El sacerdote ha de estar metido en Dios para llevar a los demás a Dios; por ello ha de cuidar su vida espiritual
Incluimos el texto de la conferencia de D. Santiago Bohigues Fernández, Director del Secretariado de la Comisión Episcopal del Clero de la Conferencia Episcopal Española, durante las jornadas de la 17ª edición de Diálogos de Teología Almudí que bajo el título “Vaticano II y Sacerdocio. 50 años de la ‘Presbiterorum ordinis’. En memoria del Beato Álvaro del Portillo”, se han celebrado en Valencia los días 17 de abril, 5 y 13 de mayo, organizadas por la Biblioteca sacerdotal Almudí y la Facultad de Teología de Valencia.
El gran regalo del Concilio Vaticano II[1]
1. Un nuevo soplo del Espíritu[2]
Estando las iglesias llenas de fieles, teniendo los seminarios y las congregaciones religiosas muchas vocaciones, viviendo la Iglesia católica un tiempo de cierta calma, esperando que su pontificado fuera una etapa de transición por su edad avanzada, el Papa Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II:
“La idea había comenzado a fraguarse el 18 de enero de 1959, el primer día de la semana de oración por la unión de los cristianos; pero la realización concreta de aquella idea era algo tan remoto que, en palabras del propio Papa, «me pareció una verdadera tentación, hasta el punto de que traté de rechazarla por todos los medios; pero, dada su persistencia, llegué al convencimiento de que se trataba de una inspiración de lo alto; convencimiento que se convirtió en certeza precisamente el último día de la semana de oración. Entonces ya no tuve la menor duda, y aquel mismo día hice el anuncio del Concilio»”[3].
La iniciativa de Juan XXIII sorprendió a todo el mundo, desde los cardenales de la Curia reunidos en San Pablo Extramuros, al secretario personal del Papa Mons. Loris Capovilla[4]:
“Ya veo lo que tiene en la cabeza; se está diciendo para usted mismo: El Papa es demasiado viejo para emprender tamaña aventura; pero es usted, don Loris, demasiado calculador. Cuando se cree haber recibido una inspiración del Espíritu Santo, hay que seguirla: lo que pase después no cae bajo nuestra responsabilidad”[5].
Un mes antes de la apertura del Concilio el Papa trazó, de una manera breve, su plan sobre él; tenía que ser un examen de conciencia sobre la fidelidad al mandato del Señor: «Id, llevad el Evangelio a toda criatura y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin de los siglos»[6]:
“Hay en la historia momentos de sístole y diástole, de ingestión y digestión, de fermentación y de consolidación, de creatividad y de profundización, de incitación hacia el futuro y de azoramiento.
En el Concilio ha quedado sedimentado un espíritu, han cuajado unas perspectivas, ha tomado cuerpo un itinerario de reformas y de purificación para que la Iglesia en esta hora de la historia de la humanidad pueda infundir en sus venas la savia vivificante y perenne del evangelio, como escribió Juan XXIII en la bula de convocatoria. La apuesta es enorme [...]”[7].
El Concilio se planteó desde unos esquemas preparadas por la curia romana basada en una teología escolástica rígida y formal que su única preocupación era la defensa de la fe ante un mundo amenazante: tendía a condenar todo lo moderno que no se acomodara exactamente a esta perspectiva tradicional. Desde los primeros momentos el Concilio manifestó que no apoyaría esta mentalidad[8]; el espíritu del Concilio será positivo y pastoral[9]:
“Fue la opción entre una doctrina demasiado defensiva, en ocasiones mezquina, demasiado dependiente de los manuales de la época, y el deseo de encontrar un soplo nuevo por el camino de una vuelta más amplia a la gran Tradición de la Iglesia. Los Padres conciliares hicieron ver claramente que querían avanzar por esta segunda vía”[10].
Estos esquemas no habían satisfecho a Juan XXIII por su tono, pero dejó que la asamblea conciliar manifestara su disconformidad y su rechazo optando por un nuevo enfoque sin intervenir directamente[11]: “Por la fuerza misma de las cosas, tuvimos que desprendernos de una teología que estrechaba el misterio de la Iglesia; lo que íbamos a vivir no era la «teología de la liberación», sino la «liberación de una cierta teología»”[12].
El enfoque general del Concilio se decidió que fuera sobre la Iglesia en sí misma y en su relación con el mundo; ante una doble tendencia dentro del Concilio, la asamblea conciliar aceptó del cardenal Suenens[13] una visión eclesial más evangélica y espiritual que jurídica para los documentos conciliares:
“El proyecto de conjunto era el siguiente: El concilio será un concilio de la Iglesia sobre la Iglesia; y discurrirá por el binario de «Ecclesia ad intra» y «Ecclesia ad extra», es decir, de la Iglesia en su interioridad y en su relación con el mundo, de la Iglesia en su misterio y de la Iglesia en su ministerio salvífico. El leitmotiv fue indicado por Juan XXIII de forma sugerente: «Lumen Christi - Lumen Ecclesiae - Lumen gentium». La Iglesia iluminada por Jesucristo resucitado, que es la luz del mundo, debe irradiar el resplandor recibido sobre la humanidad. Este proyecto despejó el horizonte y unificó la multiplicidad de perspectivas”[14].
Más que presentar las dos tendencias conciliares contrapuestas y enfrentadas, más que catalogarlas como progresistas y conservadores, o como las llama el cardenal Suenens la tendencia centralista (curialista) y la tendencia colegial[15], habrían que entenderlas como dos tipos de temperamentos humanos merecedores de respeto y de consideración cuya colaboración debe enriquecer y fecundar un trabajo en común: en un proyecto humano la audacia y la prudencia se necesitan y se ayudan mutuamente; no se puede falsear la realidad conciliar con etiquetas políticas[16]: “Un día, mientras este último [Ottaviani] oficiaba de diácono del Papa en la basílica de San Pedro, Juan XXIII le dijo a Ottaviani al oído, inclinándose hacia él: «Nuestras cabezas no funcionan del mismo modo, pero seamos uno por el corazón»”[17].
