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La escatología revelada, que anuncia una salvación ‘trascendente’ y ‘personal’, cuya raíz es el ‘amor misericordioso’ de Dios, dará lugar necesariamente a una conducta moral específica
A lo largo del conocido debate sobre la especificidad de la ética cristiana, que adquirió especial intensidad en los años 70, fueron muchos los autores que llamaron la atención sobre la escatología como elemento especificador de la moral predicada por Cristo[1]. El planteamiento que subyace casi siempre en sus argumentaciones es que el fin último en el que cree la persona constituye un elemento determinante de su conducta moral. Todo sistema ético depende de una escatología, entendida como objetivo final y omnicomprensivo de la existencia humana. Este objetivo debe afectar necesariamente a todos los demás objetivos de la persona, y es uno de los ejes de su escala de valores.
Dentro de cada ética, la condición indispensable para que la conducta adquiera precisamente su carácter ético, es que sea coherente con el objetivo último de la vida. Ahora bien, como el fin último es considerado por las diversas éticas de un modo diferente, su comprensión de la vida moral será también diverso. En el caso del cristianismo, la escatología revelada, que anuncia una salvación trascendente y personal, cuya raíz es el amor misericordioso de Dios, dará lugar necesariamente a una conducta moral específica.
De las muchas consecuencias que la escatología tiene para la ética señalamos algunas que actualmente revisten especial interés, tratando de poner de relieve la diferencia que existe entre la ética cristiana y aquellas que sitúan el objetivo último de la persona en cualquier tipo de realización inmanente.
La tragedia de la moral
La vida moral tiene como objetivo la realización del hombre en su dimensión individual e interpersonal. Este objetivo exige, por una parte, un esfuerzo continuo para alcanzar el perfecto dominio de uno mismo, y, por otra, una lucha incesante para conseguir que el estado de cosas en el mundo responda a los deseos de la persona. Ahora bien, la moral no puede realizar íntegramente su propia intención, su proyecto radical, y en esto consiste precisamente su tragedia. Su objetivo es inalcanzable, no sólo de hecho, sino también de derecho. La acción nunca realiza plenamente el deseo. A ello se añade que la acción puede también producir efectos que el sujeto no ha deseado ni previsto. El hombre tiene que hacerse, pero, al mismo tiempo, es consciente de que nunca se hará plenamente. En cada momento de su historia personal, se encuentra con que nunca es lo que debería ser, y el precio de reconocer este hecho con sinceridad es la experiencia de una profunda insatisfacción.
Pero además del esfuerzo moral para luchar contra el mal que hay en uno mismo, el hombre debe enfrentarse a un estado de cosas que no sólo no responde a sus deseos sino que no puede explicar ni justificar. El sufrimiento aparece muchas veces sin sentido, y la muerte se presenta como la destrucción misma de todo proyecto moral. En una lógica inmanente, esta situación lleva al absurdo y a la rebelión[2].
Ante esta situación verdaderamente trágica que toda ética inmanente debe tener la valentía de reconocer, la esperanza escatológica cristiana hace saber al hombre que la acción moral no es vana, que su intención moral puede tener cumplimiento, y que en todo momento se le otorga la ayuda divina para perseguir su objetivo sin desanimarse ni desesperar. De este modo, para el cristiano, la moral se convierte en un momento de la esperanza. El sufrimiento y el fracaso se presentan con un rostro completamente nuevo: el que han adquirido con la muerte de Cristo en la Cruz. La vida del hombre no es una tragedia, sino un drama en el que la lucha tiene como horizonte la victoria.
La experiencia cristiana responde, de este modo, al deseo más profundo de la persona. Elegir el misterio del Dios cristiano es a la vez rechazar el absurdo del mundo y esperar con alegría la plena realización del hombre.
El valor de la acción
En una ética cerrada a la trascendencia, el sentido de la existencia humana no puede ser otro que la consecución de un objetivo intramundano, que depende del efecto externo de la acción. Ahora bien, el efecto de la acción no depende exclusivamente de la decisión personal libre. Existen muchos elementos que condicionan los resultados. El éxito no está enteramente en poder de la persona. Esta realidad tiene importantes consecuencias en la vida moral. Cuando la acción se valora por el éxito, si los resultados no son los previstos, la conducta queda sin sentido. La acción humana no tiene valor en cuanto acción de la persona, sino que está en función de condiciones que sólo en parte dependen de la propia libertad. Por otra parte, el valor de la acción no se encuentra en el presente sino en un futuro todavía desconocido. Pero aunque el éxito corone todas las acciones, todas están igualmente destinadas a perder su valor, pues la última palabra la tiene la muerte, destrucción de todo éxito subjetivo y, por tanto, mal absoluto e inevitable. La psiquiatría ha señalado las consecuencias de esta «tensión»: la persona que no vive en presente, sino en una constante ansiedad necesitada de comprobación, acaba frecuentemente en el desequilibrio psíquico.
