Dpto. de Filosofía
Facultad de Ciencias de la Comunicación y Humanidades
Universidad Europea CEES (Madrid)
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Codina, Mónica (editora). De la ética desprotegida. Ensayos sobre deontología de la comunicación. Pamplona: Eunsa, 2001. ISBN 84-313-1919-4.
Es una realidad incontestable que el desarrollo tecnológico de nuestro tiempo ha amplificado enormemente los mensajes orales (radio), impresos (periódicos, revistas, libros), a través de las imágenes (televisión, cine, publicidad, fotografía, realidad virtual) y telemáticos (internet) de suerte que los medios de comunicación moldean esencialmente al ser humano y a la sociedad —como también sostiene la editora de libro que comentamos (pp. 15-16). Así, la autocomprensión que hoy tiene el hombre de sí mismo proviene fundamentalmente de los agentes de comunicación, especialmente de los audiovisuales, lo que ha llevado a hablar de un nuevo tipo de ser humano: el homo videns (Sartori) o el homo digitalis (Terceiro). En consecuencia, dado el protagonismo central de los medios de comunicación audiovisual en la configuración de la forma de vida que hoy conocemos, se hace precisa una reflexión seria sobre los múltiples conflictos y dilemas morales que emergen en esta actividad profesional y empresarial.
La obra editada por Mónica Codina es un compendio de trabajos diversos que analizan aspectos éticos de los diferentes ámbitos de la comunicación: el periodismo, la ficción audiovisual (televisión y cine), la publicidad, la comunicación institucional y las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC).
Son varios los presupuestos que atraviesan todos los trabajos del libro:
1.- La necesidad de una configuración responsable de la actividad audiovisual, a través de una efectiva autorregulación profesional y empresarial, que se caracterizaría por una valoración de las consecuencias de las acciones y comportamientos, al estilo de las éticas consecuencialistas (por ejemplo, pp. 73, 166 o 187).
2.- La importancia de la moderación y del ejercicio de cierto juicio prudencial y ponderativo a la hora de llevar adelante la práctica profesional audiovisual (pp. 98, 156, 165 o 212).
3.- La consideración del bien común como un criterio fundamental, básico e ineludible en el análisis ético de las actividades audiovisuales —ligado en buena medida a la caracterización de muchas de estas actividades como servicio público (pp. 26, 39, 68, o 102-103).
4.- La exigencia del cultivo de una ética personal o individual tanto como profesional de la comunicación audiovisual como usuario de sus productos; es decir, la apelación al individuo, al profesional concreto, al usuario particular como sujeto principal de la orientación ética de la actividad audiovisual (pp. 19, 72 o 189).
Sin embargo, todos estos planteamientos básicos que recorren las diferentes contribuciones al libro, adolecen de la suficiente justificación y fundamentación. Por un lado, se esperaría que en el capítulo primero (Una ética para la profesión), la editora introdujese e hiciera explícitos los conceptos éticos básicos que enmarcan y definen la propuesta de este libro colectivo. Pero no lo hace. Parece claro que los autores comparten una concepción ética comunitarista, como lo atestiguan la mencionada apelación al bien común, a la tradición y a la significación de la realidad social en el análisis ético de las profesiones audiovisuales (p. 17). Empero, aparte de ciertas menciones aisladas a dos eximios representantes del comunitarismo (Alasdair MacIntyre y Charles Taylor), la fundamentación filosófica de la propuesta no va más allá y, en algún caso, cae en una crítica ramplona del liberalismo, al identificarlo sin más con el relativismo y con una tolerancia insensata e ilimitada (Alejandro Navas, pp. 198-199).
Por otro lado, no queda justificada la apelación a la moderación, la prudencia y la ponderación como instrumentos básicos para una ética de la comunicación. Estos conceptos pertenecen a una importante tradición filosófica (baste mencionar a Aristóteles y a Leibniz, por ejemplo) y hubiera sido interesante que se justificasen y definiesen mínimamente para no quedarse en su mera presentación bienintencionada. Algo similar sucede con el concepto de responsabilidad y su relación con el tradicional debate entre éticas de la convicción o deontológicas y éticas de la responsabilidad o consecuencialistas. Algunos trabajos recientes como los del filósofo Hans Jonas en torno a la noción de responsabilidad en la sociedad tecnológica son especialmente relevantes para el análisis ético en el ámbito audiovisual.