El Papa Juan desde el primer discurso que inauguró el Concilio, que supuso un verdadero programa de renovación, manifestó una enorme apertura a la vida y al mundo de hoy[18]:
“El Espíritu del Concilio fue alentado repetidas veces por Juan XXIII. Nuestro deber no es sólo guardar el tesoro confiado, «sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temores, a la labor que exige nuestro tiempo». El fin principal de este Concilio no es una discusión sobre éste o aquel artículo de la doctrina fundamental de la Iglesia. Se requiere dar «un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y exponiéndola en conformidad con los métodos de la investigación y con la expresión literaria que exigen los métodos actuales. Una cosa es el depósito mismo de la fe [...], y otra la manera como se expresa; y de ello ha de tenerse gran cuenta, con paciencia, si fuese necesario, ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter prevalentemente pastoral». «Siempre se opuso la Iglesia a los errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad». Son palabras de Juan XXIII en el discurso de apertura del concilio”[19].
El auténtico avance que supuso el Vaticano II para la Iglesia no puede ser olvidado ni ocultado por la etapa difícil y compleja de la aplicación posterior al Concilio[20]: “[…] el Concilio ha renovado verdaderamente el rostro de la Iglesia, ha abierto sus puertas al mundo moderno y ha hecho caer por tierra muchos prejuicios”[21]; “El Concilio es simultáneamente llamada a la fidelidad y a la innovación, a retomar las fuentes y a ponernos en la hora de la historia”[22]:
“El estado de ánimo con el que la Iglesia en general asistió a la terminación del Concilio y el que actualmente también en general se percibe es muy distinto. Entonces era sorpresa, esperanza y gozo la tónica dominante porque entrábamos en un mundo nuevo y se presentía una etapa magnífica. Ahora hemos probado que la esperanza pasa por la cruz, que el mundo continúa siendo resistente al evangelio, que la Iglesia es débil, que la unidad es penosa, que la crispación es fácil, que el camino es largo e incierto. Esta situación, que muchas veces produce cansancio y tentaciones de exilio interior o exterior, ha sido seguramente necesaria para que nos persuadamos en la fe de que si Dios no construye la casa, en vano se cansan los albañiles (cf. Sal 127,1)”[23].
Temas como el ecumenismo, la libertad religiosa, la relación con los judíos, la colegialidad, la Iglesia en el mundo moderno... se tocaron por primera vez en muchos siglos con unos resultados mucho mayores a lo esperado[24]. La creación de los secretariados de la Unión de los cristianos, el de las Religiones no-cristianas y el de los no-creyentes se convirtieron en los instrumentos más importantes de la Iglesia en su diálogo con las otras religiones; teólogos que habían producido inquietud al Santo Oficio (Congar, Daniélou, de Lubac, Rahner[25],...) iban a ayudar como peritos, lo cual constituía una paradoja más[26]:
“[...] deducía Ratzinger dos consecuencias: «Primera: Es imposible para un católico tomar posiciones a favor del Vaticano II y en contra de Trento o del Vaticano I. Quien acepta el Vaticano II, en la expresión clara de su letra y en la clara intencionalidad de su espíritu, afirma al mismo tiempo la ininterrumpida tradición de la Iglesia, en particular los dos concilios precedentes. Valga esto para el así llamado “progresismo”, al menos en sus formas extremas. Segunda: Del mismo modo, es imposible decidirse en favor de Trento y del Vaticano I y en contra del Vaticano II. Quien niega el Vaticano II, niega la autoridad que sostiene a los otros dos concilios y los arranca así de su fundamento. Valga esto así para el llamado “tradicionalismo”, también éste en sus formas extremas. Ante el Vaticano II, toda opción partidista destruye un todo, la historia misma de la Iglesia, que sólo puede existir como unidad indivisible»”[27].
El Vaticano II ha supuesto para la Iglesia una intervención visible del Espíritu Santo: ha hecho posible la superación de la contraposición entre la Iglesia y el mundo moderno que partía de la Revolución Francesa[28]: “[...] las resoluciones esenciales del Concilio, [...] siguen siendo hoy actuales, aunque haya ciertos movimientos, carentes de paciencia, que se fijan únicamente en lo que falta por hacer y olvidan todo lo positivo que se ha realizado”[29].
Las lecturas negativas del concilio a partir de sus consecuencias en su aplicación deben ser afrontadas desde una visión más amplia de la realidad de la Iglesia: “En vez de acusar al Vaticano II, como hacen algunos, de haber provocado un deshielo torrencial, sería mejor preguntarse de dónde procedía el estado de hielo anterior, que provocó la reacción ineludible, y cómo impedir, en el futuro, que se vuelvan a formar bancos de hielo”[30];
El cardenal Ratzinger se dirigió a todos los católicos que quieran seguir siendo tales, no a un “volver atrás”, sino a «volver a los textos auténticos del auténtico Vaticano II»[31]: “No son, pues, ni el Vaticano II ni sus documentos [...] los que constituyen el problema. En todo caso, a juicio de muchos ─y Joseph Ratzinger se encuentra entre estos desde hace tiempo─, el problema estriba en muchas de las interpretaciones que se han dado de aquellos documentos, interpretaciones que habrían conducido a ciertos frutos de la época posconciliar”[32].
La elección de un Papa venido del Este después de medio milenio de papas italianos y la designación del Papa Benedicto XVI, de nacionalidad alemana, [y la elección del Papa Francisco] ha significado una internacionalización de la Iglesia y una voluntad de asimilación del espíritu conciliar al haber participado ambos directamente uno como obispo y otro como teólogo: “[...] [en la elección del Papa Juan Pablo II] fueron muchos los que me dijeron haber sentido un auténtico influjo del Espíritu Santo en orden a esta elección”[33]: “[...] volver de nuevo a los documentos resulta hoy particularmente actual: ponen en nuestras manos los instrumentos adecuados para afrontar los problemas de nuestro tiempo. Estamos llamados a reconstruir la Iglesia, no a pesar, sino gracias al verdadero Concilio”[34].
Después de tantos vaivenes en la historia de la Iglesia del posconcilio, llega el momento de una asimilación serena y completa del espíritu conciliar: las adecuadas traducciones del Vaticano II están realizadas, los estudios teológicos de las grandes líneas conciliares están presentadas, las valoraciones y los subrayados en los sínodos y congresos nacionales e internacionales están al alcance de muchos: falta la voluntad y compromiso decidido de las actuales generaciones para que este tesoro recibido siga siendo la luz y la guía de la Iglesia hacia el tercer milenio cristiano:
“A un concilio de tal envergadura no se puede declarar superado en unos lustros no cabe suponer agotadas sus virtualidades precisamente cuando se tienen que irse notando. Esto significa que la recepción es un proceso de asimilación lenta, que comienza con la aceptación de sus decisiones, que continúa con la puesta en marcha de sus proyectos de reforma y se consuma cuando su espíritu nos mueva casi instintivamente”[35].
