El objeto de este artículo es mostrar la crisis paradigmática que vive la bioética académica
Desde que una parte importante del gremio de los bioeticistas comenzó a relativizar la prohibición ética de dar muerte a un ser humano inocente, de una forma u otra comenzó a aliarse con la industria de la muerte: el negocio del aborto provocado y, después, de la eutanasia. La tesis de este trabajo es que al cruzar ese Rubicón la bioética se ha corrompido, y ha perdido su conexión con el discurso ético, político y jurídico. Sólo cabe esperar que resurja de sus cenizas si recupera el «tabú» de la sacralidad de la vida humana, algo para lo que la Ética Médica podría suministrar una ayuda inestimable, pues aún se conserva ahí la referencia de que «un médico no debe matar», si bien en forma excesivamente «discreta», y algo «avergonzada». De todos modos, los médicos con conciencia saben más de ética que la mayor parte de los bioeticistas.
De acuerdo con su teoría de las generaciones, Ortega y Gasset sitúa los treinta años como la edad en la que los humanos abandonamos la juventud. Madurez implica, entre otras cosas, tomar posesión de lo real. En este sentido, nunca terminamos de madurar, pues tampoco llegamos nunca a hacernos cargo de(l) todo. Ahora bien, hacerse cargo de la realidad, en la medida en que nos es posible, implica «reconocer los límites dentro de los cuales van a moverse nuestras posibilidades»[1].
Cualquiera que sea la fecha de su nacimiento, entre las varias que se proponen, según el criterio de Ortega la Bioética habría alcanzado ya sobradamente la mayoría de edad. Pero si por su edad cronológica ya debiera haber entrado en la madurez, psicológicamente sigue imberbe, pues parece que ha olvidado algo tan simple como esto: un médico no debe matar.
Hace ya tiempo que la Bioética se ha convertido en un discurso autorreferencial, justamente porque en él se ha difuminado la referencia a unos límites hasta el punto de quedar seriamente comprometida la sustancia ética del argumento, y, según Robert Spaemann, la noción de límite (Grenze) es decisiva en ética[2]. Es difícil encontrar hoy un foro de discusión bioética en el que la prohibición absoluta de matar a un inocente no se ponga en cuestión. Muchos bioeticistas la relativizan haciéndola depender de ciertas condiciones, en ausencia de las cuales podrían plantearse determinados supuestos que obligarían a ponderar el valor de esa prohibición contrastándolo con otros «valores».
Simplificando mucho, y formulada de manera menos bárbara que la expresión que da título a estas páginas, me parece que esta es una de las intuiciones fundamentales de Edmund Pellegrino (1920-2013), a quien un reciente número de Cuadernos de Bioética ha rendido un merecidísimo homenaje[3].
No sería justo dejar de reconocer algunas aportaciones que, desde sus comienzos, la Bioética ha hecho a las ciencias biomédicas:
a) Ha contribuido a poner en primer término al paciente como sujeto moral autónomo, que en buena parte era ignorado desde la perspectiva meramente asistencial en la que se definían los parámetros éticos de las profesiones sanitarias hasta hace no mucho tiempo. No empece en nada el valor de esta contribución el hecho de que junto a ella se hayan desarrollado también algunas patologías, ciertos elementos mórbidos que llevan a una imagen hipertrofiada de la autonomía.
b) La discusión bioética ha ayudado a sensibilizar a la clase médica respecto de la cautela y circunspección que la buena praxis exige al afrontar situaciones complejas que tienen múltiples matices, o decisiones más o menos «trágicas».
c) La Bioética ha abierto un espacio de discusión multidisciplinar que de suyo enriquece la deliberación. En el complejo mundo de la Biomedicina se necesita la presencia concurrente de médicos, biólogos, filósofos, juristas y otros profesionales para dar algo más de luz sobre cuestiones a veces muy sutiles, en las que hay que contrastar perspectivas variadas para poder formular juicios acertados ante decisiones que pueden ser conflictivas.
En el contexto de complejidad creciente en el que hoy se mueven las profesiones sanitarias, la Bioética es una disciplina que en el día a día hospitalario aporta a los profesionales de la salud un marco ético para el ejercicio profesional. Disponer de un Comité de Ética Asistencial (CAE) para consultar ciertas cuestiones difíciles, o de un Comité que apruebe los diversos ensayos clínicos (CEIC), ofrece algunas garantías contra la inmoralidad. Cuando lo que ante todo se busca es el mejor servicio a los pacientes, esta Bioética clínica presta un gran apoyo a todos los sanitarios, estimulándoles a la excelencia en su trabajo, y ayudándoles a superar las dificultades propias del ejercicio de su profesión en ambientes de sobrecarga asistencial.
Pero hay otra Bioética que ya desde hace tiempo ha perdido el norte, la que se desarrolla en ciertos ambientes académicos. El título, algo provocador, de estas páginas, así como la argumentación que sigue a partir de ahora, se entiende en referencia a esta segunda Bioética, no la «clínica» sino la «académica». Naturalmente, aquella se nutre en buena parte de esta, que le suministra conceptos y argumentos de orden fundamental. Pero el fundamento no fundamentable −digamos, último− del discurso bioético ha ido perdiendo consistencia en la mayor parte de los foros académicos en que se desenvuelve, mientras que en el mundo de la práctica clínica aún conserva cierto vigor. Es lo que trataré de mostrar en estas páginas.
Mi impresión es que, al menos en la mayoría de sus cultivadores, el discurso actual de la Bioética académica la ha distanciado, no sé si definitivamente, tanto de la Ética, como de la Política y el Derecho.
¿Por qué ya no es «ética»? Porque, como queda dicho, se presta masivamente a relativizar la prohibición de matar. Al hacerlo −y lo hace admitiendo la muerte de un inocente en algunos «supuestos»− abandona el discurso ético que, según ha visto Kant con claridad, vive del carácter incondicional del imperativo categórico, una de cuyas formulaciones puede expresarse diciendo que nunca se debe tratar a una persona exclusivamente como un medio[4]. En otras palabras, de la fuerza no condicionable, no hipotética, del deber de tratar a la persona con respeto −respeto, ante todo, a su vida e integridad−, se nutre el valor moral que en último término puede respaldar cualquier mandato práctico (ético o jurídico). Junto con esta idea de Kant, que en lo esencial suscribo, las legislaciones abortistas en Occidente han pulverizado una referencia ética sustancial. Y un sector prominente de la «Bioética» se ha adherido al negocio de la muerte que ha ido creciendo al ritmo de esas leyes injustas.
¿Por qué la Bioética ya no es «política»? A mi juicio tampoco lo es, como consecuencia de lo anterior, pues, vio Aristóteles, la Política es una prolongación de la Ética. Desde luego, la Política con mayúscula no pierde su nobleza ética al ser sensible −como sin duda ha de serlo para ser política con minúscula− tanto a la circunstancia socio-histórica como al criterio del mal menor: a veces lo mejor es enemigo de lo bueno. La Política ha de ser posibilista. Ahora bien, cuando deja de existir la referencia ética al bien, lógicamente se vacía de sentido la idea de lo mejor / lo peor.
Pero ante todo la Política trata de neutralizar la ley del más fuerte. Para los griegos que la pensaron más a fondo, politeia es el gobierno de la razón, un régimen basado en la palabra convincente y no engañosa. Un régimen es político y no despótico cuando la ley sustituye el derecho del más fuerte por la fuerza del Derecho, o, en otras palabras, cuando se logra que la ley de la selva ceda frente a la fuerza de la razón, y el argumento se abre paso gracias a una articulación lógica justa y a una presentación persuasiva, convincente, que no hace uso de la fusta sino de la palabra. Ahora bien, al privilegiar el deseo de quienes tienen voz y voto sobre la vida de quienes no poseen aún ninguna de las dos cosas, las leyes abortistas precisamente han venido a reponer la ley del más fuerte. Así, el discurso que respalda ideológicamente los supuestos «derechos reproductivos» de las mujeres, que a menudo se presenta comprometido con la justicia −incluso asociándose con algunas justas reivindicaciones del movimiento feminista−, crecientemente se distancia de la Política en su más alta y noble acepción. Y ello pese a la apariencia políticamente comprometida de los «argumentos» −más bien gritos y lemas pancarteros− de quienes promueven esas leyes.
Consecuencia de esto es la desconexión cada vez más patente entre Bioética y Derecho. En efecto, legislaciones que imponen que la decisión (choice) del fuerte tenga más valor que la vida del débil, no solamente socavan la idea de un Estado constitucional, como queda dicho, sino que a mi modo de ver hacen saltar por los aires, en su mismo fundamento, las representaciones que sirven de base a la propia idea del Derecho. El concepto de una Constitución jurídica, o de un Estado de Derecho, es radicalmente incompatible con las legislaciones que condicionan la protección legal de los seres humanos cuando son más vulnerables −al comienzo y al final de su vida− a la aceptación que reciban de parte de otros seres humanos. Los regímenes que incluyen en su ordenamiento leyes de este tipo son la quintaesencia de lo antijurídico. Lamentablemente son cada vez más en el llamado «primer mundo», donde en principio existen condiciones de vida generalmente mejores para sobrellevar, por ejemplo, la carga de un embarazo. Pero, por mucho que llegue a tener la apariencia contraria, una ley que tolere o ampare el aborto provocado –más aún si llega a promoverlo como un derecho subjetivo de la mujer– no es verdaderamente ley, como dice Tomás de Aquino, sino corrupción de la ley, porque es profundamente injusta[5]. El día en que el Derecho se desentienda por completo de la Justicia, como pretenden algunos «juristas» desde hace ya más de un siglo, habrá que buscar otro término, porque la voz «Derecho», desde que la acuñaron los latinos (directum, ius), significa lo recto, lo justo o ajustado, lo adecuado y debido a cada uno.
¿En qué queda, entonces, la Bioética? En un discurso comprometido con los intereses de la bio-industria, uno de cuyos ramales es el negocio de la muerte. (En este sentido, más que de «bio-industria» habría que hablar de «tanato-industria»). En sus formas más aseadas, la bio-industria necesita subordinar una serie de rutinas decisorias que sirvan para mediar en los conflictos que eventualmente puedan plantearse. Y a eso también lo llaman algunos «bioética», al oficio de mediar en la competencia entre compañías mercantiles, o entre estas y la administración sanitaria estatal, para llevar adelante el «negocio» con vidas humanas de la manera más lucrativa posible. Perdida ya toda referencia al discurso práctico −en el sentido aristotélico, o kantiano− esa bioética se limita a ser una razón instrumental a la que se encarga dirimir conflictos con procedimientos tomados de la teoría de juegos y de la teoría de la decisión racional. Dicho brevemente: cuando la bioética no es ciencia partisana −más atenta a intereses ideológicos que a evidencias científicas−, o mercadotecnia al servicio de la industria del aborto provocado, se conforma con ser un prontuario de destrezas para llevar adelante una negociación de forma eficaz[6].
Beauchamp y Childress formularon el llamado modelo principialista –o la «bioética de los principios»–, un constructo teórico que se ha convertido en la pauta general para abordar conflictos en el campo de la Biomedicina[7]. En estos autores, los principios de autonomía, justicia, beneficencia y no-maleficencia no aparecen como contrapuestos, sino simplemente como criterios que pueden orientar prima facie al médico, todos igualmente válidos. Dejan sin tocar la cuestión de las posibles colisiones entre ellos. Pero de hecho el modelo principialista ha venido a transformarse en un protocolo algo rudimentario de «aplicar principios» en el que, a la hora de la verdad, sí aparecen colisiones que otros autores analizan y resuelven de maneras variadas. La línea de interpretación que viene siendo hegemónica en el discurso bioético plantea que los criterios de «no-maleficencia» y de «beneficencia» −que son los fundamentales en la Ética médica− habrían de contrapesarse con los principios de «autonomía» y de «justicia», de manera que se neutralice el paternalismo al que podría ser propenso cualquier médico. Las profesiones sanitarias, como en general cualquier prestación de auxilio, habrían de inmunizarse frente a la tentación de colonizar el espacio de la autonomía subjetiva del paciente. Ahora bien, sin pretender simplificar los posibles conflictos que puedan darse, la propuesta de equiparar esos principios entraña una serie de dificultades que no deberían pasarse por alto[8].
En una profesión de ayuda, la primera obligación de justicia es precisamente no dañar. En términos generales, un profesional no debe perjudicar los legítimos intereses de su cliente. Pero concretamente este principio tiene una singular primacía −primum non nocere− en el caso de la relación médico-paciente. Esa singular primacía entiendo ha de leerse en términos de que no se puede ponderar su peso con el de otros criterios, que en ningún caso han de anteceder a este. Es lo que de forma paladina está expresado en el juramento hipocrático. El precepto de omitir cualquier conducta que pueda provocar intencionadamente la muerte del paciente no se contrabalancea con ningún otro: se trata de un imperativo absoluto. Así lo ha visto la tradición médica griega y cristiana, que tiene su correspondiente trasunto en la tradición jurídica latina: en efecto, alterum non laedere es un aspecto primordial de la justicia.
¿Qué ocurre cuando es el propio paciente quien, con su autónomo juicio, entiende que forma parte de su legítimo interés desear la muerte, y acude al médico para que le ayude a terminar con su vida? No debe pensarse que este supuesto se plantea sólo en nuestro tiempo, y que las iniciativas legales de convalidar la eutanasia o la ayuda al suicidio responden al despertar moderno de la subjetividad autónoma. Hay constancia de que hace veinticinco siglos ya existía este planteamiento, a juzgar por el sentido obvio de la fórmula del juramento hipocrático, con el que expresis verbis los médicos se comprometían a no dar a un paciente un tóxico letal activo, «aunque me lo pida».