Igualmente, se echa un poco en falta una conexión con algunos de los debates más recientes en ética aplicada en torno a los principios básicos de esta disciplina, entendidos como un espacio intermedio y necesario entre las grandes concepciones éticas generales y la mera casuística (los principios de no-maleficencia, beneficencia, autonomía, respeto por las personas y justicia). Asimismo, la defensa de una perspectiva ética centrada en el individuo olvida que las organizaciones y empresas de comunicación sí tienen vida propia y cabe contemplar en las mismas (como a un nivel social más general) una suerte de autorregulación colectiva. Este enfoque, además, sería más acorde con la concepción comunitarista que parece subyacer al texto, de modo que lo bueno sólo se podría construir socialmente, colectivamente —el bien y el mal no serían algo privado. Precisamente, la contribución de Alfonso Sánchez-Tabernero (El comportamiento ético de las empresas de comunicación) incide en este aspecto "colectivo" de la ética de la comunicación. Sánchez-Tabernero insiste en la doble dimensión de la ética de la comunicación, tanto en el propio plano de la acción comunicativa como en lo que supone de actividad empresarial. Así, defiende los valores éticos (en la política de personal, en la determinación de mensajes que se pueden emitir y en la elección de estrategias corporativas) como elementos clave de la excelencia empresarial y generadores de valiosísimos efectos positivos en las organizaciones, por lo que no existiría contradicción entre comportamiento ético, buen gobierno y viabilidad empresarial (p. 39). Eso sí, siempre y cuando los códigos deontológicos y las declaraciones de buenas prácticas no sean contemplados como simple cosmética o moda, como meros instrumentos de imagen y prestigio o como códigos deontológicos poster, del "quiero y no puedo", en palabras de Ana Azurmendi (p. 216). Algo así denuncia también Juan de los Ángeles con relación a la Asociación de Autocontrol de la Publicidad, orientada más a garantizar el funcionamiento amable del mercado que a velar por la bondad ética de las conductas (p. 144).
Visto así, y a la luz de los problemas que se presentan acertadamente en la obra, la ética de la comunicación sí está realmente desprotegida conceptualmente frente a los embates del puro pragmatismo, del negocio a cualquier precio y de la "deificación del dinero como bien superior" (p. 65) y por ello es muy necesaria una profundización teórica en estos problemas.
No obstante estas salvedades, el libro supone una aportación imprescindible para el análisis de las implicaciones éticas de la actividad audiovisual, en un panorama en el que la reflexión sobre este crucial asunto es desgraciadamente escasa.
Acerca del periodismo audiovisual, José Alberto García Avilés (Autorregulación profesional y estándares en el periodismo audiovisual) va a destacar el carácter de comunidad profesional que caracteriza al periodismo y la necesaria consideración de las consecuencias que las acciones del periodista pueden tener, especialmente en el ámbito audiovisual, donde la capacidad para hacer daño es especialmente alta por el alcance y el impacto emocional que tienen las palabras, los sonidos y las imágenes. Ante este desafío, García Avilés analiza el papel de los códigos deontológicos en el periodismo audiovisual, entendidos como una propuesta ética de una profesión que define y promociona una serie de bienes y que formula una serie de reglas casuísticas (p. 76). Si bien el autor destaca las objeciones habituales a la implantación de códigos deontológicos (inutilidad, poca claridad, carácter restrictivo, insuficiencia de medios para hacerlos efectivos), concluye con una valoración positiva de los mismos, en tanto que puntos de partida para una efectiva autorregulación periodística (p. 86). En este sentido, se analizan los códigos de varias redacciones de televisión en EE.UU., Reino Unido y España (Canal Sur, Telemadrid, CNN+ y Antena 3 TV), que comparten los cuatro principios éticos del periodismo audiovisual: veracidad, justicia, libertad y responsabilidad. Precisamente supone un hito la aprobación por parte de la Asociación de Periodistas de Información Económica en España de un código de conducta en 1989 para el caso concreto del periodismo económico, que aborda Ángel Arrese Reca en su contribución (Algunas exigencias profesionales del periodismo económico). El autor ilustra las exigencias éticas del periodismo económico a partir de una serie de casos y temas que se han sucedido desde los años ochenta en el ámbito anglosajón, principalmente relacionados con el uso de información privilegiada (insider trading) y con la mezcla de títulos de propiedad entre periodistas, empresas editoriales y empresas de otros sectores. Tras hacer un exhaustivo recuento del cúmulo de asuntos con una componente moral en el ámbito de la información económica (pp. 56-57 especialmente), Arrese Reca rechaza la moral del éxito y el liberalismo económico individualista como normas supremas para juzgar la vida social y defiende un periodismo crítico, comprometido con valores éticos fundamentales y orientado hacia el bien común (pp. 67-68).