La Iglesia del siglo XXI necesita testigos que vivencien con su experiencia de fe la verdad del Evangelio, necesita portadores de la esperanza que permanece en la desesperanza de la vida, transmisores de un amor envolvente y totalizador que quiere llevar al hombre de hoy a la cumbre de su felicidad:
“[...] todo Concilio, para que resulte verdaderamente fructífero, debe ir seguido de una floración de santidad. Así sucedió después de Trento, que precisamente gracias a esto pudo llevar a cabo una verdadera reforma. La salvación para la Iglesia viene de su interior; pero esto no quiere decir que venga de las alturas, es decir, de los decretos de la jerarquía. Dependerá de todos los católicos, llamados a darle vida, el que el Vaticano II y sus consecuencias sean considerados en el futuro como un período luminoso para la historia de la Iglesia. Como decía Juan Pablo II conmemorando en Milán a San Carlos Borromeo: «La Iglesia de hoy no tiene necesidad de nuevos reformadores. La Iglesia tiene necesidad de nuevos santos»”[36].
El cardenal Suenens en la sesión solemne de homenaje a Juan XXIII, el Papa de la paz y el Papa del Concilio, lo presentó citando el texto de Jn 1,6: “Hubo un hombre enviado por Dios: [su nombre era Juan]”[37]; el que fue uno de los moderadores del Concilio y uno de los que ejerció un papel decisivo en su desarrollo, mostró el perfil y la grandeza del Papa Juan como don de Dios y citó algunas de sus frases en el discurso de apertura: Juan XXIII manifestaba «su completo desacuerdo con esos profetas de mal agüero que siempre anuncian catástrofes», «No tenemos ninguna razón para sentir miedo, decía aún; el miedo no puede proceder más que de una falta de fe»[38].
Ante la tentación de falta de entrega ante los nuevos tiempos que le esperan a la Iglesia, León Joseph Suenens, cardenal-arzobispo de la diócesis de Malinas-Bruselas en el tiempo del Concilio y posterior a él, mantiene este horizonte de esperanza en sus notas personales realizadas el 28 de noviembre de 1968:
“Tenemos que mirar con unos ojos nuevos, con la mirada de Cristo, este mundo del siglo XXI que apunta ya. Mirarlo, sin tomar como patrón de medida lo posible o lo imposible a partir de nosotros mismos, sino tomando como punto de referencia: su Corazón, su Evangelio, su Muerte redentora, su Resurrección.
Es conocido aquel pensamiento de Pascal: «Cristo agoniza desde hace veinte siglos. No tenemos que dormir durante este tiempo». Tampoco podemos estar somnolientos, o limpiar un poco el polvo. Hace falta una metamorfosis, un Pentecostés, un mundo que debemos recrear en el Espíritu.
Somos unos pobres hombres. Una frase del Señor lo domina todo: «Nolite timere». No tengáis miedo. Exorcicemos nuestros miedos y nuestras prudencias”[39].
Termino este apartado de presentación del Concilio Vaticano II citando un texto del cardenal Karol Wojtyla, uno de los grandes artífices de esta renovación eclesial que se plasmó en los documentos conciliares, uno de los cardenales que no solamente participó del Concilio sino que escribió sobre su teología fundamental; su libro es la mejor fuente para conocer los temas predominantes conciliares y el espíritu que fundamenta su programa de renovación:
“Mediante la compleja experiencia del Concilio hemos contraído una deuda con el Espíritu Santo, con el Espíritu de Cristo. Ese Espíritu que es el que habla a la Iglesia (cf. Ap 2,7) y cuya palabra durante el Concilio, y en su virtud, fue especialmente expresiva y decisiva para la Iglesia. Los obispos, miembros del Colegio que han heredado de los apóstoles la promesa que hizo Cristo en el cenáculo, están especialmente obligados a ser conscientes de la deuda contraída “con la palabra del Espíritu Santo”, puesto que estaban allí para traducir al lenguaje humano la palabra de Dios”[40].
2. La vocación universal a la santidad como clave de interpretación del Concilio Vaticano II[41]
El pensamiento del P. Mendizábal se caracteriza por su continua referencia a Jesucristo: al hablar del concilio destaca la necesaria vinculación de la Iglesia a Cristo.La Iglesia es inseparable de la realidad de Cristo resucitado vivo que permanece en ella y que actúa a través de ella. La Iglesia es su cuerpo, es signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano; unión con Dios y unión entre nosotros[42]:
“La Iglesia pone, por tanto, su cometido fundamental en lograr que esa unión pueda actuarse y renovarse continuamente. Actuarse: primero, que exista; y luego, que se renueve continuamente. Y renovar no es sólo mantenerse, sino que se vaya profundizando cada vez más, que se vaya intensificando. La Iglesia desea servir a este único fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de la verdad. «Esta verdad y este amor, el amor radicado en la verdad». De este modo va creciendo respecto de toda la realidad. Esa es la madurez del hombre”[43].
Si el Concilio supuso una nueva llamada a la santidad a toda persona según su estado de vida, en las últimas décadas post-conciliares no se ha puesto de moda la santidad en la vida eclesial, ya que no se ha leído desde esta clave de interpretación:
“A través del Concilio, en este momento el Señor ha renovado la llamada universal a la santidad, la conciencia de la llamada universal a la santidad. Pero es bien curioso que, después del Concilio, no se ha puesto de moda la santidad, como se han puesto de moda otras cosas del Concilio, muchas veces muy marginales. En cambio esto que es una lección grandiosa, casi ha pasado desapercibido, no se ha puesto de moda, y se puede decir que muchas veces ni siquiera se ha elevado el nivel de vida de santidad. Esta es la realidad. Es como la repetición de la página triste del Evangelio. Es Jesús, el Señor, que vuelve a llamar y no se le hace caso”[44].