En la senda de esta tradición hipocrática, el galeno alemán Christoph Hufeland decía, en el siglo XIX, que el médico no es alguien que salva, sino alguien que ayuda (der Arzt ist kein Heiler, sondern ein Helfer). «Todo médico ha jurado no hacer nada para acortar la vida del hombre. Que la vida humana sea feliz o desgraciada, que tenga valor o carezca de él, eso no es asunto suyo. Si alguna vez opta por admitir eso en su trabajo, las consecuencias serán imprevisibles. Y el médico se convertirá en el hombre más peligroso dentro del Estado»[9]. (Décadas más tarde, el régimen de Hitler pondría de relieve lo certero de esta advertencia).
Entiendo que ha de valorarse como un verdadero progreso −que la Ética médica en buena parte debe a la Bioética llamada personalista[10]− el reconocimiento de que el paciente no es un menor de edad, cuando efectivamente no lo es, y de que ha de poder decidir sobre cuestiones relativas a su salud. Pero el criterio de respetar la autonomía del paciente no puede ser hegemónico sobre el de la no-maleficencia. Si a costa de su propia autonomía profesional, el médico se deja seducir por los cantos de sirena del hipertrofiado concepto de autonomía que se ha abierto camino en el imaginario hoy dominante, toda la carga ética de las profesiones sanitarias queda en entredicho. Una de las consecuencias más visibles de esa hipertrofia es la aparición y el incremento brutal de la llamada «medicina defensiva». Desafortunadamente, en algunos ambientes médicos se van imponiendo usos muy poco humanos y éticos en la forma de relacionarse con los enfermos −por ejemplo, a la hora de informarles acerca del proceso y tratamiento de su enfermedad−, que en buena parte se explican porque los sanitarios han de tener siempre a la vista las eventuales consecuencias −sobre todo las penales− de lo que hacen. El impacto destructivo que una autonomía disparatada acaba teniendo en el ethos de la relación médico-paciente es, a mi juicio, mucho peor que el que antiguamente podría tener el paternalismo.
Equilibrar la conciencia moral del médico con las legítimas exigencias de la autonomía del paciente no siempre es tarea sencilla. La cuestión es delicada, pues hay aspectos de ella que razonablemente deben ser atendidos. E. Montero señala, entre otros, el derecho del enfermo a mantener un diálogo abierto con el equipo médico, el respeto a su libertad de conciencia, el derecho a saber en todo momento la verdad sobre su estado, a no sufrir inútilmente y a beneficiarse de las técnicas médicas disponibles que le permitan aliviar su dolor, el derecho a aceptar o rehusar las intervenciones quirúrgicas a las que le quieran someter, a rechazar remedios excepcionales o desproporcionados en fase terminal, etc.[11].
El discurso acerca del consentimiento informado responde a una inquietud socio-cultural que en sí misma es legítima. Pero cuando se llega a invocar la autonomía del paciente sin límite alguno, las cosas se sacan de su quicio. En términos generales, es lo que ha pasado con cierta manera de entender la autonomía. En efecto, hoy resulta familiar a muchos –y no sólo en el contexto anglosajón, donde se ha hecho valer por influjo de los planteamientos de J. Stuart-Mill, J. Rawls o R. Dworkin–, la representación de que cada uno tiene el derecho de buscar su propia felicidad a su manera, sin otro límite que el respectivo derecho del vecino a sus propios proyectos felicitarios. Sin admitir de entrada nada parecido a una vera felicitas, se proclama como un derecho humano inalienable, a cuyas órdenes ha de ponerse el Estado de forma incondicional.
En el imaginario social dominante, la «autonomía» se ha convertido en título para reclamar «derechos» que no son más que deseos individuales, supuestamente inocuos para la sociedad. En conexión con los grandes circuitos de difusión cultural, los jerarcas mediáticos de la corrección política se dedican a rebuscar, entre las minorías zaheridas en sus legítimas aspiraciones, razones para lucrar nuevas simpatías y apoyos, y así se inventan formas de justicia histórica que no hacen más que avalar socialmente el egoísmo. Con una «hoja de ruta» cada vez menos disimulada, esas formas de justicia histórica pasan a la agenda política de gobiernos autodenominados progresistas, e incluso de agencias internacionales −sobre todo, algunas oficinas de la ONU− que a través de sus recomendaciones las hacen valer como derechos humanos (de «tercera», o incluso de «cuarta generación»). La factura de casi todos esos nuevos derechos, sin embargo, acaban pagándola las instituciones auténticamente solidarias −ante todo las familias−, que siempre quedan injustamente discriminadas en esos repartos.
En los países de nuestro entorno no son pocos los que creen que el sistema público de salud ha de ofertar el menú de prestaciones de salud física, psíquica e incluso «social» −tal como la entienden los valedores de la «igualdad» y de la ideología del gender−, así como que el colectivo médico integrado en él ha de estar dispuesto, en su caso, a dispensar entre ellos la muerte a quienes soliciten esa «ayuda», bien para sí mismos tras la deliberación y decisión autónoma del interesado, o bien para sus hijos o padres cuando se presuma que tienen disminuida su capacidad de deliberación y decisión autónoma. Pero como ha señalado C. S. Lewis, esa imagen sociocultural de una autonomía y libertad sin límites es esencialmente equívoca: «El poder del hombre para hacer de sí mismo lo que le plazca significa el poder de algunos hombres para hacer de otros lo que les plazca»[12].
En definitiva, quienes no hablan más que de la autonomía del paciente como criterio hegemónico de decisión, acaso no de forma consciente en medio del adocenamiento que esto provoca, pero de hecho suponen que la profesión médica ha de ponerse a disposición de los diseños de ingeniería social que promueven algunos ideólogos y analistas sociales. Se cumplen así, con bastante exactitud, las previsiones de Hufeland.
El resultado de confundir el recto sentido de la autonomía del paciente, incluso a costa de la autonomía profesional del colectivo médico, es que los miembros de este acaban insertándose masivamente en un plexo de acciones y relaciones que van mucho más allá de su competencia y misión, poniendo en riesgo no sólo la autonomía de la profesión, sino también el alto prestigio moral con el que históricamente la han desempeñado la inmensa mayoría de sus miembros, dando una imagen social de fiabilidad que ha hecho posible que en muchos aspectos fuesen percibidos como los mejores y más abnegados profesionales, los dotados de un mayor sentido vocacional. En virtud de ese fuerte peso moral asociado a su trabajo, en la tradición occidental se ve al médico como una buena persona experta en el arte de curar (vir bonus, medendi peritus).
Como consecuencia de esta mutación en los parámetros sociomorales con los que se percibe la profesión, parece que hoy más bien habría que esperar de los médicos que sean funcionarios eficaces del sistema de previsión social, eficientes dispensadores de servicios biosanitarios a la carta, sin más límites que:
a) lo técnicamente imposible;
b) lo administrativamente equitativo;
c) lo políticamente correcto, tal como lo definen los grupos de presión mejor implantados mediáticamente.
Un indicio significativo de dicha mutación es que cada vez se habla menos de la profesión médica como colectivo. Parece que de sus miembros no se espera que «profesen» casi nada con verdadera convicción, sino que se integren dentro del sistema público de Salud.
Por su parte, el concepto de «salud» que maneja el discurso social dominante es bastante más amplio y difuso que hace décadas. Parece que hace saltar las dimensiones relativamente abarcables en las que se movía hasta hace no mucho el trabajo de los médicos, y las expectativas sobre lo que ellos pueden y deben hacer, que es curar o aliviar enfermedades. Para que se entienda bien esto basta acudir a la definición que propone la Organización Mundial de la Salud: «Salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades». Esta definición compleja podría equipararse semánticamente a la descripción de la felicidad, la bienaventuranza o la beatitud. Expresa una situación literalmente inalcanzable en esta vida. De acuerdo con ella, habría que decir que todo ser humano está enfermo.
Sea lo que fuere de esto, los asuntos de salud pública son competencia más de la administración del Estado que de los médicos. Lo que ante todo compete al médico −y le compromete ante la sociedad− es tratar de curar o aliviar a los enfermos. Sin duda tiene una responsabilidad social que no se limita tan solo a sus pacientes, y que afecta a cuestiones de higiene y salud pública, pero su tarea principal no es construir un mundo feliz y una sociedad más saludable; no puede esperarse de él que sea un proveedor técnico de bienestar. La Ética médica es más simple: prescribe que el médico intente curar; si esto no es posible −y llega un momento en que ya no lo es−, que trate de paliar el dolor y acompañar en el trance de muerte, tanto al paciente como a sus allegados. Ahí reside la entraña ética de su profesión, y el profundo alcance humano y humanístico de la labor del médico.
La naturaleza es la que sana, el médico tan solo cura, afirma Hufeland siguiendo la senda de Hipócrates: Natura sanat, medicus curat[13]. En este equívoco deslizamiento del curar al sanar puede percibirse el síntoma característico de una mutación paradigmática de los parámetros en los que se movía hasta hace no mucho el ethos médico. Hoy la Bioética aparece comprometida en una empresa sobrehumana: hacer un mundo más justo y autónomo, construir una sociedad más sana y feliz. El foco de atención se va desplazando progresivamente desde el paciente hasta el sano, desde la atención al débil a la protección del fuerte. En cambio, la Ética médica se mueve más por la ayuda al necesitado que por el mantenimiento de un alto nivel de «calidad de vida». Y así se define dentro de un marco más humano y abarcable: la vulnerabilidad inherente a la condición humana. La Ética médica no desciende del Olimpo −la definición de salud de la OMS− ni deriva sus criterios de principios abstractos, sino que se induce a partir del ethos del cuidado (care, como dicen los anglosajones), de la atención inmediata −no mediada− a seres humanos reales que la necesitan. Se estructura desde el espacio de la confianza, que es la que confiere sustancia ética a la relación médico-paciente. El contacto que se establece entre alguien que necesita ayuda y alguien que puede suministrarla da contenido concreto al principio de beneficencia, que ante todo es posible porque quien pide esa ayuda tiene la certeza moral de que la persona a quien se dirige, al menos no va a pretender dañarle (no-maleficencia). Sólo puedo confiar en quien sé que no tiene una intención perversa hacía mí.
Pese a haber vivido en el siglo V a.C., aún se considera a Hipócrates el patriarca de la Medicina moderna, pues es quien sistematiza la práctica clínica desgajándola de las artes curativas. Nacido en la isla de Cos, en el mar Egeo, fundó allí una Escuela de Medicina en la que sometió a una disciplina racional las técnicas curativas hasta entonces vigentes, muchas de ellas próximas a la magia. Comenzó a registrar protocolos clínicos basados en una observación patológica pormenorizada, entendió la importancia de establecer la etiología de las enfermedades y de inducir su presencia a partir de síntomas característicos, descubrió el valor de la historia clínica y de ciertos conocimientos de tipo pronóstico de cara a plantear las terapias más razonables, etc.
Pero su principal legado, que ha consolidado la Medicina como una profesión de ayuda con una importante carga de humanismo, es la enseñanza de que el médico no ha de limitarse a ver enfermedades, sino que debe ver siempre detrás de ellas a los enfermos, es decir, a personas con necesidades y carencias (pacientes).
Lo más destacable de la tradición hipocrática es el alto grado de exigencia ética que desde entonces el imaginario colectivo ve asociado a la práctica médica. Los discípulos de Hipócrates comenzaban su ejercicio profesional con una declaración de principios −el famoso juramento hipocrático− que sobre todo implicaba una autoexigencia y compromiso moral: «Aplicaré mis tratamientos para beneficio de los enfermos, según mi capacidad y buen juicio, y me abstendré de hacerles daño o injusticia». El médico hace suya esta convicción, y así es capaz de transmitirla a su vez a otros. En Occidente a los médicos se les suele llamar «doctores», no porque hayan hecho estudios de tercer ciclo universitario −muchos no los han hecho−, sino porque el espíritu de servicio característico de su ethos profesional y de su vocación les hace capaces de enseñar (docere), de transmitir −sobre todo con el ejemplo de un trabajo abnegado, siempre dispuesto a servir a quien lo necesite− un legado que entraña una fuerte carga ética.
Desde Hipócrates, la Ética médica exhorta a la prudencia, al buen hacer del que el médico es capaz según su formación, y según la experiencia y oficio que haya logrado acopiar con su práctica. Estimula a solicitar el parecer de los colegas cuando hay dudas sobre la terapia a aplicar, le invita a contrastar con ellos el propio juicio, dado que la Medicina no es una ciencia exacta y las posibilidades de acometer con éxito un tratamiento nunca están garantizadas por completo. Tampoco puede decirse que una opción buena haga que sean malas todas sus alternativas. Cómo haya de actuar en cada caso es algo que al médico se le esclarece en el juicio prudente y contrastado.
La ética hipocrática no es un código de buenas prácticas. Hipócrates no dice mucho a sus discípulos sobre lo que positivamente han de hacer en el ejercicio de su profesión: la conciencia moral y profesional de cada uno será siempre la instancia decisiva. Pero sí dice algo muy concreto sobre lo que un médico nunca debe hacer, como médico: matar. Esto señala un límite negativo dentro del que han de comprenderse todas sus posibilidades de acción. Ceñirse a ese límite en ningún caso supone una restricción a su iniciativa, a su actividad como médico. Más bien implica garantizar, positivamente, que lo que hace es un acto médico.
