Domingo de la semana 31 de tiempo ordinario; ciclo B

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

(Dt 6,2-6) "El Señor, nuestro Dios, es solamente uno"
(Hb 7,23-28) "La Ley hace a los hombres sumos sacerdotes llenos de debilidades"
(Mc 12,28b-34) "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón"

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II

Homilía en la Parroquia de San Lucas (4-XI-1979)

---El primer mandamiento

---Llamada al amor

---Dios y el prójimo

Cristo dice: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él...” (Jn 14,23). En el centro mismo de la enseñanza de Cristo se halla el gran mandamiento del amor.

Este mandamiento ya fue inscrito en la tradición del Antiguo Testamento, como lo testimonia la primera lectura de hoy, tomada del libro del Deuteronomio.

Cuando el Señor Jesús responde a la pregunta de uno de los escribas, se remonta a esta redacción de la Ley divina, revelada en la Antigua Alianza:

“¿Cuál es el primero de los mandamientos?

El primero es...amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.

El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

Mayor que éstos no hay mandamiento alguno” (Mc 12,28-31).

Ese interlocutor a quien evoca San Marcos, aceptó con reflexión la respuesta de Cristo. La aceptó con aprobación profunda. Es necesario que también nosotros reflexionemos brevemente sobre este “mandamiento más grande”, para poderlo aceptar de nuevo con plena aprobación y con profunda convicción. Ante todo, Cristo difunde el primado del amor en la vida y en la vocación del hombre. La vocación mayor del hombre es la llamada al amor. El amor da incluso el significado definitivo a la vida humana. Es la condición esencial de la dignidad del hombre, la prueba de la nobleza de su alma. San Pablo dirá que es “el vínculo de la perfección” (Col 3,14). Es lo más grande en la vida del hombre, porque -el verdadero amor- lleva en sí la dimensión de la eternidad. Es inmortal: “la caridad no pasa jamás”, leemos en la Carta primera a los Corintios (1 Cor 13,8). El hombre muere por lo que se refiere al cuerpo, porque éste es el destino de cada uno sobre la tierra, pero esta muerte no daña al amor que ha madurado en su vida. Ciertamente permanece, sobre todo para dar testimonio del hombre ante Dios, que es amor. Designa el puesto del hombre en el Reino de Dios; en el orden de la comunión de los santos. El Señor Jesús dice en el Evangelio de hoy a su interlocutor, viendo que comprende el primado del amor entre los mandamientos: “No estás lejos del Reino de Dios” (Mc 12,34).

Son dos los mandamientos del amor, como afirma expresamente el Maestro en su respuesta, pero el amor es uno solo. Uno e idéntico, abraza a Dios y al prójimo. A Dios: sobre todas las cosas, porque está sobre todo. Al prójimo: con la medida del hombre y, por tanto, “como a sí mismo”.

Estos dos amores están estrechamente unidos entre sí, que el uno no puede existir sin el otro. Lo dice San Juan en otro lugar: “El que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20). Por lo tanto, no se puede separar un amor del otro. El verdadero amor al hombre, al prójimo, por lo mismo que es amor verdadero, es, a la vez, amor a Dios. Esto puede sorprender a alguno. Ciertamente sorprende. Cuando el Señor Jesús presenta a sus oyentes la visión del juicio final, referida en el Evangelio de San Mateo, dice: “Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; peregriné y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; preso, y vinisteis a verme” (Mt 25, 35-36).

Entonces los que escuchan estas palabras se sorprenden, porque oímos que preguntan: “Señor, ¿cuándo te hemos hecho todo esto? “. Y la respuesta es: “En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno solo de mis hermanos más pequeños -esto es, a vuestro prójimo, a uno de los hombres-, a mí me lo hicisteis“ (cfr. Mt 25,37.40).

