Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
Hemos leído en el Libro de la Sabiduría (Sb 2,23-3,9) que “Dios creó al hombre (…) a imagen de su propio ser; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo”. La envidia de aquel ángel soberbio, que no quiso aceptar la encarnación, le llevó a destruir la humanidad. Y así entra algo en nuestro corazón: los celos, la envidia, la competencia…, mientras que, en cambio, podríamos vivir como hermanos, todos en paz. Así inicia la lucha y las ganas de destruir. “Pero, padre, yo no destruyo a nadie”. ¿No? ¿Y las murmuraciones que dices? ¿Cuando hablas mal de otro? Lo destruyes. Lo dice el apóstol Santiago: “La lengua es un arma feroz, que mata”. El chismorreo mata, la calumnia mata. “Pero, padre, yo estoy bautizado, soy cristiano practicante, ¿cómo puedo ser un asesino?”. Porque dentro llevamos la guerra, desde el principio. Caín y Abel eran hermanos, pero los celos, la envidia de uno destruyó al otro.
Es la realidad, basta ver el telediario: guerras, destrucciones, gente que por las guerras muere de enfermedades. Acordaos de Alemania en este aniversario de la caída del Muro de Berlín, y también de los nazis y las torturas contra todos los que no eran de “pura raza”, y de otros horrores de la guerra. Detrás de todo eso hay alguien que nos mueve a hacer esas cosas. Es lo que llamamos la tentación. Cuando vamos a confesarnos, decimos al cura: “Padre, he tenido esta tentación, y esta otra y aquella...”. Alguien que te toca el corazón para hacerte ir por el camino equivocado. Alguien que siembra la destrucción en nuestro corazón, que siembra el odio. Y hoy debemos decirlo claramente: ¡hay tantos sembradores de odio en el mundo, que destruyen!
Muchas veces se me ocurre pensar que las noticias son un relato de odio para destruir: atentados, guerras. Es verdad que muchos niños mueren de hambre, de enfermedad porque no tienen agua, educación sanitaria, etc. Pero eso es porque el dinero que haría falta para eso va para fabricar armas, y las armas son para destruir. Eso es lo que pasa en el mundo, y también en mi alma, en la tuya, en la tuya… por la semilla de envidia del diablo, del odio. ¿Y de qué tiene envidia el diablo? De nuestra naturaleza humana. ¿Sabéis porqué? Porque el Hijo de Dios se hizo uno de nosotros. Y eso no puede tolerarlo, es incapaz de tolerarlo. Y entonces destruye. Esa es la raíz de la envidia del diablo, es la raíz de nuestros males, de nuestras tentaciones, es la raíz de las guerras, del hambre, de todas las calamidades del mundo.
Destruir y sembrar odio no es algo habitual, ni siquiera en la vida política, pero algunos lo hacen. Porque un político a menudo tiene la tentación de manchar al otro, de destruir al otro, ya sea con mentiras o con verdades, y no hay diálogo político sano ni limpio para el bien del país. Prefiere el insulto para destruir al otro. “Yo soy bueno, ¿pero ese parece más bueno que yo?”, piensa, y entonces lo desprecia con el insulto.
Quisiera que cada uno pensase esto: ¿por qué hoy en el mundo se siembra tanto odio? En las familias, que a veces no pueden reconciliarse, en el barrio, en el lugar de trabajo, en la política... El sembrador del odio es ese. Por la envidia del diablo la muerte entró en el mundo. Algunos dicen: “Pero padre, el diablo no existe, es el mal, un mal tan etéreo”. Pues la Palabra de Dios es clara. Y el diablo la tomó con Jesús, leed el Evangelio: tengamos fe o no la tengamos, está claro.
Pidamos al Señor que haga crecer en nuestro corazón la fe en Jesucristo, su Hijo, que tomó nuestra naturaleza humana, para luchar con nuestra carne y vencer en nuestra carne al diablo y al mal. Y que esa fe nos dé la fuerza para no entrar en el juego de ese gran envidioso, el gran embustero, el sembrador de odio.