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Juan Pablo II trazaba el marco de la vocación y misión propia de los fieles laicos: la edificación del mundo enraizada en la unión con Dios
El día de la canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer (6-X-2002), Juan Pablo II evocaba un pasaje del Concilio Vaticano II: "El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la construcción del mundo (...), sino que les obliga más a llevar a cabo esto como un deber" (GS 34).
En este contexto citaba estas palabras del nuevo santo: "La vida habitual de un cristiano que tiene fe —solía afirmar Josemaría Escrivá—, cuando trabaja o descansa, cuando reza o cuando duerme, en todo momento, es una vida en la que Dios siempre está presente" (Meditaciones, 3 de marzo de 1954).
De este modo el Papa trazaba el marco de la vocación y misión propia de los fieles laicos: la edificación del mundo enraizada en la unión con Dios. Aquí se pueden ver condensadas las enseñanzas de Juan Pablo II sobre este tema.
Estas enseñanzas se contienen principalmente en la exhortación Apostólica Christifideles laici (CL), el Catecismo de la Iglesia Católica (que recoge sustancialmente la doctrina del Concilio Vaticano II y la de CL) y su catequesis sobre los laicos.
Los fieles laicos según la Christifideles laici (30-XII-1988)
Tras el Sínodo de los Obispos de 1987, que se ocupó de la “vocación y misión de los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo”, Juan Pablo II publicó la Christifideles laici (CL), carta magna del laicado y documento más importante sobre este tema después del Concilio Vaticano II. Como todas las exhortaciones de este género, se trata de un texto teológico-pastoral, que abarca una gran pluralidad de aspectos. Tiene cinco capítulos que se ocupan respectivamente de la dignidad e identidad de los laicos en el Misterio de la Iglesia, de su participación en la vida eclesial y su corresponsabilidad en la misión que la Iglesia tiene respecto al mundo, de la variedad de las vocaciones laicales y de la formación de los fieles laicos.
Ante el clericalismo y la descristianización
El texto prolonga la reflexión del Concilio Vaticano II, asumiendo la rica experiencia del camino postconciliar, enriquecedor y renovador. Un camino —se observa en la introducción—, sin embargo, no exento de dificultades. Concretamente se alude a dos “tentaciones” por parte de los laicos mismos: “La tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural y político; y la tentación de legitimar la indebida separación entre fe y vida, entre la acogida del Evangelio y la acción concreta en las más diversas realidades temporales y terrenas” (n. 2).
Estas dos “tentaciones” o riesgos pueden verse como consecuencia de un doble contexto histórico-social: de una parte, desde hacía muchos siglos, una extendida mentalidad que reservaba a los clérigos la responsabilidad de la edificación de la Iglesia, y, en consecuencia, consideraba a los laicos como meramente receptores de la salvación. A esto se ha venido sumando la progresiva descristianización de la sociedad, acelerada a partir de la revolución industrial en Francia y Centroeuropa. Pues bien, es este segundo fenómeno, la descristianización creciente, el que constituye la preocupación predominante del documento y determina su perspectiva y su forma de expresarse.
El Vaticano II había asentado fundamentos sólidos para afrontar esa situación, y ahora el Sínodo sobre los laicos se había propuesto que la espléndida reflexión del Concilio sobre el laicado se convirtiera en una auténtica “praxis” eclesial (cf. Ibid.). Se imponía, por tanto, una mayor toma de conciencia del don y la responsabilidad de los fieles laicos, teniendo en cuenta la situación del mundo veinte años después del Concilio: el crecimiento del secularismo y la paradójica persistencia de la búsqueda religiosa, los ataques a la persona humana y al mismo tiempo la exaltación de su dignidad, el aumento de la conflictividad y a la vez la aspiración a la paz.
Vale la pena centrarse en el capítulo primero del documento, el más importante desde el punto de vista teológico, en cuanto que fundamenta y anticipa todo lo demás.
Identidad cristiana de los fieles laicos
La identidad de los fieles laicos se perfila, según el texto, en el interior de la Iglesia entendida como misterio de comunión de las personas con Dios y entre sí. Se ve necesario profundizar el enfoque positivo de la constitución dogmática Lumen gentium, cuando describía los laicos como aquellos cristianos que “ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos les corresponde” (LG 31). Ya Pío XII había afirmado en 1946 que los laicos no sólo pertenecen a la Iglesia sino que “son la Iglesia”.
