Este artículo ahonda en la concepción eclesiológica subyacente en la Exhortación Apostólica ‘Evangelii gaudium’, y trata de distinguir, sin separarlos, el fin y la misión de la Iglesia
Un aspecto que llama inmediatamente la atención al lector de la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium[1] es que el Papa Francisco no se preocupa tanto de hacer un análisis de las condiciones en las que se encuentra el hombre actual, del mundo que habita; antes bien gasta más energías en hablar de Jesús y de los desafíos que sus discípulos deben afrontar. Ciertamente los signos de los tiempos están presentes, pero el Papa parece tener tal familiaridad con ellos, y presuponer en el lector un conocimiento semejante, que se siente dispensado de entretenerse demasiado.
En ese sentido, Evangelii gaudium es un documento que supera el habitual discurso «posconciliar europeo» −que normalmente se queda en el diagnóstico de los tiempos posmodernos a través del imprescindible toque sociológico−, y logra llevar el anuncio cristiano a un ambiente ya saturado de ciencias de la religión, siendo capaz de ofrecer a Cristo de modo nuevo y proporcionar un remedio a la esterilidad. Estamos ante un nuevo modo de mirar el mundo, tras los pasos de la Constitución Gaudium et spes, pero en una clave distinta o, si queremos, se trata de un paso más en el camino inaugurado por la Constitución pastoral del Vaticano II.
Un segundo punto que llama la atención se refiere a la presencia del Documento de Aparecida del 2007[2], aprobado por la asamblea del Consejo episcopal latinoamericano, y de la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI[3]. A estos dos documentos hay que añadir otro, la Constitución conciliar Lumen gentium (LG), que el Papa Francisco toma como base para tratar los diversos temas de su exhortación (cf. EG 17). No es pues exagerado afirmar que este documento tiene una dimensión eclesiológica fundamental, fundada en la imagen de la Iglesia que nos ofrece el Concilio y en la misión que le fue confiada por el Señor.
Tratándose de un documento extenso, no es posible abordar todos los temas eclesiológicos que ahí se examinan, por lo que me centraré en los dos primeros capítulos y, dentro de ellos, en un único tema: las relaciones existentes entre el fin y la misión de la Iglesia. En mi opinión, hallamos aquí una luz nueva sobre este tema y, en consecuencia, un estímulo para relanzar el pensamiento católico de la Iglesia que, desde hace varios años, parece vivir un impasse.
En una primera mirada, parece que el fin y la misión de la Iglesia sean una misma cosa. De hecho, se pueden usar los dos términos como sinónimos, como se puede ver en muchos discursos sobre la Iglesia. A veces, los textos eclesiológicos que hacen una distinción entre los dos, se sirven de la continuidad y de las diferencias que hay entre la presente y la futura economía de la salvación. En mi reflexión tienen un sentido que, no siendo totalmente distinto, quiere respetar una distinción fundamental sin la cual nos podríamos encontrar ante aporías y callejones sin salida.
Por fin de la Iglesia entiendo aquí lo que Dios nos ha revelado sobre el estado final de la Iglesia, en la consumación escatológica. La Iglesia se compara al campo del que ya se ha arrancado la cizaña, mientras el buen grano se recoge en el silo; también se representa como la nueva Jerusalén que desciende del cielo, donde no hay ningún templo porque el Señor Dios y el Cordero son su templo (cf. Ap 21,22). La imagen del campo ayuda a ver los aspectos de continuidad entre el momento del lento crecimiento del reino y su plenitud; y la de la nueva Jerusalén, en cambio, subraya más el carácter de novedad inscrito en la acción divina que se dará al final del mundo. En dicha Iglesia, como afirma la Carta a los Hebreos, recogiendo una promesa de los antiguos profetas que se refiere a la nueva alianza, ningún hombre dirá a su compañero «conoce al Señor», porque entonces cada uno tendrá en su corazón la ley de Dios y cumplirá amorosamente su voluntad (cf. Hb 8,10-11). Ese momento final de la Iglesia, en el que será revelada en su plenitud y perfección, está lleno de actividad, porque todos verán a Dios cara a cara, reinarán con él y con el Cordero, lo que indica el trato de cada cristiano con el Dios Uno y Trino y con los demás, en los nuevos cielos y la nueva tierra: una relación que durará eternamente, sin aburrimiento y sin cansancio. Por tanto, en su plenitud, la Iglesia se identificará con el reino de Dios, y constituirá la perfecta manifestación de la gloria divina, que no tendrá fin. En ese dar gloria a Dios consiste la actividad de la Iglesia in patria, y parece difícil usar el término «misión» para definirla.
