Corpus Christi; ciclo A

Homilía I: textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
Homilía IV: Homilía pronunciada por S.S. Benedicto XVI

(Dt 8,2-3.14b-16a) "No te olvides del Señor"
(1 Cor 10,16-17) "Formamos un solo cuerpo, porque comemos todos un mismo pan"
(Jn 6,51-58) "Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo"

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II

Homilía del Corpus Christi, en San Juan de Letrán (21-VI-1984)

--- Glorificar al Dios viviente
--- Iglesia y Eucaristía
--- Comunión

--- Glorificar al Dios viviente

“Iglesia santa, glorifica a tu Señor” (cf. Sal 147,12).

Esta exhortación, que resuena en la liturgia de hoy, responde casi como un eco lejano a la invitación que el Salmista dirigió a Jerusalén: “Glorifica al Señor, Jerusalén;/ alaba a tu Dios, Sión,/ que ha reforzado los cerrojos de tus puertas/ y ha bendecido a tus hijos dentro de ti” (Sal 147,12-13).

La Iglesia creció en Jerusalén y en lo más profundo de su corazón trae esta invitación a glorificar al Dios viviente. Hoy desea responder a esta invitación de modo particular. Este día -jueves después del domingo de la Santísima Trinidad- se celebra la solemnidad del Corpus Domini: del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

La Iglesia creció desde la Jerusalén de la Antigua Alianza como Cuerpo bien compacto en unidad mediante la Eucaristía. “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (1 Cor 10,17).

“Y el pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo?” (1 Cor 10,16).

Jesucristo dice: (Jn 6,56-57) “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí”.

--- Iglesia y Eucaristía

Esta es la vida de la Iglesia. Se desarrolla en el ocultamiento eucarístico. Lo indica la lámpara que arde día y noche ante el tabernáculo. Esta vida se desarrolla también en el ocultamiento de las almas humanas, en lo íntimo del tabernáculo del hombre.

La Iglesia celebra incesantemente la Eucaristía, rodeando de la máxima veneración este misterio, que Cristo ha establecido en su Cuerpo y en su Sangre; este misterio que es la vida interior de las almas humanas. Lo hace con toda la sagrada discreción que merece este sacramento.

Pero hay un día, en el que la Iglesia quiere hablar a todo el mundo de este gran misterio suyo. Proclamarlo por las calles y plazas. Cantar en alta voz la gloria de su Dios. De este Dios admirable, que se ha hecho Cuerpo y Sangre: comida y bebida de las almas humanas. “...y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51).

Es necesario, pues, que el mundo lo sepa. Es necesario que “el mundo” acoja este día solemne el mensaje eucarístico: el mensaje del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.

Deseamos, pues, rodear con un cortejo solemne a este “pan”, por medio del cual nosotros -muchos- formamos un solo “Cuerpo”.

Queremos caminar y proclamar, cantar, confesar: He aquí a Cristo -Eucaristía- enviado por el Padre./ He aquí a Cristo, que vive por el Padre./ He aquí a nosotros, en Cristo:/ a nosotros, que comemos su Cuerpo y su Sangre,/ a nosotros, que vivimos por Él: por medio de Cristo-Eucaristía./ Por Cristo, Hijo Eterno de Dios.

--- Comunión

“El que come su Carne y bebe su Sangre tiene la vida eterna... Cristo lo resucitará el último día” (cf. Jn 6,54).

A este mundo que pasa,/ a esta ciudad, que también pasa, aunque se le llame “ciudad eterna”,/ queremos anunciarles la vida eterna, que está, mediante Cristo, en Dios:/ la vida eterna, cuyo comienzo y signo evangélico es la Resurrección de Cristo;/ la vida eterna, que acogemos como Eucaristía: sacramento de vida eterna.

DP-209 1984

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Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Ocho veces emplea Jesús el verbo comer al prometer en la sinagoga de Cafarnaúm la Eucaristía. Tal vez para despejar cualquier interpretación metafórica de sus palabras y que tuviéramos así la certeza de que en Ella está su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad. El Verbo que pone su tienda, su tabernáculo entre nosotros (Cfr Jn 1,14).