Ahora la exhortación de Juan Pablo II desea subrayar fuertemente la identidad cristiana de los fieles laicos. Su título es bien significativo: Christifideles laici. Se trata de aquellos fieles de Cristo que son laicos; “laicos” es un adjetivo del sustantivo “fieles de Cristo”; son laicos, pero ante todo son cristianos. Todos los fieles laicos son cristianos, pero no todos los fieles cristianos son laicos. (Desde este punto de vista, no son acertadas otras terminologías como ‘laicos cristianos’, ‘laicado católico’, etc.). Los primeros epígrafes del texto están pensados con esa finalidad de reafirmar la raíz cristiana de los laicos: el Bautismo constituye a los cristianos en hijos de Dios y miembros de un solo cuerpo en Cristo, templos vivos y santos del Espíritu y partícipes del triple oficio (sacerdotal, profético y real) de Jesucristo; y, en consecuencia, partícipes de la misión de la Iglesia.
“Índole secular” de los laicos y “dimensión secular” de toda la Iglesia
Así lo resume el principio del número 15: “La novedad cristiana es el fundamento y el título de la igualdad de todos los bautizados en Cristo”. Y, en virtud de esa común dignidad, los fieles laicos son corresponsables de la misión de la Iglesia (junto con los ministros ordenados y con los religiosos y religiosas).
A partir de aquí, este número del documento se dedica a explicar lo característico de esos cristianos que son los “fieles laicos”, realizando una auténtica hermenéutica de la doctrina conciliar sobre el tema.
Lumen gentium había descrito el contexto de la sociedad civil en que viven los fieles laicos, “en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social”. Es “ahí” donde son llamados por Dios para ordenar esas realidades temporales al Reino de Dios, actuando como la levadura de que habla el Evangelio, “como desde dentro” del mundo mismo (LG 31).
La CL enlaza este razonamiento con el suyo propio: “La común dignidad bautismal asume en el fiel laico una modalidad que lo distingue, sin separarlo, del presbítero, del religioso y de la religiosa”. Pues bien, esa modalidad es lo que Lumen gentium llamaba la índole o el carácter secular, cuando afirma: “El carácter secular (indoles saecularis) es propio y peculiar de los laicos” (LG 31). Índole significa naturaleza, modo de ser que implica un modo de actuar. Ese modo de ser y de actuar, característico de los laicos, es el que viene determinado por su vida en la sociedad civil, en el seno de las profesiones y las familias.
No quiere esto decir que se reserve a los laicos el mundo, a los sacerdotes el templo y a los religiosos un testimonio como desde fuera del mundo. El Concilio no tenía esa intención, aunque algunas veces se ha interpretado en esta línea. Más bien quiso expresar que la preocupación por la salvación del mundo pertenece a todos los cristianos de diversos modos. Esto es lo que quiso subrayar posteriormente Pablo VI: que todos los fieles cristianos están implicados en la restauración del orden temporal, como continuadores de la obra redentora de Cristo; y en ese sentido, todos son miembros de la Iglesia y participan de su “dimensión secular”, aunque “de formas diversas” (cf. Discurso a los Institutos seculares, 2-II-1972).
Prolongando y profundizando esa reflexión, la CL interpreta la índole secular precisamente como el modo propio de participar los laicos en la dimensión secular de la Iglesia: “En particular, la participación de los fieles laicos tiene una modalidad propia de actuación y de función, que, según el Concilio, 'es propia y peculiar´ de ellos. Tal modalidad se designa con la expresión 'índole secular´” (CL, n. 15).
Por eso, afirma también, la condición o vida de los laicos en las circunstancias ordinarias —profesionales, familiares y sociales— no es un mero dato exterior o ambiental sino “una realidad destinada a obtener en Jesucristo la plenitud de su significado” (ibid). Y “de este modo, el ‘mundo´ se convierte en el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos”. Así lo dijeron los Padres sinodales y lo recoge Juan Pablo II: “La índole secular del fiel laico no debe ser definida solamente en sentido sociológico, sino sobre todo en sentido teológico. El carácter secular debe ser entendido a la luz del acto creador y redentor de Dios, que ha confiado el mundo a los hombres y a las mujeres, para que participen en la obra de la creación, la liberen del influjo del pecado y se santifiquen en el matrimonio o en el celibato, en la familia, en la profesión y en las diversas actividades sociales”.
Como síntesis, señala CL, “la condición eclesial de los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su novedad cristiana y caracterizada por su índole secular” (ibid). Notemos, por tanto, que la índole secular no es un añadido para los laicos, pues expresa el conjunto de las realidades temporales que son, cabría decir, el “contexto vivo” de su vocación cristiana.