En efecto, la misión de la Iglesia se describe habitualmente por las palabras de Jesús antes de su ascensión:
Id, pues, y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que yo os he mandado. Y yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28,19-20).
En los textos de eclesiología, la misión de la Iglesia en la tierra se realiza ordinariamente, con mayor o menor extensión, en el anuncio, en la celebración de los sacramentos (representada en el Bautismo) y en la atención pastoral del rebaño de los creyentes en Cristo. La inculturación, la purificación de las estructuras del mundo, la difusión de la paz, la cristianización de la cultura, la santificación del mundo, etc., son profundizaciones que se encuentran en los estudios sobre la Iglesia y se pueden referir a ese mandato original de Cristo, comentado de diversos modos en los otros escritos del Nuevo Testamento.
Normalmente, la eclesiología contemporánea conserva la distinción entre fin y misión a través de LG 5, donde la Iglesia no se identifica simpliciter con el reino de Dios, del que constituye más bien el germen y el inicio. En algunos textos, especialmente en el ámbito asiático, se describe la Iglesia como sacramento del reino, intentando así de mostrar la relación que hay entre la actual misión de la Iglesia y el objetivo trascendente que se esfuerza por alcanzar cuando realiza su misión. El término «sacramento» describe la presencia de lo definitivo en la historia, de lo eterno en el tiempo[4]. En otros textos eclesiológicos el término «sacramento» se considera como el más adecuado para describir la Iglesia, ya que ayuda a subrayar la centralidad de Cristo, evita la autoreferencialidad, facilita la explicación de los motivos por los que la Iglesia tiene una estructura y actúa en este mundo de una determinada manera. La limitación de esta explicación consiste en la minimización de la presencia del fin de la Iglesia en su verdadera y propia realidad, dando un peso excesivo a la misión como motivo de la configuración que la Iglesia asume en este mundo: en consecuencia, la forma de la Iglesia depende demasiado del modo de entender y de abordar la misión que cada autor posee, y viceversa. En definitiva, cuando la relación entre fin y misión no se profundiza bien, se corre el riesgo de una lectura demasiado diversificada de la misión, muchas veces orientada a una eficacia meramente humana, o falta capacidad creativa porque queda demasiado apegada a una concreta forma histórica de la Iglesia.
Hay que añadir que la teología de la misión se ha hecho, a menudo, sin un vínculo orgánico con la eclesiología, especialmente en los años precedentes al Vaticano II. Después del Concilio se desarrolló mucho, con una dimensión teológica consistente, arraigada en la Santísima Trinidad, pero no siempre al mismo paso que los progresos eclesiológicos. De hecho, la relación Iglesia-mundo, fundamental para abordar correctamente el discurso sobre el lugar y la misión de la Iglesia, no fue considerada con fines a una reflexión más integrada entre Iglesia y misión, ya que es un tema sobre el que no existe aún una visión común entre los teólogos[5].
Basten estas consideraciones para mostrar que la eclesiología debe aclarar el uso que hace del término «sacramento» (cuestión a la que no nos dedicaremos ahora), y para darse cuenta de algunas de las dificultades sobre la distinción entre fin y misión de la Iglesia, que la eclesiología considera frecuentemente como sinónimos. Respecto a este problema, es de enorme interés lo que el Papa Francisco quiso escribir en la Evangelii gaudium, pues ofrece algunas reflexiones que ayudan a distinguir, sin separar, el fin y la misión de la Iglesia. Por tanto, indican la salida de esos callejones ciegos donde la eclesiología se ha movido en los últimos decenios.
