Homilía I: homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
(Gen 22,1-2.9-13.15-18) "Dios puso a prueba a Abrahán"
(Rm 8,31b-34) "Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?"
(Mc 9,2-10) "Éste es mi Hijo amado; escuchadlo"
Homilía I: homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II.
Homilía en la parroquia de la Inmaculada Concepción (7-III-1982)
--- Pruebas de Dios y fe
--- Monte Tabor y monte Gólgota
--- Cristo muerto y resucitado por nuestros pecados
--- Pruebas de Dios y fe
La liturgia del II domingo de cuaresma es en cierto sentido la liturgia de los tres montes.
En el primero escuchamos las palabras dirigidas por Dios a Abraham, según narra el libro del Génesis: “Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio sobre uno de los montes que yo te indicaré” (Gen 22,2).
La prueba de Abraham. “Dios puso a prueba a Abraham” (Gen 22,1).
Fue ésta la prueba de su fe.
Abraham levantó un altar en el lugar indicado, puso leña en él y sobre la leña colocó a su hijo Isaac: el hijo único. El hijo de la promesa. El hijo de la esperanza.
Abraham estaba dispuesto a ofrecerlo a Dios en holocausto, a derramar su sangre y quemar su cuerpo en la hoguera.
En el momento decisivo llegó el veto de Dios: “No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, tu único hijo” (Gen 22,12).
En un arbusto cercano Abraham encontró un carnero y lo ofreció en el altar preparado. Se verificó la prueba de la fe. Dios renovó su promesa ante Abraham, tras haberlo sometido a la prueba: “multiplicaré tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa” (Gen 22,17).
Descendencia no tanto según la carne cuanto según el espíritu. Descendientes de Abraham en la fe son en cierto sentido los seguidores de las tres grandes religiones monoteístas del mundo: judaísmo, cristianismo e islamismo. “Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has obedecido” (Gen 22,18).
Los descendientes de la fe de Abraham creen que Dios tiene el poder de probar al hombre. Tiene derecho a la ofrenda que procede de su espíritu.
--- Monte Tabor y monte Gólgota
La liturgia del II domingo de Cuaresma nos lleva a otro monte, a Galilea. Más allá de la llanura de Galilea se alza majestuoso el monte Tabor, el monte de la transfiguración según la tradición cristiana.
Jesús de Nazaret, que vino entre los descendientes de Abraham como Mesías enviado por Dios, en este monte fue transformado milagrosamente ante los ojos de sus Apóstoles Pedro, Santiago y Juan. A los ojos de los Apóstoles se manifestó transfigurado en la gloria, y con Él, Moisés y Elías. Al milagro de la visión se añadió el milagro de la audición. Oyeron la voz que salía de la nube: “Éste es mi Hijo amado; escuchadle” (Mc 9,7). Las mismas palabras que había oído ya Juan el Bautista junto al Jordán, en ocasión de la primera venida de Jesucristo, después del bautismo.
La teofanía del Monte Tabor tiene carácter pascual. Preanuncia la gloria de Cristo resucitado. Al mismo tiempo prepara a los Apóstoles a la muerte del Cordero de Dios. A la teofanía del Gólgota.
Al Monte Gólgota, tercer monte, nos lleva Pablo Apóstol con las palabras de la Carta a los Romanos. La teofanía del Gólgota está indicada en las palabras siguientes: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros” (Rom 8,31-32).
--- Cristo muerto y resucitado por nuestros pecados
Sabemos que el Padre ha entregado a su Hijo en el Gólgota; sabemos que precisamente así se llama esta colina fuera de la muralla de Jerusalén en la que Dios “no perdonó a su Hijo” (8,32).
Y con ello demostró “hasta el fin” que “está con nosotros”; “¿cómo no nos dará todo con Él?” se pregunta el Apóstol (8,32).
Este mismo Dios que no permitió a Abraham sacrificar con la muerte a su hijo Isaac, no preservó a su propio Hijo.
¿Acaso no ha confirmado con esto hasta el fin nuestra elección?
¿Quién acusará a los elegidos de Dios? se pregunta el Apóstol (8,33).
