Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
El Evangelio de hoy (Lc 12,13-21) propone la parábola del hombre rico y cuyo dinero es su dios, y nos lleva a pensar en lo vano que es apoyarse en los bienes terrenos, cuando el verdadero tesoro es el trato con el Señor.
Ante la abundancia de su cosecha, ese hombre no se detiene: piensa en ampliar sus almacenes y, en su fantasía, en alargar su vida. O sea, le lleva a adquirir más bienes, hasta la náusea, no conociendo saciedad alguna. Entra en ese movimiento del consumismo exasperado.
Cuando el hombre se vuelve esclavo del dinero es Dios quien pone límite a ese apegamiento al dinero. Y no es una fábula que Jesús inventa: es la realidad. ¡Es la realidad de hoy! La realidad de hoy. Tantos hombres que viven para adorar al dinero, para hacer del dinero su propio dios. Tantas personas que solo viven por eso, y la vida no tiene sentido. Así será el que amasa riquezas para sí –dice el Señor– y no es rico ante Dios.
Recuerdo un episodio sucedido hace años en otra diócesis, cuando un rico empresario, aun sabiendo que estaba gravemente enfermo, compró obstinadamente una villa sin pensar que en breve tendría que presentarse ante Dios. Y hoy también existen esas personas hambrientas de dinero y de bienes terrenos, gente que tiene muchísimo, ante niños famélicos que no tienen medicinas, que no tienen educación, que están abandonados: se trata de una idolatría que mata, que hace sacrificios humanos.
Esa idolatría hace morir de hambre a mucha gente. Pensemos solo en un caso: en los 200 mil niños rohingya de los campos de prófugos. Allí hay 800 mil personas, y 200 mil son niños. Apenas tienen para comer, desnutridos, sin medicinas. También hoy pasa esto. No es algo que el Señor dice de aquellos tiempos: no. ¡Hoy! Y nuestra oración debe ser fuerte: Señor, por favor, toca el corazón de esas personas que adoran al dios dinero. Y toca también mi corazón para que yo no caiga en eso, para que yo sepa ver.
Otra consecuencia es la guerra, también la familiar. Todos sabemos los que pasa cuando está en juego una herencia: las familias se dividen y acaban odiándose. El Señor subraya con suavidad, al final: …y no es rico ante Dios. Ese es el único camino: la riqueza, pero en Dios. Y no es un desprecio al dinero, no. Es la avaricia, como dice Él: la codicia, vivir apegados al dios dinero.
Por todo eso, nuestra oración debe ser fuerte, buscando en Dios el sólido fundamento de nuestra existencia.