Junio del 85 y décimo aniversario del tránsito
–hoy podemos hablar así- de D. José María Escrivá de Balaguer a la Casa
del Padre. La prensa anota la efemérides y, en concreto, ABC inserta una de sus
cartas, la que lleva fecha del 12 de marzo del 37. Andrés Vázquez de Prada la
orla con breve comentario.
Letra menuda, muy menuda, muy inteligente, y párrafos
distantes, pero enlazados sobre la misma línea, como quien prevé falta de
papel –estamos en plena guerra civil española- y toma por ello precaución
para que le entre, en él, cuanto quiere y espera escribir. Incluso la fecha está
desplazada al final de la misiva, no sea que, en su lugar habitual, le prive de
algunas líneas que hay que aprovechar. Por lo demás, la masa gráfica llena
ambas caras del “recado de escribir” y se ladea un tanto a la izquierda, en
añoranza de un “hogar” que le debe estar lejano, quizás impedido.
Frente a mí, o yo frente a él, el grafólogo galo Mr.
Raymond TRILLAT. Tiene un renombre de gran eco allá en su Francia, de la
que viene, dos veces por año, al sol de Valencia, al Mediterráneo. En su París
natal, es el de consulta obligada para los grandes personajes del momento: Charles
de Gaulle, Giscard d’Estaing, Mitterrand, Picasso... Algunos le hacen
llegar sus escritos por tercerías. Sus estudios de S. José de Calasanz, de
Charles Foucauld, de Teresa de Lisieux... han hecho época. Ha habido un
boum en la televisión unido a su persona: tras las preguntas inquisitivas de
quienes han pretendido desnudar, en público, al “brujo”, alguien le larga
una carta para que muestre, sin trampas, sus intuiciones, si es que las tiene. “Oh
là là -ha saltado el muy francés,
aunque viejo ya, en reacción rápida y espontánea- cette
femme ne pense que à la morte et à l’amour”. Un silencio de plomo se
cierne sobre el plató. Los rostros se tornan blanco harina y estupor. “Adivinó
que es mujer -se hablan con los ojos- y...
¡qué mujer...!”... Porque el escrito es de ¡¡¡Marilyn Monroe!!!, la
estrella fría, a la que ningún
humano dio calor de amor, tantas veces
mendigado, y que, desmayada, cayó en brazos de la muerte, que la apagó. Amor
y muerte, los dos puñales que torturaron su vida entera.
Raymond tiene
la fama bien ganada.
Y nosotros lo sabemos, aquí, en Valencia, también
por experiencias próximas. Cuando se presenta la ocasión le asaeteamos a
consultas. Y, ahora que lo tengo frente a mí, le alcanzo la prensa del día con
la carta de marras. Fija su ojos en ella como de costumbre, a saber, como quien
ilumina una oscuridad, un enigma a llenar de luz Y surge, de seguido, este diagnóstico:
.C’est un homme d’art.
.Es un hombre
muy dotado.
.Il a un sens
très curieux des cifres.
.Tiene un extraño
sentido de las cifras.
.Il couche sous
une tente dans une ombre isolé; c’est un
sauvage.
.Mora solo, en
una tienda montada bajo sombra que lo aísla; es
un
salvaje.
.Il aime la
nature sauvage.
.Le gusta la
naturaleza salvaje.
.Il a un sens
du cifre qui domine toute sa vie.
.Tiene un
sentido de la cifra que domina toda su vida.
“¿Es,
entonces -le atajo, entre molesto y asustado-, un calculador?
Él me interrumpe:
.C’est pas un
calculateur, c’est un homme qui poetise les choses qui sont...
.No es un
calculador, es un hombre que poetiza las cosas que
son...
Se me escapan las últimas palabras de la frase, pues
su francés parisino es brumoso, cerrado, oscuro; será por los vapores del Sena
en la capital de la luz(!). Confieso, además, estar no sólo despagado, sino
hasta un tanto escandalizado, sobre todo por lo de “salvaje”. Y, como quien
pretende pararle los pies, le corto de nuevo, aventurándome a adelantarle el
nombre que desconoce: Es el Fundador del
Opus Dei...
.Ah, c’est mervelleux. Mais
ça c’est fantastique ceci-là, parce que la cifre est exceptionnelle.
.Ah, es
maravilloso. Pero esto es fantástico, a ésta me refiero (señala un
número
del conjunto), porque es ya de suyo cifra
excepcional.
.Il croie à le
destine des êtres et des choses.
.El cree en el
destino de los hombres y de las cosas.
Hasta aquí lo anecdótico de aquel vis
à vis. Reconozco que no le di mayor importancia, que esperaba otras laudes,
que lo olvidé pronto, no sin antes tomar nota de ello, del cassette que siempre
ponía a funcionar al contactar con sabio anciano. Pero ahí quedó enterrada en
mi mente, casi de una manera plástica, la imagen de D. José María levantando,
montañero solitario, su tienda de campaña en la
alta escampada del monte. Y
así un tiempo y dos tiempos... Hasta
que el subconsciente le devuelve a uno el meollo de la verdad que sus juegos
esconden. A cada uno según su desparpajo y necesidades. Y fue entonces cuando
caí en la cuenta de la grandeza humana
del Fundador del Opus Dei, y también, por carambola, de la del grafólogo
parisino, que lo había estudiado, sólo de paso y sin notificación previa,
ante mi pasmo.
