo proyecte en el hecho de procrear: ¡los hijos tienen que ser
felices! Éste es un imperativo cultural del cual hablan esos bebés abandonados
en contenedores o a la puerta de un hospital, verdaderos símbolos de las
dificultades de responsabilizarse de una nueva vida. Porque, acaso, los jóvenes
que no tienen hijos no son unos egoístas, sino que valoran toda la carga de
responsabilidad que hemos depositado –razonablemente, sin duda– en la reproducción.
Es posible que se pregunten, como hacen gentes lúcidas en todas partes del
mundo, si sus hijos vivirán mejor que ellos y no se atrevan a darse a sí mismos
una respuesta positiva. ¿Quién tiene hoy respuestas creíbles y no virtuales al
viejo interrogante del progreso generacional que ha movido la historia?
Las
generaciones jóvenes observan, creo que con horror, lo que sucede, aquí y
ahora, en tantas familias: incertidumbre laboral –hay en España 450.000
familias con todos sus miembros en paro–, precariedad para pagar la vivienda,
necesidad de dos sueldos en casa –tal vez por eso trabajan tantas mujeres en
empleos imposibles–, horarios irracionales y agotadores. Observan los jóvenes
cómo criar un hijo es una competición: búsqueda de guarderías y ayudas en una
etapa; en otra, remedios para el fracaso escolar o apoyos para la guerra de
abrirse camino en la vida; luego, la preocupación del “botellón” y las
pastillas; finalmente, el vía crucis de los estudios y del trabajo. Todo eso
aderezado con no pocas dosis de mal humor y de fatídicos descubrimientos como
el desencuentro de los padres o que la vida no es lo que aseguran los anuncios
de la televisión. Porque, hoy, las familias siempre tienen ese miembro fijo que
es el catedrático/televisión: ahí está la verdadera educación. ¿Qué madre, qué
padre o qué maestro se atreve a medirse con ella? Pero, eso sí, en una
hipocresía sin límites, la responsabilidad de educar a un hijo recae todavía
sobre unas familias totalmente vencidas por el electrodoméstico ideológico. La
pregunta crucial, pues, para los jóvenes que observan esta secuencia vital
acaba siendo: ¿para qué tener hijos?
Pero
hay otras preguntas no menos insidiosas. En una sociedad flexible y móvil, como
exigencia laboral, ¿quién se mueve, o se arriesga, con hijos a cuestas? En una
cultura cuyo proyecto único es ganar dinero y ser productivo, ¿no resulta que
los hijos sólo son un gasto, un retraso en la obligada competición?, ¿o es que
hay que pensar en los hijos como en una inversión a largo plazo? En una época en
la que todo se mide en términos económicos, ¿por qué habrían de librarse de eso
los hijos?, ¿no es económico el estímulo que los políticos están dando a los
padres a través de las subvenciones por hijo y otras fórmulas paternalistas que
rozan la indignidad humana al fomentar este aspecto mercantilista de la
fecundidad?
La
protesta social que expresa la baja natalidad española no acaba en estas
preguntas: hay otras muchas que acaban apuntando las dificultades de fondo de
que es síntoma la ausencia de hijos. Valdría la pena reflexionar sobre la falta
de respeto hacia todo lo que no es productivo –niños y viejos a la par– o sobre
la ausencia de trabajos dignos que motiven de verdad a las personas y les
devuelvan la dignidad de los seres humanos. Y las ganas de tener hijos
florecerían.
Los
españoles –esto es lo que muestra la baja natalidad– ya expresan su
disconformidad: no creen, por ahora, en otro tipo de futuro posible. Y, de
paso, al no tener hijos, lo que están anunciando, quizás, es la extinción de la
especie; acaso por puro desencanto en la especie que conocen y su entorno: lo
que llamamos España y los españoles. Si fuera así estaríamos ante un fracaso
colectivo mayúsculo. De momento, todas las posibilidades están abiertas.