Las palabras del Papa en los primeros números de la exhortación apostólica rompen el esquema habitual de una Iglesia ya fundada por Cristo y que, antes de la ascensión, recibió una misión bien determinada. Parece que el Pontífice considere que la Iglesia trasciende la misión y, al mismo tiempo, que la misión supera las posibilidades de la Iglesia. Se sale de la paradoja considerando que la Iglesia, entendida en su plenitud, trasciende lo que puede hacer en la tierra o, aún más, pensando que la Iglesia es mucho más que una escuela de pensamiento, una casa editorial, una asociación de culto, una institución de solidaridad social, aunque pueda, de hecho, fundar escuelas, asociaciones, casas editoriales, etc., para facilitar su misión. Por otra parte, se sale de la paradoja teniendo en cuenta también la pobreza de la figura institucional de la Iglesia aquí en la tierra cuando la comparamos con la misión confiada por Cristo, ya que esta última se refiere a la salus animarum de todos los hombres, que se logra −por usar términos bíblicos− a través del escándalo de la predicación. Como se ve, la paradoja se disuelve cuando consideramos la variedad de sentidos de la palabra «Iglesia» y de la palabra «misión», que está presente en la carta del Papa, aunque no parece que su pensamiento se concentre ahí.
En mi opinión, parece que el Pontífice tenga una visión de la Iglesia como una realidad que siempre hay que perfeccionar en la historia y que, además, ha recibido una misión mucho más grande que ella (cf. EG 129). En este sentido, se puede decir que la idea del Papa Francisco es la de una Iglesia siempre «inconclusa», hasta que llegue la parusía. Su pensamiento resiste cualquier intento de encerrar a la Iglesia en un esquema, en un estado de cosas, en una tipología de acciones e, incluso, en una precisa práctica organizativa (cf. EG 111).
No se trata tanto de la llamada «reserva escatológica», sino del efecto arrollador de la presencia de Cristo resucitado y del Espíritu Santo en la Iglesia. Lo que Dios nos ha dado es mucho más de cuanto podamos expresar con palabras humanas, y la misión trasciende nuestras fuerzas y previsiones, siendo en ese sentido «ingobernable» por parte de los hombres y de la misma Iglesia peregrina (cf. EG 121 y 129). Hay algo que nos envuelve y nos arrastra, estimulando el desarrollo de todos los recursos humanos, hasta superar −muchas veces de modo inimaginable− nuestras facultades y nuestras fuerzas. La presencia de Cristo con los suyos, junto al Espíritu Santo, es un dato fundamental de la visión de la Iglesia del Papa Francisco, y Evangelii gaudium muestra algunas de las implicaciones de esa verdad, condensadas en la apertura a los demás (cf. EG 91, 99-101 y 113), en la conciencia −a varios niveles− de lo incompleto de la comunidad o, si queremos, en la idea de «comunidad misionera» que no se encierra en sí misma y, finalmente, también en el uso del verbo primerear y en la visión del cristiano como «discípulo-misionero»[6].
El texto de EG 24, donde se habla de una Iglesia «en salida», y el de EG 49, en el que se habla de Iglesia «accidentada», hacen referencia al encerramiento, a las falsas seguridades de quien ha entendido un determinado status quo o, si queremos, un determinado modo de entender y ejercer la misión, como fin de la Iglesia. Su lectura hace recordar la leyenda rusa de san Nicolás y san Casiano, contada por Vladimir Solov’ëv, donde los dos santos se hallan ante una persona necesitada de ayuda: uno se mancha por ayudarla y el otro se queda detrás, preocupado de no mancharse. San Pedro premia al santo que se ensució la ropa[7].
El relato del gran pensador ruso es una crítica a un cierto estancamiento que veía en la Iglesia ortodoxa rusa de entonces, pero puede ser también un reclamo muy actual, tanto para el cristianismo oriental como para el occidental. Tonos análogos, desgraciadamente demasiado polémicos, tenía la acusación de Johann Baptist Metz, en los años ’70 del siglo pasado: el cristianismo no puede encerrase en un aburguesamiento autosuficiente e individualista, que mira más al cielo que a la tierra para justificar su infecundidad.