La equivocación en la lectura del Vaticano II ha consistido en no seguir la continuidad de los capítulos de la constitución apostólica Lumen Gentium: es un texto muy estructurado aunque no fuera así previsto desde el principio; es un texto que hay que leerlo completo para entenderlo a fondo. El capítulo primero nos habla del misterio de la Iglesia para seguir, en su segundo capítulo, con el pueblo de Dios y pasar a abordar, en el tercero y en el cuarto, la estructura visible de la Iglesia y los laicos respectivamente. El capítulo quinto es como la continuación inmediata y el desarrollo de todo lo anterior: «la vocación universal a la santidad»[45]:
“[...] por el cristocentrismo el cristiano se une a la Trinidad divina, como lo muestra este primer capítulo de la Lumen gentium sobre el misterio de la Iglesia. Porque el misterio de la Iglesia es exactamente el de <un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. La Iglesia es misionera por naturaleza, «porque toma su origen... de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre» (LG 2-4; Ad gentes 2-4). A través de Cristo, enviado por el Padre y que nos envía él mismo al Espíritu, la Iglesia conoce y realiza el designido [designio] del Padre. Por esto cada día, en su liturgia, responde cantando: «Por Cristo, con El y en El, a Ti, Dios Padre omnipotente, todo honor y toda gloria»”[46].
El P. Mendizábal comenta tres frases del Concilio del capítulo quinto de la Constitución sobre la Iglesia (LG), que trata sobre la vocación universal a la santidad: es un programa grande y maravilloso, que debe ser objeto de una dedicación profunda por parte de todos para cumplir los planes de Dios sobre cada uno[47]: “Cuando el Concilio habla de la vocación universal a la santidad, se refiere a la teológica-moral, la perfección de madurez cristiana”[48]:
“En primer lugar: «Cultivan una santidad en múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que guiados por el Espíritu de Dios y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y en verdad, siguen a Cristo pobre, humilde, y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos príncipes de su gloria». Fijaos cómo dice: guiados por el Espíritu, obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad: a esto nos llama el Señor a todos. […] Te llama el Señor, te está urgiendo interiormente, y quizás no encontrarás nunca la felicidad si no aceptas ese camino del Señor. Es verdad que a veces nos parece como una muerte, es cierto, pero entonces tiene lugar la palabra del Señor: el que pierde su vida la encontrará. Eso que parece ser un salto en el vacío, que es como suicidarse, te invita el Señor a hacerlo. Si te lanzas, Él te ayudará.
Segunda frase del Concilio: «Por tanto, todos los fieles están llamados, y aún obligados, a la santidad». Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado. ¡Atención! No es: tienes que ser santo a pesar del matrimonio. ¡No!, tienes que ser santo a través del matrimonio; en todas las circunstancias y a través de ellas. […] La santidad será mayor cuanto más amor ponga en el matrimonio, cuanto más amor ponga en los hijos, cuanto más me niegue a mí mismo por ellos, cuanto más me ponga yo al servicio de la familia y de los demás en lo que es la vida en ella y por ella. En el matrimonio y por él, por las exigencias que lleva la misma convivencia, por la prontitud de servicio, por la superación del egoísmo en ese campo matrimonial. Lo mismo en los negocios: Si [si] el Señor te ha puesto ahí, tiene su rompecabezas, pero pon amor en todo, que no sea simplemente un desahogo de la pasión de dominar y de ganar más.
Ultima frase preciosa, programática: «Por tanto, todos los fieles cristianos en las condiciones, ocupaciones o circunstancias de su vida y a través de todo eso, se santificarán más cada día si lo aceptan todo con fe de la mano del Padre celestial y colaboran con la voluntad divina. Cumplen la voluntad del Señor, haciendo manifiesto a todos, incluso en la dedicación de las tareas temporales, la caridad con que Dios amó al mundo». Aquí tenemos un verdadero programa; en cualquier ocupación donde yo me encuentro, donde el Señor me ha colocado, ¿qué tengo que hacer? Aceptar con espíritu de fe de la mano de Dios todo lo que El permite. Lo acepto, pasivamente, no haciendo nada; yo trabajo, pero cuento con esto dentro del plan de la providencia del Señor. Lo acepto, conformándome con el cumplimiento de su voluntad. Dios quiere que yo trabaje, yo trabajo; que me empeñe, yo me empeño; que yo ceda en esto, cedo: «Manifiesten a todos, incluso en su dedicación a las tareas temporales»: incluso en la actuación de la empresa donde estoy trabajando, tengo que manifestar el amor con que Dios ama a aquellos con quienes trabajo”[49].
Grandes logros de la ‘Presbiterorum Ordinis’ en los últimos 50 años
Queriendo hacer un subrayado en algunos de los logros de la Presbyterorum Ordinis en estos últimos cincuenta años y sabiendo que esta reflexión necesita ser ampliada con muchos más, hago mi aportación a estas conferencias entorno a este gran acontecimiento eclesial.
En los sacerdotes
La renovación sacerdotal ha sido muy grande.
“Marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma, que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza” PO 11.
“Dios concede a los presbíteros la gracia de ser entre las gentes ministros de Jesucristo” PO 12.
Ha sido grande la apertura del sacerdote a la sociedad moderna. Manteniéndose en lo esencial todo presbítero está llamado a actualizarse para el aquí y el ahora; no se puede vivir desde la nostalgia o el pasado, no se puede mirar solamente el presente y no se puede vivir ya el futuro desatendiendo lo que el Señor nos pide hoy.
El sacerdote que vive su ministerio no se queda encerrado en la sacristía, se entiende al servicio del mundo, al encuentro del hombre en sus luces y sombras, en sus alegrías y dramas. El sacerdote tiene que salir, estar en medio de su grey; si vive así es consuelo para la gente: “Cuando algunos se preguntan por qué no hay más vocaciones religiosas y de seglares, yo me respondo: no las buscamos, no las trabajamos… ¡no las merecemos!” (Alfonso Francia)[50].
Hoy se pide al sacerdote recuperar el contacto directo con su pueblo: “mirar a los ojos”. Los pastores de la Iglesia no pueden serlo en los despachos o en lo virtual solamente, sobre todo en el contacto personal: “Sólo desde un amor apasionado por este mundo se puede entender la vida del presbítero”. Ante el clero acomodado (“le gusta vivir bien”, “se monta bien la vida”) vivir un clero entregado.