En la moral cristiana, el valor de la acción no depende del futuro, y, a la vez, su fruto y su recompensa sólo se manifiestan plenamente en un futuro trascendente. Cuando la persona vive de fe y movida por la caridad, cada una de sus acciones tiene valor sobrenatural. Independientemente de los resultados, del éxito material o de los frutos comprobables, la acción tiene valor y sentido en sí misma. El éxito futuro no es determinante del valor de la acción pasada, y la muerte no puede destruir ese valor. El fracaso material no es el fracaso del valor moral de la acción ni, por tanto, el fracaso de la persona. Por el contrario, el fracaso adquiere el mismo sentido que tiene el «fracaso» de la Cruz: un fracaso según los parámetros meramente racionales, pero la mayor victoria a los ojos de Dios.
Esto no quiere decir que al cristiano no le interese el éxito de la acción. Quiere decir, únicamente, que la acción moral tiene un valor en sí misma, previo al éxito.
A la vez, la acción moral del cristiano unido a Cristo tiene, por la comunión de los santos, una dimensión universal que la ética humana nunca podría imaginar. Cada una de las acciones que el cristiano realiza tiene un valor salvífico universal, porque forma parte del plan de salvación de Dios para el mundo. Para el cristiano no existe ninguna actividad cuyo valor sea exclusivamente intramundano. Al mismo tiempo que construye la ciudad terrena está contribuyendo a la realización del Reino de Dios, desapareciendo así la disociación en el núcleo mismo de la acción moral.
En la ética cristiana, lo decisivo para el enjuiciamiento moral es la realización de la acción en la medida en que se basa en la determinación libre de la persona y, con ello, en la fe, esperanza y caridad. Si en la ética inmanente la intención interior tiende a perder su importancia, en la ética cristiana es decisiva. Esta trascendencia de la intención última se manifiesta en una actitud propiamente cristiana que implica, a la vez, distanciamiento y empeño. Distanciamiento respecto a la situación externa, a los resultados, que siempre aparecen como relativos. Empeño, sin embargo, porque la fe y el amor tienen que expresarse y realizarse en el trabajo en servicio de los demás[3].
Este último aspecto debe ser subrayado frente a aquellos autores que reducen la especificidad cristiana llevados por el afán de mostrar que el cristiano no puede apartarse del mundo. La dimensión escatológica no suprime ni resta importancia a los valores terrenos. La vida fuera del mundo constituye una vocación particular. Pero la vocación de la mayor parte de los cristianos consiste precisamente en la búsqueda de la santidad en medio del mundo. Es más, si a pesar de la brevedad de la vida, el cristiano puede hacer sitio en su vida a los valores terrenos, es porque pueden ser integrados en la esperanza mesiánica[4].
El perdón y la culpa
Si se entiende la culpa desde la perspectiva del éxito exterior de la acción no cabe una superación plena de los errores que se cometen. El hombre tiene que vivir con su culpa, y lo más que puede hacer es tratar de que los demás la olviden con la obtención de un éxito que supere al error. La ausencia de perdón se encontraría también en una ética en la que la culpa se viese sólo en relación con el prójimo. Si éste niega el perdón, la culpa se convierte en imborrable. En ambos casos, la salvación está siempre en manos de los demás. Pero tal vez sea peor aún el estado subjetivo de aquel que hace depender el perdón de sí mismo, identificándolo de algún modo con la ausencia del sentimiento de culpabilidad.
Frente a esta situación en la que la culpa oprime al pecador, la doctrina cristiana sobre el pecado y el perdón aparece como profundamente liberadora. La escatología cristiana se caracteriza por el hecho de que Dios es un juez misericordioso, que ama tanto al hombre que, para librarlo del pecado, no escatimó ni la muerte de su propio Hijo. El hombre puede estar seguro de la misericordia de Dios cuando se vuelve a Él con el corazón contrito. Si su salvación no depende del éxito de sus acciones, ni de la aceptación por parte de los demás, ni de los propios sentimientos, sino sólo de Dios, el perdón de sus culpas no tiene por qué esperar a la realización de efectos positivos ni a los sentimientos de misericordia que tal vez no se den en el corazón del prójimo. Ni tiene el hombre que llevar sobre sus espaldas el pesado fardo de un sentimiento de culpabilidad que ya no corresponde a nada real, porque el pecado ha sido abolido. Se transforma, en cambio, en deseos de agradar al Padre y de unirse con amor al sufrimiento y a la muerte de Cristo, causados por nuestros pecados. De este modo, el pecado se convierte en camino de santidad: «Si tus errores te hacen más humilde —afirma el B. Josemaría Escrivá—, si te llevan a buscar con más fuerza el asidero de la mano divina, son camino de santidad: “felix culpa!” —¡bendita culpa!, canta la Iglesia»[5]. Una afirmación ésta que la ética humana no alcanza a comprender, porque tampoco comprende el verdadero sentido del pecado.