Dar muerte a otro ser humano nunca puede considerarse un acto médico. Hipócrates exigía a sus discípulos un compromiso que tiene dos aspectos: uno positivo, muy general, y otro negativo, muy concreto. Ser médico significa asumir un principio incondicional de conciencia que ha pasado a la historia de la Medicina como paradigma del buen hacer: el médico ha de dispensar un profundo respeto a toda vida humana desde la concepción hasta la muerte natural. Solo con esta convicción, ciertamente, el médico no resuelve su tarea, pero sin ella es imposible ejercer la Medicina. La conciencia no puede suplir la ciencia y el arte de curar; es una guía que marca el norte sin indicar el camino concreto a seguir. Mas la actitud que preceptúa sí que tiene consecuencias concretas, al menos estas dos: «No dispensaré a nadie un tóxico mortal activo, incluso aunque me sea solicitado por el paciente; tampoco daré a una mujer embarazada un medio abortivo».
El estado actual de muchas discusiones de la bioética académica refleja un modo de ver las cosas según el cual el juramento hipocrático habría de tenerse poco menos que de «fundamentalista»: algo obsoleto e inadaptado a las exigencias de los tiempos que corren, tan reacios a dejar sitio a la representación de algo parecido a un deber categórico, a un mandato absoluto. Eso sería «absolutismo». Hace ya tiempo que el pluralismo axiológico pide más bien actitudes relativistas, o, lo que parecería ser lo mismo, ir con más calma: No hay que tomarse las cosas a la tremenda; no todo es blanco o negro, hay una amplia escala de grises. Todo depende de las circunstancias.
Naturalmente, la «circunspección» es un aspecto de la prudencia, y consiste en atender a la circunstancia…, pero sin perder de vista la sustancia. En las cuestiones prácticas, prudenciales, casi todo depende de las circunstancias, y, por tanto, es relativo a ellas. Pero todo no. Hay algo que en ningún caso un médico puede hacer. Hoy día, buena parte del gremio de los bioeticistas exhibe una pose muy circunspecta, pero que la mayoría de ellos identifica con el «relativismo»[14].
Hace no mucho intenté mostrar que la circunspección nada tiene que ver con el relativismo. Hay que distinguir la postura del relativista, que niega toda verdad moral, de la actitud característica de la persona prudente, que se esfuerza por encontrar la verdad práctica in concreto[15]. Desde luego, la tradición hipocrática ha consolidado el valor intangible de la vida humana, o, por decirlo con toda precisión, su «sacralidad». En todas las culturas, la categoría de lo sagrado viene a coincidir con la idea de lo que «no se toca», lo contrario de lo profano, que es lo que todo el mundo manosea (por ejemplo, el dinero, que pasa de mano en mano). Eso no admite medias tintas, siempre se ha interpretado en términos absolutos. La sacralidad de la vida humana no implica, como es natural, la prohibición de intervenir en ella, sino el deber de hacerlo siempre médicamente, es decir, con la intención beneficente de curar, y si esto ya no es posible, al menos de paliar y acompañar al paciente y a sus familiares, tratando de sostenerles en las mejores condiciones posibles hasta que la vida se extinga de forma natural.
Cruzar el Rubicón, aquí, es simplemente abandonar la Medicina. Mejor dicho: corromperla.
Reconozco que la comparación de las prácticas eutanásicas actualmente legalizadas en algunos países con lo que hicieron los nazis a partir de 1939 −el Tercer Reich fue el primer régimen político que legalizó la eutanasia− puede resultar sumamente ofensiva, tanto para los médicos que la practican donde es legal, como para quienes la promueven donde aún no lo es[16]. No me cabe duda de que las intenciones que mueven a estas personas pueden ser buenas, en todo caso más aseadas que las de los nazis, que buscaban el exterminio masivo de quienes consideraban indeseables, bien por razones raciales, o bien por ser ideológicamente «degenerados». En algunos casos, el uso despiadado de seres humanos como material experimental para investigaciones médico-militares hace todavía más intolerable la mera insinuación de cualquier punto de contacto, insisto, en cuanto a las intenciones. Ya solo el hecho de que los nacionalsocialistas aplicaran la eutanasia de manera forzada, sobre todo por razones eugenésicas, constituye una singularidad que obliga a distinguir esas acciones criminales de las de quienes tan solo pretenden ayudar a quien desea morir. Ahora bien, dicho esto, me parece que hay que indicar dos cosas:
A) El lenguaje empleado por unos y otros es bastante parecido, no en cuanto a los ecos ticos connotados, pero sí en lo que denota el sentido obvio, ostensivo, de las expresiones que usan. Naturalmente no todos, pero algunos de los argumentos que hoy se aducen para justificar la eutanasia, muestran una notable familiaridad semántica con los de los nazis. Dicha familiaridad ha sido puesta de relieve, con más conocimiento de causa que yo, por algunos alemanes[17].
B) La decisión «autónoma» del paciente, invocada por los actuales valedores de la eutanasia, en la práctica acaba siendo algo sumamente relativo, y equívoco.
Muchos bioeticistas discurren sobre un supuesto que habrían de aclarar mejor, a saber, que dar muerte podría en algunos casos ser un beneficio para el paciente. En auxilio de esta representación fácilmente acude la imagen estereotipada del cowboy que, por compasión hacia su caballo que se ha quebrado una pata, le dispara un tiro para evitarle más padecimientos[18]. Pero igualmente debería acudir, en este caso más a la memoria que a la imaginación, la forma en que los nazis encargados de ejecutar la solución final de los judíos en Europa se referían a los campos de exterminio: «fundaciones caritativas del Estado». Lo narra Hannah Arendt con bastante precisión en su crónica sobre el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, en 1961. El lector me disculpará que reproduzca una larga cita, pero en este caso vale la pena traer las propias palabras de Arendt:
«Entre el mes de diciembre de 1939 y el de agosto de 1941, alrededor de cincuenta mil alemanes fueron muertos mediante gas de monóxido de carbono, en instituciones en las que las cámaras de la muerte tenían las mismas engañosas apariencias que las de Auschwitz, es decir, parecían duchas y cuartos de baño. El programa fracasó. Era imposible evitar que la población alemana de los alrededores de estas instituciones no desentrañara el secreto de la muerte por gas que en ellas se daba. De todos lados llovieron protestas de gentes que, al parecer, aún no habían llegado a tener una visión puramente “objetiva” de la finalidad de la medicina y de la misión de los médicos. La matanza por gas en el Este −o, dicho sea en el lenguaje de los nazis, la manera “humanitaria” de matar, “a fin de dar al pueblo el derecho a la muerte sin dolor”− comenzó casi el mismo día en que se abandonó tal práctica en Alemania. Quienes habían trabajado en el programa de eutanasia en Alemania fueron enviados al Este para construir nuevas instalaciones, a fin de exterminar en ellas a pueblos enteros. Quienes tal hicieron procedían de la Cancillería de Hitler y únicamente entonces fueron puestos bajo la autoridad administrativa de Himmler. Ninguna de las diversas “normas idiomáticas”, cuidadosamente ingeniadas para engañar y ocultar, tuvo un efecto más decisivo sobre la mentalidad de los asesinos que el primer decreto dictado por Hitler en tiempo de guerra, en el que la palabra “asesinato” fue sustituida por “el derecho a una muerte sin dolor”. Cuando el interrogador de la policía israelí preguntó a Eichmann si no creía que la orden de “evitar sufrimientos innecesarios” era un tanto irónica, habida cuenta de que el destino de sus víctimas no podía ser otro que la muerte, Eichmann ni siquiera comprendió el significado de la pregunta, debido a que en su mente llevaba todavía firmemente anclada la idea de que el pecado imperdonable no era el de matar, sino el de causar dolor innecesario. (…) El nuevo método de matar indicaba una clara mejora de la actitud adoptada por el gobierno nazi para con los judíos, puesto que al principio del programa de muerte por gas se expresó taxativamente que los beneficios de la eutanasia eran privilegio de los verdaderos alemanes. A medida que la guerra avanzaba, con muertes horribles y violentas en todas partes −en el frente ruso, en los desiertos de África, en Italia, en las playas de Francia, en las ruinas de las ciudades alemanas−, los centros de gaseamiento de Auschwitz, Chelmno, Majdanek, Belzek, Treblinka y Sobibor, debían verdaderamente parecer aquellas “fundaciones caritativas del Estado” de que hablaban los especialistas de la muerte sin dolor»[19].
Indudablemente, hay una diferencia entre lo que en aquellos oscuros días hicieron los nacionalsocialistas, sin el consentimiento de sus víctimas, y lo que proponen hoy los partidarios de la eutanasia, que en teoría es ayudar a dejar de vivir a quienes libremente lo desean. Digo «en teoría» porque en la práctica eso no es tan claro, al menos en Holanda, el primer país europeo que aprobó una ley de eutanasia después de la del Tercer Reich de Hitler. Según datos de un informe elaborado en 1991 por la Fiscalía del Estado holandés, el 25% de los casos de muerte «a petición» en ese país se produjeron sin expresa «petición» del paciente: la eutanasia involuntaria se ha visto justificada por la necesidad de que el médico tome decisiones en lugar del paciente que ve disminuida su lucidez y autonomía[20].
La gravedad de esa decisión «médica» parece atenuada por el hecho de que en ella el sanitario interpreta –como si de un oráculo se tratara– la «presunta voluntad» del paciente, que la precaria situación de este le impediría expresar: «Si el paciente tuviera plena conciencia, en sus actuales circunstancias seguramente desearía…». Eso es una ratonera: no hay salida posible frente a este mecanismo perverso. Un médico que por una sola vez admite este planteamiento entra ya de modo inevitable en el círculo de una lógica violenta. O bien se da cuenta de que ha obrado erróneamente, se arrepiente y no lo hace más, o bien lo considerará por principio justo y bueno en todos los casos parecidos que se le presenten. Incluso si el paciente no exige que se le mate, si el médico ya lo ha hecho alguna vez, en cualquier otra ocasión podrá interpretar los intereses bien entendidos del paciente, arrogándose un acceso privilegiado a la intimidad subjetiva de este que en algunas circunstancias ni siquiera el propio interesado puede tener[21].
Hay algo en lo que coinciden los argumentos que empleaban los nazis para sustentar ideológicamente sus prácticas eutanásicas, y los que se apoyan en la decisión autónoma del paciente, y es la apelación que en ambos discursos se produce a un peculiar concepto de «compasión», aplicándolo precisamente a la acción de matar.
Para algunos −en todo caso para mí−, sigue siendo una incógnita el modo en que la propaganda racista del Tercer Reich logró que muchos alemanes ilustrados −en no pocos casos gente de gran talla intelectual y, por otros motivos, de intachable rectitud moral− miraran hacia otro lado en el asunto del asesinato masivo de judíos. Pese a las habituales alusiones a la coacción de la policía secreta del Estado (Gestapo), y a otros factores cuya influencia indudablemente no puede desdeñarse, sigue teniendo un punto de misterio insondable que las autoridades del régimen nacionalsocialista lograran hacer pasar a los judíos como «indeseables» (Unerwünscht), a los enfermos mentales −más adelante también a enfermos con patologías incurables o hereditarias− como «cápsulas humanas vacías», «existencias lastradas» o como «vidas que no merecen ser vividas» (lebensunwürdigen Leben), y que mucha gente no pusiera el grito en el cielo al saber que eran exterminados como si fueran ratones o bichos; en forma que nadie admitiría ni siquiera para los criminales de la peor laya (Verbrecher). Pero aún menos comprensible es que, para justificar la eutanasia y la eugenesia como una supuesta «salvación» (Heilung) del pueblo alemán −por la necesidad de adelantar los plazos de la naturaleza y ahorrar para los jóvenes y fuertes los recursos que ahora detraen los más débiles−, se llegara a hablar de «compasión» y de «piedad» (Gnadentod, Wohltat).
Es verdad que Alemania ha aprendido la lección, y allí no se puede disimular el inequívoco tufo que desprenden palabras como eutanasia, eugenesia, o incluso demografía. En ese país aún estremece el nombre de Hadamar, localidad actualmente ubicada en el Estado de Hesse, conocida por tener en sus alrededores un famoso hospital psiquiátrico que en los años treinta del siglo pasado era una institución de renombre internacional. El régimen de Hitler lo destinó para integrarse en la red de instalaciones sanitarias que ejecutarían la que en el lenguaje de la burocracia nazi recibió el nombre en clave de T-4 Aktion, consistente en la eliminación sistemática, primero de enfermos mentales, y más tarde también de otros pacientes con enfermedades incurables. Al principio morían de inanición; después, con inyecciones letales, o dosis letales de fármacos baratos; finalmente se instaló una cámara de gas. En pocos meses hubo casi 14.500 víctimas solo en Hadamar. (Según los expedientes documentados, el total de víctimas de la T-4 Aktion en el territorio del Reich fue de 275.000 personas). Médicos y enfermeras de una institución sanitaria de reconocido prestigio traicionaron su juramento y colaboraron en el exterminio con un fin «piadoso»[22].
Alemania está llena de Gedenkstätte, lugares e instalaciones destinados a honrar la memoria de tantas víctimas de aquello[23]. «Evocarla −decía en 2001 el entonces Presidente de la República Federal, Johannes Rau, ya fallecido− es para nosotros una obligación» (das Gedenken an die Opfer ist uns Verpflichtung)[24]. Y bastó esa simple alusión para zanjar la querella que mantenía con el entonces canciller federal, Gerhard Schröder −también socialdemócrata, como él− a propósito de si habría que autorizar la investigación con células madre de embriones humanos y la compra en el extranjero de líneas estaminales para desarrollar la medicina reproductiva (Reproduktionsmedizin), de manera que la industria farmacéutica alemana no pierda su ventaja competitiva en el mercado internacional. Ese objetivo no puede justificar que se desguacen embriones humanos −es decir, seres ya humanos en estado embrionario−, tratándolos como si fueran cobayas. También Josef Mengele quería hacer progresar la ciencia.