La Eucaristía, por la que entramos en comunión con Dios y escapamos de la muerte (Evang.), escandalizó a los discípulos de Jesús como ocurrió con el anuncio de la Pasión. La Eucaristía y la Cruz son piedras de tropiezo. Es el mismo misterio. “¿También vosotros queréis marcharos?” “Esta pregunta del Señor resuena a través de las edades, como invitación de su amor a descubrir que sólo Él tiene palabras de vida eterna y que acoger en la fe el don de la Eucaristía es acogerlo a Él mismo” (CEC, 1336). ¡Miremos con ojos de fe esta prueba del amor del Señor que se queda con nosotros! Porque “la palabra de Cristo -enseña S. Ambrosio-, que pudo hacer de la nada lo que no existía ¿no podría cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? No es menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela”. (Myst. 9, 50.52).

En este misterio de fe y de amor está la “fuente y la cima de toda la vida cristiana” (L. G., 11). Una antigua oración confiesa bellamente esta verdad: “Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura!” S. Ireneo de Lyón, se hace eco de la transfiguración que se operará en nuestro cuerpo gracias a la Eucaristía: “Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la Eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección” (Haer. 4, 18, 4-5).

“El pan que partimos ¿no nos une a todos en el Cuerpo de Cristo?” (2ª lect.) “El Cuerpo real y sacramental del Señor alimenta y hace vivir de su Espíritu al Cuerpo espiritual y social, que somos nosotros en la Iglesia... La Eucaristía se convierte en la gran fuente del amor fraterno... Incluso de aquel prójimo que carece todavía de comunión de fe, de esperanza, de caridad, de unión eclesial” (Pablo VI).

“Jesús no es una idea ni un sentimiento ni un recuerdo. Jesús es una persona viva siempre y presente entre nosotros. Amad a Jesús presente en la Eucaristía” (Juan Pablo II). “Os diré que para mí el Sagrario ha sido siempre Betania, el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro” (S. Josemaría Escrivá).

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Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Formamos todos un solo cuerpo, porque comemos de un mismo pan»

I. LA PALABRA DE DIOS

Deut 8,2-3.14b-16a.: «Te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres»
Sal 147,12-13.14-15.19-20: «Glorifica al Señor, Jerusalén»
1Co 10,16-17: «El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo»
Jn 6,51-59: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

El recuerdo del Éxodo y de la estancia en el desierto marcaría el final de la etapa que había empezado en el monte Horeb y el comienzo de la que comenzaría en Moab. Había que recordar al pueblo la necesidad de ser fiel a la Palabra; así, la Palabra da la vida (Te alimentó con el maná....para enseñarte «que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios») El maná sería el signo de la obediencia a la Palabra.

El Evangelio es un fragmento de la segunda parte del Discurso sobre el Pan de Vida. Todos coinciden en que tiene todo él una fuerte carga eucarística, pero con una notable diferencia: mientras en la primera parte, Jesús emplea un lenguaje más simbólico; en la segunda tiene un matiz más sacramental.

III. SITUACIÓN HUMANA

El hombre de hoy, ahíto de muchas cosas, no suele sentir necesidad de nada, porque cree que tiene todo bien cubierto. Llena sus vacíos con aquello en que abunda. Pero sigue sintiendo hambre, porque no ha aplicado el remedio justo. No lo confiesa, pero en el fondo es hambre de plenitud. Y eso no se llena con lo que el hombre cree tener de sobra.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe
– La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida eclesial: "«La Eucaristía es fuente y cima de toda la vida cristiana. Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales, y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (PO 5)" (1324; cf 1325-1327).

– Nombres de este Sacramento: Eucaristía (1328); Banquete, Fracción del pan, Asamblea Eucarística (1329); Memorial de la Pasión, Santo Sacrificio, Santa y divina Liturgia (1330); Comunión (1331); Santa Misa (1332).

– Los signos del pan y del vino: 1333-1336.

La respuesta
– «Tomad y comed...»: La comunión: "El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el Sacramento de la Eucaristía. «En verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su Sangre, no tendraéis vida en vosotros»" (1384; cf 1385-1390).

– Frutos de la Comunión: 1391-1401.

El testimonio cristiano
– "«La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción, por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo por el Padre» (CdR, inst. «Eucharisticum mysterium», 6.)" (1325; cf 1355).

