Una mirada hacia el misterio trinitario nos esclarece que el Dios de los cristianos no tiene nada que ver con aquel “soberano solitario” contra el que luchan racional y, sobre todo, emocionalmente algunos representantes de la teología feminista
Hoy en día la teología feminista es ampliamente conocida y, en algunas de sus múltiples ramas, también reconocida por los mejores teólogos actuales[1]. Se ha visto, después de una larga época de discusiones vehementes y dolientes, que no pocas de sus exigencias son razonables y justas[2]. ¿Sería necesario sustituir el nombre de «Dios Padre» por el de «Dios Madre», para liberar así a la humanidad de las ataduras del mal, del patriarcado?[3]. Antes de responder, resumiré brevemente lo que dicen algunos representantes de la teología feminista al respeto[4].
1. Las reivindicaciones feministas
Desde las perspectivas feministas más radicales, la teología es considerada como una «reflexión sobre experiencias»[5]: no debería imponerse de manera especulativa y abstracta «desde arriba», sino partir de las experiencias concretas «desde abajo»[6]. Se quiere «desenmascarar» la teología existente hasta ahora como un sistema que se basa únicamente en experiencias masculinas y, por tanto, no es aplicable a toda la humanidad[7]. «Siempre son los seres humanos los que crean las ideas de Dios. Hasta ahora siempre fueron varones los que crearon esas ideas y se las impusieron a las mujeres»[8]. Hoy en día, sin embargo, la teología tendría que partir de las experiencias femeninas.
Según la tesis principal, el Dios del cristianismo —«un patriarca omnipotente y omnisciente que reina en el cielo y que no necesita de nadie»[9]— fue creado «por varones y para varones»[10]. «En la teología y en la Iglesia, los hombres hablan de autorrevelación divina, cuando en realidad se trata de testimonios de megalomanía masculina»[11], completamente perjudiciales para las mujeres[12]. «La figura de un padre que está por encima de todo es producto de la fantasía humana, y ha prestado un buen servicio a los varones, porque ha legitimado plenamente todos los mecanismos para oprimir a las mujeres»[13]. En la época de la emancipación, por tanto, las personas sensatas ya no pueden referirse a Dios con nombres masculinos, ya no pueden llamar a Dios su Creador, su Señor, su Rey o su Juez[14]. Perciben estos conceptos como autoritarios y destructivos. Rechazan, sobre todo, la «paternidad» divina y llegan así a hablar de «Dios Madre». Mientras que algunos sólo intentan ampliar el discurso sobre la divinidad con imágenes femeninas, otros tienen por objetivo reemplazar a un Dios masculino como expresión de poder y violencia por una Diosa femenina, que sería la ternura y la dulzura por excelencia[15]. ¿Qué se puede decir acerca de estos planteamientos?
2. La experiencia en la teología
Sin duda alguna es necesario que la teología se libere de ciertas estrecheces intelectualistas y tome en cuenta la experiencia religiosa de los cristianos. Esto lo señalaron muchas personas sensatas, durante cientos de años. Así, por ejemplo, Santa Teresa de Ávila, la primera doctora de la Iglesia, afirma en el prólogo de una de sus grandes obras: «No diré nada que no hubiese experimentado yo misma»[16]. Los grandes teólogos conocieron esta relación entre experiencia y ciencia; comprendieron su tarea como la transmisión de algo que habían «contemplado» en la oración y en la meditación («contemplata aliis tradere»). En este sentido Otger Steggink subraya incluso que la ciencia teológica ha de reconocer la experiencia del cristiano como su «primer fundamento»[17]. ¿Tiene, entonces, el mismo punto de partida que algunos representantes de la teología feminista?
Conviene tener en cuenta que, en las ramas extremas de la teología feminista, no se quiere tratar de la experiencia humana en general, sino expresamente de la experiencia de las mujeres[18], ya que la teología, hasta ahora, hubiera partido de la experiencia de los varones. Es indiscutible que, en la gran mayoría, eran varones los que se dedicaban a la ciencia de Dios en los tiempos pasados. Pero, ¿significa esto realmente una unilateralidad para el contenido esencial de la teología? ¿Y podemos solucionar el problema uniendo la experiencia femenina a la masculina a modo de adición? La teología feminista responde afirmativamente a estas preguntas; otros muchos autores, en cambio, contestan de manera claramente negativa, pues ambos grupos se refieren a distintas cosas cuando hablan de la experiencia religiosa. En grandes líneas se puede decir que la teología feminista aboga por una supremacía del sujeto (que «experimenta» algo en su interior), mientras que la teología eclesial pone el acento sobre el objeto (lo «experimentado») que se recibe desde fuera y se conoce por la fe: sólo admite una experiencia que se basa en un encuentro con la realidad objetiva.
Si se parte de esta condición al teologizar, resulta evidente que la experiencia de un varón no puede ser diametralmente opuesta a la de una mujer: el objeto es siempre el mismo. Ni el uno ni la otra «crean» la idea de Dios, sino que ambos reciben una revelación. Se adhieren a una verdad tal como se les muestra, profundizan en su conocimiento y pueden experimentar luego los efectos del Dios presente. Esta experiencia, realmente, se ve afectada, en numerosos matices, por la personalidad individual y propia de cada uno. Por eso es digno de consideración cualquier intento de incluir las perspectivas de la mujer en el modo de hacer cultura y ciencias, y por ende tomarlas también en serio en la labor teológica.
Pero cuando la teología pretende basarse exclusivamente en la experiencia de Dios hecha por mujeres o varones, apenas puede escaparse del riesgo del subjetivismo. De hecho se puede ver en diversas épocas del cristianismo que la experiencia (tomada como criterio supremo) ha sido el gran móvil de ciertos círculos religiosos que se separaron de la doctrina de la Iglesia. De ahí se comprende la necesidad de someter el encuentro personal con Dios a un examen crítico, a una evaluación objetiva.
