Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
Dios se dio a conocer en la historia, y su salvación tiene una gran y larga historia. La predicación de San Pablo –recogida hoy en los Hechos de los Apóstoles–, para hablar de Jesús empieza desde lejos, desde que el Pueblo de Israel salió de Egipto. La salvación de Dios está en camino hacia la plenitud de los tiempos, un camino con santos y pecadores. El Señor guía a su pueblo, con momentos buenos y momentos malos, con libertad y esclavitud; pero guía al pueblo a la plenitud, al encuentro del Señor. Al final está Jesús. Sin embargo, no acaba ahí, porque Jesús nos dejó al Espíritu. Y precisamente el Espíritu Santo nos hace recordar, nos hace entender el mensaje de Jesús: comienza un segundo camino. La Iglesia avanza así, con tantos santos y tantos pecadores; entre gracia y pecado, la Iglesia va adelante.
Ese camino es para entender y profundizar en la persona de Jesús, para profundizar en la fe y también para comprender la moral, los mandamientos. Y algo que antes parecía normal, que no era pecado, hoy es pecado mortal. Pensemos en la esclavitud: cuando íbamos a la escuela nos contaban lo que hacían con los esclavos, que los sacaban de un sitio y los vendían en otro; en América Latina se vendían y se compraban… Es pecado mortal. Hoy decimos esto. Pero antes se decía: ‘No’. Es más, algunos decían que se podía hacer eso, ¡porque esa gente no tenía alma! Pero había que avanzar para comprender mejor la fe, para entender mejor la moral. ‘Ah, Padre, ¡gracias a Dios que hoy no hay esclavos!’. ¡Hay más!, pero al menos sabemos que es pecado mortal. Hemos avanzado: lo mismo con la pena de muerte, que era normal antes, y hoy decimos que es inadmisible. Lo mismo vale para las guerras de religión.
En medio de este aclarar la fe y la moral están los santos, los que todos conocemos y los santos escondidos. La Iglesia está llena de santos escondidos, y esa santidad es la que nos hace avanzar a la segunda plenitud de los tiempos, cuando el Señor venga, al final, para ser todo en todos. Así pues, el Señor Dios quiso darse a conocer a su pueblo en camino. El pueblo de Dios está siempre en camino. Cuando el pueblo de Dios se para, se queda prisionero en un establo, como un borriquillo: no entiende, no avanza, no profundiza la fe, el amor, ni purifica el alma. Pero hay otra plenitud de los tiempos, la tercera: la nuestra. Cada uno está en camino a la plenitud del propio tiempo. Cada uno llegará al momento del tiempo pleno y la vida acabará y tendrá que encontrar al Señor. Y ese es el momento nuestro, personal. Que vivamos en el segundo camino, en la segunda plenitud del tiempo del pueblo de Dios. Cada uno está en camino. Pensemos esto: los apóstoles, los predicadores, los primeros, necesitaban hacer comprender que Dios amó, eligió, amó a su pueblo en camino, siempre.
Jesús envió al Espíritu Santo para que podamos ir en camino y es el Espíritu quien nos empuja a caminar: esa es la gran obra de misericordia de Dios, y cada uno de nosotros está en camino hacia la plenitud personal de los tiempos. Hay que preguntarse si creemos que la promesa de Dios estaba en camino y que todavía la Iglesia está en camino. Y preguntarnos, cuando nos confesamos, si además de la vergüenza por nuestros pecados, comprendemos que ese paso que doy es un paso en el camino hacia la plenitud de los tiempos. Pedir perdón a Dios no es automático. Es comprender que estoy en camino, en un pueblo en camino, y que un día –quizá hoy, mañana o dentro de 30 años– me encontraré cara a cara con el Señor que nunca nos deja solos, sino que nos acompaña en el camino. Pensadlo: cuando voy confesarme, ¿pienso en estas cosas: que estoy en camino, que es un paso hacia el encuentro con el Señor, hacia mi plenitud de los tiempos? ¡Esa es la gran obra de misericordia de Dios!