Si el texto distingue dos pasos —novedad cristiana e índole secular—, es para mostrar la prioridad ontológica que se instaura por el Bautismo y alejar así toda posible tendencia a comprender la figura del laico desde el dato meramente sociológico y con frecuencia descristianizador. La índole secular resulta ser, en suma, la consecuencia teológica de haber recibido, en Cristo, el mundo como tarea que continúa la misión redentora, siendo los laicos plenamente Iglesia; dicho de otra manera, la índole secular es el signo visible (en el contexto de la “sacramentalidad” de la entera Iglesia) propio y distintivo que “caracteriza” la vida y el apostolado laical.
De hecho el número anterior (14) presenta la participación de los laicos en el triple oficio de Cristo (sacerdotal, profético y real) mostrando cómo esta participación se realiza en y a través de la vida secular. En suma, por su índole secular, la vida cristiana de los fieles laicos es, en la Iglesia y en el mundo, signo e instrumento de la salvación y de la recapitulación de lo creado (para más detalles, cf. nuestro estudio Ser Iglesia haciendo el mundo. Los laicos en la Nueva Evangelización, ed. Promesa, San José de Costa Rica, 2007).
La catequesis de Juan Pablo II sobre los laicos (27-X-93 / 21-IX-95)
En su catequesis sobre la Iglesia, Juan Pablo II considera a los laicos como los miembros del Pueblo de Dios que ni son clérigos ni religiosos o consagrados, afirmando que identificar la Iglesia con la jerarquía sería un error antievangélico y antiteológico. De acuerdo con el Concilio Vaticano II, y según recogen la CL y el Catecismo de la Iglesia Católica, los laicos “están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad” (LG 31).
Más adelante en esas catequesis Juan Pablo II afirma: “Para quien vive a la luz de la fe, como los laicos cristianos, el misterio de la Encarnación penetra también las actividades temporales, infundiendo en ellas el fermento de la gracia”. Ellos están llamados a la santidad, poseen un modo propio de espiritualidad que participa de los tres “oficios” de Cristo (sacerdotal, profético y real). Participan del apostolado en el misterio de la Iglesia, y se les pueden conferir ministerios no ordenados, relacionados con tareas de evangelización, liturgia y caridad. Sobre los fieles laicos recae una gran diversidad de carismas que requieren ser discernidos por la Jerarquía. Su apostolado puede realizarse en forma individual o asociada. Su misión está conectada íntimamente con la promoción de las personas, la defensa de los derechos humanos y la participación en la vida política y económica, cultural y social.
Juan Pablo II ve el trabajo de los fieles laicos “como un compromiso de colaboración con Cristo en la obra redentora”, en la línea de su encíclica Laborem exercens (14-IX-1981, vid. Particularmente n. 26). El dolor y la enfermedad son asimismo “lugares” de santificación para los fieles laicos. Una consideración especial dedica a las mujeres y a sus tareas, tanto en la Iglesia como en el mundo (cf. también la carta Mulieris dignitatem, 15-VIII-1988). Como consecuencia de todo ello, el Papa polaco impulsó la adecuada formación de los laicos en sus diversas dimensiones (espiritual, doctrinal, social, misionera y apostólica, etc.).
Otros aspectos del laicado
La vocación y misión propia de los fieles laicos —ordenar lo temporal a Dios “como desde dentro” de la sociedad civil— se complementa con su participación en tareas “intraeclesiales”, al igual que todos los demás fieles (la catequesis, la colaboración en la liturgia, los servicios caritativos que se llevan a cabo en las parroquias, etc.). Desde el punto de vista disciplinar, Juan Pablo II contribuyó a clarificar la colaboración de los laicos en las tareas más típicas de los Pastores, con la Instrucción Ecclesiae de Misterio (15-VIII-1997).
En su magisterio, Juan Pablo II impulsó la formación de los laicos ante todo como cristianos (vida de oración, celebración de los sacramentos, coherencia en la vida moral) y particularmente en la Doctrina Social de la Iglesia (encíclicas Laborem exercens, de 14-IX-1981, Sollicitudo rei socialis, de 30-XII-1987, y Centesimus annus, de 1-V-1991. Al hacer esto, era bien consciente de que una manifestación necesaria y urgente de la índole secular es el compromiso de los laicos en la vida pública, cultural y política, en orden a servir al bien común y especialmente a las personas más necesitadas. En esta línea sigue insistiendo Benedicto XVI.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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