Es un signo alentador para el ethos médico que, poco después del discurso de Rau, una representación significativa de la profesión −el Consejo de los médicos alemanes, Bundesärztekammer, reunido en Ludwigshafen en el 2003− votara mayoritariamente contra la investigación con células estaminales y contra la eutanasia (en aquellos años hubo alguna tímida tentativa de abrir el debate en Alemania)[25].
El caso de Holanda es muy distinto. Es de deplorar que el colectivo médico holandés haya variado tanto en unos cuantos decenios. Bajo la ocupación nazi tuvo una conducta intachable. Pese a las presiones de la administración ocupante, se negó masivamente a colaborar con la política eutanásica y eugenésica. Cuando fueron instados a elaborar listas de enfermos para los mataderos, la mayor parte de los médicos holandeses entregaron a las autoridades documentos de renuncia a su licencia profesional. Sin embargo, hoy parecen dispuestos a secundar la corriente imperante, que se vende con argumentos calcados a los de entonces: ahorrar recursos y piedad. A los pacientes que son una carga inútil para la sociedad se les indica discretamente la salida. Si no son «solidarios» y no lo solicitan ellos mismos, entonces entra en escena la autonomía «ayudada», o la voluntad «presunta». Es significativa la cantidad de holandeses que, llegados a cierta edad, deciden ir a pasar sus últimos años en asilos y residencias de ancianos en Alemania. En la localidad alemana de Bocholt, fronteriza con Holanda, hay una muy conocida para residentes del país vecino. Se comprenden bien los temores que en personas de avanzada edad pueden despertarse en un país en el que tan solo el 11% de los médicos se declara indispuesto a practicar la eutanasia en ningún caso. Al fin y al cabo, mientras que en el suicidio el que mata muere, en la eutanasia el que mata no muere, y sigue atendiendo pacientes.
Naturalmente, no todos los médicos han experimentado los cambios antedichos. En descargo de Holanda hay que decir que allí fue fundada −y presidida durante años por el médico holandés Karl Gunning− una sociedad que tiene este sorprendente nombre: «Federación Mundial de Médicos que respetan la Vida Humana». Ya desde mucho antes de la aprobación de la Ley de Eutanasia del 2002, Gunning no cesó de denunciar la pendiente resbaladiza que, comenzando por los enfermos incurables, y pasando por los aquejados de «enfermedades mentales y psicosociales» tales como «la carencia de habilidades sociales, de recursos financieros, la soledad, la fatiga o la pérdida de la autonomía», ha terminado recientemente admitiendo la eutanasia infantil.
Hace años también detectaba algo parecido en Bélgica Etienne Montero, profesor de Derecho en la Universidad de Namur, que veía inminente la salida del debate en ese país, tan peligrosamente vecino a Holanda. Montero señala que las expresiones del tipo «ayudar a morir», así como las usuales referencias a la compasión o a la solidaridad sugieren altruismo, espíritu de servicio, generosidad, etc., e indudablemente concitan la simpatía de todos. Pero una cosa es auxiliar a un enfermo en el trance de muerte −acompañándolo y tratando de reconfortarle y aliviarle−, y otra muy distinta es matarlo. «La petición del paciente se ha convertido en un elemento esencial en la justificación filosófica, política y jurídica de la eutanasia. El derecho a morir con dignidad es uno de los principales argumentos utilizados para promover la legislación de la eutanasia. (…) Estamos aquí ante una deformación del lenguaje. El “derecho a una muerte digna” es un eufemismo que se utiliza para designar el “derecho a que otro nos dé muerte”. Bajo el legítimo pretexto de rechazar el empeño terapéutico, la expresión estigmatizada avala el hecho positivo de matar a alguien. Sin embargo, es evidente que este caso no puede asimilarse al hecho de dejar que la muerte acontezca, sin poner en práctica medios inútiles y desproporcionados con el único fin de prolongar una vida abocada a la muerte»[26].
En efecto, una cosa es que el médico deba evitar esa forma de sobreactuación conocida como «ensañamiento terapéutico» −es decir, que le dejen a uno morir cuando le toca−, y otra bien distinta es interpretar ese derecho a morir con dignidad en forma tal que implique el deber, por parte del médico, de matar dignamente, que en estricta lógica le sería correlativo, caso de que se entienda aquel «derecho» como lo hacen los partidarios de la eutanasia, a saber, como un derecho subjetivo del paciente. (Es titular de un derecho subjetivo el sujeto que puede reclamar a otro sujeto el cumplimiento de un deber exigible. Dicho de otra forma, la efectiva tutela de un derecho subjetivo implica que el ordenamiento jurídico impone la correspondiente obligación a la contraparte). Nadie puede tener el derecho de exigirle a otra persona que se encanalle, que cometa una vileza. Pero hace falta tener la mente muy aturdida para no ver la «lógica» que llevaría a inferir el deber de matar dignamente del derecho a morir con dignidad. Ahora bien, con toda naturalidad se invoca la autonomía del paciente para reclamar sus derechos, al tiempo que se desprecia la dignidad moral del médico y su autonomía profesional para exigirle el respectivo «deber».
A fin de capear la expresión que correspondería emplear −«matar dignamente»−, se hace uso de otra más indolora: «ayudar» a quien lo pide. Pero se trata de un eufemismo, como dice Montero. Hace años traté de explicarlo de la siguiente manera: «No es posible eludir el hecho de que el médico que practica la eutanasia no se limita a ayudar a un suicidio, en el sentido de suministrar un mero “auxilio” material a una voluntad distinta y autónoma que formalmente lo solicita. La acción de inyectar un fármaco letal no es involuntaria, aunque en apariencia se limite a secundar la voluntad ajena. La razón es que no se muere −de la misma forma que tampoco se vive− merced a un acto de voluntad. Aunque la muerte pueda ser voluntaria, morir no es, stricto sensu, un acto de voluntad, toda vez que no es lo mismo el intencional querer morir que el efectivo dejar de vivir, y si frente a lo primero la medicina cuenta con recursos –tratamientos, por ejemplo, contra la depresión en determinadas fases– frente a lo segundo nada puedehacer. Quien practica la eutanasia no lo hace empleando la sugestión mayéutica, o aunando su voluntad con la de quien desea dejar de vivir, sino administrándole una sustancia letal y, por tanto, poniendo activamente unos medios naturalmente orientados por una intencionalidad muy concreta»[27].
Hay que recalcar que, por muy comprensible que sea, en un momento dado, que alguien tenga el deseo de morir, de este deseo no puede derivarse la capacidad moral, ni legal, de exigirle al médico que lo mate. ¿Dónde quedaría, entonces, la autonomía y la libre decisión del médico? En casos de este tipo, lo primero que debe hacer un médico es comprobar si el paciente no sufre una depresión pasajera u otra alteración que le lleve en esas circunstancias a solicitar que le ayuden a morir. Lo que realmente piden esos enfermos no es la muerte, sino que se les alivie el dolor y los demás síntomas que les hacen sufrir. La experiencia unánime en todas las unidades de cuidados paliativos es que cuando a estos enfermos se les trata con delicadeza humana y competencia profesional, afrontan −ellos y sus familias− esa última etapa de su vida con paz y serenidad. La opción por los cuidados paliativos es la de aliviar el sufrimiento de esas personas, mientras que la eutanasia opta por eliminarlas a ellas: lo primero, además de ser más humano y creativo que lo segundo, es lo único que el médico puede hacer como médico.
Hay que comprender el deseo de morir, pero eso no quiere decir que haya que secundarlo. En el acto médico como tal −es decir, en la conducta del médico−, lo decisivo no es el deseo del paciente −aunque este deba ser escuchado y, en la medida de lo posible, secundado−, sino el juicio del profesional. Si alguna vez el médico cede en esto, ya quedará fijado como criterio el deseo, incluso presunto, aunque eventualmente no lo haya solicitado el paciente.
Cuando una persona quiere suicidarse no es porque busque la muerte como algo en sí mismo deseable, sino porque la situación que está viviendo se le hace insufrible y quiere huir de ella como sea. Los médicos saben que la inmensa mayoría de las personas que intentan suicidarse padecen una depresión. En las sociedades civilizadas, al suicida se le intenta ayudar −humana, médica, psicológicamente− para que desista de su propósito. Si en lugar de eso se decide ayudarle a cometer el suicidio, algo muy serio se está deteriorando ahí. Alguien dijo −y estoy completamente de acuerdo− que el grado de civilización de una sociedad se mide por el modo en que ayuda a sus miembros más necesitados.
Por su parte, tampoco debe pasarse por alto que en el discurso favorable a la eutanasia, de forma implícita pero clara −para quien está atento al rigor de la lógica−, se produce una identificación entre vida digna y salud, o incluso bienestar, y, a la inversa, entre indignidad y decrepitud o enfermedad. Ahora bien, ¿estarían dispuestos los promotores del derecho a morir con dignidad a asumir las consecuencias de semejante afinidad semántica? ¿Podrán evitar fácilmente el tufo nazi que dicha identificación exhala? Además, ¿qué pretenden sugerir cuando emplean la expresión «muerte digna»? ¿Que las demás muertes no lo son, o no lo son tanto? ¿Acaso que es «indigno» morir de otra manera que la que ellos promueven? ¿A quién puede pasar desapercibida la gigantesca sofística desplegada con estos giros verbales?
Equiparar la dignidad con la salud es algo extremadamente problemático, pues una persona enferma o muy anciana en modo alguno pierde por ello la dignidad. Pienso que es precisamente en esos casos límite, que a menudo se aducen para justificar la eutanasia, donde cada uno pone de manifiesto la visión que tiene del ser humano: mientras unos ven al enfermo grave o al discapacitado como alguien que ha perdido su dignidad, otros consideran que el ser humano siempre conserva sudignidad por muy deteriorado que esté su organismo. Evidentemente, el modo en que unos y otros cuiden a esas personas será muy diferente.
Los altos estándares occidentales de «calidad de vida» (Lebensqualität, Wellness) y, sobre todo, la mentalidad que ha ido creciendo paralelamente a ellos, conducen a que a muchas personas se les antoje intolerable la mera representación de cualquier forma de dolor o padecimiento. Menos tolerable aún resulta la idea de la muerte. (Es significativa la cantidad de maneras de marginarla, incluso de sortearla en el lenguaje, zafándose de pronunciar abiertamente la palabra). Por una parte, sentir repugnancia hacia estas dos dimensiones de la realidad vital constituye un impulso espontáneo de la naturaleza de todo viviente. Que nuestra vida es vulnerable, y que se acaba −al menos la vida biológica− es algo que a todos nos perturba, más o menos. Pero si somos realistas advertimos que para todo ser vivo es tan natural nacer como morir, comenzar y terminar. Y entre medias, también es natural que haya de todo: placer y dolor, alegrías y amarguras.
Junto a esa protesta espontánea de la naturaleza viva ante el dolor y la muerte −que el humano comparte con todos los seres vivos−, la especie humana suministra a sus individuos −y esto sí constituye una singularidad suya− la aptitud para integrar esos elementos no sustraíbles de su trayectoria en una perspectiva biográfica unitaria. Las personas disponemos de recursos psicológicos para afrontar el dolor y la muerte. Se ha dado en llamar resiliencia a la capacidad de inmunizarnos frente a su lado más negativo. Ahora bien, una cosa es la natural aversión al dolor, y otra ignorar las aristas que levanta el simple transcurso del tiempo en la biografía de cada persona. La desazón que nos produce la expectativa de ambas realidades no nos puede llevar a eludirlas ciegamente.
Al contagiarse de esta ceguera, el concepto de compasión que manejan los partidarios de la eutanasia acaba revistiendo un sesgo peculiar. Si hay que intentar evitar el padecimiento, pero vivir implica necesariamente padecer, convivir con otras personas también implicará compadecer. Mas si de lo que se trata es de sacudirse a toda costa el dolor, porque es el mal absoluto, la única formade lograrlo es no-vivir. Así, de manera implícita −a veces también explícitamente− se acaba imponiendo una paradójica idea de compasión en la que se articulan estas dos representaciones:
1) una explícita, o patente, de acuerdo con la cual compadecerse de alguien no significa «padecer con» él, sino justo lo contrario, a saber, ayudarle a que cesen todos sus padecimientos, a que deje de padecer;
2) otra, implícita, en la que de forma latente −pero diáfana para quien observa con atención la realidad moral−, la compasión con el «paciente» enmascara la auto-compasión de quien no tolera convivir con el padecimiento ajeno porque le enfrenta con el propio, le trae a la evidencia que eso también le afecta a él, y le acabará salpicando de una u otra manera, antes o después.
El contexto sociocultural del «primer mundo» es proclive a esta doble forma de seducción: anular el padecimiento e iterar la muerte. No es posible ignorar esta, pero sí aquel. ¿Cómo? Adelantando la muerte «sin dolor». Con la apariencia de compasión, en realidad la eutanasia pone de manifiesto una forma tremenda de inhumanidad, que, por un lado, es crecientemente insensible al dolor ajeno −de los pobres, enfermos, ancianos, inmigrantes− y, por otra, canta las alabanzas del Estado del bienestar, los niveles de «salud social», las medidas de profilaxis de todo tipo −el horror al tabaco, los alimentos sin colorantes, las bebidas isotónicas−, los gimnasios −templos del moderno culto para muchos−, y, en definitiva, los «estilos de vida» saludable acordes con la ditirámbica definición de la OMS. (Para los aristócratas de esta forma de salud, habría que sustituir el Decálogo judeo-cristiano por una moral −mera higiene social− reducida a dos únicas prohibiciones: no fumar y no engordar).