La renovación de los sacerdotes desde tres claves fundamentales según San Juan de Ávila: Dignidad sacerdotal (hacer todas las cosas en Cristo, mediador entre Dios y los hombres), Separación de lo secular (no mundanizarse, estar en el mundo sin ser del mundo, no separarse de la grey) y Ejemplarizar con la vida (lo que vivía lo hacía vivir).
En los laicos
Darle a los laicos la importancia que tienen.
“Reconozcan y promuevan sinceramente los presbíteros la dignidad de los seglares y la suya propia, y el papel que desempeñan los seglares en la misión de la Iglesia. Respeten asimismo cuidadosamente la justa libertad que todos tienen en la ciudad terrestre” PO 77.
“Encomienden también confiadamente a los seglares trabajos en servicio de la Iglesia, dejándoles libertad y radio de acción, invitándolos incluso oportunamente a que emprendan sus obras por propia iniciativa” PO 78.
La evangelización de este tiempo o la realizarán los laicos o no se realizará: “el laico no es el objeto de evangelización, es sujeto de evangelización”[51]. Es necesaria y urgente la incorporación seria de los laicos en la evangelización de la Iglesia.
La madurez de los laicos conlleva una adecuada formación integral; que estén bien preparados al servicio de la Iglesia y del mundo. Los sacerdotes están para ayudar a los laicos a la transformación del mundo en una civilización de amor; son movimientos de laicos y no de curas lo que se necesita. Muchos laicos jubilados se pueden entregar con más dedicación y radicalidad a la Iglesia y a la sociedad.
Las mujeres son muy importantes en la Iglesia. Con su feminidad enriquecen a la Iglesia, este es un tema que interesa mucho al Papa Francisco: “la participación de la mujer en el ámbito social y eclesial es un reto improrrogable”[52].Estudiar ''criterios y modalidades nuevas para que las mujeres no se sientan huéspedes sino participantes de pleno derecho en los diversos ámbitos de la vida social y eclesial”[53].
Valorar al hombre despreciando o quitando importancia a la mujer es un modelo superado; equiparar a la mujer estrictamente al hombre, valorarla mirando al hombre es un modelo equivocado no superado; valorar a la mujer depreciando o quitando importancia al hombre es un modelo equivocado no superado; valorar al hombre y a la mujer en sí mismos, sin enfrentamientos ni oposiciones siendo diferentes y complementarios es el modelo del presente y del futuro.
Falta hoy encontrar más en los sacerdotes el amor paternal y el amor maternal de la Iglesia: ¿la mirada en mi parroquia es amable o desafiante, atrayente o de reproche y de juicio? Cultivar el ministerio de la escucha con la mirada misericordiosa de Cristo.
En los sacerdotes y en los laicos
La importancia de la oración en la pastoral.
“[…] no es raro que se vean en peligro de desparramarse en mil preocupaciones. Y los presbíteros, implicados y distraídos en las muchas obligaciones de su ministerio, no pueden pensar sin angustia cómo lograr la unidad de su vida interior con la magnitud de la acción exterior” PO 112.
“[…] los presbíteros conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado” PO 113.
“Esta caridad pastoral fluye sobre todo del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada vez más íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo” PO 113-114.
“«Sed, pues, perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Los sacerdotes están obligados especialmente a adquirir aquella perfección […]” PO 93.
En toda España los sacerdotes coinciden en su visión de futuro: “o más espiritualidad o no hay nada que hacer”. No es “hacer, hacer”, es “ser en el hacer”: se atrae más con la verdad de lo que se vive que con el ruido de muchas acciones vacías.
Bastantes obispos están diciendo a sus presbiterios: “la primera tarea pastoral del sacerdote es la oración”. A nivel personal y pastoral la oración es esencial en los pastores de la Iglesia; sin oración el sacerdote se seca, se endurece o se acomoda: hoy el mundo no necesita funcionarios, sino enamorados de Jesús y de la Iglesia: “El sacerdote sin oración, en diez años secularizado y encima se casa por lo civil” (Mons. Celso Morga, Arzobispo-Coadjutor de Mérida-Badajoz).
Se ha avanzado en los últimos años en la conciencia de la importancia de la oración y de la vida espiritual de los sacerdotes. Jesucristo centro afectivo de la vida del sacerdote, vivir de verdad con Cristo vivo.
Asignaturas pendientes
Los sacerdotes
Los sacerdotes estamos unidos por un sacramento.
“Los presbíteros, constituidos por la Ordenación en el Orden del Presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad sacramental” PO 68.
“[…] los que son de edad avanzada reciban a los jóvenes como verdaderos hermanos, ayúdenles en las primeras empresas y labores del ministerio, esfuércense en comprender su mentalidad, aunque difiera de la propia, y miren con benevolencia sus iniciativas. Los jóvenes, a su vez, respeten la edad y la experiencia de los mayores, pídanles consejo sobre los problemas que se refieren a la cura de las almas y colaboren gustosos” PO 70.
Entre los sacerdotes hoy existen menos tensiones, pero falta mucho madurar en el “ser presbiterio”. “Tu ministerio es el mismo que el mío”: ¿somos hermanos en el propio ejercicio ministerial?, ¿somos solidarios, comprensivos, nos ponemos en lugar del otro con amor?, el mismo Cristo nos une y vive en nosotros.
El peligro de las envidias entre los sacerdotes: que te sepa mal lo que otros hacen, preocuparse más de lo que hacen los otros que de lo que tú mismo haces; si a la crítica constructiva no a ser criticón.
Ayudarse entre los sacerdotes: “mi primer feligrés es mi hermano sacerdote” (cuantas veces tenemos tiempo a cualquier persona que nos busca pero no lo encontramos para ir a animar o acompañar a mi hermano sacerdote), ir a los funerales de las familias de los compañeros de arciprestazgo o condiscípulos o…, en las suplencias de los sacerdotes estar siempre dispuesto, que los sacerdotes eméritos no se sientan de segunda categoría, cuanta ayuda se recibe de ellos. En los sacerdotes une mucho las amistades (las afinidades humanas) pero poco el ministerio; esto significa falta de fe en el ejercicio del ministerio.