El Papa no quiere que la Iglesia viva de la mera «administración» de lo que ya hay, pero la solución que indica no va directamente en el sentido de encontrar otro «modo de hacer». Espera una Iglesia que experimente una conversión misionera, suscitada por la contemplación de la misma Iglesia en su estado final. De hecho, tomando prestadas las palabras de la encíclica Ecclesiam suam de Pablo VI[8], invita a todos a mirar la Iglesia como Jesús la vio y amó (cf. Ef 5,27), comparándola con la Iglesia peregrina de hoy. El Papa Francisco recuerda, además, que la conversión lleva a la apertura, a la reforma, entendiendo esta última como fidelidad a su vocación[9]. De aquí proviene también una tensión que no acabará nunca en la actual economía de la salvación: no existe un momento en el que los cristianos puedan decir que ya han cumplido la misión o ya la han organizado de modo definitivo, por lo que desde ese momento en adelante solo sea suficiente mantenerla. En la práctica, para convertirse hay que contemplar nuevamente lo que Dios pensó para la Iglesia al final, contemplar la Iglesia en su estado final, y darse cuenta de la distancia que hay entre el fin y la actual vida de la Iglesia. Quien olvida cómo será la Iglesia al final jamás sabrá a qué luz examinarse, y la conversión quedará en un estéril deseo de «hacer algo distinto», privado de consecuencias duraderas.
Más adelante, en el texto del Papa, se tiene la impresión de que la renovación esperada sea motivada principalmente por la misión y no por el fin (cf. EG 27). Pero en realidad no es así, por dos razones.
En primer lugar, porque su visión de la fidelidad a la vocación no consiste en el desarrollo obtuso −ni autosuficiente− de determinadas actividades mandadas por Cristo. La vocación viene indicada por el fin y por la misión: no solo por el fin (la santidad), ni solo por la misión, sino por ambos. En efecto, la idea de misión que tiene el Papa es inseparable del fin y no se puede limitar a la evangelización de las personas o a la plantatio Ecclesiae.
En segundo lugar, porque sabemos que, en el Vaticano II, la renovación y la reforma estaban orientadas a la santidad de la Iglesia, pero también a la misión. Ambos motivos aparecen en los textos conciliares y, en realidad, aunque sea posible subrayar más la una que la otra, no se pueden disociar: ninguna reforma está finalizada solo por la eficacia misionera, ni a una santidad desvinculada del servicio a los demás.
En otra vertiente, cuando el Santo Padre en EG 26 se refiere a la necesaria reforma de las estructuras humanas de la Iglesia[10], las considera como un elemento un tanto ambiguo, que reciben su bondad de la vida y del espíritu que lo vivifica, y no por la misión o la necesidad para la que fueron creadas. Estamos en un contexto muy distinto de la dialéctica estructuras-carismas de los años ’20 y ’30 (en la teología protestante) y de los años posconciliares (en la teología católica). Para el Papa, las estructuras sirven al fin, y cualquier sucedáneo del fin, identificándolo con la preservación de las estructuras concretas actuales, es una tentación a evitar, como ya Benedicto XVI señaló en su último viaje a Alemania. La dirección indicada por el Papa Francisco consiste en el primado de la vida divina en su plenitud, ya misteriosamente presente, aunque con muchas limitaciones, en la Iglesia que camina en la tierra. Por eso, gracias a una vida cristiana auténtica, las estructuras pueden servir adecuadamente a la misión y, si hace falta, renovarse. La dimensión espiritual presente en la visión del Pontífice es fundamental para poder salir de los discursos tendentes a la optimización de la misión o polarizados en lo que significa la Iglesia para el hombre moderno.
La imagen de Iglesia, presente en la Evangelii gaudium es la del pueblo de Dios que camina en la tierra, entre consuelos de Dios y dificultades internas y externas; una imagen que recuerda claramente LG 8c-d y 9c (cf. EG 80 y 111-114). Una Iglesia siempre en contacto con Dios, pero que debe soportar dificultades y superar obstáculos. Sin embargo, el Papa Francisco añade a este pueblo una visión comunitaria, de carácter familiar o, en todo caso con una cualidad de relaciones que resiste al individualismo que disuelve la sociedad actual, especialmente en algunos países. Esta «comunión» es más una característica moral, un modo de vivir, que una noción social estable o una verdadera y propia definición de Iglesia. El acento se pone en las relaciones personales, en la integración y en la común filiación respecto a Dios Padre (cf. EG 47 y 67, entre otros lugares).