A la experiencia meramente subjetiva tiene que seguir un análisis racional, porque el conocimiento de Dios en la propia vida interior y el conocimiento de Dios dentro de la Iglesia forman una unidad. En otras palabras, el encuentro personal con Dios tiene que dejarse medir con la doctrina de la Iglesia. Sólo puede llegar a su pleno desarrollo cuando se pone la subjetividad al servicio de un conocimiento más profundo.
Bajo estas condiciones, realmente, es deseable que la experiencia religiosa se integre en el trabajo teológico. No sólo el entendimiento debe ser empleado cuando se estudia una ciencia que, al fin y al cabo, trata del amor de Dios a los hombres. El amor como respuesta del hombre es un elemento significativo en esta ciencia. Si esto se desatiende, se corre el riesgo de no hablar de Dios que es el Amor y al que, por ende, sólo nos podemos acercar con amor, sólo podemos confesar amando. Si falta esta orientación fundamental, quedarán algunas fórmulas vacías, tal vez hasta teorías brillantes, pero que, tarde o temprano, serán desveladas como tales. Esto, de alguna manera, podría recordarnos el reto feminista.
3. La ayuda de la Revelación
Según la teología feminista, los seres humanos partimos de nosotros mismos para esbozar nuestra imagen de Dios. Antiguamente fueron los hombres los que manifestaban en sus discursos teológicos sus propias ideas e ilusiones, hoy en día son las mujeres las que lo hacen. Todos hablan sobre sus experiencias y, en el fondo, sobre sí mismos. Esto lo evidencia ante todo el feminismo de las diosas, disgregado, en general, de la tradición cristiana, aunque se puedan encontrar formas intermedias. La recepción de mitos que en ello se realiza puede considerarse como expresión de añoranzas, sueños y esperanzas muy actuales; como tal, requiere una actitud comprensiva y mucha reflexión.
Por lo demás se puede comprobar que la teología feminista hace exactamente lo que reprocha a la teología existente hasta ahora. Las mujeres comparan el hablar sobre Dios con su condición de mujeres, tal y como, supuestamente, lo hicieron los varones durante cientos de años, partiendo de su condición de varones. Entonces, si condenamos lo uno, no es comprensible que se permita lo otro. La crítica feminista radical lleva finalmente a la consecuencia de no poder hablar de ninguna manera adecuada sobre Dios, ya que lo único que hacemos es girar en torno a nosotros mismos. El rechazo de la autorrevelación divina anula cualquier enunciado sobre Dios; esto es el final de toda teología, y también de la teología feminista. Con razón se ha dicho que «hablar desde un punto de vista feminista sobre Dios es tan imposible como creer en Dios de manera ateísta»[19].
La teología eclesial presupone que Dios es el primero en hablar de sí mismo, antes de que la persona humana pueda hablar de él. Se «enajena » a sí mismo[20], se nos muestra y le podemos conocer como el que se muestra. El hombre, pues, no es el origen ni la medida de la imagen de Dios, sino que Dios mismo dirige, de manera completamente libre y soberana, su palabra al hombre. Es realmente imposible dejar a un lado la revelación divina, si se quiere hablar como cristiano sobre Dios[21]. Ella es una fuente inagotable que nos acerca más a la verdad que cualquier esfuerzo personal.
Objeto directo de la revelación son los nombres divinos. A través de ellos, Dios, infinito y transcendente, permite que nos acerquemos a él. En el ambiente cultural bíblico, el nombre manifiesta y expresa lo que es la persona; nunca aparece reducible a una pura denominación[22]. Los nombres, por tanto, representan a Dios mismo. La teología cristiana puede intentar comprenderlos cada vez mejor sobre el telón de la fe, pero no puede cambiarlos. Friedebert Hohmeier, un teólogo evangélico, comenta acertadamente al respecto: «Si nuestro nombre humano es expresión de nuestra unicidad como persona, ¿con qué derecho nos atrevemos a cambiarle al Dios santo uno de sus nombres, creyendo encima captar mejor la esencia divina de lo que se nos ha revelado él mismo en su nombre?»[23].
En su decisión salvífica le agradó a Dios que el pueblo elegido le tratara, primero, en imágenes y metáforas antropomorfas, de las que nos habla el Antiguo Testamento. Estas imágenes suelen tener generalmente carácter masculino. Así se oponen a las imágenes de las diosas de las religiones paganas, contra las que los israelitas tuvieron que luchar en muchas batallas. Son, además, plenamente adecuadas a las experiencias religiosas y sociales del hombre bíblico. Un juez justo o un héroe de guerra, por ejemplo, que precisamente no oprimen ni maltratan a las mujeres, sino que defienden a todos los débiles, que los protegen y salvan del enemigo, significan liberación y victoria. Si entendiésemos esto con más claridad, no necesitaríamos tachar de los textos bíblicos las imágenes masculinas de Dios. Tenemos que aprender de nuevo a leer la Sagrada Escritura, desde su fuero interior, según el sentir de aquellos tiempos.
Por otro lado, conviene tener en cuenta que Dios no puede definirse por ninguna imagen. Siempre queda una diferencia insondable entre él y todas las imágenes de él, que sólo nos revelan unos determinados rasgos de su ser infinito[24]. No deben ser interpretadas de manera absoluta ni desarrollar una dinámica propia, tal y como ocurrió a veces en el curso de la historia. Cuando, realmente, se abusa de una imagen divina para cimentar un dominio ilegítimo de los varones, la protesta feminista me parece oportuna.
En el Nuevo Testamento, la autorrevelación divina llegó a su plenitud. Dios se nos dio a conocer como Padre de Jesucristo y de todos los hombres[25]. A partir de entonces puede concebirse sumamente más cerca, más familiar; nos invita, de alguna manera, a tutearle[26]. Los cristianos le tratamos, pues, de tú; también es habitual hablar a veces objetivamente de él. Pero con esto no nos referimos a un ser masculino, si hablamos correctamente, sino a una persona familiar, un tú. El que haya comprendido y aceptado esto, ya no perderá el tiempo con el hecho de que el pronombre él designe también el masculino. Pues no somos capaces de imaginarnos una persona sin sexo[27].