El sentido de la libertad
Allí donde el sentido de la vida humana se pone en un objetivo intramundano, es decir, en una meta que puede ser obtenida por los efectos externos de la acción, la libertad está radicalmente amenazada. La razón es sencilla, aunque pueda escandalizar a los que, tal vez inconscientemente, viven según la lógica de una ética inmanente: la coacción puede ser justificada. En efecto, si la meta depende de la acción externa, coaccionar a alguien para que la realice puede tener sentido, pues lo que importa es alcanzar los resultados, y no el valor de la acción como acción de la persona. En la lógica de la ética utilitarista, donde la verdad se mide por los efectos positivos de la acción, la libertad es, en cuanto supone un riesgo para el éxito, un estorbo. La inmanencia lleva siempre consigo el germen del totalitarismo.
En cambio, cuando el carácter moral de la acción no se juzga por el efecto exterior sino por su relación con la trascendencia, la libertad adquiere un papel central. En este caso no tiene ningún sentido la coacción, pues no se puede obligar a nadie a tomar una decisión libre. Que a lo largo de la historia se haya utilizado la coacción por parte de algunos cristianos, sólo indica que esos cristianos no han vivido, al menos en algún aspecto, la moral predicada por Cristo.
También desde otro punto de vista, la esperanza escatológica afecta a la libertad. Sólo cuando se vive de fe, y se sabe que la realización plena está más allá de esta vida, se puede actuar con libertad frente a la situación presente, para juzgar si responde o no a la verdad. Con una eternidad por delante, el cristiano puede tener la grandeza de ánimo que lleva a evitar por igual el conformismo y la desesperación.
El valor de la persona
Todo sistema ético presupone una determinada visión de la persona. Si la persona no tiene una meta trascendente, su vida sólo puede tener valor en la media en que le aporte experiencias positivas, y el esfuerzo de sus acciones sea coronado por el éxito. En este caso, una vida infeliz y llena de dolor tiende a ser considerada carente de valor. Pero si existe una salvación trascendente, el valor de la vida humana se determina por criterios radicalmente diferentes: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (Gaudium et spes, 19). En consecuencia, todas las personas tienen el mismo valor, pues todas están llamadas a la misma vocación de los hijos de Dios: «Ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, porque todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús» (Ga 3, 28).
Escatología y normas morales
El hecho innegable de que la escatología cristiana sea un elemento especificador de la moral cristiana, ¿lleva consigo que esta moral sea específicamente nueva desde el punto de vista material? Dicho de otro modo: ¿la escatología cristiana constituye únicamente una nueva motivación para la ética, o implica además nuevas normas o contenidos morales concretos con respecto a una ética simplemente humana? A esta cuestión, formulada esencialmente en los mismos términos, algunos autores responden negativamente. Admiten que la esperanza escatológica proporciona una nueva intencionalidad para la conducta; pero afirman al mismo tiempo que ésta, en sí misma, materialiter, no se distinguiría de la conducta del no cristiano, de modo que la perspectiva escatológica no modificaría intrínsecamente la moral humana. Otros, en cambio, defienden decididamente la novedad cristiana no sólo en el orden trascendental o formal sino también en el categorial.
La polémica sobre esta cuestión es compleja, y en un breve estudio no podríamos siquiera resumir razonablemente los argumentos de las distintas posiciones. Por eso, nos limitaremos a señalar el camino que, en nuestra opinión, podría llevar a una respuesta aceptable. Ese camino debe pasar por la superación de la ética de tipo normativo a través de la adopción del punto de vista del sujeto agente, pues sólo así se puede reconocer el verdadero papel de la intencionalidad en la vida moral. Sólo desde el punto de vista del sujeto agente cabe explicar adecuadamente la relación de las acciones concretas con las intenciones generales en la conducta moral. Desde esta perspectiva, la intención no aparece como algo que se añade a la acción ya constituida para darle un nuevo sentido —idea que está en la base de los argumentos de algunos autores que niegan la especificidad plena de la ética cristiana—, sino como uno de los elementos esenciales de la acción.