El problema de algunos sacerdotes radica en la falta de reciedumbre (flojos ante el vaivén de la vida) y en la falta de creatividad (muy puestos en celebrar sacramentos, pero limitados en buscar nuevas vías de evangelización). Nos necesitamos y nos enriquecemos, no permitir grupos cerrados entre sacerdotes: los jóvenes con los más adultos, el clero joven con el clero mayor. Toda asociación o fraternidad sacerdotal o ayuda a hacer presbiterio o no es buena para una diócesis.
Sin vida propia; descansar para servir.
“Los presbíteros, por tanto, deben presidir de forma que, buscando, no sus intereses, sino los de Jesucristo, trabajen juntamente con los fieles seglares y se porten entre ellos a imitación del Maestro, que entre los hombres “no vino a ser servido, sino a servir, y dar su vida en redención de muchos” (Mt 20,28)” PO 76-77.
“Rigiendo y apacentando el Pueblo de Dios, se ven impulsados por la caridad del Buen Pastor a entregar su vida por sus ovejas, preparados también para el sacrificio supremo, siguiendo el ejemplo de los sacerdotes que incluso en nuestros días no han rehusado entregar su vida” PO 107-108.
“[…] como directores de la comunidad practican la ascesis propia del pastor de las almas, renunciando a las ventajas propias, sin buscar sus intereses, sino los de muchos, para salvarlos” PO 110.
Algunos sacerdotes conciben el ministerio con horarios (funcionarios): “mi tiempo libre” (incluso varios días), “en esos días ya no soy cura”. Plantear tu descanso desde lo que tú eres: descansar para servir; como sacerdote dedicarle tiempo al descanso para seguir entregándose. El tiempo libre no es para desconectar en lo que yo soy, es para seguir adelante viviendo con “alma, vida y corazón”, no limitar la dedicación y la entrega ministerial, descansar lo necesario para seguir sirviendo.
La vida y el ministerio sacerdotal es encuentro con el Señor, es verdad presencial con el Señor: llevar con nuestra presencia la presencia del Señor. Para el sacerdote, “ser sacerdote” no es una ocupación en su vida, es mi vida (“el sacerdocio y la eucaristía es mi vida”): no es un aumento en sus ocupaciones, es vivir que “Cristo es mi vida”. Que mi vida sea él; no ya he cumplido en hacer mis tareas y voy a hacer mi vida: “quien pierda su vida por mí la encontrará, el que se la guarde para sí la perderá”, “si morimos con Cristo resucitaremos con Él”.
Perder lo que es vida de uno es doloroso porque me costará en algunas cosas que ya me he enganchado y que me apartan del Señor: “el que pierda su vida la encontrará” no automáticamente, sino poco a poco; dejar es entrar en la vida, se vive dejando, se endereza caminado en unión con Cristo para disfrutar de la vida con todo el corazón poco a poco. Tengo que entregar mi vida, que Cristo sea mi vida, disfrutar de la vida de Cristo.
Los sacerdotes tienen una vida que asumen con responsabilidad, una vida al servicio de la comunidad, no teniendo vida propia o vida privada (mis momentos o sus momentos): descansar para servir. ¿He entregado del todo mi vida o solamente unas horas?, ¿soy presencia de Cristo, todo para todos en todo momento?
La sociedad de hoy empuja a fragmentar la vida y no a unificarla desde la verdad del amor: este día es para mi tiempo libre, esto es tiempo privado. El sacerdote necesita descanso, pero el descanso es en función del servicio: lo necesario para el encargo que recibe, el encargo real de Jesucristo: “cuida de mis ovejas”. Que son ovejas del Señor, son mi familia, son de mi responsabilidad amorosa en confianza y en predilección: “tengo que buscar mis ovejas perdidas”. Que no hagamos selección de las personas que guiamos.
Al servicio del crecimiento espiritual de los otros.
“Rigiendo y apacentando el Pueblo de Dios, se ven impulsados por la caridad del Buen Pastor a entregar su vida por sus ovejas” PO 107.
“Aunque viven en el mundo, sepan siempre, sin embargo, que ellos no son del mundo […]” PO 134.
“[…] en el pueblo y para el pueblo de Dios […]” PO 73.
Es deficiente la visión que tienen algunos sacerdotes sobre la dimensión de pastor entendido para los demás, desapropiado de sí mismo: los fieles cristianos son de nuestra responsabilidad y para esto hace falta vivir desprendidos y disponibles.
Entrega sin límites como pastores de la Iglesia o “yo ya estoy bien”, “cumplo y que me dejen vivir”, ya no muero en el ministerio sacerdotal, ya no ofrezco la vida para vivir en la verdadera vida de Cristo, ¿participo de este mal?: “el límite del amor es el amor sin límites”; dejarnos conducir por él, dejar nuestras personas y corazones para que sea Él nuestra redención.
No hay métodos que cambien el corazón; el corazón se educa, se va formando poco a poco. Para eso buscar la oración, los retiros, los Ejercicios Espirituales, la dirección espiritual para ir encauzando y fortaleciendo el bien del sacerdote, en ello me lo juego todo: hora de empezar en el ministerio, hora de terminar para tener intimidad con Jesucristo, levantarme con buenos pensamientos y terminar con la vida entera para que sea una vida en Cristo. El peligro que tenemos hoy es el jansenismo, el creer que todo se alcanza con mi esfuerzo solamente o creer que como no lo puedo alcanzar ya no hay nada que hacer; abertura del corazón al Señor, no abandonarme a lo que ya tengo, dejarse para darse, en la verdad del amor de Cristo seguir dándose.
No es suficiente tener conciencia que están los sacerdotes para que los bautizados lleguen a ser santos; los sacerdotes están al servicio del crecimiento espiritual de cada uno de los fieles, los presbíteros “están”, “su razón de ser” es para ayudar al sacerdocio común de los fieles:
“Por eso ser pastores significa también disponerse a caminar en medio y detrás del rebaño: ser capaces de escuchar el relato silencioso de quien sufre y de sostener el paso de quién teme no poder mantenerlo; ser solícitos en levantar, en asegurar y en infundir esperanza. Del compartir con los humildes, nuestra fe sale siempre reforzada: arrinconemos, pues, toda forma de presunción, para inclinarnos sobre cuantos el Señor ha encomendado a nuestro desvelo. Entre ellos, reservemos un lugar especial, muy especial, a nuestros sacerdotes: que, sobre todo para ellos, nuestro corazón, nuestra mano y nuestra puerta permanezcan abiertos en toda circunstancia. Ellos son los primeros fieles que tenemos los obispos: nuestros sacerdotes. ¡Amémoslos! ¡Amémoslos de corazón! ¡Son hijos nuestros y hermanos nuestros!”[54].