4. La feminidad en Dios
Por otro lado, es obviamente positivo que en los últimos tiempos se haya vuelto a resaltar fuertemente la feminidad de Dios. De esta manera se han esclarecido fallos en las explicaciones teológicas tradicionales[28]. Por supuesto, Dios no sólo funda y establece la paternidad, sino también la maternidad, tal y como todas las demás perfecciones de las criaturas. La Sagrada Escritura testimonia en muchos pasajes los rasgos maternales de Dios que consuela a su hijo (Is 66,13), no lo olvida nunca (Is 49,14-15), lo alza tiernamente a sus mejillas (Os 11,4) y, finalmente, le seca las lágrimas (Ap 21,4)[29]. Clemente de Alejandría afirmaba ya en el siglo II después de Cristo: «Dios es amor... Lo inexpresable en él es Padre, lo compasivo con nosotros es Madre»[30]. El Papa Juan Pablo II, además, insiste: «El amor de Dios se describe en muchos pasajes como el amor “masculino” de un esposo y padre (Os 11,1-4; Jer 3,4-19), pero a veces también como el amor “femenino” de una madre»[31].
Se puede decir con toda razón que en Dios hay feminidad, de una forma originaria, ejemplar y eminente. El redescubrimiento de esta verdad no significa ningún desafío a lo masculino en Dios. La paternidad divina, en cambio, se enriquece con connotaciones que se inspiran en la maternidad. La imagen divina adquiere así un perfil más detallado. Estamos invitados a percibir nuevamente a Dios como el transcendente, que está más allá de los sexos. No es finito ni variable, no corresponde a las categorías de este mundo, no es ni hombre ni mujer. Es más allá de la polaridad sexual, por encima de todos los antropomorfismos. Su vida íntima tiene carácter de misterio. Supera infinitamente toda nuestra imaginación[32].
¿Pero no podemos decir nada más? ¿Por qué, entonces, Dios se nos ha revelado como Padre? Si por un lado es verdad que nunca podemos comprenderle en su plenitud («comprehendere»), igualmente lo es que él mismo nos ayuda a «rozarle» levemente («attingere»)[33]. Puede ayudarnos recordar lo que expone el IV Concilio Laterano describiendo todo nuestro conocimiento sobre Dios como análogo[34]. Si decimos, pues, que Dios es nuestro Padre, hablamos de manera análoga y expresamos, de alguna manera, que Dios es Padre en el sentido más profundo y más auténtico de la palabra. Es un Padre infinitamente bueno, justo y cariñoso, muchísimo más que todos los padres buenos de este mundo[35]. Es, realmente, el «Dios de ternura y de gracia, lento a la ira y rico en misericordia y fidelidad»[36]. La denominación de padre en la Biblia no quiere legitimar ninguna situación patriarcal. Todo lo contrario, Dios se nos presenta como un padre amoroso que se interesa mucho más por la felicidad y la libertad de sus hijos que ellos mismos[37]. Se nos manifiesta como un padre paciente y misericordioso[38], principio y modelo de todos los padres humanos[39]. Ser padre adquiere en Dios una riqueza insondable, agota en él absolutamente todo lo que comprende este concepto[40].
5. El misterio trinitario
Cuando los cristianos llamamos Padre a Dios, expresamos el misterio más grande que existe, la Trinidad Santísima[41]. Dios mismo ha abierto su «corazón», su «intimidad»; ha revelado que es Padre, Hijo y Espíritu Santo[42]. Un solo Dios y tres Personas que desde toda la eternidad viven en íntima comunidad, en amor recíproco y la entrega más completa[43]. Dios Padre engendra eternamente al Hijo[44]. Él, que no tiene principio, «sale de sí» y vive en otro, en el Hijo, y es lo que es por el otro, el Hijo. (Sin Hijo no hay «Padre»). Su «personalidad» consiste en ser Padre del Hijo, ser pura Paternidad. Está totalmente «ordenada» hacia el Hijo, relacionada con Él, para quien, con quien y en quien es. Al mismo tiempo, el Hijo es lo que es por el Padre. Vive del Padre, de quien recibe todo su ser. Él está, desde toda la eternidad, perfectamente «ordenado» hacia el Padre, relacionado con él. (Sin Padre no hay «Hijo»). Su «personalidad» consiste en ser Hijo del Padre, ser pura Filiación, y devolver al Padre todo el Amor que de él recibe continuamente. El Hijo es con el Padre, para él y por él. El Espíritu Santo es el Amor recíproco del Padre y del Hijo que, en Dios, sólo puede ser un Amor personal. Es llamado también «Regalo», «Don»[45] y «expresión personal» de ese Amor[46]. Su «personalidad» consiste en ser puro «Nexo», eterno «Vínculo», el «Beso de amor» entre Padre e Hijo[47]. Procede de la relación entre ambas Personas y, al mismo tiempo, hace posible esa relación[48]. Por él, con él y en él ama el Padre al Hijo y el Hijo al Padre. En el amor del Espíritu Santo, ambos se entregan mutuamente a sí mismos y viven uno en el otro. Así, siendo al mismo tiempo Espíritu del Padre y del Hijo, la Tercera Persona completa la unidad y la diversidad de la Trinidad[49].
El misterio de la vida trinitaria nos permite vislumbrar qué significa «Dios es amor»[50]: Dios es don gratuito y total de sí. Las tres Personas son Dios como amor, que derrocha amor, son amor plenamente entregado y plenamente recibido: cada una de ellas es «para» las otras Personas, existe en relación eterna con ellas. Las Personas divinas viven en una profunda consonancia, en verdadera «amistad» entre sí, compenetrándose recíprocamente («circumincessio»). El origen de ese amor desbordante y dador de vida es el Padre. Él es el misterio divino en toda su profundidad. Él, que no tiene principio, sale de sí mismo y se constituye eternamente engendrando al Hijo. Él vive en el Hijo. El nombre «Padre» designa a Dios en aquello que es más profundamente: es quien se da por completo, quien se entrega sin reservas ni medidas, «hasta el fin»[51]. Todo el que ama sale de sí mismo, va hacia el encuentro con otro; hasta cierto punto, «vive» en el otro y hace que éste, a través del amor que le da, exista de una manera nueva y diferente, como hijo o hija, novia o novio, amigo o amiga.
