Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
Hoy la Iglesia nos invita a contemplar la cruz del Señor, la Santa Cruz, que es la señal del cristiano, esa señal que quizá de niños fue lo primero que aprendimos a hacernos en el pecho y los hombros, la Santa Cruz. Contemplar la cruz para los cristianos es contemplar una señal de derrota y una señal de victoria, ambas. La predicación de Jesús, sus milagros, todo lo que hizo en la vida, acabó en “fracaso” allí en la cruz. Todas las esperanzas que los discípulos tenían en Él se vinieron abajo: “nosotros esperábamos que fuera el mesías, pero lo han crucificado”. Y la cruz es ese patíbulo, ese instrumento de tortura cruel. Allí acabó toda la esperanza de la gente que seguía a Jesús. ¡Una auténtica derrota! No tengamos miedo de contemplar la cruz como un momento de derrota, de fracaso. Pablo, cuando reflexiona sobre el misterio de Jesucristo (Filp 2,6-11) nos dice cosas fuertes, nos dice que Jesús se vació, se anonadó a sí mismo, asumió todo el pecado nuestro, todo el pecado del mundo: era un “trapo”, un condenado. Pablo no tenía miedo de hacer ver esa derrota, y eso también puede iluminar un poco nuestros momentos malos, nuestros momentos de derrota.
Pero la cruz es también una señal de victoria para los cristianos. En la tradición se habla de esa aparición: “con este signo vencerás”, señal de victoria para nosotros. La lectura de hoy (Nm 21,4-9) habla del momento en el que el pueblo, por la murmuración, fue castigado con serpientes; habla de las serpientes como instrumento de muerte. Y detrás está la memoria de Israel, la serpiente antigua, la del paraíso terrenal. Satanás, el gran Acusador. Era profético porque dijo el Señor a Moisés que levantara una serpiente, alzarla. Pero lo que te daba la muerte, lo que era pecado, todo será alzado y eso dará la salud. Esa es una profecía.
Jesús, hecho pecado, venció al autor del pecado, venció a la serpiente. Satanás estaba feliz el viernes santo, era feliz; tan feliz que no se dio cuenta de que era “la gran trampa de la historia” en la que iba a caer. Vio a Jesús tan desecho y destrozado que, como el pez hambriento que va al cebo enganchado al anzuelo, fue allí y se tragó a Jesús. Así lo dicen los Padres de la Iglesia. Su victoria le cegó, se tragó ese “trapo”, ese Jesús destruido. Era feliz, pero en aquel momento se tragó también la divinidad porque era el cebo unido al anzuelo. En aquel momento Satanás fue destruido para siempre. Ya no tiene fuerza. La cruz, en aquel momento, se convirtió en señal de victoria. Nuestra victoria es la cruz de Jesús, la derrota del que había cargado sobre sí todos nuestros pecados, todas nuestras culpas; y la victoria ante nuestro enemigo, la gran serpiente antigua, el gran Acusador. Por eso, la cruz es señal de victoria para nosotros, en la cruz fuimos salvados, en aquel camino que Jesús quiso hacer hasta lo más bajo, lo más bajo, pero con la fuerza de la divinidad.
En el Evangelio (Jn 3,13-17), Jesús dice a Nicodemo: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Jesús elevado y Satanás destruido. La cruz de Jesús debe ser para nosotros la atracción: mirarla, porque es la fuerza para continuar adelante. Pero la serpiente antigua destruida todavía ladra, todavía amenaza, pero, como decían los Padres de la Iglesia, es un perro encadenado: no te acerques y no te morderá; pero si vas a acariciarlo porque el encanto te lleva allí como si fuese un cachorro, prepárate, te destruirá. Con esa victoria de la cruz, con Cristo resucitado, que nos envía a Espíritu Santo, nos hace avanzar siempre, y con ese perro encadenado, al que no debo acercarme porque me morderá, va nuestra vida adelante. La cruz nos enseña esto, que en la vida hay fracaso y victoria. Debemos ser capaces de tolerar las derrotas, de llevarlas con paciencia, también las derrotas de nuestros pecados, porque Él ya ha pagado por nosotros. Tolerarlas en Él, pedir perdón en Él, pero nunca dejarse seducir por ese perro encadenado.
Hoy sería bueno que, en casa, tranquilamente, nos tomemos cinco, diez, quince minutos delante del crucifijo, del que tengamos en casa, o el del rosario, para mirarlo y recordar que es nuestra señal de derrota, que provoca las persecuciones que nos destruyen, pero que es también nuestra señal de victoria, porque Dios venció allí.