Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
La primera lectura de hoy, del Libro de los Números (24,2-7.15-17a), habla de Balaán, un profeta contratado por un rey para maldecir a Israel. Balaán tenía sus defectos e incluso sus pecados. Porque todos tenemos pecados, todos. Todos somos pecadores. Pero no os asustéis: Dios es más grande que nuestros pecados. En su camino, Balaán encuentra al ángel del Señor y cambia su corazón. No cambia de partido sino que cambia del error a la verdad y dice lo que ve: el Pueblo de Dios vive en las tiendas en el desierto y él, más allá del desierto ve la fecundidad, la belleza, la victoria. Abre su corazón, se convierte y ve lejos, ve la verdad, porque con buena voluntad siempre se ve la verdad. Es una verdad que da esperanza.
La esperanza es esa virtud cristiana que tenemos como un gran don del Señor y que nos hace ver lejos, más allá de los problemas, dolores, dificultades, más allá de nuestros pecados. Nos hace ver la belleza de Dios. Cuando me encuentro con una persona que tiene esta virtud de la esperanza y está en un momento malo de su vida –ya sea una enfermedad o una preocupación por un hijo o una hija o alguien de la familia o lo que sea– y tiene esta virtud, en medio del dolor tiene el ojo penetrante, tiene la libertad de ver más allá, siempre más lejos. Y esa es la esperanza. Y esa es la profecía que hoy nos da la Iglesia: hacen falta mujeres y hombres de esperanza, también en medio de los problemas. La esperanza abre horizontes, la esperanza es libre, no es esclava, siempre encuentra un sitio para arreglar una situación.
En el Evangelio (Mt 21,23-27) están los jefes de los sacerdotes que preguntan a Jesús con qué autoridad actúa. No tienen horizontes, son hombres encerrados en sus cálculos, esclavos de sus propias rigideces. Y los cálculos humanos cierran el corazón, cierran la libertad, mientras que la esperanza nos hace ligeros. ¡Qué hermosa es la libertad, la magnanimidad, la esperanza de un hombre y una mujer de Iglesia. En cambio, qué fea y cuánto mal hace la rigidez de una mujer o de un hombre de Iglesia, la rigidez clerical, que no tiene esperanza. En este Año de la Misericordia, están esos dos caminos: quien tiene esperanza en la misericordia de Dios y sabe que Dios es Padre, que Dios perdona siempre y todo, que más allá del desierto está el abrazo del Padre, el perdón. Y luego están los que se refugian en su esclavitud, en su rigidez, y no saben nada de la misericordia de Dios. Estos eran doctores, habían estudiado, pero su ciencia no les salvó.
Recuerdo que en 1992 en Buenos Aires, durante una Misa por los enfermos, estaba yo confesando desde hacía muchas horas, cuando llegó una mujer muy anciana, de ochenta años, con esos ojos que ven más allá, esos ojos llenos de esperanza. Y yo le dije: ‘Abuela, ¿viene usted a confesarse? Porque yo me estaba yendo’. ‘Sí’. ‘¡Pero si usted no tiene pecados!’. Y ella me dice: ‘Padre, todos los tenemos’. ‘Pero, ¿acaso el Señor no los perdona?’. ‘¡Dios lo perdona todo!’, me dijo. ‘¿Y cómo lo sabe?’, le pregunté. ‘Porque si Dios no lo perdonase todo, el mundo no existiría’. Ante estas dos personas –el libre, con la esperanza que te lleva a la misericordia de Dios, y el cerrado, el legalista, el egoísta, el esclavo de sus rigideces– recordemos la lección que me dio esta anciana de 80 años –era portuguesa–: Dios lo perdona todo, solo espera que tú te acerques.