6. El amor del Padre
De ninguna manera, Dios Padre «impera», o «ejerce un dominio» sobre el Hijo. Él es Padre en el amor. «Tú eres mi Hijo. Yo te he engendrado hoy»[52]; así comienza el diálogo amoroso entre las Personas divinas. El Hijo —que es el «Hijo de su amor», el «Bien-amado»—[53] responde confiadamente «¡Abba, mi Padre! ¡Papá!»[54]. Este nombre «Papá» es la novedad más profunda del cristianismo. Indica la extraordinaria cercanía entre el Hijo y el Padre, una intimidad sin precedentes[55]. El tú y el yo del diálogo entre el Padre y el Hijo es pronunciado en el Espíritu Santo que, misteriosamente, es una única Persona en ambos. En el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo dicen por toda la eternidad «Somos uno»[56].
Padre de Jesucristo
Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre, es la plenitud de la revelación. Él nos «abre» el misterio de la Trinidad, nos muestra la intimidad de Dios. Sin embargo, es muy poco lo que podemos entender. A menudo nos portamos como el Apóstol Felipe, que pidió al Señor «muéstranos al Padre». A lo cual Jesús le respondió claramente: «¿Tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre»[57].
Jesús es «la imagen de Dios invisible», el «rostro humano» de Dios; es «la encarnación de la misericordia»[58]. Vive y actúa con constante y fundamental referencia al Padre. En cierta manera, es la revelación del Padre mismo[59]. Eternamente procede del Padre[60], pero sin dejarlo, sin abandonarlo jamás: «Yo estoy en el Padre»[61]. En el misterio del Hijo, Dios sale de su «luz inaccesible»[62] y se muestra a los hombres.
Padre de los hombres
Tal como el Padre, en la vida intratrinitaria, es completa «entrega» y nada más que entrega, así es también su amor al mundo. Es Padre para su Hijo Unigénito y para todos los hombres. Eternamente se entrega a su Hijo y en él, que para el Padre lo es «todo», se entrega también totalmente al mundo. El Padre nos dona a aquél, por quien él es lo que es; nos da a aquél por quien él vive. ¡El Padre se da a sí mismo![63]. Se entrega al mundo, para salvarlo, para purificarlo, para redimirlo: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito»[64]. Anticipo de esa entrega total es el sacrificio de Abraham, en el cual un padre humano «no perdonó» a su propio hijo (Isaac)[65].
La redención, por tanto, no es, ni mucho menos, un frío negocio jurídico, según el cual se debe realizar un sacrificio para calmar a una majestad iracunda. No es necesario reconciliar a Dios Padre con la humanidad. Es él quien reconcilia a los hombres consigo al precio de su propio Hijo[66]. Es él quien da a los hombres una nueva vida y les regala su gracia[67]. Toda la iniciativa proviene del Padre[68]. Cuando él envía a su Hijo al mundo, no le «manda lejos» de sí, no le aparta de sí. Dado que él vive en su Hijo, también viene con él al mundo. Que el Padre realice la redención mediante el sacrificio de su Hijo, significa, de alguna manera, que el sacrificado es él mismo. La redención es la historia del amor de Dios por el mundo, del amor del Padre unido con el Hijo en el Espíritu Santo, una historia que supera con mucho la capacidad del entendimiento humano.
También en su Pasión dolorosa muestra Cristo el rostro del Padre. Al mirar al Crucificado, podemos vislumbrar algo de ese amor infinito, de esa entrega total y completa, «hasta el fin»[69]. «El Redentor del Universo, al ser inmolado, vence. Dios, dueño de todo lo creado, no afirma su presencia con la fuerza de las armas... sino con la grandeza de su amor infinito»[70]. La clave para entender el misterio se encuentra precisamente en el infinito amor de Dios, Amor que es una de las tres Personas divinas. En el Espíritu Santo es Dios un Padre amoroso —Padre de Jesucristo y Padre nuestro— y todas sus obras son paternales. La muerte de Cristo es uno de los misterios contenidos en los planes divinos. El Padre no condena a muerte, sino que más bien salva, rescata[71], incluso glorifica en la muerte[72]. Él está ininterrumpidamente en el Hijo con el Espíritu Santo. Sus enemigos han dado muerte a Jesús; pero Dios invierte —da la vuelta, por así decirlo— al sentido de su muerte. Lo que era condena y vergüenza, Dios lo convirtió en entrada en la gloria[73]. El acto propio de Dios no es la muerte, sino la Resurrección. En el Espíritu Santo, el Padre despierta a su Hijo de la muerte, para regalárnoslo de nuevo y mostrarnos, definitivamente, su amor infinito[74].
Padre revelado por el Espíritu
Estas manifestaciones de la misericordia divina, las conocemos por la gracia de la fe, que nos comunica el Espíritu Santo. «Nosotros —escribe San Atanasio— sin el Espíritu somos extraños y lejanos de Dios. Si, por el contrario, participamos del Espíritu, nos unimos a la divinidad»[75]. El Espíritu es, misteriosamente, Dios en nosotros, que nos permite tratar a Jesucristo, el Dios con nosotros; nos hace entender, cada vez más, las enseñanzas del Hijo de Dios y nos lleva hacia el Padre eterno. Es «Vínculo de amor» en la intimidad trinitaria, y también lo es en la creación: une a los hombres con Dios y entre sí.