Cuando el sujeto moral ha de obrar aquí y ahora, cuando ha de ocuparse de la acción concreta precisamente en cuanto es una acción particular y contingente, su juicio práctico último está en función no sólo de las normas universales, sino de otros elementos que, en la práctica, pueden ser más determinantes. Entre ellos se encuentra su concepción del mundo y del hombre, una concepción que puede llamarse sapiencial, en cuanto valora las cosas, las personas y los acontecimientos desde el punto de vista del ideal de la perfección humana. Pero la concepción de este ideal es inseparable de la esperanza escatológica.
Si se explica de este modo el ejercicio de la razón práctica se puede concluir que no existe una ética neutra, sino sólo éticas cualificadas, específicas, pues los principios son interpretados, en cada ética, según una concepción sapiencial diversa, y, en consecuencia, originan con frecuencia normas concretas diversas. Incluso, aunque las distintas éticas coincidiesen materialmente en las normas concretas, la identidad se reduciría únicamente a la acción exterior, no a la descripción interior que dirige la gestación de la elección y que desemboca en esa acción exterior[6]. La diversidad de motivaciones, por tanto, no es algo que toque de modo superficial el obrar en su moralidad total, sino que determina su novedad de valor y de significado.
Puede decirse que, aunque un cristiano y un no cristiano coincidiesen en la misma norma específica y en la misma acción exterior justa, su elección tendría un significado existencialmente distinto, pues llegan a ella a partir de concepciones sapienciales diversas. Y para la identidad existencial de la persona, para su perfección, lo que cuenta principalmente es ese significado. No se puede decir que lo único importante es la acción exterior, porque la acción moral no se puede calificar sin tener en cuenta la intención y la elección, es decir, el acto interior.
La esperanza escatológica lleva, por tanto, al cristiano a una conducta moral específica si se considera la acción en su totalidad, y en muchas ocasiones le lleva también a acciones que la ética humana no puede explicar racionalmente, porque tienen su fuente precisamente en la luz que proporcionan la prudencia sobrenatural y los dones del Espíritu Santo.
Tomás Trigo. Universidad de Navarra
[1] Se puede citar, entre otros, a los siguientes: J. LACROIX, Morale, métaphysique et religion, en AA.VV., Morale humaine, morale chrétienne, XVIII Semaine des Intellectuels Catholiques (marzo de 1966), «Recherches et Débats» 55, Desclée de Brouwer, Bruxelles 1966, 103-118; Ch. ROBERT, Morale et Ecriture: Nouveau Testament, «Seminarium» 23 (1971) 596-621; Ph. DELHAYE, Thèmes fondamentaux d’une éthique chrétienne, en J. RATZINGER, Ph. DELHAYE, Principes d’éthique chrétienne, Éditions Lethielleux, Paris-Culture et Vérité, Namur 1979, 34-35; ID., La exigencia cristiana según S. Pablo, «Scripta Theologica» 15 (1983) 725-737; M. RHONHEIMER, Moral cristiana y desarrollo humano. Sobre la existencia de una moral de lo humano específicamente cristiana, en La misión del laico en la Iglesia y en el mundo, VIII Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona 1987, 936; P. BOURGY, Loi et grâce dans l’Église d’aujourd’-hui, en AA.VV., Loi et Évangile, Congreso Internacional de los PP. Dominicos, profesores de Teología Moral, Alemania (marzo de 1969), «Supplément» 22 (1969) 363. Pero fue sobre todo H. Rotter quien buscó en la escatología la solución al debate de la especificidad: cfr. H. ROTTER, Die Eigenart der christlichen Ethik, «Stimmen der Zeit» 191 (1973) 407-417.
[2] Este aspecto de la moral ha sido puesto de relieve, de modo especial, dentro del debate sobre la especificidad de la ética cristiana, por J. LACROIX, Morale, métaphysique et religion, 103-118.
[3] Sobre el valor de la acción y su relación con el éxito intramundano en la ética cristiana, ver H. ROTTER, Die Eigenart der christlichen Ethik, 412; y M. RHONHEIMER, Moral Cristiana y desarrollo humano, 936.
[4] Cfr. Ph. DELHAYE, La exigencia cristiana según S. Pablo, 735.
[5] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 187.
[6] Sobre este tema se puede encontrar una amplia exposición en la conocida obra de G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, Eiunsa, Barcelona 1992, passim
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