Se podrían indicar varias razones para este énfasis del Papa Francisco, pero para nuestro propósito basta señalar dos: el momento histórico que vivimos y la relación entre el fin y la misión de la Iglesia. El Papa es consciente de las dificultades de la sociedad actual. En efecto, si en el pontificado de Benedicto XVI había que recuperar la razón gracias a la ayuda de la fe, en la Evangelii gaudium de Francisco se trata de recuperar los vínculos sociales naturales, deteriorados por tres siglos de individualismo liberal, a través de la vida comunitaria cristiana, también necesitada de renovación en la caridad (cf. EG 78 y 92). Por eso, el Pontífice afirma que el problema del mal que anida en las estructuras de la sociedad no se puede resolver solo a través de un comportamiento individual virtuoso, sino que es la misma sociedad consumista la que debe ser modificada: de un conjunto de egoísmos aislados hay que pasar a la atención de los demás, especialmente de los débiles. La vida comunitaria de la Iglesia −que no se identifica con la estructura de la Iglesia ni se aparta dialécticamente de ella− reviste, así, una gran importancia. Se funda en el destino final de la Iglesia, en cierto modo anticipado y fuente de esperanza, y realizado en la vida de la Iglesia de modo siempre mejorable y con dificultades. Las faltas encontradas no deben desanimar a nadie, ni ser ocasión para intentar anticipar la condición final de la Iglesia, elevando barreras que favorezcan la cerrazón egoísta, limiten la misión eclesial y, a fin de cuentas, tengan un sabor de donatismo o de gnosticismo (cf. EG 91-92). Así pues, la vida comunitaria, que normalmente se considera como elemento de continuidad entre la economía salvífica y la plenitud final, se considera aquí con una dimensión misionera que, realizándose, la perfecciona. El donatismo y el gnosticismo, en cambio, se ven como actitudes de algunas personas o grupos que son consecuencia de la anticipación indebida de la vida final a la actual economía de la salvación, presentándose como uno de los casos de confusión entre fin y misión.
La segunda razón de la atención del Papa Francisco a las personas y a las relaciones entre las personas en la Iglesia es la de evitar una idea de Iglesia polarizada en las estructuras, en las cosas penúltimas. El Papa no está tan interesado en explicar el sentido de las estructuras como en animar directamente la vida cristiana, por eso, ofrece una visión más espiritual de la Iglesia (cf. EG 111-114). La primera idea que viene a la cabeza cuando pensamos en el binomio estructuras-personas es la oposición romántica entre la lógica de la institución y la de la persona, que tiene ciertamente algo de verdadero. En efecto, en la historia de la humanidad no siempre la lógica de la institución estuvo al servicio de las personas a las que se dirigía. Un ejemplo paradigmático lo ofrece Juan cuando desvela el pensamiento del Sanedrín según el cual es bueno que un justo muera por la sobrevivencia del régimen vigente entre Israel y el Imperio Romano (cf. Jn 11,49-50). A finales del Setecientos y del Ochocientos la reacción a similares abusos fue propugnada por el liberalismo a través del reclamo a la autonomía de la persona respecto a la sociedad, del estado y de cualquier forma organizativa, aunque a menudo con acentos polémicos y a veces exagerados, cuando se olvidaba la naturaleza social del hombre. Pronto se advirtió que el liberalismo caía en la misma tentación que intentaba desterrar.