Él mismo ha tomado en sus manos la causa de la justificación del hombre...”Dios es el que justifica” (8,33). Y así es, ¿quién puede condenar al hombre? (cf. 8,34).
Semejante sentencia sólo puede pronunciarla Cristo, que conoció en el Gólgota el peso de los pecados de los hombres.
Pero en el Gólgota Jesucristo sufrió la muerte por nosotros, “más aún -escribe el Apóstol-...resucitó y está a la derecha del Padre e intercede por nosotros” (8,34).
La liturgia de este domingo nos invita a subir a un monte, al lugar de la teofanía de la antigua y nueva Alianza. De acuerdo con el espíritu de Cuaresma, se nos invita a meditar en estos montes las grandezas de Dios (Hechos 2,11) los misterios de nuestra redención, los misterios de nuestra justificación en Cristo.
Este domingo de Cuaresma nos enseña que estamos llamados a una gran transformación espiritual.
Debemos participar en la Transfiguración de Cristo como sus discípulos en el Monte Tabor.
Debemos prepararnos para la santa Pascua.
El maestro de esta actitud nuestra mediante la cual Cristo baja a nuestro corazón realizando una transformación y la conversión, es Abraham: el padre de los creyentes.
En efecto, parece resonar en nuestro corazón las palabras del Salmista: “Tenía fe aun cuando dije: ¡Qué desgraciado soy!” (115/116,10).
¿Acaso no se sentía así de desgraciado cuando caminaba hacia el monte indicado por Dios para inmolar a su hijo? ¿O no fue sólo la fe la que hizo repetir entonces: “Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles” (115/116,15)? A partir de Abraham comenzó la familia humana a aprender esa fe que se hace patente en la actitud interior del espíritu humano, que se manifiesta en el sacrificio del corazón.
Jesucristo es el Maestro definitivo y perfecto de tal actitud: “consummator fidei nostrae!” (cf. Heb12,2).
El fruto de la liturgia del domingo II de Cuaresma debe ser la disponibilidad a ofrecer sacrificios espirituales en los que nuestra fe se pone de manifiesto. Lo pedimos con las palabras del salmo: "Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando tu nombre, Señor. Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo" (115(116),16-18).
A nosotros, redimidos y justificados en la sangre de Cristo, ninguna prueba ni experiencia nos cierran el horizonte de la vida.
Lo aclaran más todavía en Dios.
Sepamos ver cada vez más este horizonte, ofreciendo los sacrificios espirituales de cuanto constituye nuestra vida.
Que la participación en la Eucaristía nos una siempre, y hoy sobre todo, en esta comunidad a la que el Padre revela y entrega a su Hijo: “Este es mi Hijo amado; escuchadle” (Mc 9,7).
DP-77 1982
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“El principal fin de la Transfiguración, enseña S. León Magno, era desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la Cruz”. A esta interpretación, que es una constante en la enseñanza de la Iglesia, se une también S. Beda que, comentando este episodio del Evangelio de hoy, dice que el Señor permitió a Pedro, Santiago y Juan “gozar durante un tiempo muy corto de la contemplación de la felicidad que dura siempre, para hacerles sobrellevar con mayor fortaleza la adversidad”.
S. Pedro no olvidará este consuelo con el que Jesús les preparaba para los amargos días de su Pasión y muerte y los sufrimientos que, más tarde, tendrían que arrostrar ellos también. Y así escribe a los primeros cristianos: “Cuando os dimos a conocer la venida en poder de nuestro Señor Jesucristo, no lo hicimos inspirados por fantásticas leyendas, sino que fuimos testigos oculares de su grandeza. Él recibió, en efecto, honor y gloria de Dios Padre cuando se escuchó sobre Él aquella sublime voz de Dios: Éste es mi hijo amado, en quien me complazco. Y ésta es la voz venida del cielo que nosotros escuchamos cuando estábamos con Él en el monte santo” (2 Pet 1,12-21).