Se ha quedado, no porque necesite de nosotros, sino porque nosotros le necesitamos a Él; se nos da como alimento, porque pereceríamos de «hambre» en nuestro peregrinaje; se nos ha entregado en sacrificio, porque la perpetuación del Sacrificio del Calvario actualiza la Redención.

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Homilía IV: Homilía pronunciada por S.S. Benedicto XVI

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 23 de junio de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

La fiesta del Corpus Christi es inseparable del Jueves Santo, de la misa in Caena Domini, en la que se celebra solemnemente la institución de la Eucaristía. Mientras que en la noche del Jueves Santo se revive el misterio de Cristo que se entrega a nosotros en el pan partido y en el vino derramado, hoy, en la celebración del Corpus Christi, este mismo misterio se presenta para la adoración y la meditación del pueblo de Dios, y el Santísimo Sacramento se lleva en procesión por las calles de la ciudad y de los pueblos, para manifestar que Cristo resucitado camina en medio de nosotros y nos guía hacia el reino de los cielos. Lo que Jesús nos dio en la intimidad del Cenáculo, hoy lo manifestamos abiertamente, porque el amor de Cristo no es sólo para algunos, sino que está destinado a todos. En la misa in Caena Domini del pasado Jueves Santo puse de relieve que en la Eucaristía tiene lugar la conversión de los dones de esta tierra —el pan y el vino—, con el fin de transformar nuestra vida e inaugurar de esta forma la transformación del mundo. Esta tarde quiero retomar esta consideración.

Todo parte, se podría decir, del corazón de Cristo, que en la Última Cena, en la víspera de su pasión, dio gracias y alabó a Dios y, obrando así, con el poder de su amor, transformó el sentido de la muerte hacia la cual se dirigía. El hecho de que el Sacramento del altar haya asumido el nombre de «Eucaristía» —«acción de gracias»— expresa precisamente esto: que la conversión de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo es fruto de la entrega que Cristo hizo de sí mismo, donación de un Amor más fuerte que la muerte, Amor divino que lo hizo resucitar de entre los muertos. Esta es la razón por la que la Eucaristía es alimento de vida eterna, Pan de vida. Del corazón de Cristo, de su «oración eucarística» en la víspera de la pasión, brota el dinamismo que transforma la realidad en sus dimensiones cósmica, humana e histórica. Todo viene de Dios, de la omnipotencia de su Amor uno y trino, encarnada en Jesús. En este Amor está inmerso el corazón de Cristo; por esta razón él sabe dar gracias y alabar a Dios incluso ante la traición y la violencia, y de esta forma cambia las cosas, las personas y el mundo.

Esta transformación es posible gracias a una comunión más fuerte que la división: la comunión de Dios mismo. La palabra «comunión», que usamos también para designar la Eucaristía, resume en sí misma la dimensión vertical y la dimensión horizontal del don de Cristo. Es bella y muy elocuente la expresión «recibir la comunión» referida al acto de comer el Pan eucarístico. Cuando realizamos este acto, entramos en comunión con la vida misma de Jesús, en el dinamismo de esta vida que se dona a nosotros y por nosotros. Desde Dios, a través de Jesús, hasta nosotros: se transmite una única comunión en la santa Eucaristía. Lo escuchamos hace un momento, en la segunda lectura, de las palabras del apóstol san Pablo dirigidas a los cristianos de Corinto: «El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1 Co 10, 16-17).

