Hemos leído en la primera Lectura la conversión de San Pablo, que de enemigo de la Iglesia se convirtió en santo. Pero, ¿qué se entiende cuando decimos que la Iglesia es santa? ¿Cómo puede ser santa estando nosotros dentro? Aquí todos somos pecadores. ¡Pero la Iglesia es santa! Nosotros somos pecadores, pero ella es santa, porque es la esposa de Jesucristo, y Él la ama, la santifica cada día con su sacrificio eucarístico, porque la quiere mucho. Y nosotros somos pecadores, pero en una Iglesia santa. Y también nosotros nos santificamos al pertenecer a la Iglesia: somos hijos de la Iglesia y nuestra Madre Iglesia nos santifica con su amor y con los Sacramentos de su Esposo.
En sus cartas, San Pablo habla a los santos, a nosotros: pecadores, pero hijos de la Iglesia santa, santificada por el Cuerpo y la Sangre de Jesús. En esta Iglesia santa, el Señor elige a algunas personas para que se vea mejor la santidad, para que se vea que es Él quien santifica, que nadie se santifica a sí mismo, que no hay una carrera para ser santo, que ser santo no es hacer el faquir o algo por el estilo… ¡No, no es eso! La santidad es un don de Jesús a su Iglesia y, para que se vea, elige a personas en las que se nota claramente su trabajo santificador.
En el Evangelio hay muchos ejemplos de santos: está la Magdalena, de la que Jesús expulsó siete demonios; está Mateo, que era un traidor de su pueblo y se llevaba el dinero para darlo a los romanos; está Zaqueo y tantos otros que hacen ver a todos cuál es la primera regla de la santidad: es necesario que Cristo crezca y que nosotros disminuyamos. Es la regla de la santidad: nuestra humillación, para que el Señor crezca. Así, Cristo escoge a Saulo, que es un perseguidor de la Iglesia; pero el Señor lo espera. Lo espera y le hace sentir su poder. Saulo se vuelve ciego y obedece, y de grande que era se vuelve como un niño: ¡obedece! Su corazón cambia: ¡es otra vida! Pero Pablo no se convierte en un héroe ya que él, que predicó el Evangelio en todo el mundo, acaba su vida con un pequeño grupo de amigos, aquí en Roma, víctima de sus discípulos. Una mañana fueron a por él 3-4-5 soldados, se lo llevaron y le cortaron la cabeza. Simplemente. El grande, el que había ido por todo el mundo, acaba así. Disminuye, disminuye, disminuye…
La diferencia entre los héroes y los santos es el testimonio, la imitación de Jesucristo. Ir por el camino de Jesucristo, el de la cruz. Muchos santos acabaron tan humildemente. ¡Los grandes santos! Pienso en los últimos días de San Juan Pablo II… Todos lo vimos. No podía ni hablar, el gran atleta de Dios; el gran guerrero de Dios acaba así, destrozado por la enfermedad, humillado como Jesús. Ese es el recorrido de la santidad de los grandes. Y también es el camino de nuestra santidad. Si no nos dejamos convertir el corazón por esa senda de Jesús —llevar la cruz todos los días, la cruz ordinaria, la cruz sencilla— y dejar que Jesús crezca; si no vamos por ese camino, no seremos santos. Pero si vamos por esa vía, todos daremos testimonio de Jesucristo, que nos quiere tanto. Y daremos testimonio de que, aunque seamos pecadores, la Iglesia es santa. Es la esposa de Jesús.