Otro bloque importante de trabajos lo constituyen aquellos que analizan la función socializadora esencial de los medios de comunicación en nuestros días. Así, Armando Fumagalli (La televisión como educadora del gusto y del espectador del mañana) analiza la función educadora o des-educadora de la televisión en el plano de los valores, en la construcción de la identidad personal y en la formación estética del público al que se dirige. Como dice muy gráficamente, "la televisión es la mayor agencia cultural de un país avanzado" (p. 103). Para ello, presenta una serie de ejemplos de programas, prensa, series y películas de éxito que escapan al esquema reduccionista de que los medios de comunicación ofrecen vulgaridad y banalidad porque es aquello que el público quiere. Y todo ello desde una óptica cuasi-platónica que hace coincidir el sentido estético con el moral, lo bello y lo bueno (p. 110). Más centrado en la ficción audiovisual y, en concreto, en el cine, Alejandro Pardo (El cine como medio de comunicación y la responsabilidad social del cineasta) presenta este producto audiovisual como la integración de tres dimensiones: (1) forma de expresión de artística; (2) actividad industrial sujeta a leyes comerciales; y (3) medio de difusión de ideas. De cada una de ellas se derivarían las correspondientes responsabilidades para el cineasta y el productor: (1’) estética o artística —que el producto tenga un mínimo estándar de calidad; (2’) económica —que se obtengan beneficios o, al menos, se recupere la inversión realizada; y (3’) social —que se consideren las ideas, actitudes y valores que se transmiten. Sobre esta última dimensión y la responsabilidad correlativa va a centrar su estudio Alejandro Pardo. Si bien no puede afirmarme taxativamente que los modelos de conducta reflejados en el cine tengan un efecto causal sobre la realidad social —el asunto de la causalidad es un tópico habitual en la filosofía-, no cabe duda que contribuyen a configurar actitudes y mentalidades tanto individuales como colectivas, especialmente por su apelación emotivo-sensorial y fuerza sugestiva. Coincidiendo con lo apuntado al principio de esta nota, para el autor los medios de comunicación audiovisual y, en particular, el cine, constituyen una poderosa fuente de educación informal y un elemento básico de socialización y endoculturación (p. 122-123). Primero, por la acción multiplicadora de los contenidos dramáticos, que da lugar a la creación de estereotipos (pp. 130-131); segundo, por la homogeneización del público (pp. 124-125). Visto el enorme potencial social y cultural de la ficción audiovisual, se ha reflexionado desde épocas tempranas sobre el compromiso ético de los profesionales del cine y Alejandro Pardo recoge en su texto las propuestas del productor David Puttnam al respecto (pp. 136-141): (a) el cine debe superar la trivialidad, tratando temas complejos y socialmente relevantes —aunque ello no implique una renuncia al entretenimiento, superando la falsa dicotomía entre cine comercial y cine artístico; (b) siempre será preferible la autorregulación profesional que la actuación de instancias ajenas como elementos de control y de responsabilidad social. (Este rechazo de la "juridificación" de la práctica profesional está presente en prácticamente todas las contribuciones a esta obra); y (c) el presupuesto básico de esta reflexión es la consideración del cine como un agente de socialización de primer orden. Éste es concretamente el aspecto que Alejandro Navas toma como punto de partida en su análisis profundamente negativo de la influencia de los medios de comunicación en los valores sociales, especialmente de niños y adolescentes (Medios de comunicación, valores y educación). Navas propone una doble estrategia para afrontar este problema: Por una lado, establecer contrapoderes e instancias de control sobre los medios de comunicación, limitando sus atribuciones, en aras del bien común —incluso si se trata de intervenciones desde fuera del propio ámbito profesional o empresarial, como sucede con la regulación estatal de la actividad económica en general. Por otro lado, la educación básica de los niños en un uso responsable de los medios, al estilo de las recientes medidas tomadas en Francia (pp. 200-201).
