Homilía de la Misa en Santa Marta
Los fariseos preguntan: ¿Cuándo vendrá el Reino de Dios? Jesús contesta: Cuando os digan ¡ahí está! o ¡allí viene!, no lo sigáis. El Reino de Dios no es un espectáculo; el espectáculo muchas veces es una caricatura del Reino de Dios. En cambio, en el silencio de una casa, donde quizá se llega a fin de mes con medio euro, pero no se deja de rezar ni de cuidar a los hijos y a los nietos, ¡ahí está el Reino de Dios! Lejos del clamor, porque el Reino de Dios no llama la atención, exactamente igual que no la llama la semilla que crece bajo tierra. ¡El espectáculo! Nunca dice el Señor que el Reino de Dios sea un espectáculo. Es una fiesta —que es distinto—, una hermosísima fiesta, una gran fiesta. El Cielo será una fiesta, pero no un espectáculo. Sin embargo, nuestra debilidad humana prefiere el espectáculo.
Muchas veces, el espectáculo es una celebración —por ejemplo, de una boda— en la que se presenta gente que, más que recibir un sacramento, viene a dar el espectáculo de la moda, de hacerse ver, de la vanidad. En cambio, el Reino de Dios es silencioso, crece por dentro. Lo hace crecer el Espíritu Santo, con nuestra disponibilidad, en la tierra nuestra, que hemos de preparar. Luego, ya llegará para el Reino el momento de la manifestación de la fuerza, pero será solo al final de los tiempos. El día que haya ruido, lo hará con fulgor, con rayos que brillarán de un extremo al otro del cielo. Así será el día del Hijo del hombre, el día que haga ruido. Cuando uno piensa en la perseverancia de tantos cristianos que sacan adelante su familia —hombres y mujeres— que cuidan a sus hijos, a sus abuelos, y llegan a fin de mes solo con medio euro, pero rezan, ¡ahí está el Reino de Dios!, escondido, en la santidad de la vida ordinaria, en la santidad de todos los días. Porque el Reino de Dios no está lejos de nosotros, ¡está cerca! Esa es una de sus características: la cercanía de todos los días.
Incluso cuando describe su vuelta en una manifestación de gloria y de poder, Jesús añade enseguida que antes tiene
que sufrir mucho y ser rechazado por esta generación. Eso quiere decir que también el sufrimiento, la cruz, la cruz de cada día —la cruz del trabajo, de la familia, de llevar bien las cosas—, esa pequeña cruz diaria, es parte del Reino de Dios. Pidamos al Señor la gracia de cuidar el Reino de Dios que está dentro de nosotros con la oración, la adoración, el servicio de la caridad, silenciosamente. El Reino de Dios es humilde, como la semilla; humilde, pero se hace grande por la fuerza del Espíritu Santo. Nos toca a nosotros dejarlo crecer, pero sin alardear: dejar que venga el Espíritu, que nos cambie el alma y nos lleve adelante en silencio, en paz, en quietud, en cercanía a Dios y a los demás, en la adoración a Dios, sin espectáculos.