Los laicos
No ir a la Iglesia para recibir servicios sino para ser testigos en el mundo.
“Reconozcan y promuevan sinceramente los presbíteros la dignidad de los seglares y la suya propia, y el papel que desempeñan los seglares en la misión de la Iglesia. Respeten asimismo cuidadosamente la justa libertad que todos tienen en la ciudad terrestre” PO 77.
“Encomienden también confiadamente a los seglares trabajos en servicio de la Iglesia, dejándoles libertad y radio de acción, invitándolos incluso oportunamente a que emprendan sus obras por propia iniciativa” PO 78.
“[…] ayuden a sus presbíteros cuanto puedan con su oración y su trabajo, […]” PO 81.
Tal vez dedicamos demasiado tiempo mirándonos hacia dentro de nuestras comunidades parroquiales o realidades eclesiales; la Iglesia se debe al mundo (“Iglesia en salida”).
Los laicos están para anunciar el Evangelio en los diferentes ambientes que viven, lo suyo es transformar la sociedad. Queda mucho que aprender del Concilio Vaticano II: los laicos vienen como clientes a recibir servicios a la Iglesia y no para ser testigos en medio el mundo.
Tenemos que aprender de África, los cristianos son testigos del Evangelio, con el Evangelio tengo que cambiar de vida (“sólo una mujer”). Los laicos, siguen siendo “un gigante dormido” (Juan Pablo II).
Grandes documentos escritos, pocos principios vividos en la vida pública.
Nuestras instituciones de caridad y de compromiso social, como Cáritas y Manos Unidas y otras asociaciones eclesiales están llamadas a vivir una profunda espiritualidad. Por eso, en el documento “La Iglesia y los pobres” se advirtió ya que «más de una vez, dentro de la Iglesia, hemos caído en la tentación de contraponer la vida activa y la contemplativa, el compromiso y la oración y, más concretamente, hemos considerado la lucha por la justicia social y la vida espiritual como dos realidades no sólo diferentes —que sí lo son en cuanto a su objeto inmediato—, sino independientes y hasta contrarias, cuando no lo son en modo alguno, sino más bien complementarias y vinculadas entre sí». Es el Amor personificado de Dios, -el Espíritu Santo- «el que transforma y purifica los corazones de los discípulos, cambiándolos de egoístas y cobardes en generosos y valientes; de estrechos y calculadores, en abiertos y desprendidos; el que con su fuego encendió en el hogar de la Iglesia la llama del amor a los necesitados hasta darles la vida».Es muy importante no disociar acción y contemplación, lucha por la justicia y vida espiritual. Estamos llamados a ser evangelizadores con Espíritu, evangelizadores que oran y trabajan. «Siempre hace falta cultivar un espacio interior que dé sentido al compromiso»”[55].
Testimonio de un político cristiano en un Encuentro de evangelizadores en Roma: “aún estamos empezando”. Es urgente la asimilación interior-espiritual de la Doctrina social de la Iglesia (“estamos en el mundo de las ideas o esas ideas son mi vida”).
Los planes pastorales son muy importantes, saber dónde estamos y a dónde queremos llegar, pero la meta siempre estará lejos: ser santos y cambiar este mundo en una civilización del amor. Un plan pastoral es bueno si se da un paso hacia la meta y la meta es que la comunidad cristiana viva en plenitud el sacerdocio común de los fieles, que los bautizados vivan la Iglesia una, santa, católica y apostólica.
Si avanzan los bautizados esto funciona, si la vida y las obras de los laicos son fecundas esto funciona; si todo queda en escritos, en la estantería, estamos perdidos; en el Espíritu Santo no perdemos nunca la esperanza pero también depende de nosotros.
Santiago Bohigues Fernández
Sacerdote
[1] Me ha parecido interesante recoger en este artículo una parte de mi tesis doctoral que presenta el ambiente donde surgieron los diferentes documentos del Concilio. Puede ayudar a la profundización de los diferentes documentos magisteriales conciliares y en especial de la Constitución apostólica Presbyterorum Ordinis: S. BOHIGUES FERNÁNDEZ, El Corazón humano de Cristo. Líneas fundamentales del pensamiento del P. Luis Mª. Mendizábal, S.J., Ed. Monte Carmelo, Burgos 2008, 83-96 págs.
[2] Muchos son los libros que se han escrito sobre el Concilio Vaticano II con valoraciones en perspectivas más tradicionales o más contestatarias; sirvan estos libros como ejemplos: J.R. TORRENS, Lo que no ha dicho el concilio, Barcelona 1968; G. ZIZOLA, La restauración del papa Wojtyla, Madrid 1985.Con ocasión de diferentes aniversarios conciliares y del jubileo del año 2000 se han escrito libros y artículos de teología valorando las grandes líneas del Vaticano II: J. RUIZ JIMÉNEZ/ P. BELLOSILLO, El concilio del siglo XXI, Madrid 1987; AA. VV., La imposible restauración, Madrid 1986; G. ALBERIGO/ J. P. JOSSUA, La recepción del Vaticano II, Madrid 1987; AA.VV., El legado espiritual del Vaticano II, visto por el sínodo, Toledo 1987; P. HENRICI, La maduración del Concilio. Vivencia de la teología preconciliar, “Communio”, 1 (1991) 34-49; W. KASPER, La Iglesia como comunión: un hilo conductor en la eclesiología del Vaticano II, “Communio”, 1 (1991) 50-64; R. BLAZQUEZ, La Iglesia del concilio Vaticano II, Salamanca 1991 (2ª ed.); J. Mª. ROVIRA BELLOSO, Vaticano II: un concilio para el tercer milenio, Madrid 1997; R. FISICHELLA (dir.), Il Concilio Vaticano II. Recezione e attualitá alla luce del Giubileo, Milán 2000.
[3] F. KOENIG, Iglesia, ¿adónde vas?, Santander 1985, 16.