Tanto Jesucristo como el Espíritu Santo revelan a la primera Persona de la Trinidad en su riqueza insondable. Ambos, de alguna manera, representan al Padre «que está en el cielo». Por esto, Jesús puede llamar «hijos» («hijitos») a sus apóstoles[76], y los cristianos no dudan en invocar al Espíritu Santo con el nombre del Padre, en una oración famosa, la secuencia del domingo de Pentecostés: «Veni, Pater pauperum»[77]. Sin embargo, los testimonios del Hijo y del Espíritu parecen subrayar diversos aspectos del único misterio divino. Jesucristo nos muestra, en primer lugar, al Padre suyo y nuestro: un Padre absolutamente bueno y misericordioso, que no quiere el sufrimiento de sus hijos, pero tampoco evita la Cruz para llevar hacia la plena madurez espiritual a todos los que ama. El Espíritu Santo, en cambio, a la vez que nos cristifica —hijos en el Hijo— nos esclarece los aspectos maternales de Dios. Es él quien nos cuida, alimenta, protege y educa. Derrama el amor divino en nuestros corazones[78], y actúa en lo más profundo de nuestro ser[79]. «¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?»[80], pregunta San Pablo. Aunque las tres Personas divinas viven conjuntamente en el alma en gracia[81], es el Espíritu quien nos «toca» primero y tiene una singular acción en el alma en gracia. Nos mueve desde dentro hacia el bien, limpia el corazón, es «fuente de consuelo,... descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos». Los cristianos le piden, con la confianza que los niños tienen a su madre[82], que lave las manchas, riegue la tierra en sequía, infunda calor de vida en el hielo, y dé el gozo eterno[83].
El Espíritu «viene en ayuda de nuestra debilidad»[84]. Entra hasta el fondo del alma y toca las fuentes de nuestra actividad, «con la dulzura del amor y con la eficacia de la omnipotencia»[85]. Nos enseña a seguir a Cristo, «hasta el fin». Una de sus lecciones más importantes consiste en no huir de la Cruz, incluso en aceptarlo y amarlo como el misterio de nuestra redención. Es un misterio de amor, no de temor. Es el misterio de un Dios que se hace solidario con nuestro sufrimiento y cuyo amor es tan grande que da su vida por nosotros. Desde entonces, el dolor y la muerte no tienen la última palabra en el mundo. Después de la Cruz viene la alegría de la Resurrección, una alegría que no tiene fin. Quien posee una confianza tal, es invencible, invulnerable en su interior. ¿Quién lo puede vencer, si esa derrota es el paso previo a su triunfo definitivo?[86].
El Espíritu comunica consuelo y paz a los cristianos, les hace fuertes y maduros en el seguimiento de Cristo[87], y les ayuda a conocer y querer cada vez más al Padre que ha entregado su propio Hijo para que seamos felices. Dios no es Madre, pero tiene dimensiones maternales que nos revela, muy particularmente, el Espíritu Santo. Es un Padre absolutamente bueno y nos ama, a cada uno de nosotros, «más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos»[88], como dice el beato Josemaría Escrivá de Balaguer.
Nota final. Una mirada hacia el misterio trinitario nos esclarece que el Dios de los cristianos no tiene nada que ver con aquel «soberano solitario» contra el que luchan racional y, sobre todo, emocionalmente algunos representantes de la teología feminista. En Dios hay lugar para el otro, para los demás. En su interior se nos descubre un nosotros eterno, una vida de amor y entrega infinitos entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. La divinidad la posee el Padre en la absoluta comunión con el Hijo y con el Espíritu Santo. En la Trinidad, «la totalidad de la Persona es apertura a la otra, paradigma supremo de la sinceridad y libertad espiritual a la que deben tender las relaciones interpersonales humanas»[89]. Existe en Dios completa unidad y, a la vez, se pueden descubrir diferencias constantes que nada tienen que ver con diferencias jerárquicas o de grados de importancia. Las mujeres que profundicen en este misterio no pueden sentirse oprimidas o heridas por estos nombres masculinos de Dios. Padre e Hijo les revelan precisamente que la distinción es igual de originaria e importante que la igualdad, que es justamente ella la que hace posible la comunión divina. Comprender esto significa poder aceptar las diferencias entre las personas humanas como enriquecimiento. Y se comprende cómo llegar al auténtico desarrollo del propio yo: en la dedicación afectuosa al otro, al tú divino y al humano.
Jutta Burggraf fue Profesora de Teología Dogmática y de Ecumenismo en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Falleció el 5 de noviembre de 2010.
[1] Cf. las declaraciones del cardenal Joseph RATZINGER, El feminismo y la Iglesia tienen «puntos comunes». Zenit (Agencia Internacional de Información de Roma), 26.2.1999.
[2] En sus ramas extremas, sin embargo, la teología feminista encierra una crítica fundamental a la Iglesia y se esfuerza por cambiar todas las estructuras. Así, por ejemplo, Elizabeth CARROLL, Kann die Herrschaft der Männer gebrochen werden?, en «Concilium» (D) 16 (1980/4) 251-259.
[3] En 1999, los máximos líderes de la Iglesia Metodista aceptaron que una oración a
«Dios Madre» fuera introducida en el Libro de Culto Metodista. Así, uno de los más importantes grupos evangélicos en Estados Unidos ha comenzado oficialmente a rendir culto a «Dios Madre». En la teología feminista, el concepto «patriarcado» es sinónimo de la humanidad caída. Cf. Rosemary RUETHER, Unsere Wunden heilen, unsere Befreiung feiern. Rituale in der Frauenkirche, Stuttgart 1988, p. 72.
[4] La teología feminista se muestra sumamente diversificada y matizada. Cf. la bibliografía Bibliographie zur Feministischen Theologie, seleccionada por Ursula VOCK-Ursula RIEDI y publicada por la revista ecuménica «Schritte ins Offene» (Zurich 1988), que presenta 1803 títulos, sin pretender ser completa. Una exposición clara y amplia da Manfred HAUKE, Gott oder Göttin? Feministische Theologie auf dem Prüfstand, Aquisgrán 1993.
[5]Cf. Catharina J.M. HALKES, Feministische Theologie. Eine Zwischenbilanz, en «Concilium» (D) 16 (1980/4) 295.
[6]Cf. Sung-Hee LEE-LINKE, Frauengestalten im Alten Testament aus der Perspektive asiatischer Frauen, en Elisabeth MOLTMANN-WENDEL (ed.), Weiblichkeit in der Theologie. Verdrängung und Wiederkehr, Gütersloh 1988, p. 68.
[7]Cf. Rosemary RUETHER, Sexismus und die Rede von Gott. Schritte zu einer anderen Theologie, Gütersloh 1985, p. 30.