Por lo que se refiere a los problemas éticos en el ámbito de la comunicación comercial (publicidad) y en el de la comunicación institucional (relaciones públicas), en ambos casos los trabajos dedicados a estos asuntos toman el mismo punto de partida: la definición y dignificación de tal actividad, el reconocimiento de su mérito, valía e interés social, para luego pasar a plantearse los interrogantes éticos que surgen. Por una parte, Juan de los Ángeles (Ética y comunicación persuasiva) aborda esta tarea en torno a la publicidad, reconociendo el alto riesgo ético que presenta una actividad orientada a la promoción del consumo y, como el resto de las profesiones de la comunicación, con una enorme difusión y capacidad de influencia. Para ello, presenta una serie de situaciones en el campo de la publicidad especialmente sensibles desde un punto de vista moral: el trato a las audiencias, el modo de llamar la atención (que en muchos casos molesta y hace daño), la cuestión de la verdad y de la inducción al engaño, la apología del mal, la confusión entre publicidad e información, la publicidad subliminal y la publicidad comparativa (pp. 148-152). En este contexto, el autor defiende la práctica de juicios prudenciales en la actividad publicitaria (p. 156) bajo el prisma de tres consideraciones éticas básicas: evitar el dirigismo, la manipulación o la coacción; respetar la dignidad de todas las personas, especialmente cuando se atiende a un público infantil; y buscar en la medida de lo posible el bien (pp. 154-156). Estas tres apelaciones están muy ligadas a lo que en ética aplicada se llaman comúnmente principios de no-maleficencia y beneficencia y de autonomía y respeto por las personas. Por otra parte, Carlos Sotelo Enríquez (Principios profesionales de la comunicación institucional) hace lo propio en cuanto a las relaciones públicas. En primer lugar, dedica parte de su trabajo a definir y delimitar el propio estatuto profesional de la actividad, contemplada normalmente como un medio de comunicación que en última instancia pretende manipular a la opinión pública y desvirtuar la democracia. A continuación, Sotelo Enríquez expone las principales cuestiones que abordan los códigos profesionales elaborados por las principales asociaciones del sector (pp. 177-178), constatando su escasa implantación en la esfera social y casi nula operatividad. Por ello, a pesar de lo difícil que pueda parecer compatibilizar lo privado con lo público en la comunicación institucional, el autor defiende los principios de veracidad y de responsabilidad —vinculado este último a la dimensión social de las compañías-, como criterios necesarios para una ponderación entre el interés particular y el interés general en las relaciones públicas (pp. 181-182).