[4] “Juan XXIII era ante todo un hombre «fuera de catálogo»: no era prisionero de ninguna etiqueta. Poseía en raro grado el «genio del corazón», lo que le valió ser reconocido como un padre por hombres de toda tendencia, por encima de cualquier división” (L. J. SUENENS, Recuerdos y esperanzas, Valencia 2000, 117-118).
[5] L. J. SUENENS, Recuerdos y esperanzas, Valencia 2000, 71.
[6] Cf. Ibid., 73.
[7] R. BLAZQUEZ, La Iglesia del concilio Vaticano II, Salamanca 1991 (2ª ed.), 22.
[8] Cf. H. DE LUBAC, Diálogo sobre el Vaticano II. Recuerdos y reflexiones, Madrid 1985, 23-24.
[9] Cf. L. J. SUENENS, Recuerdos y esperanzas, Valencia 2000, 76.
[10] H. DE LUBAC, Diálogo sobre el Vaticano II. Recuerdos y reflexiones, Madrid 1985, 24.
[11] Cf. Ibid., 25.
[12] L. J. SUENENS, Recuerdos y esperanzas, Valencia 2000, 81.
[13] Para que el concilio no se perdiera en cuestiones secundarias el cardenal Suenens propuso una especie de vademécum en torno al tema central de la Iglesia, que finalmente redactó él mismo, y que supuso una guía general para todos los padres conciliares.
[14] R. BLAZQUEZ, La Iglesia del concilio Vaticano II, Salamanca 1991 (2ª ed.), 20.
[15] Cf. L. J. SUENENS, Recuerdos y esperanzas, Valencia 2000, 79.
[16] Cf. H. DE LUBAC, Diálogo sobre el Vaticano II. Recuerdos y reflexiones, Madrid 1985, 31.
[17] L. J. SUENENS, Recuerdos y esperanzas, Valencia 2000, 82.
[18] Cf. F. KOENIG, Iglesia, ¿adónde vas?, Santander 1985, 23.
[19] R. BLAZQUEZ, La Iglesia del concilio Vaticano II, Salamanca 1991 (2ª ed.), 21.
[20] Cf. F. KOENIG, Iglesia, ¿adónde vas?, Santander 1985, 11.
[21] Ibid., 11.
[22] R. BLAZQUEZ, La Iglesia del concilio Vaticano II, Salamanca 1991 (2ª ed.), 14.
[23] Ibid., 13.
[24] Cf. F. KOENIG, Iglesia, ¿adónde vas?, Santander 1985, 31-34.
[25] “Mi teólogo en el Concilio era el profesor Karl Rahner” (F. KOENIG, Iglesia, ¿adónde vas?, Santander 1985, 25); recientemente se ha publicado un libro en lengua española de uno de los compañeros y colaboradores más íntimos de Karl Rahner que destaca la experiencia de Dios en su vida y en su pensamiento, es decir, su dimensión mística: H. VORGRIMLER, Karl Rahner. Experiencia de Dios en su vida y en su pensamiento, Santander 2004.
[26] Cf. L. J. SUENENS, Recuerdos y esperanzas, Valencia 2000, 82.
[27] J. RATZINGER / V. MESSORI, Informe sobre la fe, Madrid 1985, 34-35.
[28] Cf. F. KOENIG, Iglesia, ¿adónde vas?, Santander 1985, 43.
[29] Ibid., 43.
[30] L. J. SUENENS, Recuerdos y esperanzas, Valencia 2000, 163.
[31] Cf. J. RATZINGER / V. MESSORI, Informe sobre la fe, Madrid 1985, 37.
[32] Ibid., 35.
[33] F. KOENIG, Iglesia, ¿adónde vas?, Santander 1985, 43.
[34] J. RATZINGER / V. MESSORI, Informe sobre la fe, Madrid 1985, 40.
[35] R. BLAZQUEZ, La Iglesia del concilio Vaticano II, Salamanca 1991 (2ª ed.), 15.
[36] J. RATZINGER / V. MESSORI, Informe sobre la fe, Madrid 1985, 49.
[37] Cf. L. J. SUENENS, Recuerdos y esperanzas, Valencia 2000, 123-124.
[38] Ibid., 131.
[39] Ibid., 162.
[40] JUAN PABLO II [cardenal K. WOJTYLA], La renovación en sus fuentes. Sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, Madrid 1982, 3-4.
[41] El P. Mendizábal estudia el tema de la vocación universal a la santidad en varios lugares de su obra: L. Mª. MENDIZÁBAL, Universale vocazione alla santitá nella Chiesa, en Lumen Gentium. Guida alla lettura della Constituzione, Roma 1966, 155-6; ID., Vocación universal a la santidad, “Manresa”, 36 (1964) 152-155.168; ID., De natura perfectionis christianae, Roma 1966, 231-259.
[42] Cf. L. Mª. MENDIZÁBAL, Redentor del hombre, Madrid 1992, 40.
[43] Ibid., 133.
[44] Ibid., 143.
[45] Cf. H. DE LUBAC, Diálogo sobre el Vaticano II. Recuerdos y reflexiones, Madrid 1985, 26-29.
[46] Ibid., 30-31.
[47] Cf. L. Mª. MENDIZÁBAL, Redentor del hombre, Madrid 1992, 150.
[48] L. F. DE PRADA ÁLVAREZ, La vocación universal a la santidad, “Toledana”, 5 (2001) 174.
[49] L. Mª. MENDIZÁBAL, Redentor del hombre, Madrid 1992, 149-150.
[50] Alfonso FRANCIA, “Cooperador Paulino”, Nº 91.
[51] A. CARTAGENA, director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Apostolado Seglar de la Conferencia Episcopal Española, Conferencia sobre los laicos en Madrid, 6 de mayo de 2015.
[52] Papa FRANCISCO, ''Las culturas femeninas, igualdad y diferencia'', argumento de la Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para la Cultura, Ciudad del Vaticano, 7 de febrero 2015.
[53] Ibid., p. 2.
[54] FRANCISCO I, Responsables de caminar delante del rebaño. Homilía del Papa Francisco en la profesión de fe celebrada con los obispos de la Conferencia Episcopal Italiana (23-5-2013), “Ecclesia”, 3678 (2013) 34.
[55] CEE, La Iglesia, servidora de los pobres, nº 37.
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