Esta verdad es muy importante en toda nuestra vida y para nuestro comportamiento. Es particularmente importante para quienes tratan de amar a los hombres, pero “no saben si aman a Dios>>, o, desde luego, declaran no “saber“ amarlo. Es fácil explicar esta dificultad, cuando se considera toda la naturaleza del hombre, toda su sicología. De algún modo al hombre le resulta más fácil amar lo que ve, que lo que no ve (cfr. Jn 4,20).

Sin embargo, el hombre está llamado -y está llamado con gran firmeza, lo atestiguan las palabras del Señor Jesús- a amar a Dios, al amor que está sobre todas las cosas. Si hacemos una reflexión sobre este mandamiento, sobre el significado de las palabras escritas ya en el Antiguo Testamento y repetidas con tanta determinación por Cristo, debemos reconocer que nos dicen mucho del hombre mismo. Descubren la más profunda y, a la vez, definitiva perspectiva de su ser, de su humanidad. Si Cristo asigna al hombre como un deber este amor, a saber, el amor de Dios a quien él, el hombre, no ve, esto quiere decir que el corazón humano esconde en sí la capacidad de este amor, que el corazón humano es creado “a medida de este amor“. ¿No es acaso esta la primera verdad sobre el hombre, es decir, que él es la imagen y semejanza de Dios mismo? ¿No habla San Agustín del corazón humano que está inquieto hasta que descansa en Dios?

Así, pues, el mandamiento del amor de Dios sobre todas las cosas descubre una escala de posibilidades interiores del hombre. Esta no es una escala abstracta. Ha sido reafirmada y encuentra constantemente confirmación por parte de todos los hombres que toman en serio su fe, el hecho de ser cristianos. Sin embargo, no faltan los hombres que han confirmado heroicamente esta escala de las posibilidades interiores del hombre.

En nuestra época nos encontramos con una crítica, frecuente­mente radical, de la religión, con una crítica de la cristiandad. Y entonces también este “mandamiento más grande“ resulta víctima del análisis destructivo. Si se libra de esta crítica e incluso se aprueba el amor al hombre, se rechaza, en cambio, por varios motivos, el amor a Dios. Con frecuencia esto se hace simplemente como expresión atea de la visión del mundo.

En el contacto con esta crítica que se presenta de diversas formas, ya sea sistemáticamente, ya de manera circulante, es necesario ponderar al menos sus consecuencias en el hombre mismo. Efectivamente, si Cristo, mediante su mandamiento más grande, ha descubierto la escala plena de las posibilidades interiores del hombre, entonces debemos responder dentro de nosotros mismos a la pregunta: rechazando este mandamiento, ¿acaso no empequeñece­mos al hombre?

En este momento, es suficiente que limite sólo a hacer esta pregunta.

“Yo te amo, Señor, tú eres mí fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador; Dios mío, peña mía, refugio mío... “ (Sal 17/18, 1-3).

Deseo, pues, que en cada uno de vosotros y en todos se realicen las palabras de Cristo: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada“ (Jn 14,23).

DP-369 1979

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Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

El amor a Dios con todo el corazón y al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los sacrificios. Esta afirmación del letrado que había preguntado a Jesús cuál era el mandamiento principal, mereció la alabanza de Cristo y le aseguró que no estaba lejos del Reino de Dios.

Amar a Dios es cumplir sus mandamientos, su Voluntad. Jesús ha asegurado que el que hace la Voluntad del Padre que está en los cielos es su hermano, su hermana y su Madre. Esto es, alguien tan querido como su propia Madre.

El amor a Dios es inseparable del amor al prójimo: “Si alguno dice: sí, yo amo a Dios, al paso que aborrece a su hermano, es un mentiroso”. Análogamente tampoco sería verdad que amamos a nuestro Padre-Dios, si no quisiéramos también a nuestros hermanos, sin excepción. Toda apelación al amor puede parecer lírica y vaporosa, idealista y poco práctica frente a la sólida realidad de los conflictos familiares, laborales, académicos, políticos..., porque la vida significa luchar, competir, devolver golpe por golpe si no quieres que te marginen. Por otra parte, no somos iguales y los conflictos son inevitables. Esto es verdad, pero también es cierto que esos conflictos no se solucionan con enfrentamientos. Es más importante tener unión que tener razón.