Los médicos con oficio saben que tratan con «pacientes», con personas vulnerables. En relación al cambio de mentalidad que se ha operado, en amplios sectores de las profesiones sanitarias, con respecto al valor de la vidaen pacientes terminales, hace años Gonzalo Herranz hacía la siguiente reflexión: «Una de las ideas más fecundas y positivas, tanto para el progreso de la sociedad como para la educación de cada ser humano, consiste en comprender que los débiles son importantes. De esa idea nació precisamente la medicina. Pero, a pesar de dos milenios de cristianismo, el respeto a los débiles sigue encontrando resistencia en el interior de cada uno de nosotros y en el seno de la sociedad. Hoy el rechazo de la debilidad es aceptado y ejercido en una escala sin precedentes. Ser débil era, en la tradición médica cristiana, título suficiente para hacerse acreedor al respeto y a la protección. Hoy, en ciertos ambientes, la debilidad es un estigma que marca para la destrucción. La medicina no es inmune a esa nueva mentalidad. Aquélla no tendría ya por fin exclusivo curar al enfermo y, si eso no es posible, aliviar sus sufrimientos y consolarle, sino restaurar un nivel exigente, casi perfecto, de calidad de vida. El hospital se convierte así en un taller de reparaciones: o arregla los desperfectos o destina a la chatarra. Así lo dicta la nueva aristocracia del bienestar y del control demográfico. La medicina deviene, en último término, un instrumento de ingeniería social»[28].
Hace una década describí en esta misma revista la situación del discurso bioético en términos de «aporía», dificultad teórica, una especie de callejón sin salida determinado por el hecho de que para ingresar en el llamado debate bioético se exige a algunos de los interlocutores −no a todos− una especie de neutralidad, algo parecido a la «ausencia de valoración» que Max Weber pretendía para el discurso científico (Wertfreiheit), lo cual, a juicio de no pocos, resulta imposible sostener de manera consistente[29]. En muchos de los foros en que se produce, el debate bioético funciona desde la perspectiva ideal −contrafáctica, diría Habermas− de lo que Kant llamó «ausencia de presupuestos» (Voraussetzungslosigkeit), algo así como un discurso ético no comprometido con supuestos «extraños», por ejemplo, de tipo metafísico o religioso. Pero es imposible que el discurso ético prescinda de supuestos metafísicos. Una cosa es que no comparezcan en la propia discusión, si de lo que se quiere discutir es de ética, y otra bien distinta es que no estén presentes y operantes. Reclamar tal neutralidad supone ir al debate con las cartas marcadas, toda vez que, quiéralo o no, también el que la demanda admite supuestos que no demuestra[30].
Por otro lado, quienes abogan por un discurso libre de presupuestos −o, igualmente en la antigua versión habermasiana, por un discurso libre de dominio (Herrschaftsfreidialog)−, no suelen reconocer su compromiso con el supuesto cientificista −según el cual la única racionalidad posible es la empírico-positiva−, que sin embargo asumen dogmáticamente. Hay que admitir la excepción de Daniel C. Dennett, que no tiene empacho alguno en profesar ese dogma. En su libro Consciousness Explained[31], Dennett manifiesta que había tomado una decisión previa frente a lo que denomina dualismo. Él tiene por dualista cualquier forma de aceptar una realidad psíquica o espiritual, y declara expresamente lo siguiente: «En la redacción de este libro me someto a un dogma, a saber, evitar el dualismo a cualquier precio. No dispongo de ningún argumento para impugnarlo. Pero pienso que, si se acepta el dualismo, se impide el acercamiento científico a la conciencia». En definitiva, Dennett se manifiesta indispuesto a cuestionar su monismo materialista que, como él mismo dice, es la condición a priori de toda investigación científica, y por tanto tiene que ser defendido como los dogmas de la religión. Habría que preguntar qué tipo de legitimidad racional puede invocar quien rehúsa aceptar cualquier forma de realidad que no sea la empíricamente verificable. Es como si alguien negara la existencia de lugares a los que aún no ha podido viajar él.
Que semejante postura no incluya −y no de forma tácita sino superexplícita− un compromiso del discurso mucho más allá de lo razonable, es algo que habría que aclarar mejor, pues dista de ser evidente que eso no sea un acto de pura credulidad. Es abusivo pretender que quienes intervienen en la discusión racional tengan que suscribir una especie de cláusula de neutralidad y demostrar que carecen completamente de presupuestos. La razón es que, como dicen los lógicos, ad impossibilia nemo tenetur, nadie está obligado a lo imposible, y efectivamente lo es dialogar sustrayéndose por completo de los elementos personales y existenciales del fáctico discurrir humano. Aquí está funcionando aún un viejo mito «moderno»: la necesidad de reconstruir el pensamiento desde cero. Incluso la tesis de la realidad −la afirmación de que hay algo además y más allá de las representaciones subjetivas− supondría un compromiso que la razón «crítica» no puede aceptar más que como resultado de su propio devenir, nunca como supuesto de él.
Frente a estos planteamientos habría que señalar que no hay ningún discurso humano libre de presupuestos. Toda argumentación remite a principios inargumentables −ineruditiones las denominan los lógicos medievales−, a partir de los cuales se demuestran proposiciones derivadas, sin poder ellos mismos ser demostrados. Si todo es demostrable, en último término nada lo es. Los principios mismos de la demostración no pueden ser demostrados.
Los primeros principios de la razón, tanto en su uso teórico como en el práctico, han de admitirse sin duda ni discusión (sine dubitatione et discursu), si lo que se pretende es llegar a decir algo consistente y sensato. No se puede demostrar que el todo es mayor que la parte, o que una cosa es distinta de su contraria, o que se debe respetar a los padres, o que no está bien torturarAristóteles, que sabía bien lo que es argumentar racionalmente, dijo en alguna ocasión que quien piensa que se puede maltratar a la propia madre no necesita argumentos sino azotes[32]. (Esta afirmación la hace alguien que, insisto, es muy amigo de los argumentos −es quien inventó la Lógica−, en ningún caso un skin-head).
Actualmente, más que hablar de un debate trucado habría que hablar de una situación «terminal» del debate bioético, o incluso de un no-debate ético en la Bioética académica. La razón de ello estriba en que en las últimas décadas ha ido perdiendo significatividad lo que Anselm Winfried Müller llama el «tabú» de la indisponibilidad de la vida humana, y que ilustra de una forma muy plástica con una anécdota que narra en su libro Muerte a petición: ¿piedad o crimen?[33]. Hace años tuvo lugar una controversia entre dos sociedades filosóficas con motivo de un simposio anual sobre ética aplicada. La Sociedad austríaca Ludwig Wittgenstein, que en esa ocasión lo organizaba, no invitó a un grupo de reputados miembros de la Asociación alemana de Filosofía Analítica, como solía hacer, aduciendo que se habían mostrado opuestos a la indisponibilidad absoluta de la vida humana, y precisamente no se les invitó porque se trataba de una reunión en la que se iban a discutir cuestiones de bioética. La Sociedad austríaca recibió una protesta formal procedente de la alemana, en la que se denunciaba «cualquier restricción a la libre discusión científica», y se acusaba a los colegas austríacos de una «sistemática exclusión de todo un sector de la comunidad científica», lo que suponía, según ellos, «un acto de sumisión a los enemigos de la libertad científica». A esto respondió, con notable serenidad, la junta directiva de la citada Sociedad austríaca, afirmando que los argumentos esgrimidos por la Sociedad alemana no merecían ser considerados. —Miren Vds. −venían a decir−: Nosotros vamos a hacer un simposio sobre ética. Algunos miembros prominentes de su asociación han cuestionado abiertamente aquello que hace posible una discusión sobre ética, que es justamente el valor incondicionado −digámoslo claramente, absoluto− del respeto a la vida humana en cualquier situación en la que esté. Y esto cierra el paso a cualquier discusión de naturaleza ética.
Desde el momento en que comenzó a hacerse progresivamente más tenue la percepción −tan vigorosa y diáfana en la tradición médica hipocrática− de que todo ser humano ha de considerarse acreedor a un respeto incondicional, cualquiera que sea la situación o estatus en que se encuentre, comenzó igualmente a colapsar la entraña ética del debate. En algunos foros bioéticos −sobre todo en muchas de las llamadas «comisiones de ética»−, lo más evidente, como por ejemplo el carácter incondicionado de la prohibición de matar, hoy ya no está tan claro para la mayoría de los interlocutores. Pero la fuerza de este imperativo categórico –absoluto– no puede ser atenuada en Ética, y eso tiene una consecuencia muy concreta. Lo primero que hay que hacer, si se quiere discutir de Ética, es excluir de la deliberación, sin más, ciertas conductas intrínsecamente perversas, y en concreto la de dar muerte a un ser humano inocente. En ningún caso, nunca. Eso «no es una opción», como les gusta decir a los norteamericanos.
El problema actual de la Bioética académica es que muchos de sus cultivadores admiten que esa prohibición pueda tener excepciones, y, por tanto, la relativizan. Hablando de la eutanasia −la muerte a petición, que es de lo que sobre todo habla en su libro−, Müller pone de relieve que cualquier paisano con sentido común que cree en la prohibición absoluta de matar al inocente, estaría en desventaja en una discusión bioética para defenderlo que sabe que es verdad. Tan solo armado de lo que los anglosajones llaman common sense −o los alemanes gesunder Menschenverstand, del sano sentido humano de ver las cosas−, se encontraría con serias dificultades discursivas y tendría que asumir el onus probandi, la carga de la prueba.
Pero precisamente esa vulnerabilidad retórica constituye el mejor «argumento» ético. Los axiomas básicos de la racionalidad no son susceptibles de erudición: no son conclusiones, son premisas. (Por la misma razón que los Derechos Humanos no se demuestran, sino que se proclaman, y la ONU lo hizo en el 1948 desde la traumática experiencia de uno de los regímenes políticos más inhumanos que ha contemplado la historia). Cabe discurrir desde esos axiomas, pero no sobre ellos. Exigirles una fundamentación (Begründung) es suicida para la razón misma, algo parecido −dice Müller− a remover las raíces de un árbol para comprobar si están en su sitio. Esos axiomas suministran la medida y criterio de valor moral a las conclusiones. Garantizar el valor axiomático −no fundamentable ni «eruditable»− del tabú, es decir, el carácter incuestionable de la sacralidad de la vida, desde su comienzo hasta su término natural, es a su vez lo que garantiza la índole ética del discurso, y la fiabilidad de sus resultados.
Es muy de lamentar que un importante sector del gremio bioético haya dejado de ser sensible a las evidencias éticas primarias, y que, con una lógica patizamba y moralmente descerebrada, pretenda justificar lo que no puede tener justificación alguna. Se trata, por cierto, del sector más prominente del gremio, de los que llevan ya más tiempo en el estrellato: D. Parfit, N. Hoerster, R. Harris, G. Meggle, P. Singer, J. Nida-Rümelin y otros. Por ejemplo, Singer defiende sin pestañear que un mono adulto posee más derechos humanos que un niño recién nacido (con mucha más razón si aún está por nacer). Por un lado, profesa una antropología materialista y, por otro, una moral enteramente espiritualista, de un solo precepto: evitar el vicio que denomina especieísmo, algo parecido a un prejuicio específico –propio de la especie humana– de privilegiar el hombre su posición central en la naturaleza zoológica. Esa ética puramente«altruista» −que sería contradictorio exigir a un animal que no es más que un plexo de reacciones bioquímicas− le obligaría al ser humano a abandonar su humanidad[34]. Otro ejemplo claro de haber perdido completamente el norte: piensa Singer que si dos niños caen al agua y solo puedo salvar a uno, en ese caso no debo permitirme salvar primero a mi hijo porque es mi hijo, sino que debo preguntarme cuál de los dos está mejor dotado y cuál de ellos tendrá una expectativa de vida más feliz. El niño que mejores expectativas presente es el más importante, y ese es el primero al que hay que rescatar. Peter Singer, «para quien la mera pertenencia al género humano no implica dignidad alguna, y para quien el valor de un cerdo adulto se sitúa en un nivel más alto que el de un niño de un año, nos exige sin embargo una postura moral que ocupe el puesto de Dios, por encima de toda perspectiva finita o por encima de toda relación de cercanía o lejanía. Singer prohíbe cualquier predilección que anteponga a los prójimos o a los miembros de la familia humana. Exige un altruismo desinteresado como única postura moral posible»[35].
Con una lógica parecida, Derek Parfit afirma que el hombre deja de ser persona cuando duerme. El yo que ayer se acostó es otro distinto del yo que esta mañana se levantó. Quien despierta después es otro distinto del que antes dormía, una nueva persona que tan solo hereda de la anterior determinados contenidos procedentes de la memoria. De ahí que, para Parfit, hacer planes de previsión para la ancianidad haya de tenerse como «una forma de amor al prójimo, pues la persona de la que en este momento me preocupo ya no será la misma que la que soy ahora. La índole de persona tan solo constituye una situación, un fenómeno de la conciencia»[36]. Conclusión: alguien que se queda inconsciente deja de ser persona. Por lo mismo, habría que decir que un estado de semi-inconsciencia supondría la mutilación de la mitad de la persona, o que un «trastorno de personalidad» implicaría la pérdida de la condición personal, y de la dignidad a ella aneja.