En otro orden de cosas, dos son las contribuciones a este libro colectivo que inciden en aspectos más metodológicos sobre la calidad en la comunicación audiovisual. Por lo que se refiere a las investigaciones sobre audiencias y mercados, necesarias para la comunicación persuasiva, Francisco J. Pérez-Latre (Hacia un nuevo concepto de calidad en la planificación de medios publicitarios) analiza la insuficiencia de los criterios cuantitativos en la planificación de medios. En contraposición, defiende la toma en consideración de otras variables no cuantitativas, sino cualitativas, como las emociones, necesidades, intereses y estilos de vida, que no pueden reducirse a exposiciones, impresiones o impactos (p. 160) —muy en la línea de las modernas teorías sobre la inteligencia humana de Goleman, Gardner o, en nuestro país, Marina. Así, al analizar los mercados también con estos criterios cualitativos, se tienen presentes también elementos éticos como la responsabilidad, la solidaridad y el respeto a la dignidad de la persona como indicadores básicos de calidad en la planificación de medios publicitarios (p. 166). De modo similar, Mercedes Medina Laverón (Ética en televisión: Compromiso por la calidad) critica el método que cifra la calidad de un producto audiovisual simplemente en el número de sus espectadores (p. 94). Y del mismo modo que Pérez-Latre, introduce elementos éticos (veracidad y dignidad de las personas) entre su elenco de pautas de calidad (p. 99), algo que, por otra parte, es una constante a lo largo de toda la obra (véase, por ejemplo, p. 35).
Para terminar el comentario sobre esta interesante compilación, hay que referirse al enorme desafío que introducen en este panorama de los medios de comunicación las nuevas tecnologías (TIC). Este es el objeto del estudio de Charo Sádaba (Tecnologías de la información y de la comunicación: retos éticos), centrado especialmente en el caso de internet, que proporciona una herramienta de comunicación instantánea, muy accesible y con una gran riqueza de canales (audio, texto, vídeo). Para la autora es necesaria una correcta evaluación que las consecuencias de nuestras intervenciones en este medio pueden tener y por ello considera necesario —como ya había apuntado Alejandro Navas- un gran esfuerzo en la educación y en la formación para un uso responsable de este instrumento. En este sentido, un lugar común que se recoge en esta aportación y que aparece en otros lugares de la obra es la consideración, algo ingenua, de la tecnología como algo neutral, que no es susceptible de suscitar problemas éticos por sí misma (pp. 186-187; en la página 86, nota, se recoge la siguiente afirmación: un sistema de comunicaciones es totalmente neutral). Estas afirmaciones demuestran un desconocimiento de los importantes análisis que desde el campo de la sociología y la filosofía de la ciencia han hecho hincapié en la trama de intereses económicos, ideológicos, militares y, en general, sociales que confluyen en el desarrollo mismo de unas determinadas tecnologías frente a otras. Todo este conjunto de estudios constituyen hoy una fértil área de investigación que se conoce como "estudios sociales de la ciencia" o más genéricamente CTS (ciencia, tecnología y sociedad) que deberán tenerse en cuenta a la hora de hacer una seria reflexión ética sobre la comunicación.
El libro termina con la contribución de Ana Azurmendi en torno a la verdad y la verosimilitud en el quehacer de la comunicación (De la ética desprotegida) y al recurso a temas de impacto y al dramatismo, independientemente de su relevancia, para aumentar las audiencias (p. 213). En cualquier caso la autora, experta en derecho de la información, valora el alcance, limitado, de la protección que pueden ofrecer el derecho y los códigos profesionales —por su carácter coactivo. Concluye que sólo la veracidad o no de lo comunicado y la existencia o no de daño en el honor, la vida privada o la imagen son elementos que pueden contar para una intervención jurídica. En consecuencia, la ética profesional debe ir más allá que el derecho, preservando la libertad en el campo de la deontología (p. 215), para enfrentarse a la anomia generalizada en el ámbito de actividad de la comunicación —algo que ya se había comentado en otros trabajos (pp. 69, 75).
Al final de la obra se incluye una bibliografía acumulada de las diferentes contribuciones, lo que constituye sin duda una herramienta útil para profundizar en este tema y dota al libro de una cierta unidad. En este sentido, hubieran resultado especialmente interesantes unos índices onomásticos y temáticos que ayudaran al lector a rastrear en los textos los asuntos y autores compartidos.
En definitiva, se trata de un libro necesario en el panorama actual de la reflexión ética sobre la comunicación, con un importante análisis de situaciones y problemas éticos de la práctica profesional de la comunicación, si bien el tono de los trabajos es algo irregular y se hace necesaria una profundización en los soportes conceptuales de las propuestas defendidas.
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