También ahora el Papa advierte del peligro de caer en la lógica de la preservación de las estructuras históricas y concretas de la Iglesia. La tentación más fuerte es la de mirar dichas estructuras a la luz del bien, por ejemplo, considerándolas vinculadas a la misión divina recibida de modo tan estricto que les da un decisivo carácter de realdades últimas. La predicación de Juan Bautista a los judíos que venían a él pone en guardia de la falsa seguridad de tener a Abraham como padre, como si eso dispensase de la necesidad de penitencia y conversión. La respuesta del Precursor va precisamente al núcleo de la cuestión: Dios puede suscitar de las piedras «hijos de Abraham» (cf. Lc 3,8), lo que significa que la salvación viene de Dios y no de la «maestría» o del «dominio» de los medios. La pertenencia al pueblo elegido es en sí misma algo santo, definitivo[11] y lleno de promesas. Pero no puede ser considerada «garantía de salvación», que hace buenas todas las acciones y empresas de las que se beneficia, dispensando del compromiso de una continua conversión y apertura a la vida con Dios y los demás. La imagen empleada por Juan Bautista, por la que la acción de Dios puede hacer que una piedra se convierta en un hijo de Abraham, no es la certificación de la arbitrariedad divina, sino la afirmación de la necesaria distinción entre salvación y medios de la salvación; la conciencia de la relativa pobreza de los medios respecto a lo que fueron dispuestos, y de la trascendencia del fin sobre los medios.
Cuando se advierte esta tentación, se comprende mejor la advertencia del Papa sobre el peligro de enfocar la evangelización con el paradigma del «vaso lleno», es decir, de pensar que la acción misionera sea posible solo cuando se realizan determinadas condiciones de santidad, de espiritualidad personal, o se dan las circunstancias que pueden −presumiblemente− garantizarlas. Se trata de uno de los modos de reducir el alcance de la misión, un modo de dominarla y, a la vez, de cerrarse a una conversión misionera; es una tentación de corte donatista (cf. EG 121). La misma advertencia se puede aplicar a la postura pelagiana, que el Papa identifica con el apegamiento a formas del pasado que, erróneamente, se consideran fuentes de la salvación y se adueñan, con espíritu de superioridad, de los demás (cf. EG 93-94); en la práctica, se trata de una reducción de la misión a determinados tipos de acción o de obras, causada por una distinción muy pobre entre fin y misión de la Iglesia.
Otra tentación es dar a los elementos permanentes, queridos por Dios en su Iglesia, un fin diverso al que el Señor les dio, en la práctica, sirviéndose de ellos para un fin penúltimo y olvidando su relación con el fin último. Un ejemplo llamativo de dicha distorsión se halla en la primera tentación del diablo a Jesús, en la que le sugiere usar su condición de Hijo de Dios para alimentarse. Se trataba de satisfacer una verdadera necesidad humana, legítima, sirviéndose del poder divino. También en la segunda tentación, narrada por Mateo, y en la tercera contada por Lucas (Mt 4,5-7; Lc 4,9-12), el punto focal es el uso de la palabra de Dios −que en sí misma es un don santo− para anticipar los tiempos de Dios según una lógica humana: se trata de ejercer la misión de un modo distinto al previsto por Dios, justificándolo con la Palabra del mismo Dios. Como se ve, hasta las cosas más santas, pueden ser usadas para fines penúltimos (al servicio de sí mismo) y la misión puede ser enfocada y vivida mal[12]. En la práctica, esto solo se puede evitar a través de una espiritualidad que nazca de la percepción del fin último y no solo de la misión, como se puede ver en las palabras del Papa con las que denuncia la «mundanidad espiritual»:
La mundanidad espiritual, que se esconde tras apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, consiste en buscar, en el puesto de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. Es lo que el Señor reprocha a los fariseos […] Se trata de un modo sutil de buscar «sus propios intereses, no los de Jesucristo» (Fil 2,21) (EG 93).
Esta tentación no se puede desenmascarar solo a partir de la misión eclesial, porque no niega la misión, sino el fin de la misión. La tentación del fariseo no es la de hacer lo que no está permitido por la ley de Dios, sino de hacerlo con un espíritu, un corazón y un fin que no son los queridos por Dios (su gloria). Así, en la Evangelii gaudium, el Papa Francisco une, a través de la espiritualidad, el fin y la misión, ofreciendo una respuesta a la tentación de separarlos (cf. EG 94-97).