[8]Christa MULACK, Im Anfang war die Weisheit. Feministische Kritik des männlichen Gottesbildes, Stuttgart 1988, p. 46.
[9]Tine ADLER et. al., Frauen voll Macht. Wege zu einer feministischen Spiritualität, Düsseldorf 1994, p. 16.
[10]Christa MULACK, Maria und die Weiblichkeit Gottes, en Wolfgang BEINERT et. al.,
Maria, eine ökumenische Herausforderung, Ratisbona 1984, p. 144.
[11]Christa MULACK, Im Anfang war die Weisheit, loc.cit., p. 61.
[12] Se afirma que este concepto ha apoyado durante siglos la posición preferente de los varones. Cf. Herlinde PISSAREK-HUDELIST, Feministische Theologie-eine Herausforderung, en «Zeitschrift für katholische Theologie» 103 (1981) 410. Catharina HALKES, Feministische Theologie. Eine Zwischenbilanz, en Bernadette BROOTEN y Norbert GREINACHER (eds.), Frauen in der Männerkirche, Munich 1982, p. 166.
[13]Mary DALY, Jenseits von Gottvater, Sohn und Co., Munich 1980, p. 27.
[14] Una de las autoras afirma: «El Dios todopoderoso, señor omnipresente, rey, juez y hasta padre es un Dios que se ha vuelto sospechoso ante los ojos de las mujeres». Angelika SCHMIDT-BIESALSKI (ed.), Befreit zu Rede und Tanz. Frauen umschreiben ihr Gottesbild, Stuttgart 1989, prólogo, p. 7. Cf. también Kurt LÜTHI, Gottes neue Eva, Stuttgart 1978, p. 202. Una autora confiesa estar ya «hastiada» de esta parcialidad masculina, la percibe como «falsa» y afirma «no estar dispuesta a que se siga adorando a ese dios como el Señor». Ursa KRATTIGER, Die perlmutterne Mönchin. Reise in eine weibliche Spiritualität, Stuttgart 1983, p. 104s.
[15] Así lo hace ChristaMULACK, Die Weiblichkeit Gottes. Matriarchale Voraussetungen des Gottesbildes, Stuttgart 1983. Otros defienden la sustitución del «Padre nuestro» por un «Madre nuestra». Cf. Elge SORGE, Religion und Frau. Weibliche Spiritualität im Christentum, 2ª ed., Stuttgart 1987, p. 390s.
[16] TERESA DE ÁVILA, Camino de perfección, ed. por Tomás de la Cruz, Burgos 1994, prólogo.
[17] Cf. Otger STEGGINK, Teresa von Avila. Frau und Mystikerin, en Joseph KOTSCHNER (ed.), Der Weg zum Quell, Düsseldorf 1982, p. 123.
[18] El rasgo específico de la teología feminista precisamente «no está en que ésta emplee el criterio de la experiencia, sino más bien en que parte de la experiencia de las mujeres, cosa que se excluyó casi por completo de las reflexiones teológicas del pasado». Rosemary RUETHER, Sexismus und die Rede von Gott, cit., p. 29s.
[19]Elke AXMACHER, Feministisch von Gott reden?, en «Zeitschrift für Evangelische Ethik» 35 (1991) 17.
[20] Fil 2,7.
[21] Según la fe católica, la revelación divina se encuentra en la Sagrada Escritura y en la tradición cristiana, y fue confiada al magisterio de la Iglesia para su interpretación auténtica. Cf. CONCILIO VATICANO I, Const. dogm. Dei Filius, c.2, DS 1987s.; CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, cc. 2-3.
[22] Así, la imposición o el cambio del nombre indican, en el ambiente bíblico, un cambio del sujeto, una capacidad nueva que es conferida, una nueva misión que cumplir.
[23]Friedebert HOHMEIER, Der theologische Feminismus im Spiegel seines Bibelgebrauchs, en Peter BEYERHAUS (ed.), Frauen im theologischen Aufstand, Neuhausen-Stuttgart 1983, p. 103.
[24] TOMÁS DE AQUINO dice, por ejemplo: «El máximo conocimiento de Dios que podemos adquirir en esta vida consiste en reconocer que Dios supera todo lo imaginable sobre él». Cf. De veritate, q. 2, a. 1 ad 9.
[25] No es suficiente afirmar que el nombre divino de «Padre» se justifica sólo por el marco socio-cultural de aquellos tiempos, aunque no hay duda de que en la imagen que nos forjamos de Dios inciden elementos culturales. Es probable que los judíos no hubieron comprendido que se dijera que Dios era «Madre». Pero tampoco comprendieron el ideal de la humildad, el sentido de la Cruz o el hecho de que Jesús les quería dar su carne para comer y su sangre para beber. A pesar de esto, el Señor les habló claramente de esta verdad (Io 6,48-71). También eligió a mujeres para que fuesen los primeros testigos de su Resurrección, aunque se despreciaba el testimonio de las mujeres en la cultura de entonces.
[26] Dios sale al encuentro de los hombres, cosa que ya pudieron experimentar los grandes personajes del Antiguo Testamento, que fueron llamados amigos de Dios (2 Ch 20,7; Jdt 8,25-27; Is 41,8).
[27] Así comprenderemos que el Hijo de Dios se situó en la realidad de la diferencia de sexos a través de la encarnación. Nos fue semejante en todo (Hebr 2,17). ¿Por qué se hizo hombre, y no mujer? No podremos obtener una respuesta definitiva a esta pregunta. La teóloga Susanne HEINE hace una estimación pragmática y una referencia a la situación sociocultural de entonces en la que la mujer no siempre era tratada según correspondía a su dignidad, explicando que lo sucedido había sido, al fin y al cabo, lo mejor para ambos sexos. «Qué sería Jesa Crista? Ninguna redención para las mujeres y una tentación para los hombres de someter a Dios». Wiederbelebung der Göttinen, Göttingen 1987, p. 162.