En fin, la nómina de afirmaciones descerebradas de los grandes pontífices de la bioética actual −eso sí, sesudamente expuestas con gran derroche de erudición− podría continuar hasta llenar una enciclopedia. Pero por mucho que se barajen en ciertos foros de discusión bioética, estas suposiciones no dejan de ser patentemente absurdas. En parte, ello es consecuencia de pretender una fundamentación imposible para el axioma básico: un médico nunca debe matar. Si para la bioética ese axioma necesita ser aclarado con una argumentación que lo elucide, para la Ética médica no hay nada más claro que eso, y sólo teniéndolo como algo diáfano puede llegar a elucidarse, a hacerse más clara, cualquier otra cuestión controvertida. Tal es, hoy por hoy, la diferencia principal entre la bioética y la Ética médica, y en concreto la que me lleva a apostar por la segunda, en la senda de la reflexión de Pellegrino.
En un interesante trabajo, Hans Thomas ha puesto de relieve que el relativismo ético pone en riesgo la autonomía profesional de los médicos, haciendo que su tarea quede a merced de la política (der ethischen Relativismus unterwirft die Ärzte der Politik)[37]. Pero mientras que el discurso bioético ha cedido masivamente a la tentación del relativismo −la supuesta imposibilidad de entrar en una verdadera discusión acerca del valor de las diversas concepciones axiológicas y morales, y de las distintas propuestas felicitarías que, como es lógico, se dan en toda sociedad pluralista−, la Ética médica atesora aún el elemento básico que haría resurgir el ethos del cuidado a los más débiles y necesitados, y del que las profesiones sanitarias podrían valerse para recuperar en parte su credibilidad y su autonomía frente al sistema público de salud. Para ser un buen médico hace falta prudencia y circunspección, lo cual es imposible sin tener algo meridianamente claro, a saber, que un médico no debe matar en ningún caso. En cambio, para participar en el debate bioético sin ser visto como un marciano o un aerolito, parece obligado ser un relativista confeso, incluso en aquello que debería estar al reparo de toda duda, el supuesto indiscutible de cualquier discusión sensata[38].
Lo que hace falta para que el debate continúe su curso es que el relativismo siga en buena forma, pero lo que se necesita para recuperar el ethos es que haya médicos con conciencia, pues el relativismo −no siempre, pero sí a menudo− es la excusa para justificar lo moralmente inaceptable.
Algunas autoridades sanitarias en el llamado primer mundo ponen el máximo celo en prohibir fumar y desaconsejar beber vino o comer hamburguesas, mientras miran hacia otro lado en el asunto del aborto provocado. Véase el empeño con el que algunas agencias internacionales dependientes de la ONU, con el pretexto de la superpoblación y, sobre todo, del «derecho a la salud reproductiva» de las mujeres, lo promueven, a veces presionando a los gobiernos de los países en vías de desarrollo para que implementen políticas antinatalistas y leyes favorables al aborto. Esas presiones han ido en la línea de amenazar a los países que se resisten con no condonar la deuda o con retirar ayudas al desarrollo, alimentos y medicinas, que muchas personas pobres necesitan más que preservativos, píldoras anticonceptivas o vasectomías forzadas. Ahora bien, hay algo que, aunque los ideólogos e ingenieros sociales que diseñan una humanidad mejor se empeñen en presentarlo como higiénico y saludable, nunca puede ser un acto médico: dar muerte a otro ser humano.
La Bioética puede tener algún futuro −albergo serias dudas de que alguno tenga− tan solo si resurge de sus cenizas. Y eso, a mi juicio, significa dos cosas:
a) Recuperar el «tabú» de la sacralidad de la vida humana
b) Volver a llamar a las cosas por su nombre
De lo primero ya he dicho suficiente. En relación a lo segundo, hace algunos años escribí sobre las armas lingüísticas de una ciencia partidista, que altera el lenguaje introduciendo palabras anestésicas para hacer éticamente aceptable la tanato-industria[39]. Tan sólo unos ejemplos de cómo los promotores de la eutanasia tratan las palabras a martillazos: «ayudar a morir», «derecho a la propia muerte»; «en interés [presunto] del paciente, no obligarle a seguir viviendo». Entre otros eufemismos y expresiones paliativas, los gestores profesionales de la muerte han acuñado en algún sitio este curioso giro: «Sociedad para una muerte humana». Así, algunos demagogos no médicos invocan la bioética no para curar, sino para «ayudar», y escenifican retóricamente la eliminación de vidas humanas como una «prestación sanitaria».
Lo curioso es que dan por supuesto que esa prestación precisamente correspondería a los médicos. A los profesionales de la muerte −explica Thomas− les falta justamente lo que puede inducir a un paciente a solicitar la eutanasia, a saber, la confianza en el médico[40]. Se aprovechan de ella para erosionarla: matar sólo le está permitido a un médico. Para que eche a andar el negocio, la tanato-industria debe conseguir corromper primero a un número suficiente de sanitarios, pues de lo contrario tendría que traspasar su actividad a las instituciones de previsión social, a los familiares… o a verdugos profesionales[41]. Pero como eso es impensable, ha de lograr que unos cuantos profesionales sanitarios abandonen sus principios éticos, es decir, que se liberen de ciertos tabúes. Algunos comienzan aceptando planteamientos menos rectos hasta que terminan cediendo en cuestiones básicas; no es necesario que el fenómeno se inicie masivamente, bastan unos pocos que se dejen arrastrar hasta traicionar su conciencia moral y profesional[42].
Es lo que ha venido ocurriendo desde mucho antes con el negocio del aborto provocado. La tanato-industria ha logrado visualizar como prestaciones sanitarias, tanto la destrucción («ive») como la fabricación de seres humanos («fivet», que también lleva consigo, de hecho, muchos abortos selectivos). No pocos de los que estuvieron en esto desde el principio −convencidos de que debían secundar la causa de la liberación de las mujeres, facilitándoles el acceso a un aborto «barato, seguro y humanitario»−, después se han arrepentido de haber convertido su profesión en lo contrario de lo que es[43]. Pero todo comenzó al abrirse la espita de la corrupción en quienes iniciaron este drama. Finalmente se encuentran metidos de lleno en el feo negocio de los abortos tardíos en mataderos industriales (me niego a llamar «clínicas» a esos establecimientos, del mismo modo que es impropio llamar «médicos» a quienes actúan en ellos), y entonces de lo que se trata es de taparlo a toda costa[44].
Ha habido reacciones aisladas del colectivo médico. Aunque últimamente vienen siendo más frecuentes, me parece que son aún algo tímidas, poco contundentes si tenemos en cuenta que, habiéndose consolidado el negocio de la tanato-industria, la magnitud del problema del aborto provocado registra anualmente cifras de auténtico genocidio. Los médicos, que saben perfectamente de qué se trata, no deberían ocultar más su juicio ante esta situación. Todos, pero especialmente los ginecólogos, obstetras y pediatras. No es coherente con su compromiso y esfuerzo por cuidar la salud de los niños la actitud de no darse por enterado cuando se sacrifican sus vidas, a millares, en el seno materno. Aunque se hable de feto, ellos saben que es un niño o una niña, un ser humano: pequeñito, pero humano. Y la profesión médica existe para defender la vida humana, no para destruirla ni para ponerse de perfil ante tamaña iniquidad. Los médicos deberían preocuparse mucho más por la identidad de su profesión.
También juega un papel importante la coacción −a menudo verdaderamente insidiosa− que muchas administraciones ejercen sobre el colectivo médico en general, y en particular sobre los miembros de esas especialidades, por ejemplo a través de formas solapadas de perseguir la objeción de conciencia. En algunos países como Francia o Inglaterra, esas presiones no son precisamente taimadas o arteras sino abiertas y palmarias: se amenaza a los objetores con retirarles la licencia profesional, o boicotear su promoción ya desde que son estudiantes de Medicina. Aunque la inmensa mayoría de los médicos desempeñan decorosamente su profesión, no son muchos los que parecen dispuestos a asumir el riesgo de estar a la altura de las circunstancias. Deberían poner el grito en el cielo. Deberían convocar al conjunto de la ciudadanía y a los poderes públicos a una reflexión, responsable y sin prejuicios, acerca del alcance y gravedad del problema, y hacer algo mucho más consistente para que se vaya consolidando un cambio de mentalidad en la sociedad a la que sirven. El cuidado y la protección de sus miembros más vulnerables es su compromiso profesional.
Deberían salir rotundamente al paso de tantas torpes declaraciones de políticos de uno y otro lado. Bien por su supuesto progresismo, o bien por un posibilismo que a fin de cuentas se limita a hacer de comparsa a lo que perpetran los otros, dándole un barniz cosmético, una pátina de respetabilidad −puliendo un poco sus aristas más bárbaras−, unos y otros no hacen más que avalar el exterminio masivo de seres humanos inocentes. Los médicos deberían exigir, desde su ciencia y su conciencia, que se les llame a las cosas por su nombre. «Ive» es un palabro anestésico que enmascara y medicaliza una acción que debe ser designada con su verdadero nombre. La palabra «aborto» es el término técnico, y expresa con exactitud lo que en realidad ocurre: un estropicio. Se tritura, se desmembra y se machaca al niño antes de nacer; a menudo se le decapita cuando está naciendo. En cualquiera de sus macabras formas, la eliminación de una vida humana que, por cierto, aún no ha tenido tiempo de merecer el trato salvaje que se le dispensa, tiene, desde el punto de vista jurídico,otro nombre exacto: homicidio, crimen. ―Bueno −dirán algunos−, es que si empezamos a poner adjetivos y a calificar, entonces se acabó la discusión. De acuerdo, pero la palabra «crimen» no es un adjetivo, es un sustantivo. «Criminal» sí que califica. Personalmente lo calificaría de «abominable», pero dejémoslo en crimen: es el nombre técnico que se le debe dar a la eliminación de un ser humano inocente.
En España hace ya mucho tiempo que se dejó de hablar con claridad. Uno de los últimos que lo hicieron fue Karol Wojtyla, hoy san Juan Pablo II, el 2 de noviembre de 1982. Quienes tuvimos la oportunidad de escucharle en la Plaza de Lima, en Madrid, difícilmente olvidaremos el tono de sus palabras: «Hablo del respeto absoluto a la vida humana, que ninguna persona o institución, privada o pública, puede ignorar. Por ello quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona ya concebida, aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral. ¡Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente! ¿Qué sentido tendría hablar de la dignidad del hombre, de sus derechos fundamentales, si no se protege a un inocente, o se llega incluso a facilitar los medios o servicios privados o públicos para destruir vidas humanas indefensas?»[45].
Creo que Hans Thomas tiene razón cuando dice que emanciparse de la conciencia moral y profesional lleva al sometimiento (Unterwerfung) a otros compromisos ajenos −y contrarios− a la profesión médica. Una Ética médica consistente es la mejor protección de los profesionales frente a la injerencia política y burocrática. La verdadera Ética profesional se induce a partir de lo que A. MacIntyre llama «bienes internos de la praxis». Como ha mostrado Pellegrino, estos bienes internos se encuentran en el ethos del encuentro entre quien necesita ayuda y quien puede prestarla. Esa Ética obliga al médico, primero ante el paciente, y luego ante terceros (la familia, la sociedad, los colegas, las corporaciones profesionales, la administración estatal, etc.). Si se alteran las prioridades se corrompe la Ética médica.
La entrega y la virtud del médico le exige mucho más que la moral dominante. Los buenos profesionales han de ser el norte para recuperar la credibilidad moral de la profesión.
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José María Barrio Maestre. Universidad Complutense de Madrid, en aebioetica.org.
[1] Ortega y Gasset, J. Meditaciones del Quijote, Cátedra, Madrid, 2012 (9ª ed.), 207.
[2] «Es conocido el discurso de Himmler sobre la elevada y abnegada moralidad de sus asesinatos de judíos, la cual libraría a la humanidad de una plaga mortal. Himmler entendía la moralidad como la heroica liberación de aquello que para los griegos constituía su núcleo: aidos, temor, el temor a sobrepasar los límites impuestos al hombre» (Spaemann, R. Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2003, 12-13). Vid también su recién publicada autobiografía Sobre Dios y el mundo. Una autobiografía dialogada, Palabra, Madrid, 2014, 331.
[3] Cuadernos de Bioética, nº 83 (vol. XXV, 1ª, 2014), a cargo del Prof. Manuel de Santiago. Esa intuición está expresada en muchos de sus escritos, pero quizá muy claramente en Pellegrino, E. D. y Thomasma, D. C. Las virtudes cristianas en la práctica médica, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 2008.
[4] «Obra de tal modo que trates la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre a la vez como fin, nunca meramente como medio» [Handle so, daß du die Menschheit, sowohl in deiner Person, als in der Person eines jeden anderen, jederzeit zugleich als Zweck, niemals bloß als Mittel brauchst] (Grundlegung der Metaphysik der Sitten, 429, 9-13).
[5]Vid. Summa Theologiae l-ll, q. 95, a. 2: [Lex iniusta] non erit lex sed legis corruptio.
[6] Aunque en estas páginas me centraré tan solo en las consecuencias para la bioética de perder la referencia del respeto incondicional −absoluto, sin excepción− por la vida humana, no puede obviarse el impacto que esta pérdida ha tenido en otras facetas del discurso bioético, y que en el fondo se derivan de la adopción de un paradigma utilitarista, el propio de una razón instrumental que se ha emancipado de todo criterio práctico-moral. La progresiva deshumanización de la atención sanitaria ha deteriorado profundamente el ethos de la relación con los pacientes en formas que ya son visibles por todos lados: el énfasis excesivo en los aspectos meramente técnicos y protocolarios de la atención, el ordenancismo rampante de tantos formularios −consentimientos informados, voluntades anticipadas, etc.−, la complejidad creciente del sistema de la seguridad social, la fiscalización escrupulosa de todo acto médico hasta el extremo de cronometrar las consultas, los excesos de las compañías de seguros médicos y de las farmacéuticas, los medicamentos huérfanos… En suma, la desaparición del bien del paciente del foco de atención de la actividad sanitaria. Si la bioética no se vertebra a partir del respeto incondicional por la vida de todo ser humano, cualquiera que sea su estatus, es decir, si otorga una consideración preferente a la situación en la que un ser humano se encuentra, y por tanto hace prevalecer el bienestar al ser, por mucho que se disfrace de «ético», el utilitarismo que todos esos vicios delatan queda más que garantizado.
