Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
El Evangelio de hoy (Lc 10,13-16) recoge el reproche de Jesús a la gente de Betsaida, Corozaín y Cafarnaúm, que no creyeron en Él a pesar de los milagros. Jesús está dolido por ser rechazado, mientras que ciudades paganas como Tiro y Sidón, si hubieran visto sus milagros, seguro que habrían creído. Y llora, porque esa gente no fue capaz de amar, mientras que Él quería llegar a todos los corazones, con un mensaje que no era un mensaje dictatorial, sino un mensaje de amor.
En el lugar de los habitantes de las tres ciudades, pongámonos nosotros, me pongo yo. Yo que he recibido tanto del Señor, he nacido en una sociedad cristiana, he conocido a Jesucristo, he conocido la salvación, he sido educado en la fe. Y con mucha facilidad me olvido de Jesús. En cambio, oímos noticias de otra gente que, en cuanto escucha el anuncio de Jesús, se convierte y lo sigue. Pero nosotros nos hemos acostumbrado. Y esa costumbre nos hace daño, porque reducimos el Evangelio a un hecho social, sociológico, y no a un trato personal con Jesús. Jesús me habla a mí, te habla a ti, habla a cada uno de nosotros. La predicación de Jesús es para cada uno de nosotros. ¿Cómo es posible que aquellos paganos que, apenas oyen la predicación de Jesús, se van con Él, y yo que he nacido aquí, en una sociedad cristiana, me acostumbro, y el cristianismo se vuelve en una costumbre social, una ropa que me pongo y luego me quito? Jesús llora por cada uno cuando vivimos el cristianismo formalmente, no realmente.
Si hacemos eso, somos un poco hipócritas, con la hipocresía de los justos. Está la hipocresía de los pecadores, pero la hipocresía de los justos es el miedo al amor de Jesús, el miedo a dejarse amar. Y en realidad, cuando hacemos eso, queremos gestionar nosotros el trato con Jesús: “Sí, yo voy a Misa, pero tú quédate en la Iglesia que yo voy a casa”. Y Jesús se queda allí, en la Iglesia. O se queda en el crucifijo o en la estampita. Hoy puede ser para nosotros una jornada de examen de conciencia, con este estribillo: “Ay de ti, ay de ti, porque te he dado tanto, me he dado a mí mismo, te he escogido para ser cristiano, y tú prefieres una vida a medias, una vida superficial: un poco de cristianismo y de agua bendita, pero nada más”. En realidad, cuando se vive esa hipocresía cristiana, lo que hacemos es echar a Jesús de nuestro corazón. Fingimos tenerlo, pero lo hemos echado. Somos cristianos, orgullosos de ser cristianos, pero vivimos como paganos.
Que cada uno piense: “¿Soy Corozaín? ¿Soy Betsaida? ¿Soy Cafarnaúm?”. Y si Jesús llora, pedir la gracia de llorar nosotros también, con esta oración: “Señor, tú me has dado tanto. Mi corazón es tan duro que no te deja entrar. He pecado de ingratitud, soy un ingrato”. Y pidamos al Espíritu Santo que nos abra las puertas del corazón, para que Jesús pueda entrar, para que no solo oigamos a Jesús, sino que escuchemos su mensaje de salvación y demos gracias por tantas cosas buenas que ha hecho por cada uno de nosotros.