[28] Ya desde antiguo, en la liturgia y en la vida de piedad se describe el actuar divino desde siempre con un simbolismo muy rico y variado, tanto «masculino» como «femenino». También muchos santos hablaron de la «maternidad» de Dios, p. ej. Francisco de Osuna, «desfallecerían sin duda éstos en breve si no saliese Dios nuestro Señor a los recibir, abiertos los brazos de su amistad, con mayor alegría y consuelo verdadero que la madre recibe a su hijo chiquito... Abre la madre sus brazos al niño, y allende de lo abrazar, ábrele sus pechos y mátale su hambre, y junta su rostro con el de su hijo». Cf. Tercer abecedario espiritual, ed. por Melquíades ANDRÉS, Madrid 1972, pp. 129.
[29] Sin embargo, cuando se dice que Dios actúa «como una madre», se trata de un modo metafórico de hablar, transfiriendo ciertas cualidades externas de las criaturas a él. Cf. el Catecismo de la Iglesia Católica, 3ª ed. rev., Madrid 1993, nº 370.
[30] CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Quis dives salvetur?, 37,2s., PG 9,642s.
[31] JUAN PABLO II, Carta apostólica Mulieris Dignitatem (15.8.1988), nº 8. Cf. también las palabras del Papa en una audiencia oficial, recogidas bajo el título Los rasgos maternos de Dios, Zenit, 20.1.1999.
[32] En la perspectiva trinitaria, evidentemente, el nombre «Padre» no quiere decir «varón», sino «el principio», «el origen». El nombre «Hijo» tampoco quiere decir «varón», sino el «principiado», el que toma su origen de otro. A pesar de esto, no podemos llamar a las Personas divinas «Madre» e «Hija», porque no puede ser indiferente qué imágenes usamos para hablar de Dios. Referirse a Dios como «Padre» o como «Madre» tiene matices diferentes que conducen al ámbito de lo inconsciente y de lo que se comprende más bien de modo intuitivo (como, por ejemplo, la autoridad, el poder y la fuerza de un padre).
[33] Tomás de Aquino dice: «Es imposible para todo espíritu creado comprender a Dios; en cambio, es máxima felicidad rozar a Dios con el espíritu, cualquiera que sea la manera». Cf. Summa theologiae I, q.12, a.7.
[34] Cf. DS 806: «quia inter creatorem et creaturam non potest similitudo notari, quin inter eso maior sit dissimilitudo notanda». Dios Padre, por tanto, es el modelo para la paternidad y maternidad humanas, y no viceversa, aunque, sin duda, el pueblo elegido ha hablado de Dios a partir de los valores vigentes en aquella cultura y época. Padres y madres pueden mirarse en el «espejo» de Dios Padre para aprender a amar a sus hijos.
[35] «Dios, pensado y sentido con categorías del padre de quien se tiene experiencia sobre la tierra, permanece en su nivel trascendente. La trascendencia no disminuye su paternidad. Al contrario: podremos decir, incluso, que Dios multiplica su divinidad por su paternidad y su paternidad por la divinidad: se tiene así un Dios infinitamente Padre y un Padre que es tal hasta el infinito». COMITÉ PARA EL JUBILEO DEL AÑO 2000, Dios, Padre misericordioso, Madrid 1998, p.135.
[36] Ex 34,6. Cf. Ps 103 (102) y 145 (144).
[37] El mensaje del Papa JUAN PABLO II para la XIV Jornada Mundial de la Juventud, con fecha del 6.1.1999, tiene el título: Jóvenes, el Padre os ama. El Papa destaca en este documento: «Las diversas formas de paternidad que encontráis en vuestro camino son un reflejo del amor del Padre», nº 3.
[38] Cf. Lc 6,36: «sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso».
[39] Cf. Ef 3,15: «el Padre de quien toma su nombre toda familia en los cielos y en la tierra».
[40] Susanne HEINE dice con una pizca de humor: «No me escandaliza Dios “Padre”, por ser una invitación para nuestros padres a ser perfectos, y por estar en contradicción con todos los padres que se atribuyen una autoridad parecida a la divina. Un Dios “Madre” significaría igualmente un modelo para las madres. Pero creo que los padres siguen teniendo mayor necesidad de ello». Wiederbelebung der Göttinnen?, cit., p. 47.
[41] Desde siempre ha habido intentos de explicar los nombres divinos desde lo trinitario y demostrar que Dios Padre, que engendra al Hijo de sí mismo desde la eternidad, no podría llamarse de la misma manera Madre eterna. Cf. Hans Urs VON BALTHASAR, Die Würde der Frau, en «Internationale katholische Zeitschrift Communio» 11 (1982/4) 351. Pero tenemos que reconocer que no sabemos dar las últimas razones de los nombres de Dios.
[42] El Hijo y el Espíritu Santo son iguales al Padre no como principios autónomos, como si fueran tres dioses, sino en cuanto que reciben del Padre toda la vida divina, la divina «esencia». Se distinguen del Padre y recíprocamente sólo en la diversidad de las «relaciones»: tienen la vida divina «recibida». El Hijo la recibe eternamente del Padre; el Espíritu Santo la recibe del Padre y del Hijo que forman un único principio. Cf. el II Concilio de Lyon (1274) y el Concilio de Florencia (1438-39).
[43] Ciertamente, la teología trinitaria ha sido elaborada, en los primeros siglos de la era cristiana, con la ayuda de la filosofía grecorromana. Pero no podemos prescindir de las fórmulas elaboradas en los primeros Concilios, como lo intentan algunos teólogos, para conseguir, por ejemplo, la «inculturación» de la fe cristiana en Asia. El cardenal Joseph Ratzinger dijo durante una visita a Hong-Kong claramente que no es posible transmitir el mensaje originario de Jesucristo sin los conceptos filosóficos y teológicos de la tradición grecorromana. Empleó un neologismo para subrayar la afirmación: cuando se prescinde de las fórmulas conciliares, se trataría más bien de una «inter-culturalidad», no de una sólida «inculturación» de la fe. Cf. «Herder-Korrespondenz» 52 (1998/4) 207.
[44] Con respeto a la generación eterna cf. TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentiles IV, c. 11, n. 9.
