Homilía de la Misa en Santa Marta
Curar. Levantar. Liberar. Expulsar demonios. Y, luego, reconocer con sobriedad: he sido un simple obrero del Reino. Esto es lo que hay que hacer, y lo que tiene que decir de sí, un ministro de Cristo cuando va a curar a tantos heridos que esperan por los pasillos del hospital de campaña que es la Iglesia. Así nos lo enseña el Evangelio de hoy (Mc 6,7-13), cuando Jesús envía a sus discípulos, de dos en dos, a los pueblos a predicar, curar enfermos y expulsar espíritus inmundos.
Mirad la descripción que hace Jesús del estilo que deben tener sus enviados: deben ser personas sin ostentación —no llevéis ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja, les dice—, porque el Evangelio tiene que ser anunciado en pobreza, porque la salvación no es una teología de la prosperidad. Es solo —y nada más— el alegre anuncio de liberación llevado a cada oprimido (cfr. Lc, 4,18). Esa es la misión de la Iglesia: la Iglesia que sana, que cura.
Algunas veces he hablado de la Iglesia como hospital de campaña. Es verdad: ¡cuántos heridos hay! ¡Cuánta gente necesita que le curen sus heridas! Esa es la misión de la Iglesia: curar las heridas del corazón, abrir puertas, liberar, decir que Dios es bueno, que Dios perdona todo, que Dios es padre, que Dios es tierno, que Dios nos espera siempre.
Desviarse de lo esencial de este anuncio comporta el riesgo de tergiversar la misión de la Iglesia y, entonces, el esfuerzo por aliviar las diversas formas de miseria, se vacía de lo único que cuenta: llevar a Cristo a los pobres, a los ciegos, a los prisioneros. Es cierto que necesitamos ayuda y crear organizaciones que presten esa ayuda, porque el Señor nos da los medios. Pero, cuando olvidamos la misión —olvidamos la pobreza, olvidamos el celo apostólico— y ponemos la esperanza en los medios, la Iglesia acaba lentamente en una especie de ong, se convierte en una bonita organización poderosa, pero no evangélica, porque le falta el espíritu, la pobreza y la fuerza de curar.
Los discípulos regresan contentos de su misión (cfr. Lc 10,17), y Jesús les toma consigo y les lleva a descansar un poco (cfr. Mc 6,31). Pero no les dice: ¡Qué grandes sois! Ya veréis, en la próxima salida organizaremos mejor las cosas; sino: Cuando hayáis hecho todo lo que se os ha ordenado, decid: Siervos inútiles somos (Lc 17,10). Eso es el apóstol.
¿Cuál sería entonces la alabanza más bonita para un apóstol? Ha sido un obrero del Reino, un trabajador del Reino. Esa es la alabanza más grande, porque va por ese camino del anuncio de Jesús: va a curar, a proteger, a proclamar el alegre anuncio y el año de gracia (cfr. Lc, 4,18): a hacer que el pueblo vuelva a encontrar al Padre, a llevar la paz a los corazones de la gente.