[7] La obra en la que se expone el principialismo de forma más sistemática es Beauchamp, T. L. y Childress, J. F. Principles of Biomedical Ethics, Oxford University Press, New York, 1994 (4ª ed.). (Traducción al castellano: Principios de Ética Biomédica, Masson, Barcelona, 1999).
[8] He expuesto mis objeciones al modelo principialista en Barrio, J. M. «La Bioética, entre la resolución de conflictos y la relación de ayuda. Una visión crítica del principialismo». Cuadernos de Bioética 43, (2000), 291-300.
[9] Apud Diehl, V. y Diehl, A. «Ethische Herausforderungen in der Medizin». En: Thomas, H. (ed.) Menschlichkeit der Medizin. Busse Seewald, Herford, 1993, 32.
[10] El principal inspirador del modelo personalista de la bioé- tica es el italiano Elio Sgreccia. Vid. su Manuale di bioética, Vita e Pensiero, Milano, 1999 (3ª ed.) en dos volúmenes, traducido al castellano en 2009 por la editorial BAC. ; Palazzani, L. (1993) «La Fundamentación personalista en bioética», Cuadernos de Bioética, XXIV (2), pp. 48-54, Pastor, L.M. (2013) «De la bioética de la virtud a la bioética personalista: ¿una integración posible?», Cuadernos de Bioética, XIV (1), pp. 49-56. Vid. también el vol. XIV (1) de Cuadernos de Bioética, dedicado a la bioética personalista. No debe confundirse esta con el llamado personalismo filosófico (o filosofía personalista). El trabajo de Sgreccia es filosóficamente más serio que lo que suele encontrarse en los ensayos del personalismo. Aunque comparto algunas de sus conclusiones, por razones de orden estrictamente filosófico no suscribo los supuestos básicos del llamado personalismo. He de reconocer que ha rendido algunos resultados positivos –a mi modesto entender, los únicos que ha rendido– en Bioética, cuando se lo ha tenido por una actitud general de respeto a la persona, es decir, cuando sirve de apoyo literario para mover a ciertas actitudes éticamente saludables. Pero no cuando se pretende con él entender mejor lo que el ser humano es. Dudo mucho que tuviera consecuencias tan positivas si se lo tomara filosóficamente en serio.
[11] Montero, E. «Hacia una legalización de la eutanasia voluntaria». La Ley. Revista Jurídica Española de Doctrina, Jurisprudencia y Bibliografía 4755, (1999), 2-3.
[12] Lewis, C. S. La abolición del hombre, Encuentro, Madrid, 1990, 60.
[13] Tomás de Aquino decía algo parecido de la tarea del maestro. En su célebre opúsculo «De magistro» (Quaestiones disputatae De veritate, q. XI, a. 1), compara al maestro con el médico a título de que para ambos el cometido fundamental estriba en colaborar con la naturaleza. «Cuando preexiste algo en potencia activa completa, entonces el agente extrínseco obra ayudando al agente intrínseco suministrándole las cosas necesarias con que puede ponerlo en acto; como el médico, cuando cura, es ministro de la naturaleza (minister naturae), que es la que principalmente obra (quae principaliter operatur), confortando a la naturaleza y aplicando las medicinas (confortando naturam et apponendo medicinas), de las cuales usa la naturaleza como de instrumentos para restaurar la salud (quibus velut instrumentis natura utitur ad sanationem) (…). La ciencia preexiste en el que aprende, no en potencia puramente pasiva, sino activa (scientia ergo praeexistit in addiscente in potentia non pure passiva sed activa). Si así no fuera, el hombre no podría adquirir la ciencia por sí mismo [no podría ser autodidacta]. Luego, así como se sana de dos modos: uno, por el obrar exclusivo de la naturaleza, y, otro, por la naturaleza ayudada por la medicina (a natura cum adminiculo medicinae); así también hay dos modos de adquirir la ciencia. El uno, cuando la razón natural llega por sí misma al conocimiento de lo que no sabía; y este modo se llama invención (unus quando naturalis ratio per se ipsam devenit in cognitionem ignotorum, et hic modus dicitur inventio). El otro, cuando la razón natural es ayudada exteriormente por alguien; y este modo se llama disciplina (alius quando naturali rationi aliquis exterius adminiculatur, et hic modus dicitur disciplina)».
[14] Abundan los bioeticistas con pose circunspecta que invocan a Kant para dar a su discurso una apariencia solvente y correctita. Pero es incongruente reclamarse kantiano y a la vez relegar el valor incondicional del imperativo categórico, pieza vertebradora de toda la filosofía práctica de Kant. En todo caso, y más allá de lo que diga o deje de decir el filósofo alemán, la prudencia en la deliberación se pone de relieve en la disposición a descartar de ésta ciertas acciones que hay que omitir siempre, simplemente a no considerarlas en absoluto como opciones posibles.
[15] Barrio, J. M. La gran dictadura. Anatomía del relativismo, Rialp, Madrid, 2011, 52.
[16] A día de hoy, la eutanasia es plenamente legal en Holanda, Bélgica y Luxemburgo. El suicidio asistido está legalizado en los estados norteamericanos de Oregón, Montana y Washington. En Canadá fue abolida en 2011 la ley que lo prohibía, aunque la eutanasia, propiamente, se encuentra en una situación de limbo legal. En Suiza el Código Penal permite la ayuda al suicidio cuando no se hace «con fines egoístas». En España, el artículo 143 del Código Penal de 1995 tipifica como delito la inducción al suicidio en el punto uno; en el dos la cooperación necesaria, en el tres la cooperación hasta el extremo de causar la muerte; en el punto cuatro reduce la pena en uno o dos grados para «el que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar, será castigado con la pena inferior en uno o dos grados a las señaladas en los números 2 y 3 de este artículo». Que yo sepa, nadie ha ido a la cárcel en España por este motivo.
[17] «Quienes reclaman la implantación de la eutanasia generalmente intentan que no se asocie su exigencia con la práctica criminal ejercida por los nazis. Pero esta asociación no puede obviarse. Hace ya mucho tiempo que se detectó. En relación con los procesos seguidos contra los médicos que practicaron la eutanasia en el III Reich, el médico americano Leo Alexander escribió en 1949 que “todos los que se ocuparon del origen de esos delitos manifestaron con toda claridad que fueron desarrollándose poco a poco a partir de detalles insignificantes. Al comienzo se apreciaban sutiles modificaciones de acento eutanásico en la actitud fundamental. Se empezaba diciendo que hay circunstancias en las que ya no se puede considerar que una persona lleva una vida digna, consideración ésta que es primordial para el movimiento pro eutanasia. En un estadio inicial, esa postura se refería solamente a los enfermos graves y crónicos. Cada vez se fue ensanchando más el campo de quienes caían bajo esa categoría, y así se extendió a los socialmente improductivos, a los indeseables desde el punto de vista ideológico, a los que eran clasificados como racialmente proscritos... No obstante, es decisivo reconocer que la actitud respecto a los enfermos incurables fue el sórdido detonante que tuvo como consecuencia ese cambio total de la conciencia”» (Spaemann, R. Ética, Política y Cristianismo, Palabra, Madrid, 2008 (2ª ed.), 289-290). Acerca de la proximidad semántica entre el lenguaje de los nazis y el de quienes hoy promueven el llamado «derecho a una muerte digna», vale la pena leer otro trabajo de Spaemann, R. «¿Matar o dejar morir?». Cuadernos de Bioética 62, (2007), 107-116, y otro de Lugmayr, M. «La larga sombra de Hitler. Una contribución al debate actual sobre la eutanasia». Cuadernos de Bioética 65, (2008), 147-152.
[18] Martin Lugmayr ofrece una estampa parecida, tomada de la película Ich klage an («Yo acuso»), con la que el ministerio nazi de propaganda, dirigido por Josef Goebbels, intentó hacer más tragable el decreto de Hitler del 1 de septiembre de 1939 −día en que comenzó la segunda guerra mundial− sobre eutanasia y eugenesia. «El protagonista, Thomas Heyt, es un profesor de medicina que, tras un largo conflicto de conciencia, mata a su joven esposa, Hanna, enferma de esclerosis múltiple, después de comprobar que no había ningún remedio específico para su mal. Lo había buscado intensamente con otros colegas investigadores, pero finalmente no tuvo éxito. Es llevado a juicio. La película termina sin pronunciarse sentencia alguna por parte del tribunal. El espectador es invitado a pronunciar él mismo la sentencia. La película constantemente sugiere lo que sólo en una determinada escena se hace completamente nítido: un ratón herido, probablemente por un pinchazo durante un experimento, arrastra su pata trasera (en otras escenas se ve a la señora Heyt cojeando). El ratón despierta la compasión de una asistente de laboratorio: “Pobre animal. Yo no te he olvidado”. Ella lo acaricia, y después lo mata con una inyección. La muerte se muestra sólo de forma indirecta: “De este modo, ya te has librado de tus dolores”» (ibid., 150-151).
[19] Arendt, H. Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Lumen, Barcelona, 2003 (4ª ed), 67-68.
[20] Se trata del conocido como Informe Remmelink, de 1991, sobre la situación de la eutanasia en Holanda, en aquel momento aún ilegal en ese país. Recibe este nombre por haber sido encargado por el fiscal general Remmelink. Aunque sus datos han sido tergiversados al difundirse, llega a la conclusión de que aproximadamente la tercera parte de los enfermos que, sometidos a vigilancia médica, mueren en Holanda, han sido muertos por su médico. Herbert Hendin, catedrático de Psiquiatría en el New York Medical College y director médico de la Suicide Prevention International, ofrece detalles significativos de la situación de la eutanasia en Holanda en su esclarecedor libro Seducidos por la muerte: médicos, pacientes y suicidio asistido, Planeta, Barcelona, 2009. Señala Hendin que el informe Remmelink emplea la inquietante expresión «terminación del paciente sin petición explícita» para referirse a la eutanasia llevada a cabo sin el consentimiento de los pacientes lúcidos, parcialmente lúcidos o sin lucidez. Es un giro un poco forzado, porque el término «eutanasia involuntaria» recuerda demasiado a Hitler y resulta molesto en Holanda, por motivos bien comprensibles. La ley holandesa que se aprobó bastante después del mencionado informe (en el 2002), en efecto, define la eutanasia como la terminación de la vida de una persona a petición suya. Pero, como observa Hendin en su estudio «Suicidio, suicidio asistido y eutanasia. Lecciones de la experiencia holandesa» −que es un resumen de su libro presentado ante un subcomité del Congreso de los Estados Unidos de América−, «Holanda se ha deslizado desde el suicidio asistido hasta la eutanasia, desde la eutanasia para los enfermos terminales hasta la eutanasia para los enfermos crónicos, desde la eutanasia para las enfermedades físicas hasta la eutanasia por malestar psicológico, y desde la eutanasia voluntaria hasta la no voluntaria e involuntaria». Ya el informe Remmelink revelaba que en muchos casos, médicos que no consultaron con pacientes lúcidos para tomar decisiones que podrían, o intentaban de hecho, acabar con sus vidas, adujeron, como razón para no haberlo hecho, que previamente habían hablado «alguna vez» del tema con el paciente. Un informe más reciente sobre la eutanasia en Holanda destaca que, pese a la evolución negativa en el período analizado (veinte años), sigue habiendo centenares de casos de eutanasias no solicitadas (1.030 en 1990; 950 en 1995; 983 en 2001 y 546 en 2005). Esa disminución está correlacionada con el aumento de casos de sedación paliativa profunda (continuous deep sedation), que podría ser una forma enmascarada de eutanasia: 7.861 en 2001 y 11.185 en 2005 (no hay registros anteriores). Vid. Onwuteaka-Philipsen, B.D.; Brinkman-Stoppelenburg, A.; Penning, C.; de Jong-Krul, G.J.F.; van Delden, J.J.M. y van der Heide, A. «Trends in end-of-life practices before and after the enactment of the euthanasia law in the Netherlands from 1990 to 2010: A repeated cross-sectional survey». The Lancet 380: 9845, (2012), 908-915.
[21] Vid. Thomas, H. «Eutanasia». Bioética y Ciencias de la Salud V:2, (2002), 76-81.
[22] Llama la atención lo que declaró ante el Tribunal de Nürnberg una enfermera de esa institución: «No consideré que matar por piedad pudiera ser un asesinato» (Ich habe den Gnadentod nicht als Mord betrachtet). Leo Alexander ofrece detalles muy precisos de lo que ocurrió en Hadamar. Vid. Alexander, L. «Medical Science under Dictatorship». The New England Journal of Medicine 241, (1949), 39-47. Alexander era un médico norteamericano que participó como perito en la investigación forense, a las órdenes de una sección especial del Tribunal de Nürnberg que se encargó de juzgar al personal sanitario que participó en la T-4 Aktion. Esa sección actuó antes que la encargada de juzgar a los jerarcas del régimen. Algunos médicos y enfermeras fueron absueltos en primera instancia, pero dos médicos fueron condenados en segunda instancia por el Tribunal Supremo alemán, en 1952. También es de notar la forma en que este Tribunal fundamentó su fallo, revocando la resolución absolutoria de Nürnberg: «Cuando están en juego vidas humanas, sostener la oportunidad de aplicar el principio del mal menor en atención a valores efectivos razonables, así como intentar hacer depender la legitimidad jurídica de la acción del resultado global de la misma desde una perspectiva social, se opone a la cultura que mantiene la enseñanza moral cristiana acerca del ser humano y su índole personal» (citado por Spaemann, R. «La perversa teoría del fin bueno». Cuadernos de Bioética 46, (2003), 355).