“No es posible –enseña Newman- encontrar a dos personas, por muy íntimas que sean, por mucho que congenien en sus gustos y apreciaciones, por mucha afinidad de sentimientos espirituales que existan entre las mismas, que no se vean obligadas a renunciar, en beneficio mutuo, de muchos de sus gustos y deseos si quieren vivir juntas felizmente”. Quien no ama se autoexcluye de quienes le tratan y tampoco será amado por Dios.

No habrá armonía entre nosotros si no existe una reserva de renuncia y comunión que sacrifique nuestras opiniones y gustos en aras de la unidad. No se ama a Dios si no se está dispuesto a que nuestra voluntad se subordine a la de Dios; y no hay amor a los demás si, en cuestiones opinables, nos empecinamos en que sea nuestra voluntad la que se imponga. Por decirlo con acento andaluz: es preferible tener armonía que salirme siempre con la mía.

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Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

"¿Por la fe privamos a la ley de su valor? ¡De ningún modo! Más bien la afianzamos"

Dt 6,2-6: "Escucha, Israel: Amarás al Señor, con todo el corazón"
Sal 17,2-3a.3bc-4.47 y 51ab: "Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza"
Hb 7,23-28: "Como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa"
Mc 12,28-34: "No estás lejos del Reino de Dios"

No le importa al autor sagrado repetir cuantas veces sean necesarias la idea de que Israel tiene que ser fiel a Yavé porque le ha llevado a la tierra prometida. Por eso el "amarás al Señor tu Dios con todo el corazón", lo llevaban tan profundamente clavado en el alma y en los labios que todo israelita recita a diario la "semá" (escucha). Pero, lejos del temor ante Dios, el amor ha de mover a su pueblo para cumplir con lo mandado. Ese método recordatorio: "Las escribirás en las jambas de tu casa", se tomó al pie de la letra en algún momento, y se guardaba a la entrada de las casas una cajita (mezuza), con este texto escrito.

Jesús, repitiendo la "semá", conserva intacto aquel precepto. Se incluía también al prójimo, sin excluir a los extranjeros. Lo original de Jesús es unir ambos mandatos en un solo principio moral. Una expresión, "no estás lejos del Reino de Dios", señala que aún le faltaba algo a aquel escriba.

Por más que muchas leyes no se acepten porque para algunos son equivalentes a la pérdida de libertad, sin ellas, el mundo será un caos. Cuando la sociedad toma conciencia de que ayudan a ser libres, no solamente las cumple, sino que las agradece. Al fin y al cabo somos nosotros mismos los que nos damos los cauces de paz y armonía.

— "Maestro, ¿qué he de hacer...?":

"Cuando le hacen la pregunta,  «¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?» (Mt 22,36), Jesús responde:  «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,37-

40). El Decálogo debe ser interpretado a la luz de este doble y único mandamiento de la caridad, plenitud de la Ley" (2055).

— La Ley nueva, ley del amor:

"La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo  «que ignora lo que hace su señor», a la de amigo de Cristo,  «porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15), o también a la condición de hijo heredero" (1972).

— "Hubo..., bajo el régimen de la antigua alianza, gentes que poseían la caridad y la gracia del Espíritu Santo y aspiraban ante todo a las promesas espirituales y eternas, en lo cual se adherían a la ley nueva. Y al contrario, existen, en la nueva alianza, hombres carnales, alejados todavía de la perfección de la ley nueva: para incitarlos a las obras virtuosas, el temor del castigo y ciertas promesas temporales han sido necesarias, incluso bajo la nueva alianza. En todo caso, aunque la ley antigua prescribía la caridad, no daba el Espíritu Santo, por el cual  «la caridad es difundida en nuestros corazones» (Rm 5,5)" (Santo Tomás de Aquino, s. th.,1-2,107,1 ad 2) (1964).

El que cumple la voluntad de Dios por amor ha alcanzado la "libertad gloriosa de los hijos de Dios".

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