San Agustín nos ayuda a comprender la dinámica de la comunión eucarística cuando hace referencia a una especie de visión que tuvo, en la cual Jesús le dijo: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí» (Confesiones VII, 10, 18). Por eso, mientras que el alimento corporal es asimilado por nuestro organismo y contribuye a su sustento, en el caso de la Eucaristía se trata de un Pan diferente: no somos nosotros quienes lo asimilamos, sino él nos asimila a sí, para llegar de este modo a ser como Jesucristo, miembros de su cuerpo, una cosa sola con él. Esta transformación es decisiva. Precisamente porque es Cristo quien, en la comunión eucarística, nos transforma en él; nuestra individualidad, en este encuentro, se abre, se libera de su egocentrismo y se inserta en la Persona de Jesús, que a su vez está inmersa en la comunión trinitaria. De este modo, la Eucaristía, mientras nos une a Cristo, nos abre también a los demás, nos hace miembros los unos de los otros: ya no estamos divididos, sino que somos uno en él. La comunión eucarística me une a la persona que tengo a mi lado, y con la cual tal vez ni siquiera tengo una buena relación, y también a los hermanos lejanos, en todas las partes del mundo. De aquí, de la Eucaristía, deriva, por tanto, el sentido profundo de la presencia social de la Iglesia, come lo testimonian los grandes santos sociales, que han sido siempre grandes almas eucarísticas. Quien reconoce a Jesús en la Hostia santa, lo reconoce en el hermano que sufre, que tiene hambre y sed, que es extranjero, que está desnudo, enfermo o en la cárcel; y está atento a cada persona, se compromete, de forma concreta, en favor de todos aquellos que padecen necesidad. Del don de amor de Cristo proviene, por tanto, nuestra responsabilidad especial de cristianos en la construcción de una sociedad solidaria, justa y fraterna. Especialmente en nuestro tiempo, en el que la globalización nos hace cada vez más dependientes unos de otros, el cristianismo puede y debe hacer que esta unidad no se construya sin Dios, es decir, sin el amor verdadero, ya que se dejaría espacio a la confusión, al individualismo, a los atropellos de todos contra todos. El Evangelio desde siempre mira a la unidad de la familia humana, una unidad que no se impone desde fuera, ni por intereses ideológicos o económicos, sino a partir del sentido de responsabilidad de los unos hacia los otros, porque nos reconocemos miembros de un mismo cuerpo, del cuerpo de Cristo, porque hemos aprendido y aprendemos constantemente del Sacramento del altar que el gesto de compartir, el amor, es el camino de la verdadera justicia.

Volvamos ahora al gesto de Jesús en la Última Cena. ¿Qué sucedió en ese momento? Cuando él dijo: Este es mi cuerpo entregado por vosotros; esta es mi sangre derramada por vosotros y por muchos, ¿qué fue lo que sucedió? Con ese gesto, Jesús anticipa el acontecimiento del Calvario. Él acepta toda la Pasión por amor, con su sufrimiento y su violencia, hasta la muerte en cruz. Aceptando la muerte de esta forma la transforma en un acto de donación. Esta es la transformación que necesita el mundo, porque lo redime desde dentro, lo abre a las dimensiones del reino de los cielos. Pero Dios quiere realizar esta renovación del mundo a través del mismo camino que siguió Cristo, más aún, el camino que es él mismo. No hay nada de mágico en el cristianismo. No hay atajos, sino que todo pasa a través de la lógica humilde y paciente del grano de trigo que muere para dar vida, la lógica de la fe que mueve montañas con la fuerza apacible de Dios. Por esto Dios quiere seguir renovando a la humanidad, la historia y el cosmos a través de esta cadena de transformaciones, de la cual la Eucaristía es el sacramento. Mediante el pan y el vino consagrados, en los que está realmente presente su Cuerpo y su Sangre, Cristo nos transforma, asimilándonos a él: nos implica en su obra de redención, haciéndonos capaces, por la gracia del Espíritu Santo, de vivir según su misma lógica de entrega, como granos de trigo unidos a él y en él. Así se siembran y van madurando en los surcos de la historia la unidad y la paz, que son el fin al que tendemos, según el designio de Dios.

Caminamos por los senderos del mundo sin espejismos, sin utopías ideológicas, llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, como la Virgen María en el misterio de la Visitación. Con la humildad de sabernos simples granos de trigo, tenemos la firma certeza de que el amor de Dios, encarnado en Cristo, es más fuerte que el mal, que la violencia y que la muerte. Sabemos que Dios prepara para todos los hombres cielos nuevos y una tierra nueva, donde reinan la paz y la justicia; y en la fe entrevemos el mundo nuevo, que es nuestra patria verdadera. También esta tarde, mientras se pone el sol sobre nuestra querida ciudad de Roma, nosotros nos ponemos en camino: con nosotros está Jesús Eucaristía, el Resucitado, que dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos» (Mt 28, 21). ¡Gracias, Señor Jesús! Gracias por tu fidelidad, que sostiene nuestra esperanza. Quédate con nosotros, porque ya es de noche. «Buen pastor, pan verdadero, oh Jesús, piedad de nosotros: aliméntanos, defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos». Amén.

© Copyright 2011 - Libreria Editrice Vaticana

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