[45] Act 2,38ss.; 11,17.
[46] Cf. JUAN PABLO II, Encíclica Dominum et vivificantem (18.5. 1986), n° 10.
[47] Cf. JUAN PABLO II, La Santísima Trinidad, 2. ed., Madrid 1986, p. 33.
[48] Además de las relaciones de origen y de un «orden de procedencia» hay, misteriosamente, también una penetración recíproca y simultánea entre las tres Personas divinas. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae I, 42, a.5, c.
[49] Esta doctrina se encuentra expresada claramente en TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae I, qq. 28-38 y en ALBERTO MAGNO, Summa theologiae I, tr. 9, q. 37ss.
[50] 1 Io 4,16.
[51] Cf. Io 13,1.
[52] Ps 2,7. Act 13,33.
[53] Co 1,14. El hecho de que el Padre engendra al Hijo «con amor» hace referencia a la actuación del Espíritu Santo en lo más profundo de la Santísima Trinidad.
[54] Mc 14,36. Rom 8,15. Gal 4,7. «Abba» e «Imma» (Papá y Mamá) son las primeras palabras que un niño puede balbucear; expresan confianza y algo que le es muy familiar. Contienen una «reacción», una respuesta que da el niño a quienes le dan amor.
[55] Juan Pablo II destaca que, en las religiones del antiguo Oriente, la divinidad era invocada como padre ya en el segundo y tercer milenio antes de Cristo. También en el Antiguo Testamento, en catorce textos de gran importancia (Is 63,16; Ex 4,22), Dios es llamado Padre (del pueblo de Israel). «Pero, cuando se profundiza en la predicación de Jesús, surge un descubrimiento absolutamente nuevo: la palabra “Abba”, el término con que los niños llamaban en arameo a su “papá”». El hecho de que Dios es «Papá», es la revolución teológica traída por Jesús. Cf. Zenit, 10.3.1999.
[56] Cf. Io 10,30.
[57] Io 14, 8ss.
[58] JUAN PABLO II, Encíclica Dives in misericordia (30.11. 1980), nº 2.
[59] Cf. Io 1,18: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer».
[60] Cf. Io 8,42: «Yo he salido de Dios». Cf, Io 13,3; 17,18; 27s.
[61] Io 14,20. Cf. también Io 6,57; 15,10.
[62] 1 Tim 6,16.
[63] Para profundizar en el misterio del «sufrimiento de Dios», en contraposición a la antigua herejía «patripasionista», pueden ayudar las meditaciones que el teólogo italiano Raniero CANTALAMESSA dio en presencia del Santo Padre Juan Pablo II durante la liturgia del Viernes Santo, en los años 1980-1998, en la Basílica de San Pedro en Roma: Das Kreuz, Gottes Kraft und Weisheit, Köln 1999, pp.128-138. (Original italiano: Noi predichiamo Cristo crocifisso, 1999).
[64] Io 3,16. Cf. también Rom 8,32: «El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros».
[65] Cf. Gn 22,16.
[66] Cf. Rom 5,10; 2 Cor 5, 18-22. 1 Io 4,14: «Nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo como salvador del mundo».
[67] Desde el punto de vista del hombre, éste puede ofender a Dios: «el pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con Él»; «el pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de El nuestros corazones». CEC, nn.1440 y 1850. Sin embargo, en realidad, Dios no «se queda ofendido». Él es Amor (lo cual, en realidad, endurece, no palía la gravedad del pecado). Ofrecer el sacrificio de la Misa es bueno para el hombre, pues a través de él se dirige a su salvación y es «salvado».
[68] Cf. Io 5,19 ss; 5,30; 8,29.
[69] Cf. Io 15,13.
[70] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, La muerte de Cristo, vida del cristiano, en Es Cristo que pasa. Homilías, 4ª ed., Madrid 1973, nº 100.
[71] Cf. Hebr 5, 7-9.
[72] Previas a la Pasión de Jesús escuchamos las palabras divinas: «Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré». Io 12,28.
[73] Cfr. Act 2,36: «Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado».
[74] Juan Pablo II destaca: «En el sacrificio de Cristo se revela el infinito amor del Padre por el mundo». Zenit, 10.3.1999. Por otro lado, la Resurrección es, por supuesto, obra de la Trinidad y, por tanto, también Cristo resucita por su propia virtud. Cf. 2 Cor 5,15: «resucitó por ellos»; también Act 3,26; 26,23.
[75] SAN ATANASIO, Discursos contra los arrianos, III, 24.
[76] Mc 10,24; Io 13,33.
[77] Cf. la secuencia del domingo de Pentecostés: «Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido...». Nuevo Misal Popular Iberoamericano, tom. I, p. 854; la versión latina está en el Missale Romanum, Lectionarium I, 1970, p. 855.
[78] Cf. Rom 5,5; Col 1,22.
[79] El Espíritu Santo inhabita con su esencia divina increada en el alma en gracia. Cf. DS 1678: «Inhabitatio substantialis sive personalis». Cf. Rom 8,9; 1 Cor 6,19.
[80] 1 Cor 3,16.
[81] A causa de la unión íntima e inseparable de las Personas divinas, el envío del Espíritu trae consigo la presencia del Padre y del Hijo. «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y habitaremos en él». Io 14,23.
[82] Cf. Manfred HAUKE, La discusión sobre el simbolismo femenino de la imagen de Dios en la pneumatología, en «Scripta Theologica» 24 (1992/3) 1005-1027.
[83] Cf. la secuencia del domingo de Pentecostés, cit., p. 854. La versión latina está en el Missale Romanum, cit., p. 855s.
[84] Rom 8,26.
[85] Luis M. MARTÍNEZ, El Espíritu Santo, 6ª ed. Madrid 1959, p. 40.
[86] «La muerte ha sido absorbida por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?... Gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo». 1 Cor 15,54s. 57.
[87] Cf. Cant 8,6: «Fuerte como la muerte es el amor».
[88] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, 38ª ed., Madrid 1983, nº 267.
[89] JUAN PABLO II, La Santísima Trinidad, cit., p. 40s.
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