Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
El Espíritu Santo mueve el corazón, inspira y suscita emociones. Esta semana, como preparación de Pentecostés el próximo domingo, la Iglesia nos pide rezar para que el Espíritu Santo venga al corazón, a la parroquia, a la comunidad. En la primera lectura (Hch 19,1-8) se narra lo que podríamos llamar la Pentecostés de Éfeso. Porque la comunidad de Éfeso recibió la fe, pero no sabía ni que existía el Espíritu Santo. Era gente buena, gente de fe, pero no conocían ese don del Padre. Por eso, cuando Pablo impuso sus manos, descendió sobre ellos el Espíritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas.
El Espíritu Santo mueve el corazón, como se lee en los Evangelios, donde tantas personas –Nicodemo, la hemorroísa, la samaritana, la pecadora– se sienten empujadas a acercarse a Jesús precisamente por el Espíritu Santo. ¿Qué sitio ocupa en nuestra vida el Espíritu Santo? ¿Soy capaz de escucharlo? ¿Soy capaz de pedir inspiración antes de tomar una decisión o de decir una palabra o de hacer algo? ¿O mi corazón está tranquilo, sin emociones, un corazón quieto? Porque de ciertos corazones, si les hiciésemos un electrocardiograma espiritual, el resultado sería lineal, sin emociones. También en los Evangelios aparecen, como los doctores de la ley: eran creyentes en Dios, sabían todos los mandamientos, pero su corazón estaba cerrado, quieto, no se dejaban inquietar.
Hay que dejarse inquietar por el Espíritu Santo: He sentido esto…, pero Padre, ¿eso no será sentimentalismo? –No, puede serlo, pero no. Si vas por la senda correcta, no es sentimentalismo. He sentido ganas de hacer esto, de visitar aquel enfermo o de cambiar de vida o de dejar esto… Sentir y discernir: discernir lo que siente mi corazón, porque el Espíritu Santo es el maestro del discernimiento. Una persona que no tiene esos movimientos en el corazón, que no discierne lo que pasa, es una persona que tiene una fe fría, una fe ideológica. Su fe es una ideología.
Y ese era el drama de aquellos doctores de la ley que se enfrentaban a Jesús. Preguntémonos sobre nuestro trato con el Espíritu Santo. ¿Pido que me guíe por el camino que debo elegir en mi vida, y también todos los días? ¿Pido que me dé la gracia de distinguir lo bueno de lo menos bueno? Porque lo bueno de lo malo se distingue en seguida. Pero está el mal escondido que es lo menos bueno, y esconde el mal. ¿Pido esa gracia? Esta pregunta me gustaría sembrarla hoy en vuestro corazón.
Hay que preguntarse si tenemos el corazón inquieto, porque lo mueve el Espíritu Santo. Cuando nos vienen ganas de hacer algo, ¿pedimos al Espíritu Santo que nos inspire, que nos diga sí o no, o hacemos solo cálculos con la mente? En el Apocalipsis, el apóstol Juan empieza invitando a las siete Iglesias –las siete diócesis de aquel tiempo– a que escuchen lo que el Espíritu Santo les dice. Pidamos también nosotros esta gracia de escuchar lo que el Espíritu dice a nuestra Iglesia, a nuestra comunidad, a nuestra parroquia, a nuestra familia y, para cada uno de nosotros, la gracia de aprender ese lenguaje de escuchar al Espíritu Santo.