En este documento nos encontramos ante la renovación del gran tema eclesiológico del pueblo de Dios y no una simple recuperación de dicho tema, que llevaría la eclesiología a cuestiones de hace 50 años. La renovación consiste en una consideración del pueblo de Dios en su vida de comunión, comunión muy unida a lo que la vida eclesial es en su riqueza actual y a lo que será, trasfigurada, en la plenitud final. La cualidad de las relaciones entre los cristianos, conscientes de la común filiación y fraternidad suscitada por el Espíritu de Cristo, no cristaliza en una tipología específica, porque siempre puede abrirse más gracias a la novedad perenne de la Trinidad y puede ser creativa ante las necesidades de la humanidad de cada época.
Podemos afirmar que el Pontífice logra distinguir sin separar el fin de la misión de la Iglesia a través de una visión del pueblo de Dios más unida a la espiritualidad y más atenta a los desafíos de los cristianos. Alcanza el mismo objetivo gracias a una mejor percepción del fin, de lo que la Iglesia será, y a través de una consideración de la relación entre la misión, el fin y la vida de la Iglesia (y de los cristianos en su conjunto).
Como se ha visto, con esto evita las tentaciones gnóstica, pelagiana y donatista, fundadas en el indebido anticipo del fin a la actual economía salvífica. El Papa logra, además, desenmascarar el fariseísmo consistente en la confianza obtusa en la tarea recibida, en el dominio de la verdad y de la acción, en la convicción de que la posesión −el dominio− del fin se alcanza a través de la posesión de los medios, con la consiguiente confusión entre fin y misión, un error siempre al acecho en la vida de la Iglesia. En mi opinión, con su visión mayormente espiritual, el Papa ofrece a la eclesiología una ayuda que tendrá notables consecuencias en el futuro, porque desbloquea el círculo vicioso que unía demasiado estrechamente toda visión de Iglesia al enfoque de la misión, sin una sana relación con el fin de la Iglesia misma.
Miguel De Salis, en la revista PATH de la Pontificia Academia Theologica (PATH 13 (2014) 317-329)
(Traducción de Luis Montoya)
[1] Cf. Francisco, Exhortación apostólica post-sinodal Evangelii gaudium (24-XI-2013) (EG), en «Il Regno-Documenti» 21 (2013) 641-693.
[2] V Conferencia General del Episcopado de América Latina y el Caribe, Aparecida: documento conclusivo (29-VI-2007). Cfr. Documento di Aparecida, EDB, Bologna 2014.
[3] Cf. Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (8-XII-1975), en Enchiridium Vaticanorum (EV), vol. 5, EDB, Bologna 198011, 1588-1716.
[4] Esto no se debe confundir con otros modos de emplear el término «sacramento», como síntesis del elemento visible y del invisible, del elemento espiritual y del material, como unión del elemento divino y del elemento humano, que puede describir a la Iglesia en cuanto realidad compleja (cf. LG 8). El término «sacramento» se usa para todos esos binomios, así como para describir directamente la misión de la Iglesia en el mundo durante la actual economía de la salvación. Por tanto, se trata de un uso que debe ser bien precisado, para que no se pase de la analogía a la equivocidad, creando más confusión que claridad.
[5] Cf. E. Bueno de la Fuente, Panorama de la eclesiología actual, en «Burgense» 47 (2006) 58-61; G. Colzani, Missione, in G. Calabrese - Ph. Goyret - O. Piazza (edd.), Dizionario di ecclesiologia, Città Nuova, Roma 2010, 866-879.
[6] Cf. EG 21-26 y 120. La visión del cristiano como un «ser para» Dios y los demás, típica del Papa Benedicto XVI, coincide en sus rasgos fundamentales con el «discípulo-misionero» del Papa Francisco.