[23] Es significativo el lema que preside un monolito en Hadamar: Mensch, achte den Menschen, cuya traducción vendría a ser algo así: ¡Hombre, respeta a tus semejantes!
[24] Lo dijo en su discurso berlinés titulado «¿Irá todo bien? Por un progreso a escala humana», que no tiene desperdicio. Es tradicional que el Bundespräsident pronuncie un discurso cada dos años, de carácter institucional. En esta ocasión tuvo lugar en la Biblioteca Nacional de Berlín, el 18 de mayo del 2001.
[25] Otro motivo de esperanza son las palabras de Gudrun Lang ante el Parlamento Europeo, en el 2003, en representación de los jóvenes europeos de la EYA (European Young Alliance). En su intervención, esta por entonces estudiante noruega declaraba que su generación vive en un continente más o menos libre de valores, pero también fue muy directa al decir esto: «Somos los testigos de la sociedad del confort a cualquier precio. Matamos a nuestros hijos antes incluso de que nazcan; matamos a nuestros parientes ancianos para sustraernos del esfuerzo de dedicarles cuidados, tiempo y entrega». Al buscar el sentido de la vida, su generación ha perdido el rastro de la dignidad de todo ser humano, decía, y se quejaba de que ésta −su generación− «vive las ideologías de la segunda parte del siglo pasado transformadas en leyes, con las que en modo alguno somos felices». Naturalmente, también es un signo alentador la reciente iniciativa popular, ante el Parlamento Europeo, conocida como «One of Us», a favor de un respeto efectivo al estatuto jurídico del embrión humano.
[26] Montero, E., op. cit., 4. «El médico que practica la eutanasia −continúa Montero− quita la vida a su paciente y de lo que realmente se trata es de saber si la referencia al concepto de dignidad permite justificar este acto. A toda persona le asiste efectivamente el derecho a morir con dignidad. Nadie lo pone en duda (…). El presunto derecho a que el médico “ponga fin a su vida” es de muy distinta naturaleza. Se apoya en un concepto nuevo y peligroso de la dignidad humana, que merece mayor consideración por nuestra parte. En realidad, el concepto clásico de dignidad, que de hecho se remonta a mucho tiempo atrás en la reflexión filosófica, ha sido reemplazado por otra noción, mucho más reciente, sobre la calidad de vida. Se ha operado por tanto una variación semántica, pasando de la “dignidad de la persona”, concebida como una cualidad de orden ontológico, a la “calidad de vida”» (ibídem). Vid. también, del mismo autor, el reciente libro Cita con la muerte, Rialp, Madrid, 2013.
[27] Barrio, J.M. «Trato ético con las personas ancianas». Cuadernos de Bioética 56, (2005), 62. «Inequívocamente distinto, en cuanto a su cualidad moral, es el caso del médico que −para evitar caer en el ensañamiento terapéutico− renuncia a unos medios ineficaces o desproporcionados para la situación concreta de un paciente incurable y que no harían más que prolongar o aumentar sus sufrimientos. No cabe aducir equívocas analogías entre matar y permitir morir, incluso basadas en la materialidad de lo que se hace, pues no se puede equiparar la comisión de una acción indebida, deontológicamente contraria al ser y función de la medicina, con la omisión de un acto médico no exigible en determinadas circunstancias. A no ser que se corrompa el lenguaje, a esto último no se le puede llamar “eutanasia”, pues en ningún caso supone dar muerte, sino dejar que la naturaleza siga su curso, cuando ya la medicina no puede hacer más para conseguir la curación» (ibid., 62-63). Para una exposición matizada de estas diferencias, vid. Thomas, H. «Eutanasia: ¿Son igualmente legítimas la acción y la omisión?». Cuadernos de Bioética 44, (2001), 1-14.
[28] Herranz, G. «La medicina paliativa». Atlántida 5, (1991), 29- 34.
[29] Barrio, J.M. «La aporía fundamental del llamado “debate” bioético». Cuadernos de Bioética 51-52, (2003), 229-240. La exigencia de neutralidad a algunos parece razonable, sobre todo cuando el objetivo es que el debate desemboque en consenso. Pero ni toda discusión ética ha de terminar en consenso −de hecho, esa suele ser la excepción−, ni el consenso tiene por sí mismo capacidad de fundamentar la ética. La ética consensualista preconiza, con razón, que el consenso posee una índole ética vinculante (pacta sunt servanda), pero presupone equivocadamente que el consenso es fuente de moralidad. Así, el carácter moral de la democracia es suplantado por una supuesta índole democrática −consensual− de la ética. Son cosas bien distintas, que no deben ser confundidas.
[30] Hans Thomas lo ha expuesto con claridad en dos trabajos suyos que traduje hace años: Der Zwang zum ethischen Dissens y Ethik und Pluralismus finden keinen Reim. Die Ethikdiskussion um Reproduktionsmedizin, Embryonenforschung und Gentherapie. El primero lo publicó Cuadernos de Bioética 39, (1999), 415-428, con el título «El compromiso con el disenso ético», y el segundo aparece en Persona y Bioética 6, (1999), 90-112, bajo el título «¿Ética y pluralismo pueden ir de acuerdo? La discusión ética acerca de la medicina reproductiva, la investigación con embriones y la terapia génica».
[31] Penguin, New York, 1993.
[32] Aristóteles, Topica I, 11, 105 a. Por su parte, C. S. Lewis afirma: «Si nada es evidente de por sí, nada puede ser probado. Análogamente, si nada es obligatorio por sí mismo, nada será nunca obligatorio» (op. cit., 28). Y añade: «A menos que se los acepte incuestionadamente de modo que sean para el mundo de la acción lo que los axiomas son para el mundo de la teoría, no se pueden tener principios prácticos de ningún tipo. No pueden ser deducidos como conclusiones: son premisas (…) Una mente “abierta” en cuestiones que no son fundamentales, es útil. Pero una mente “abierta” respecto de los fundamentos últimos de la Razón teórica o de la Razón práctica es una idiotez. Si la mente de un hombre es “abierta” respecto de estas cosas, dejemos que al menos su boca esté cerrada. Él no podrá decir nada» (ibid., 27 y 31). No se trata, como resulta obvio, de ejercer violencia contra nadie, sino de que, como subraya Ernst Tugendhat hablando del sentido común moral, no es posible discutir nada con quien carece de todo «sentido» respecto de la moralidad en general y de la certeza de los juicios morales (Probleme der Ethik, Reclam, Stuttgart, 1984, 155).
[33]Müller, A. W. Tötung auf Verlangen. Wohltat oder Untat? Reclam, Stuttgart, 1997. Es interesante el comentario que de este libro hace Thomas, H. «Muerte a petición: ¿Piedad o crimen? Reflexiones sobre la filosofía de Anselm Winfried Müller». Cuadernos de Bioética 50, (2003), 11-23.
[34] Me parecen en este punto mucho más finos los trazos que señala la antropología fenomenológica desarrollada por Helmuth Plessner. El gran psicólogo alemán dice que el hombre se ve a sí mismo como el centro de su mundo, todo lo ve alrededor suyo. En eso, por cierto, no se distingue de cualquier otro ser vivo. Pero a diferencia de los demás, el hombre es capaz de entender que también el otro se ve a sí mismo como centro. Y esto le sitúa en una posición excéntrica, des-centrada. (Algunas reflexiones de Robert Spaemann ponen de relieve que esta es una experiencia ética fundamental. Vid. su libro Ética, Política y Cristianismo, cit., 91-92). Plessner admite que, como todo ser vivo, el hombre vive de cierta rapiña de su medio ambiente, pero lo que le sitúa precisamente en su privilegiada posición es su capacidad de reconocer al otro como otro. Y eso es una singularidad suya, que se llama libertad. El ser humano no puede dejar de ver la realidad como entorno suyo, como algo que gira a su alrededor. Eso no es una singularidad suya, sino algo propio de todo ser viviente. Pero junto a eso −y esto sí que supone una singularidad humana−, es capaz de reconocer las otras realidades −y sobre todo a las personas, los otros-yoes− como tales, esto es, como otros, y darse cuenta de que las cosas no son sólo lo que son para mí, sino también lo que son en sí. Esta actitud del reconocimiento, que expresa un cierto homenaje a la alteridad de lo otro, también implica dependencia. (Sobre este punto resulta particularmente lúcido el último capítulo −titulado «Los dos intereses de la razón»− del libro de Spaemann Sobre Dios y el mundo, cit., 363 ss). En comparación con las observaciones de Plessner, los brochazos de Singer dibujan una antropología de un esquematismo abrumador, deudora en el fondo de la dicotomía cartesiana entre res cogitans y res extensa.
[35] Spaemann, ibid., 367.
[36] Spaemann, ibid., 320.
[37] Thomas, H. «Hipócrates fuera de juego». Nueva Revista de Política, Cultura y Arte 117, (2008), 67-82. Menciona tres mecanismos principales para ese sometimiento: la burocracia del sistema público de salud, los controles presupuestarios y la fiscalización del trabajo de los médicos, también a través de la actividad judicial.
[38] Es necesario distinguir entre relativismo y relatividad. A. Millán-Puelles ha formulado la tesis de que el deber es absoluto por su forma y relativo en cuanto a su materia o contenido. En otras palabras, lo que en cada caso constituye un deber depende de la persona y la situación en que se encuentra. No es lo mismo lo que debe hacer un médico que lo que debe hacer un farmacéutico, o lo que cada uno debe hacer en su puesto de trabajo y lo que ha de hacer en otra situación, por ejemplo cuando está en su casa. Ahora bien, lo que en cada caso significa deber −estar obligado en conciencia− es lo mismo. Hay una definición formal de deber, que es invariable −y es esto, precisamente, lo que niega el relativista− y un contenido de deberes que es variable, relativo. Afirmar esto en nada supone incurrir en el relativismo. Vid. Millán-Puelles, A. Ética y realismo, Rialp, Madrid, 1999 (2ª ed.), 42.
[39] Barrio, J.M. «La corrupción del lenguaje en la cultura y en la vida». Pensamiento y Cultura 11, (2008), 35-48. Sobre las formas de presentación lingüística de la industria abortista, y especialmente lo que calla y logra acallar, resulta sumamente instructivo el reciente libro de Navas, A. El aborto, a debate, Eunsa, Pamplona, 2014.
[40] Vid. Thomas, H., «Hipócrates fuera de juego», cit., 76-77.
[41] En una revista de bioética alguien proponía recientemente que, para evitar conflictos de conciencia, se encarguen de la ayuda al suicidio empresas comerciales en las que no trabajen médicos.
[42] El Dr. Jesús Poveda, uno de los pioneros del movimiento pro-vida en España, alguna vez ha manifestado lo que en una ocasión le dijo un médico que trabajaba en un establecimiento abortista: «Nunca imaginé hasta dónde podría llegar por dinero». Deseo aclarar que, si bien no puedo ocultar el juicio severísimo que me merece la que llamo tanato-industria, este se refiere a los planteamientos y a las prácticas, no a las personas, a quienes ni debo ni quiero juzgar. Probablemente estamos hablando de obtusos morales, que simplemente no llegan siquiera a entender la naturaleza del discurso ético, la distinción entre el bien y el mal. Tal vez piensan que lo suyo es un negocio, tan legítimo como cualquier otro, y que están contribuyendo al producto nacional bruto como el que más, y no les parece razonable que haya personas que se aferran cerrilmente a que hay negocios que nunca deberían llevarse a cabo, por muy suculentos que puedan llegar a ser.
[43] El caso más conocido es el del Dr. Bernard Nathanson, narrado en su libro La mano de Dios. Autobiografía y conversión del llamado “rey del aborto”, Palabra, Madrid, 2011 (7ª ed.).
[44] Ese es el principal objetivo que tuvo en España la «Ley de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo», que sacó adelante el gobierno de Zapatero en el 2010. Naturalmente, en el debate social que precedió a su promulgación no se habló para nada del principal motivo, los intereses comerciales de los empresarios de esos establecimientos, que querían las menos trabas posibles para su negocio. Ellos fueron los únicos interlocutores a los que el gobierno de entonces realmente escuchó. Cara a la opinión pública comparecieron más bien los consabidos argumentos «progresistas». Algunos tendrían que explicar mejor el singular concepto que tienen de progreso social y, sobre todo, hacer visible en qué forma puede contribuir a él que haya más abortos. Por ejemplo, en España, a juzgar por sus declaraciones, a algunos les parece aún insuficiente el número de abortos provocados –anualmente unos 120.000, según los últimos datos– para poder considerar que nuestro país dispone de un alto estándar de progreso social. Tendrían que ser más. Y la ley debe dar aún más facilidades para que se aborte. Como poco, es sorprendente que alguien pueda pensar eso. Pero tendría que explicarlo mejor, pues dista mucho de ser evidente. El sistema público de salud debe proveer recursos para luchar contra las enfermedades, no contra el embarazo, que no es una enfermedad. Y la maternidad no debe ser considerada como un estigma social para las mujeres que tienen más de un hijo. Probablemente ha influido en esta mentalidad la inversión publicitaria del antiguo «Ministerio de Igualdad», que puso gran celo, y dinero público, en hacer pasar como progreso social algunas causas que más bien son suicidas para la sociedad.
[45] San Juan Pablo II, Homilía en la Misa de las Familias, Plaza de Lima, Madrid, 2-XI-1982.
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