He dicho grandeza
humana, porque el Cielo fabrica a los hombres a los que va a confiar
empresas gigantes en y para la historia de la sociedad, al menos de la
cristiana. La Gracia respeta la naturaleza, pero en ciertos niveles no puede o
no suele servirse de cualquier hechura de la misma para hazañas que la superen.
Lo de “humilitatem ancillae suae” del Magnificat, no siempre sabemos
interpretarlo en su misterioso y diáfano, a la vez, alcance. Aquella poca
cosa de una esclava la había pulido Señor, desde su Concepción,
de todo egoísmo y exigencia reivindicativa; era ya como un cuenco vacío de sí,
en espera humilde y abierta a ser invadida, plenificada del amor inmenso de un
Dios que ama cual esposo y como padre.
Y de las imágenes del inconsciente al razonamiento
discursivo estallante de luz: ¡Ah, los
Profetas, los gigantes Profetas, los salvajes
Profetas!, que desde la cima de su soledad interior, descienden de las
alturas, desde las que se divisan los contornos todos del valle a vocear a las
gentes que lo patean en pesadumbre, cabizbajos, que sí, que hay un destino
sublime para cada uno de sus habitantes, y que, ese destino, el Cielo lo ha
puesto ya en sus manos trabajadoras y hábiles.
¡C’est un sauvage!
¡Qué
transparente claridad cobran ahora las palabras del
anciano parisino, que, por cierto, murió por aquellas fechas entre
nosotros, para descansar junto a su Mediterráneo! Seguro que el santo gigante
que veneramos hoy le habrá echado una mano por lo acertado de su pintura. ¡C’est un sauvage! Qué
menos para un personaje que, aún en vida, arrastró tras de sí, hacia Cristo,
a miles, a muchos miles de hermanos por el camino de la autoexigencia, del
esfuerzo y superación mantenidos, de la fidelidad al propio estado y trabajo,
por el camino de la esperanza, de una gran esperanza. ¡C’est un sauvage! Qué
menos para el poeta de la cifra, garabato misterioso, tan significativo de la
condición humana, que busca encerrar, en ella, toda la impresionante
complejidad del Cosmos, de este Cosmos que habitamos porque en él el Creador
nos quiso. Cuántos gestos de su vida mal entendidos y peor interpretados por
quererle achicar a nuestra diminuta e interesada estatura. Sólo la fe mueve
montañas, pero una fe de montaña, como la suya.
El hombre tiene que hacer la historia con el cuerpo
que el inventor de la misma le moldeó. Y para hacerla bien, hay que salir de sí,
de la pequeña comodidad y pereza interesada, sin salir del entorno que estamos
construyendo. Esa fue la visión de este gigante -salvaje-, tan simple y tan
certera. El entrevió, el envés, la trampa del refrán que dice: “El hombre
propone y Dios dispone”, y lo tradujo certero y con impronta última: “Dios
dispone que el hombre sea feliz y el hombre se propone no serlo”. Dios dotó a
su creatura de una escala maravillosa para subir lleno de sudor y gozo al Cielo,
y el hombre, en vez de subir por ella, baja, apesadumbrado de no haber
respondido a su propio impulso de superación interna. Jesús ordenó “Id al
mundo entero” y el cristiano
abandona las altas esferas del entramado social, donde se cuece y prolonga
inmisericorde, en tormentas de enfrentamientos, a ratos diabólicas, una
historia largamente negra para la pobre
humanidad pobre.
Y uno piensa cuánto tuvo que sufrir este hombre de
una pieza, de un bloque entero entre tantos humanos acomodados, rotos en trozos,
cual piezas de rompecabezas que se amoldan,
sin ética alguna, a lo que en cada momento toca, suena y sale. Quizás esta
experiencia dolorosa le volvió a conectar con el paciente Calasanz, aragonés
duro como él, al que ya había conocido de niño en la escuela. Porque corría
el año 50 y D. José María visitaba el sepulcro del santo en San Pantaleón de
Roma. Y aquel gigante al despedirse del P.General y su Curia dobló las rodillas
en tierra con la humildad en la que sólo viven los de su talla grande y pidió
al P. Tomek –tal era el nombre del General escolapio entonces- “Padre,
bendiga a este retoño de la Escuela Pía”.
De la Escuela Pía que él había frecuentado en los años niños de su
natal Barbastro.
¡San Josemaría...!
-cuesta llamarle santo porque hemos edulcorado esta palabra y él no conoció
amilanamientos; pero ahora sabemos ya, con certeza, que lo fue y que lo es- acuérdate
de nosotros ante María, la mater pulchrae
dilectionis, como tú la invocabas, que antes de tener a Jesús se comportó
como mujer santa para merecerlo.
Ángel MARTÍNEZ MARTÍN, Sch. P.
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