[7] «Una leyenda popular rusa nos cuenta que san Nicolás y san Casiano, mandados desde el paraíso a visitar la tierra, vieron un día en su camino a un pobre campesino cuya carreta cargada de heno estaba profundamente empantanada, de modo que todos los esfuerzos que hacía para hacerla avanzar su caballo eran vanos. “Vamos a echar una mano a aquel buen hombre”, dijo san Nicolás. “Ni hablar”, respondió san Casiano, “temo manchar mi clámide”. “Espérame, pues, o sigue adelante sin mí”, dijo san Nicolás y, hundiéndose sin miedo en el fango, ayudó vigorosamente al campesino a sacar su carreta del surco. Cuando, terminado el trabajo, alcanzó a su compañero, san Nicolás estaba completamente cubierto de fango y su clámide sucia y rota parecía el vestido de un pobre. Grande fue la sorpresa de san Pedro cuando lo vio llegar en aquel estado a las puertas del paraíso. “¡Eh! ¿Quién te ha hecho eso?”, le preguntó. San Nicolás le contó lo ocurrido. “¿Y tú?”, preguntó san Pedro a san Casiano, “¿no estabas con él durante ese encuentro?”. “Sí, pero yo no tengo la costumbre de inmiscuirme en asuntos que no me afectan, y antes de eso pensé no manchar el candor inmaculado de mi clámide”. “Bien”, dijo san Pedro, “tú, san Nicolás, que no has tenido miedo de ensuciarte por sacar de sus apuros a tu prójimo, de ahora en adelante serás celebrado dos veces al año y serás considerado por todos los campesinos de la santa Rusia el más grande santo después de mí. Y tú, san Casiano, conténtate con el placer de tener una clámide inmaculada: tendrás tu fiesta solo en los años bisiestos, una vez cada cuatro años”», V. Solov’ëv, La Russia e la Iglesia universale, La Casa di Matriona, Milano 1989, 65.
[8] Pablo VI, Carta encíclica Ecclesiam suam (6 agosto 1964), in EV 2, 163-210.
[9] «Pablo VI invitó a ampliar la llamada a la renovación, para expresar con fuerza que no se dirigía solo a los individuos, sino a la Iglesia entera. Recordemos ese texto memorable que no ha perdido su fuerza interpelante: “La Iglesia debe profundizar la conciencia de sí misma, meditar en el misterio que le es propio. [...] De esta iluminada y operante conciencia deriva un espontáneo deseo de comparar la imagen ideal de la Iglesia, como Cristo la vio, quiso y amó, como su Esposa santa e inmaculada (Ef 5,27), con el rostro real que hoy presenta la Iglesia. [...] Y de ahí deriva una necesidad generosa y casi impaciente de renovación, o sea, de enmienda de los defectos, que la conciencia, como en un examen interior en el espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí, denuncia y rechaza”. El Concilio Vaticano II presentó la conversión eclesial como la apertura a una permanente reforma de sí por fidelidad a Jesucristo: “Toda renovación de la Iglesia consiste esencialmente en un crecimiento fiel a su vocación. [...] La Iglesia peregrina hacia la meta está llamada por Cristo a esa continua reforma que, como institución humana y terrena, siempre necesita” (Unitatis redintegratio, n. 6). Hay estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar un dinamismo evangelizador; igualmente, las buenas estructuras sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga. Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico, sin “fidelidad de la Iglesia a su vocación” cualquier nueva estructura se corrompe en poco tiempo» (EG 26).
[10] El término «estructuras» aplicado a la Iglesia quiere significar las diversas organizaciones y actividades en las que la Iglesia se presenta, que trascienden a las personas concretas, y no pretende identificar la estructura orgánica (en singular) que la Iglesia de Cristo presenta permanentemente en la historia. Por eso, aunque la estructura fundamental de la Iglesia existe concretamente en estructuras históricas bien determinadas, no se identifica con éstas, cf. Comisión Teológica Internacional, Temas selectos de eclesiología (7-X-1985), cap. 5.1, en EV 9, 1711-1712.
[11] Lo definitivo, obviamente, se entiende según las dos alianzas: la primera, que constituyó el pueblo de Israel, es un don de Dios definitivo y sin arrepentimiento (cf. Rm 11,28-29); en la segunda, lo definitivo está construido en la anterior y la perfecciona.
[12] Refiriéndose a los agentes pastorales, el Papa Francisco afirma: «El problema no siempre es el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin los motivos adecuados, sin una espiritualidad que llene la acción y la haga deseable» (EG 82).
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |