La Iglesia ha manifestado su grave preocupación ante diversos atentados a la persona humana y su dignidad, haciendo notar también algunos presupuestos ideológicos típicos de la cultura llamada “postmoderna”, que hacen difícil la comprensión y la vida de los valores que exige la verdad acerca del ser humano
Las uniones de hecho, fenómeno que en los últimos decenios se ha difundido en la sociedad, sobre todo en occidente, interpelan la conciencia de todas las personas que creen en la familia fundada en el matrimonio como un bien para la persona y para la sociedad humana. La Iglesia, más intensamente en los últimos tiempos, se ha esforzado en recordar la confianza debida a la persona humana, su libertad, su dignidad y sus valores, y la esperanza que proviene de la acción salvífica de Dios en el mundo, que ayuda a superar toda debilidad. A la vez, ha manifestado su grave preocupación ante diversos atentados a la persona humana y su dignidad, haciendo notar también algunos presupuestos ideológicos típicos de la cultura llamada 'postmoderna', que hacen difícil la comprensión y la vida de los valores que exige la verdad acerca del ser humano. «En efecto, ya no se trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que, partiendo de determinadas concepciones antropológicas y éticas, se pone en tela de juicio, de modo global y sistemático, el patrimonio moral. En la base se encuentra el influjo, más o menos velado, de corrientes de pensamiento que terminan por erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad»[1].
Cuando se produce esta desvinculación entre libertad y verdad, «desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad absoluta para todos; la vida social se adentra en las arenas movedizas de un relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable: incluso el primero de los derechos fundamentales, el de la vida»[2]. Ciertamente se trata también de un aviso aplicable a la realidad del matrimonio y la familia, única fuente y cauce plenamente humano de la realización de la propia tendencia sexual mediante la fundación de una relación precisamente en cuanto se es hombre o mujer, el cual requiere una adecuada comprensión de la libertad humana, contra aquella frecuente «corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta»[3].
En el contexto de una sociedad frecuentemente descristianizada y alejada de los valores de la verdad de la persona humana, interesa ahora subrayar precisamente el contenido de esa «alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole»[4], tal como fue instituido por Dios “desde el principio”[5]. Es decir, conviene ahora destacar el ser íntimo del matrimonio en cuanto realidad inherente a la persona humana y a su modalización sexual, y los presupuestos antropológicos en que se asienta. Solo de este modo se podrá entender la radical, y no sólo formal o cultural, diferencia entre la familia fundada en el matrimonio y las llamadas “uniones de hecho” o convivencias, sean estas homosexuales o heterosexuales[6]. Sólo así, será posible entender y explicar el por qué casarse en vez de convivir simplemente.
Desde su inicio, la Iglesia ha hecho oír su palabra acerca de la a verdad de la sexualidad humana, y en consecuencia ha denunciado la contradicción objetiva del acto sexual fuera del matrimonio y por tanto, la falta de auténtica racionalidad de las diversas uniones o modos de cohabitación sexual al margen del vínculo matrimonial[7]. Sin embargo, la cultura actual enfrenta a la Iglesia ante un desafío nuevo: en efecto, parte de la mentalidad de hoy ha llevado en no pocos países a la pretensión de considerar social y jurídicamente iguales —o al menos equiparables— tales uniones de hecho, con respecto a la verdadera unión conyugal, llegando en muchos países y regiones a la asimilación al matrimonio de otro tipo de uniones, especialmente las uniones homosexuales, que no es que han sido “equiparadas al matrimonio”, sino que han sido incluidas dentro de la noción misma de matrimonio.
Por ello conviene recordar la naturaleza de la familia fundada sobre el matrimonio, el carácter suprahistórico y perenne del que está revestida, por encima de los cambios de tiempos, lugares y culturas, y la dimensión de justicia que surge del propio ser de la familia y de las relaciones que la constituyen[8].
Antes de entrar en el análisis de las convivencias de tipo sexual, de cualquier orden que sean, conviene recordar algunas ideas centrales sobre la naturaleza del matrimonio, pues sólo a partir de una adecuada comprensión del ser del matrimonio y la familia podremos entender la improcedencia del reconocimiento público —y aún más de la equiparación con el matrimonio— de otro tipo de uniones.
El matrimonio —en el cual se funda la familia— no es una “forma de vivir la sexualidad en pareja”: si fuera simplemente esto, se trataría de una forma más entre las varias posibles. Tampoco es simplemente la expresión de un amor sentimental entre dos personas. El matrimonio es mucho más que eso, es una unión entre mujer y varón, precisamente en cuanto tales, y en la totalidad de su ser masculino y femenino. Tal unión sólo puede ser establecida por un acto de voluntad libre de los contrayentes —el pacto conyugal—, pero su contenido específico viene determinado por la estructura del ser humano, mujer y varón: es la entrega y aceptación de la propia persona femenina o masculina para un mutuo perfeccionamiento de cada uno y para recibir los hijos e introducirlos en la sociedad. Es aquella unión que de un modo profundamente antropológico significa —es imagen y semejanza— la relación entre Dios y el hombre. En ella, como afirma Viladrich, se da una trilogía — amante, amado y unión de amor — que hace del hombre imago Dei, no sólo como individuo cerrado en su individualidad, sino como ser llamado a la comunión, en modo análogo a la unión de amor trinitario.
A este don de sí en toda la dimensión complementaria de mujer y varón con la voluntad de deberse en justicia al otro para los fines mencionados, se le llama “conyugalidad”, y los contrayentes se constituyen entonces en cónyuges: «esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por eso tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana»[9].
El matrimonio, en consecuencia, se asienta sobre unos presupuestos antropológicos y teológicos —también en el caso del matrimonio no sacramental, que es una realidad sagrada— definidos, que lo distinguen de otros tipos de unión, y que —superando el mero ámbito del obrar, de lo “fáctico”— lo enraízan en el mismo ser de la persona de la mujer o del varón.
Entre los presupuestos de esta unión, indicamos los siguientes: a) la igualdad de mujer y varón, pues ambos son personas igualmente, si bien lo son de modo diverso; b) el carácter complementario de ambos sexos, del que nace la natural inclinación entre ellos impulsada por la tendencia a la generación de los hijos[10]; c) la posibilidad de un amor al otro precisamente en cuando sexualmente diverso y complementario, de modo que «este amor se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio»[11]; d) la posibilidad —por parte de la libertad— de establecer una relación estable y definitiva: debida en justicia[12]; e) la dimensión social de la condición conyugal y familiar, que constituye el primer ámbito de educación y apertura a la sociedad a través de las relaciones de parentesco que contribuyen a la configuración de la identidad de la persona humana[13].
Si se acepta la posibilidad de un amor especifico entre varón y mujer, es obvio que tal amor inclina, por su misma naturaleza, a una intimidad, a la exclusividad, a la generación de la prole y a un proyecto común de vida: cuando se quiere eso, y se quiere de modo que se le otorga al otro la capacidad de exigirlo, se produce la real entrega y aceptación de mujer y varón en todo lo conyugable, a título de deuda: es decir, se otorga y recibe el título real de coposesor de uno mismo en toda la dimensión sexuada de la persona humana. «Por tanto, el amor coniugalis no es sólo ni sobre todo sentimiento; por el contrario es esencialmente un compromiso con la otra persona, compromiso que se asume con un acto preciso de voluntad. Exactamente eso califica dicho amor, transformándolo en coniugalis. Una vez dado y aceptado el compromiso por medio del consentimiento, el amor se convierte en conyugal, y nunca pierde este carácter»[14]. A esto, en la tradición histórica cristiana de occidente, se le llama matrimonio.
Por tanto se trata de un proyecto común estable que nace de la entrega libre y total del amor conyugal fecundo como algo debido en justicia; la dimensión de justicia, puesto que se funda una institución social originaria (y originante de la sociedad), es inherente a la conyugalidad misma: «Son libres de celebrar el matrimonio, después de haberse elegido el uno al otro de modo igualmente libre; pero, en el momento en que realizan este acto [de consentimiento], instauran un estado personal en el que el amor se transforma en algo debido, también con valor jurídico»[15].
Pueden existir otros modos de vivir la sexualidad —aun contra las tendencias naturales—, otras formas de convivencia en común, otras relaciones de amistad —basadas o no en la diferenciación sexual—, otros medios para traer hijos al mundo. Pero la familia de fundación matrimonial tiene como específico que es la única institución que aúna y reúne todos los elementos citados, de modo originario y simultáneo, como nexo natural entre la persona sexuada —mujer o varón— y la colectividad social.
Se comprende, por tanto, que se trate de una dimensión pública de justicia, puesto que el matrimonio es una realidad que inhiere a la vez en el carácter sexuado y en el carácter social de la persona: en su realidad más íntima, y en una de las importantes funciones sociales. Es el matrimonio y la familia en cuanto tales los que constituyen en sí mismos un bien social de primer orden: «La familia expresa siempre una nueva dimensión del bien para los hombres, y por esto suscita una nueva responsabilidad. Se trata de la responsabilidad por aquel singular bien común en el cual se encuentra el bien del hombre: el bien de cada miembro de la comunidad familiar; es un bien ciertamente “difícil” (“bonum arduum”), pero atractivo»[16]. Ciertamente no todos los cónyuges ni todas las familias desarrollan de hecho todo el bien personal y social posible. De ahí que la sociedad deba corresponder poniendo a su alcance del modo más accesible los medios para facilitar el desarrollo de sus valores propios, pues «conviene hacer realmente todos los esfuerzos posibles para que la familia sea reconocida como sociedad primordial y, en cierto modo, “soberana”. Su “soberanía” es indispensable para el bien de la sociedad»[17].
A la luz de la verdad del matrimonio como el único camino digno de la persona humana para establecer una relación que implique la donación de la propia condición sexual, y por tanto de la identidad propia de la familia fundada sobre el matrimonio, analizaremos las uniones de hecho, describiendo los rasgos que las caracterizan, sean éstas uniones heterosexuales u homosexuales. De este modo, a través de una valoración racional, y no confesional o ideológica, se podrán constatar las diferencias abismales que distinguen una y otra realidad (matrimonio y unión de hecho) y dan razón tanto de la injusticia que comporta su equiparación jurídica, como de los males sociales —para la entera comunidad humana— que emanan necesariamente de esas uniones extramatrimoniales. Iniciaremos con el análisis de la expresión canónica del matrimonio como fruto de la experiencia jurídica plurisecular de la Iglesia, para ver después el gradual vaciamiento que esta realidad ha sufrido en los últimos siglos y, finalmente, veremos en qué modo el fenómeno de las uniones de hecho y los diversos intentos de reconocimiento ha sido analizado por el reciente Magisterio de la Iglesia.
Antes de adentrarnos en el análisis de esta realidad compleja de las uniones de hecho, es obligada una breve referencia a la expresión canónica del matrimonio, o —dicho de otro modo— a cómo está contemplada la realidad natural del matrimonio en la vigente ley de la Iglesia. Conviene distinguir a este respecto entre lo que dice y establece el derecho matrimonial, y lo que es en ocasiones la praxis pastoral o lo que está en la base de ciertas decisiones de algunos tribunales eclesiásticos. La ley dice y describe en sustancia el ser natural del matrimonio, tanto en su momento “in fieri” —el pacto conyugal— como en su condición de estado permanente —llamado por la doctrina matrimonio “in facto esse”— en el que se insertan vincularmente no sólo las relaciones conyugales sino también las propiamente familiares. En este sentido, la jurisdicción sobre el matrimonio que le compete a la Iglesia es, en estos momentos, decisiva como baluarte y salvaguardia de los valores intrínsecamente matrimoniales y familiares.
No obstante, ciertas praxis pastorales —y algunas decisiones judiciales— no comprenden adecuadamente los principios nucleares del ser matrimonial, al menos en estas dos áreas de conocimiento: la del amor conyugal, y la de la sacramentalidad del matrimonio cristiano. Por lo que respecta a la primera se habla con frecuencia del amor como base del matrimonio, y de éste como de una comunidad de vida y de amor, pero no siempre, ni de manera clara, se predica de estas expresiones su verdadera conyugalidad, al no incorporar la dimensión de justicia. Ello hace que por esa vía se desactiven los argumentos posibles contra las uniones de hecho, incluso que esas expresiones sirvan a las uniones de hecho de coartada para afirmar “su identidad”: también ellos pueden decir que están fundados en el amor, o que constituyen una comunidad de vida y amor. El problema es, en cambio, que el amor sexuado no es verdadero si no es, real e intrínsecamente, “conyugal”, es decir, unión en la propia condición masculina y femenina, debida en justicia, y por su misma naturaleza fiel, indisoluble y abierta a la vida.
En relación con la sacramentalidad, la cuestión es más compleja, porque los pastores de la Iglesia no pueden dejar a un lado la inmensa riqueza que dimana del ser sacramental del matrimonio entre los bautizados. Dios ha querido que el pacto conyugal del principio, el matrimonio de la Creación, sea signo permanente de la unión de Cristo con la Iglesia, y sea por ello verdadero sacramento de la Nueva Alianza. El problema reside en comprender adecuadamente que esa sacramentalidad no es algo sobreañadido o extrínseco al ser natural del matrimonio, sino que es el mismo matrimonio querido por el Creador, el que es elevado a sacramento por la acción redentora de Cristo, sin que por ello suponga ninguna desnaturalización de la realidad natural. Por no entenderse adecuadamente la peculiaridad de este sacramento respecto a los otros sacramentos, surgen imprecisiones, incluso terminológicas, que terminan por oscurecer la esencia del matrimonio, y como consecuencia la esencia de la propia sacramentalidad. Esto tiene una incidencia especial en la preparación para el matrimonio: los loables empeños en formar a los novios para la celebración del sacramento, pueden dejar desprovistos a éstos de una comprensión clara de lo que es el matrimonio que van a contraer, sin advertir que no se presentan ante la Iglesia primariamente para celebrar un sacramento mediante unos ritos especiales, sino para contraer un matrimonio que es sacramento en virtud de la inserción en la nueva alianza de Cristo y la Iglesia que ha producido el bautismo en quienes por el pacto conyugal se convierten en cónyuges[18].
Tal visión de la sacramentalidad, de algún modo extrínseca y ligada a determinados ritos sagrados, en algunas ocasiones lleva a los contrayentes que no tienen fe a la celebración del matrimonio civil o, incluso, a la constitución de uniones de hecho, la cual sería percibida como un modo alternativo de unirse, y en la cual la diferencia con esencial con el matrimonio cristiano sería sólo la inobservancia de determinados requisitos formales. De allí la importancia de recuperar una visión unitaria e intrínseca de la sacramentalidad del matrimonio entre bautizados[19].
Esta expresión canónica del matrimonio, que era patrimonio común de la cultura occidental, ha sufrido grandes cambios en los sistemas jurídicos modernos. Para entender el porqué, antes de analizar la evolución de los ordenamientos estatales sobre el matrimonio, conviene detenerse en la comprensión cultural del derecho al matrimonio que está en la base de las grandes transformaciones de las leyes sobre el matrimonio.
El ius connubii no puede ser concebido como un derecho arbitrario e ilimitado[20], sin tener en cuenta la verdad sobre el matrimonio y la familia. No es un derecho a la libertad en el ejercicio de la propia sexualidad, sino el derecho a contraer el matrimonio como el único camino humano y humanizante en el uso de la sexualidad, que no es un simple instinto corporal, sino una tendencia que tiene su fundamento en la persona humana sexuada y, por lo tanto, en la complementariedad hombre-mujer, la cual implica toda la persona en sus diversos niveles: corporal, afectivo y espiritual.
La concepción del derecho al matrimonio como un fruto de la cultura, o como el resultado de un sistema jurídico que ha logrado imponerse sobre los demás, ha hecho que muchas veces este derecho se haya entendido en un modo radicalmente equivocado. Más que un derecho a la realización de la vocación al amor en el matrimonio, ha sido entendido como derecho a la libertad absoluta de elección —sin relación alguna con la verdad del hombre— en el ejercicio de la sexualidad.
Este enfoque, de acuerdo con la concepción imperante de la libertad —libertad como ausencia absoluta de determinación o de finalidad, en vez de como capacidad de escoger el bien, de autodeterminarse al bien—[21] comporta graves consecuencias. Todos los éxitos de los defensores del amor libre, del divorcio, de la unión entre homosexuales, han sido enfocados como una victoria de la libertad contra las imposiciones de la cultura de un determinado momento, ahora superadas; o como una conquista de la libertad —indeterminación—, contra la naturaleza —que sería necesariamente determinada—[22]. Si para la cultura y para la moral clásicas de Occidente el matrimonio era la unión de un hombre y una mujer para siempre, unión, por otra parte, abierta a la fecundidad, la cultura moderna ha desmontado, uno a uno, los fundamentos de esta concepción del matrimonio.
El primer elemento que ha sufrido este ataque ha sido la indisolubilidad: ¿por qué sólo para siempre? Se reclama el derecho a una unión transitoria, no «hasta que la muerte nos separe», sino mientras haya amor, entendido como sentimiento. La consecuencia de esta perspectiva ha sido la introducción del divorcio, no sólo como un remedio ante las crisis matrimoniales —remedio que discutimos— sino sobre todo como una defensa de la libertad de elección del hombre que debería quedar siempre abierta, es decir, como una conquista cultural. En la mayor parte de los ordenamientos estatales esta concepción ha llevado no sólo a una modificación del contenido del derecho al matrimonio en el sentido de que las personas tendrían el derecho a celebrar un matrimonio disoluble, sino también a la negación del auténtico derecho al matrimonio de muchas personas, dado que el Estado no ha querido reconocer el derecho a contraer el matrimonio uno, indisoluble y abierto a la vida, reconociendo sólo diversas “formas” de celebración del matrimonio, cuyo contenido sería siempre el determinado por el Estado, que prevé obligatoriamente la posibilidad del divorcio[23].
Una sucesiva etapa en este vaciamiento —aunque muchos lo entiendan como una conquista— ha sido la mentalidad anticonceptiva, como fenómeno cultural, más que como una realidad aislada, que ha llevado a la ruptura entre sexualidad y fecundidad, con todo lo que esto implica de banalización de la sexualidad, de pérdida de la dimensión de misterio y de sentido de responsabilidad[24]. El matrimonio no sería una unión entre el hombre y la mujer abierta o llamada a la fecundidad, sino una unión que puede tener las más variadas finalidades, llamada sobre todo a satisfacer el deseo de placer o la realización afectiva. La situación se hace más grave en los países en los que el Estado obliga a los cónyuges a regular la natalidad o promueve e impone campañas de esterilización. Lo mismo se podría decir de la posibilidad de separar la filiación de su dimensión conyugal, mediante la utilización de las técnicas de fecundación artificial que no tienen en cuenta la inseparabilidad entre conyugalidad y procreación, o del fenómeno del aborto, que lleva a perder la idea central del hijo como un don y de la familia come el marco en el cual la vida concebida, fruto de la conyugalidad, se debería encontrar más protegida. No hay duda que esta concepción de la sexualidad dificulta la comprensión de lo que realmente es el matrimonio.
Un paso sucesivo, presente en la resolución del Parlamento europeo que habla sobre el “derecho al matrimonio” de los homosexuales[25], que ha sido recogida en diversas legislaciones estatales, sería la negación de la exigencia de la heterosexualidad: ¿por qué uno con una, sólo un hombre con una mujer? Rechazar el derecho al matrimonio entre dos hombres o entre dos mujeres, afirman, sería negar el ejercicio del derecho al matrimonio de estas personas. Este sería el último escalón en el vaciado del contenido del ius connubii, que no sería un derecho con un contenido que viene determinado por la misma naturaleza del hombre y del matrimonio, sino un simple derecho de libertad, entendiendo ésta como libertad absoluta de determinación y de elección[26]. Más que de un derecho a contraer el matrimonio, se debería hablar de un derecho a contraer: qué cosa, desde esta visión nadie lo sabría definir.
Contra esta concepción del derecho al matrimonio se debe afirmar una visión más conforme con la verdad sobre el hombre y sobre el matrimonio, que tiene en cuenta la naturaleza de la sexualidad humana. El ius connubii tiene un contenido que es especificado —antes que limitado— por la misma naturaleza humana. Lo que ha hecho el sistema jurídico matrimonial de la Iglesia a lo largo de los siglos —con más aciertos que defectos— ha sido delinear este derecho, respetando su contenido natural esencial, teniendo también en cuenta la condición de persona-fiel de los contrayentes del matrimonio cuando es celebrado entre bautizados. Este sistema, fruto de la experiencia de siglos, había sido acogido por la cultura y los sistemas jurídicos occidentales, que lo tuvieron como sistema jurídico matrimonial durante siglos, e incluso lo adoptaron sustancialmente como sistema propio cuando comenzaron a aparecer legislaciones autónomas en materia matrimonial y familiar.
De este modo, se puede afirmar que el derecho al matrimonio, desde el punto de vista de su contenido esencial, determinado por la naturaleza, implica las siguientes realidades:
a) el derecho a contraer matrimonio uno, indisoluble y abierto a la fecundidad, y al reconocimiento, defensa y promoción de este derecho por parte de la Iglesia y de la sociedad civil[27].
b) el derecho a fundar una familia. El derecho al matrimonio y a su reconocimiento sería la primera manifestación de esta realidad: la soberanía de la familia como realidad en sí misma considerada[28].
c) el derecho de estructurar la propia familia según las convicciones personales. El derecho al matrimonio es diverso de otros derechos fundamentales, pero está en estrecha relación con ellos: la libertad religiosa, la libertad de pensamiento y de opinión, la libertad de las conciencias, la libertad de educación personal y de los propios hijos, etc.
d) el derecho de la familia a ser reconocida como parte del bien común y como sujeto del diálogo social.
A la luz de estos principios podemos analizar ahora las transformaciones de la comprensión del matrimonio y de la familia en los ordenamientos jurídicos estatales.
En los comienzos del llamado proceso de secularización de la institución matrimonial, lo primero y casi único que se seculariza son las nupcias o formas de celebración del matrimonio, al menos en los países occidentales de raíces católicas. Perviven en los ordenamientos seculares durante un cierto tiempo principios básicos del matrimonio, tales como el principio vincular indisoluble.
La introducción generalizada en esos ordenamientos de lo que el Concilio Vaticano II denomina “la epidemia del divorcio”, da origen a un progresivo alejamiento de lo que constituyó durante siglos una gran conquista de la humanidad, gracias al esfuerzo de la Iglesia primitiva, no ya por sacralizar o cristianizar la concepción romana del matrimonio, sino por devolver esta institución a sus orígenes creacionales, a la “verdad del principio”. Es cierto que en la conciencia de aquella Iglesia primitiva se percibía ya con claridad que el ser natural del matrimonio estaba pensado por Dios Creador para ser signo del amor de Dios a su pueblo, y llegada la plenitud de los tiempos, del amor de Cristo a su Iglesia. Pero lo primero que hace la Iglesia, guiada por el Evangelio y por las explícitas enseñanzas de Cristo su Señor, es reconducir el matrimonio a sus principios, consciente de que «el mismo Dios es el autor del matrimonio, al que ha dotado con bienes y fines varios». Y consciente además de que la importancia de esa institución natural «es muy grande para la continuación del género humano, para el bienestar personal de cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana...»[29].
Con el transcurso del tiempo, va perdiendo vigor el principio de consensualidad en cuanto causa efectiva de un vínculo jurídico, para pasar a ser una mera formalidad, rodeada de ciertos ritos que dan a la boda, al hecho de casarse, solemnidad y reconocimiento público, que culmina con la inscripción en un registro civil. Con la desaparición paulatina de impedimentos importantes, los ordenamientos seculares se alejan cada vez más de lo que es el ser natural del matrimonio, y se aproximan en cambio a lo que sería una mera unión de hecho. Según este modo de entender el matrimonio, la diferencia “esencial” entre el matrimonio y la unión de hecho residiría sólo en que el matrimonio “legal” se ha celebrado con los requisitos de forma y solemnidad prescritos por la legalidad vigente y se ha inscrito en un registro oficial, recibiendo por tanto el nombre de “matrimonio”, mientras que las uniones de hecho no se ligarían a ninguna regla preestablecida, fuera de aquellas exigencias “extrínsecas” de los requisitos formales necesarios para obtener un cierto reconocimiento. En todo caso, las diferencias en la práctica quedan bastante difuminadas, sobre todo en la medida en que la equiparación fuese más fuerte. Por una parte —como se dirá— se mantiene la diferencia del “nomen iuris”, la cual tiene una importancia no despreciable en relación a la voluntad real de las partes. Además, en las uniones de hecho reconocidas, la tendencia es la de establecer algún procedimiento de “divorcio” —de lo contrario el caos jurídico sería insostenible— y por tanto habría una cierta “estabilidad” reconocida.
Con esto se quiere decir que la proliferación de ciertas uniones de hecho, aparte de otros argumentos de carácter antropológico o ideológico, encuentra un buen caldo de cultivo en el declive progresivo que han sufrido las leyes matrimoniales de los estados respecto a lo que es la sustancia del matrimonio y la familia. Ello no significa, sin embargo que quienes se casan según las formalidades establecidas por las leyes estatales, no puedan o quieran contraer un verdadero matrimonio, pues la tendencia a la unión conyugal es inherente a la persona humana sexualmente diferenciada, y en su decisión soberana —y no en la de las leyes del Estado— se asienta la juridicidad del pacto conyugal y el nacimiento de un verdadero vínculo conyugal. Casarse de este modo, con las solemnidades prescritas y con la exigencia de la inscripción registral, confiere al pacto conyugal la dimensión pública y social inherente a su naturaleza, lo que no ocurre con las llamadas “uniones de hecho”. Ahí reside en parte la razón de fondo, la necesidad de distinguir entre el matrimonio y la familia fundada en él —con los efectos jurídicos sociales que su reconocimiento público implica—, y las uniones de hecho, que por su propia naturaleza deliberadamente quieren mantenerse fuera del sistema legal. Cualquiera que sea la valoración moral o ética del hecho, lo cierto es que en una sociedad como la actual es difícil pensar en una restricción de la libertad para convivir o cohabitar privadamente, incluso “more uxorio”, de las personas que así lo desean. Cosa distinta es que a esas uniones se les transfiera el nombre de matrimonio y se les reconozca un status jurídico idéntico —o siquiera analógico— con el matrimonio y con la familia de origen matrimonial.
Teniendo en cuanta cuanto hemos dicho sobre la importancia de la defensa de la familia fundada en el matrimonio para la protección del bien de la sociedad, haremos referencia al modo en el que el Magisterio de la Iglesia ha considerado en los últimos años el problema de las uniones de hecho. No se trata, sin embargo, de un “visión desde la fe”, sino de una necesidad que afecta a todas las personas en su bien integral, en la medida en que estas intervenciones del Magisterio, más que dirigidas sólo a los cristianos, son un esfuerzo para comprender cuál es la verdad sobre la persona y su dimensión sexuada, por encima de la propia fe y de las culturas cambiantes, es decir, con un fundamento en la naturaleza misma de la persona humana, come expresa claramente Juan Pablo II en su discurso a la Rota Romana del año 2001: «Pero tal donación personal necesita un principio de especificación y un fundamento permanente. La consideración natural del matrimonio nos hace ver que los cónyuges se unen precisamente en cuanto personas entre quienes existe la diversidad sexual, con toda la riqueza, también espiritual, que esta diversidad posee a nivel humano. Los esposos se unen en cuanto persona-varón e in cuanto persona-mujer. La referencia a la dimensión natural de su masculinidad y feminidad es decisiva para entender la esencia del matrimonio. El ligamen personal del conyugio se instaura precisamente en el nivel natural de la modalidad masculina y femenina del ser persona humana»[30]. A la luz de esta “naturaleza del matrimonio”, veremos las intervenciones del Magisterio con relación a las uniones de hecho.
En la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, el Concilio Vaticano II ya hizo ver como «el bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a una favorable situación de la comunidad conyugal y familiar». Y advierte seguidamente cómo la dignidad de la institución matrimonial «no brilla en todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones»[31].
Los padres conciliares tuvieron conciencia de que el llamado “amor libre” constituía un factor disolvente y destructor del matrimonio, al carecer del elemento constitutivo del amor conyugal, que se funda en el consentimiento personal e irrevocable por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, dando origen así a un vínculo jurídico y a una unidad sellada por una dimensión pública de justicia. El hecho del amor libre, contrapuesto al verdadero amor conyugal, era ─y es─ la semilla que ha hecho germinar en gran medida las uniones de hecho, primero; y más adelante, y con la rapidez con que hoy se originan los cambios socio-culturales, los intentos de los poderes públicos por equiparar esas uniones fácticas a la familia de fundación matrimonial, al menos en ciertos niveles jurídicos y de reconocimiento público.
En el reciente magisterio pontificio se ve plasmada también la evolución de ese proceso de asimilación. En 1981, cuando el Papa Juan Pablo II escribía la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, las uniones sin vínculo institucional públicamente reconocido —ni civil ni religioso—, constituyen un fenómeno cada vez más frecuente al que tiene que prestar atención la acción pastoral de la Iglesia. Para dar una adecuada respuesta a las concretas situaciones, el Romano Pontífice invita a distinguir los diversos elementos y factores que dan origen a esas uniones de hecho. En efecto, no son lo mismo las uniones de hecho a las que algunos se consideran como obligados por difíciles situaciones —económicas, culturales y religiosas— y aquellas otras buscadas en sí mismas con «una actitud de desprecio, contestación o rechazo de la sociedad, de la institución familiar, de la organización socio-política o de la mera búsqueda del placer»[32]. El Papa añade aún un tercer tipo de uniones de hecho: las de quienes son empujados a las uniones de hecho «por la extrema ignorancia y pobreza, a veces por condicionamientos debidos a situaciones de verdadera injusticia, o también por una cierta inmadurez psicológica que les hace sentir la incertidumbre o el temor de atarse con un vínculo estable y definitivo»[33]. La acción pastoral deberá tener en cuenta, necesariamente, la multiplicidad de realidades que se encuentran bajo el término común “uniones de hecho”[34].
Cualesquiera que sean las causas que originan esas uniones sin vínculo jurídico válido por falta de formalización adecuada del consentimiento, la irregularidad de esas situaciones —reconoce el Papa— «pone a la Iglesia serios problemas pastorales, por las graves consecuencias religiosas y morales que de ahí se derivan (pérdida del sentido religioso del matrimonio visto a la luz de la Alianza de Dios con su Pueblo, privación de la gracia del sacramento, grave escándalo), así como también por las consecuencias sociales (destrucción del concepto de familia, atenuación del sentido de fidelidad incluso hacia la sociedad, posibles traumas psicológicos en los hijos y afirmación del egoísmo)»[35].
Esta enseñanza pontificia describe, sin duda, una gran preocupación moral y pastoral de la Iglesia ante la proliferación de esos fenómenos de uniones no solamente no reconocidas, sino que en muchos casos rechazan en su origen la idea de compromiso estable. Pero no se intuye aún en esa descripción pontificia el gran problema que se habría presentado con fuerza después de la Familiaris Consortio —al que daría lugar la ulterior pretensión de los poderes públicos— de equiparar, de un modo o de otro, esas uniones de hecho a la familia de fundación matrimonial.
En cambio, en un discurso de 1998, el Papa muestra ya de forma clara su preocupación al respecto: «Todavía más preocupante es el ataque directo a la institución familiar que se está desarrollando tanto a nivel cultural como en el ámbito político, legislativo y administrativo (...). Es clara, efectivamente, la tendencia a equiparar a la familia otras muy diversas formas de convivencia, prescindiendo de consideraciones fundamentales de orden ético y antropológico»[36].
Más recientemente aún, en la Alocución Anual al Tribunal de la Rota Romana, del 21 de Enero de 1999, el Romano Pontífice aborda directamente el problema, describiéndolo con claridad y subrayando la «gravedad y carácter insustituible de algunos principios que son fundamentales para la convivencia humana, y mucho más para la salvaguardia de la dignidad de todas las personas». No son en este caso, razones teológicas o sacramentales las que el Papa invoca, ni recuerda esos principios básicos sólo «a quienes forman parte de la Iglesia de Cristo Señor, sino también a todas las personas interesadas en el verdadero progreso humano». Porque es el ser del matrimonio como realidad natural y humana el que está en juego, y es el bien de toda la sociedad el que se pone en peligro. «Como todos saben, recuerda el Papa, hoy no sólo se ponen en tela de juicio las propiedades y finalidades del matrimonio, sino también el valor y la utilidad misma de esta institución. Aun excluyendo generalizaciones indebidas, no es posible ignorar, a este respecto, el fenómeno creciente de las simples uniones de hecho (cfr. Exh. ap. Familiaris Consortio, 81, en AAS 74 [1982], 181 s.), y las insistentes campañas de opinión encaminadas a proporcionar dignidad conyugal a uniones incluso entre personas del mismo sexo»[37].
A la vista de esta situación, no es propósito del Papa, dentro del ámbito de su Alocución, insistir en “la reprobación y en la condena”, sino marcar positivamente las pautas por donde debe discurrir la reflexión y la comprensión racional de lo que es el matrimonio en su ser natural. En este sentido «el núcleo central y el elemento esencial de esos principios es el auténtico concepto de amor conyugal entre dos personas de igual dignidad, pero distintas y complementarias en su sexualidad»[38]. Se trata de un principio nuclear que el Papa desarrolla a continuación, y del que ya nos hemos hecho eco más arriba. Se trata, en síntesis, de un amor que para ser calificado como verdadero amor conyugal, debe ser transformado en un amor debido en justicia, mediante el acto libre del consentimiento matrimonial.
«A la luz de esos principios —añade el Papa— puede establecerse y comprenderse la diferencia esencial que existe entre una mera unión de hecho, aunque se afirme que ha surgido por amor, y el matrimonio, en el que el amor se traduce en un compromiso no sólo moral, sino también rigurosamente jurídico. El vínculo, que se asume recíprocamente, desarrolla desde el principio una eficacia que corrobora el amor del que nace, favoreciendo su duración en beneficio del cónyuge, de la prole y de la misma sociedad»[39].
Por todo ello —concluye el Papa— «se pone de manifiesto también qué incongruente es la pretensión de atribuir una realidad conyugal a la unión entre personas del mismo sexo. Se opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano.
Asimismo, se opone a ello la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador, tanto en el plano fisico-biológico como en el eminentemente psicológico, entre el varón y la mujer...»[40].
En su discurso a la Rota Romana del 1 de febrero de 2001 recuerda que estos intentos de equiparación entre el matrimonio y las uniones de hecho, incluso con las uniones homosexuales, tienen su origen en una visión del matrimonio como realidad meramente cultural, sin un sólido fundamento en la naturaleza: «esta contraposición entre cultura y naturaleza deja la cultura sin algún fundamento objetivo, a merced de la arbitrariedad y el poder. Ello se observa de modo muy claro en los intentos actuales de presentar las uniones de hecho, comprendidas las homosexuales, como equiparables al matrimonio, al cual se niega precisamente el carácter natural»[41].
En el matrimonio se asumen públicamente, mediante el pacto conyugal, todas las responsabilidades que nacen del vínculo creado, lo que constituye un bien para los propios cónyuges y su perfeccionamiento; para los hijos en su crecimiento afectivo y formativo; para los otros miembros de la familia extensa asentada sobre la conyugalidad y la consanguinidad; y para la entera sociedad cuyo entramado más firme se asienta sobre los valores que se despliegan en las relaciones familiares[42]. Sigue pareciendo verdadera la máxima de que la salud de la humanidad está ligada a la salud de la familia: «¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!»[43]. Las convivencias constituyen, en este sentido, una enfermedad que afectará a todo el cuerpo social, si en lugar de proceder a su curación se estimula su propagación y se las etiqueta públicamente con el nombre y estatuto del matrimonio y de la familia, o de modo análogo.
La sociedad de hoy lleva al hombre a considerar que puede desear y optar por un uso de la sexualidad distinto del previsto por la misma naturaleza y de su finalidad propia. Privadamente puede vivir en pareja de forma estable o transitoria, en relaciones heterosexuales u homosexuales. Desde un punto de vista moral es claro que esas actitudes no respetan la dinámica del amor conyugal propio de la condición de persona-varón y persona-mujer y, por tanto, no son dignas de la persona humana, con mayor razón en el caso de las uniones entre homosexuales, que desnaturalizan en su raíz la sexualidad humana y hacen imposible la comprensión de su estructura y finalidad. Pero el problema no reside ahora en insistir en la condena moral de esas actitudes, sino en alertar sobre la improcedencia de elevar esos intereses privados a la categoría de interés público, sancionado y reconocido por la ley de manera idéntica o análoga a las relaciones matrimoniales y familiares, como si en sí mismas fuesen un bien a ser promovido y tutelado. Siguiendo con el símil anterior, una cosa es convivir con la enfermedad en razón a que muchos eligen libremente ese estado, pensando tal vez que es un estado de perfecta salud, y otra cosa bien distinta es dar impronta pública de salud a unas actitudes que al ser ligadas estrechamente a la institución matrimonial, pueden acarrear un deterioro profundo de esta institución natural y de todo el cuerpo social, que tiene en ella su fundamento básico.
«El hecho diferencial, auténticamente sustantivo, es que los vínculos jurídicos de las comunidades familiares tienen como estructura de referencia originaria: la familia fundada en el matrimonio, cuya primera juridicidad brota de sí misma y no es una creación del poder legislativo, ejecutivo o jurisdiccional del Estado. Las comunidades afectivas, en cambio, son aquellas que carecen de aquella juridicidad específica e intrínseca que surge de la conyugalidad o de la consanguinidad. Es el caso de aquellas parejas que ponen en común el hecho de su recíproco afecto, pero al mismo tiempo rechazan expresamente que ese hecho constituya un vínculo jurídico entre ellos sobre el cual se deba articular una consanguinidad que también excluyen. Falta así mismo la juridicidad familiar en las convivencias afectivas entre parejas del mismo sexo, las cuales, como es obvio, pueden poner en común lazos afectivos, pero les falta por completo el poder soberano de originar tanto la conyugalidad, que descansa sobre la dualidad varón-mujer, cuanto la transmisión de la vida en modo consanguíneo, que también reposa sobre la misma dualidad sexual...»[44].
Esta diferencia radical entre el matrimonio, que tiene una dimensión de justicia intrínseca que exige ser reconocida, protegida y promovida por el Estado, y las uniones de hecho, que adquieren un estatuto legal que obtiene su fuerza sólo y exclusivamente de la intervención de los poderes públicos, hace que sea una grave injusticia y un abuso por parte de la autoridad pública el intento de equiparación de éstas con la familia fundada en el matrimonio.
En consecuencia, «una perspectiva objetiva, serenamente alejada del talante arbitrario o demagógico, invita a reflexionar acerca de las imponentes diferencias en la contribución real al bien común de la entera sociedad, que median entre las aportaciones de la familia fundada en el matrimonio, y, con ella, de las comunidades familiares... y de las que ofrecen las meras convivencias afectivas. Es un puro dato de hecho que, en comparación con las comunidades familiares, las funciones estratégicas de transmitir la vida humana, de cuidarla y educarla en comunidad de lazos amorosos y afectivos, y de cohesionar la convivencia y la sucesión intergeneracional de valores y bienes, (...) no pueden ser desempeñadas de forma masiva, estable y permanente, por las convivencias meramente afectivas»[45].
El matrimonio y la familia fundada en éste son el único camino de desarrollo de la dimensión sexual de la persona que es digno de ella y, por tanto, conforme con la naturaleza humana. Las uniones de hecho, tanto heterosexuales como homosexuales, no responden a las exigencias intrínsecas de la naturaleza humana, entendida no como una realidad estática y extrínseca a la libertad, sino como aquello que “es digno de la persona humana”. Además, en el caso de las uniones homosexuales, faltan absolutamente los presupuestos para la integración de la propia sexualidad, la cual, por su misma naturaleza, se funda en la diversidad y complementariedad entre masculinidad y feminidad como dimensiones intrínsecas de la persona humana.
En conclusión, el matrimonio es la única unión entre hombre y mujer en cuanto tales —en su condición masculina y femenina— que permite la construcción de una relación que tiene en sí misma la potencia de conducir hacia el bien y la realización de la persona en la donación de su dimensión sexual, y hacia el bien de la persona del otro cónyuge y de los hijos nacidos de la unión entre ellos.
Héctor Franceschi. Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)
[1]Juan Pablo II, Enc. Veritatis Splendor, n. 4.
[2]Id., Enc. Evangelium Vitae, n. 20; cfr. ibid., n. 19.
[3]Id., Exh. Ap. Familiaris Consortio, n. 6; cfr. Id., Carta a las Familias, n. 13.
[4]Código de Derecho Canónico, c. 1055 § 1; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1601.
[5]Cfr. Const. Gaudium et Spes, nn. 48-49.
[6]Es clara la mayor contradicción antropológica de las uniones entre homosexuales, en las cuales es radicalmente imposible cualquier integración de la propia sexualidad en una relación con la otra parte, en la cual faltan la diversidad y la complementaridad propias y específicas de la donación sexual.
[7]Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2390, Exh. Ap. Familiaris Consortio, n. 81.
[8]Cfr. Pontificio Consejo para la Familia, Familia, matrimonio y «uniones de hecho», Ciudad del Vaticano 2000, nn. 19-22.
[9]Juan Pablo II, Exh. Ap. Familiaris Consortio, n. 19.
[10]Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2333; Carta a las Familias, n. 8.
[11]Const. Gaudium et Spes, 49.
[12]Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2332; Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Rota Romana, de 21 de enero de 1999, n. 4.
[13]Cfr. Juan Pablo II, Carta a las Familias, nn. 7-8.
[14]Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Rota Romana, 21 de enero de 1999, n. 3.
[15]Ibid., n. 4.
[16]Id., Carta a las Familias, n. 11.
[17]Ibid., n. 17 in fine.
[18]Cfr. Id., Familiaris Consortio, 68; cfr. también Id., Discurso al Tribunal de la Rota Romana, de 1 de febrero de 2001, en «L’Osservatore Romano», 2 de febrero de 2001.
[19]Cfr. T. Rincón, El matrimonio cristiano. Sacramento de la creación y de la redención. Claves de un debate teológico-canónico, Pamplona 1997; Id., Admisión a la celebración sacramental del matrimonio de los bautizados imperfectamente dispuestos, según la Exh. Apostólica "Familiaris Consortio", en Sacramentalidad de la Iglesia y sacramentos, Pamplona 1983, pp. 717-741.
[20]No es sólo el derecho a estar inmune de alguna coacción externa, con la correspondiente obligación por parte de los individuos concretos y de la sociedad de respetar la libre elección, o un simple derecho de actuar libremente, sin ninguna limitación estructural de ese derecho, caso en el cual el derecho sería entendido como libertad absoluta en las propias decisiones en materia de sexualidad, sin tener en cuenta el objeto y el contenido natural de este derecho.
[21]Cfr. T. Alvira, Naturaleza y libertad, Pamplona 1985, pp. 103-128; J. Choza, Manual de Antropología Filosófica, Madrid 1988, pp. 371-375; S. Pinkaers, Las Fuentes de la Moral Cristiana, Pamplona 1988, pp. 485-498.
[22]Cfr. C.S. Lewis, Los cuatro amores, Madrid 1991, pp. 129-131.
[23]Cfr. J.M. Martí, «Ius connubii» y regulación del matrimonio, en «Humana Iura» 5(1995), pp. 149-176.pp. 149-176; A. De Fuenmayor, El derecho a contraer un matrimonio civilmente indisoluble (el llamado divorcio opcional), en «Estudios de Derecho civil en homenaje a la memoria del prof. Lacruz Berdejo».
[24]Cfr. Cfr. A. Ruiz Retegui, Sobre el sentido de la sexualidad, en «Anthropotes» 4 (1988), pp. 230-233.
[25]Resolución del Parlamento Europeo del 8 de febrero de 1994, sobre la “paridad de derechos para los homosexuales en la Comunidad”.
[26]Cfr. Juan Pablo II, Riflessioni in merito a gravi iniziative antifamiliari, en «L'Osservatore Romano», 21-22 febbraio 1994, pp. 1 y 5; F. D’Agostino, L’identità della famiglia, en «Rivista di teologia morale», 102 (1994), pp. 189-196; P. Schlesinger, Una risoluzione del Parlamento europeo sugli omosessuali, en «Vita e pensiero» 4 (1994), pp. 250-255.
[27]Cfr. Juan Pablo II, Carta a las Familias, n. 16.
[28]Cfr. J. Carreras, La giurisdizione della Chiesa sulle relazioni familiari, en J. Carreras (a cura di), La giurisdizione della Chiesa sul matrimonio e sulla famiglia, Milano 1998, pp. 1-76.
[29]Const. Gaudium et Spes, n. 48.
[30]Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Rota Romana, de 1 de febrero de 2001, n. 5.
[31]Const. Gaudium et Spes, n. 47.
[32]Juan Pablo II, Exh. Ap. Familiaris Consortio, n. 81.
[33]Ibid.
[34]Cfr. Pontificio Consejo para la Familia, Familia, matrimonio y «uniones de hecho», cit., nn. 4-6.
[35]Juan Pablo II, Exh. Ap. Familiaris Consortio, n. 81.
[36]Id., Discurso al «Forum delle Associazioni familiari», 27 de junio de 1998, n. 2.
[37]Id., Discurso al Tribunal de la Rota Romana, de 21 de enero de 1999, n. 2.
[38]Ibid., n. 3.
[39]Ibid., n. 5.
[40]Ibid.
[41]Id., Discurso al Tribunal de la Rota Romana, de 1 de febrero de 2001, n. 3.
[42]Cfr. Pontificio Consiglio per la Famiglia, Famiglia, matrimonio e «unioni di fatto», cit., nn. 25-28.
[43]Giovanni Paolo II, Exh. Ap. Familiaris Consortio, n. 86.
[44]P. J. Viladrich, Documento sobre la familia de 40 Organizaciones No Gubernamentales −ONG's− presentado en Madrid el 29 de noviembre de 1994, en conmemoración del Año Internacional de la Familia, 2ª ed. “Documentos del Instituto de Ciencias para la Familia”, de la Universidad de Navarra, Madrid 1998.
[45]Ibid.
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