Nosotros debemos aprovechar también esta revelación que la Iglesia coloca en el ecuador de la Cuaresma para que no nos domine la tristeza o la desesperación en los momentos duros de la vida. Cuando parece que todo se hunde o un proyecto en el que se ha empeñado la vida y por el que no se han ahorrado fatigas y disgustos se viene abajo, la certeza de que Dios tiene también un proyecto que engloba los nuestros, evitará el desaliento. En esta convicción se apoyaron siempre los santos y ella explica su serenidad, incluso su alegría, en medio de penalidades sin cuento.
No permitamos que la tormenta que oculta momentáneamente al sol, nos haga dudar que llegará el buen tiempo. También esa perturbación atmosférica cumple su función a la hora de la cosecha. En este episodio y ante la exclamación de Pedro: “Señor, qué bien se está aquí”, se nos informa que “no sabía lo que decía”. Fomentemos la visión sobrenatural y no suspiremos por una vida sin sobresaltos. La historia es tarea y, a veces, está atravesada por el sufrimiento, pero hay que sobreponerse a él en la confianza de que entra en los planes de Dios.
“Éste es mi Hijo..., escuchadle”. Escuchar a Cristo, orar, es abrirse a la hondura del misterio del Tres veces Santo. Orar no es distraerse ni evadirse pidiendo a Dios que haga nuestro trabajo mientras nos sentamos a esperar. Orar es ponerse a la escucha y aprender que la Voluntad de Dios se cumple también en la adversidad.
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
"Ante la proximidad de la Pasión, fortaleció la fe de los apóstoles, para que sobrellevasen el escándalo de la cruz"
Gn 22,1-2.9-13.15-18: "El sacrificio de Abraham, nuestro padre en la fe"
Sal 115,10 y 15.16-17.18-19: "Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida"
Rm 8,31b-34: "Dios no perdonó a su propio Hijo"
Mc 9,2-10: "Éste es mi Hijo amado"
El relato de la ofrenda de Isaac por su padre Abraham pone de relieve que el sacrificio que Dios prefiere es la fe-obediencia, en que tanto insisten los profetas contemporáneos al autor de la tradición elohísta. Se advierte sin embargo que la perícopa ha sido elegida en función del Evangelio: Jesús, obediente y entregado al Padre, es por eso mismo, el Siervo Glorificado en la Transfiguración.
San Marcos une la Transfiguración al primer anuncio de la Pasión. Así, el Cristo paciente y glorioso adquiere mayor relevancia. El Padre, avalando al Hijo mediante la invitación a que sea escuchado, acepta su entrega sacrificial y lo coloca por encima de todos los personajes del Antiguo Testamento. La referencia a que el Padre "no perdonó a su propio Hijo" (2.a lectura) trae a la memoria igualmente la obediencia de Abraham.
Nada hay más buscado que la felicidad y a la vez con la convicción profunda de que su conquista no es fruto simplemente de un esfuerzo. Cuanto más se experimenta, con más ansia se busca. El hombre sabe que hay que trabajar por ser feliz, aunque reconoce que la felicidad en definitiva es un regalo.
— La Transfiguración, visión anticipada del Reino:
"Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que «para entrar en su gloria» (Lc 24,26), es necesario pasar por la cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la ley y los Profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías. La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como Siervo de Dios. La nube indica la presencia del Espíritu Santo: «Tota Trinitas apparuit»" (555).
— "...La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo «el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3,21). Pero ella nos recuerda también que «es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14,22)" (556).
— Fe-obediencia de Abraham:
"Como última purificación de su fe, se le pide al «que había recibido las promesas» (Hb 11,17) que sacrifique al hijo que Dios le ha dado. Su fe no vacila: «Dios proveerá el cordero para el holocausto» (Gn 22,8), «pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar a los muertos» (Hb 11,19). Así, el padre de los creyentes se hace semejante al Padre que no perdonará a su propio Hijo sino que lo entregará por todos nosotros" (2572).
— "Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña. Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el camino desciende para fatigarse andando; la fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir?" (San Agustín, serm 78,6) (556).
Tan montaña es el Calvario como el Tabor; pero no se puede subir a ésta sin haber pasado por aquélla.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Construyendo perdón y reconciliación |
El perdón. La importancia de la memoria y el sentido de justicia |
Amor, perdón y liberación |
San Josemaría, maestro de perdón (2ª parte) |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
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“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
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