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La participación de los laicos en la misión de la Iglesia pide que animen cristianamente, desde dentro, el mundo
La participación activa de los fieles laicos en la misión de la Iglesia y el reconocimiento de la importancia de su contribución constituyen sin duda uno de los principales progresos eclesiológicos conciliares. Por primera vez, un concilio se ocupó expresamente del papel de los fieles laicos, reconociendo la dignidad y la importancia de su vocación y misión, en particular en el ámbito secular.
Esto originó, en los años inmediatamente posteriores al Concilio, un gran entusiasmo difuso para un cambio que, todo el mundo lo reconocía, hacía época. Un entusiasmo que quizás pecaba de cierto optimismo ingenuo. Esto no invalida la legitimidad de una satisfacción porque, como se ha remarcado, se superaba la perspectiva que tenía tendencia a considerar los fieles laicos como una «masa de destinatarios y clientes de la acción pastoral [de la Jerarquía], tan sólo una fuerza auxiliar»[1].
El cambio que hacía época se produjo también gracias al interés renovado de la Iglesia por los problemas de nuestro tiempo. Ya en 1952, H. U. von Balthasar había expuesto el programa de «Derribar los baluartes»[2]. Con esta expresión se refería a la actitud adoptada por el catolicismo antimoderno, el cual, frente a la provocación suscitada por las transformaciones modernas (secularización, liberalismo y laicismo), reaccionó construyendo baluartes que la apartaban del nuevo mundo.
Todo ello hizo surgir un fuerte deseo de superar ciertas formas de clericalismo y de jerarcologismo, reconociendo plenamente el papel activo de los laicos en la misión de la Iglesia. El tema fue afrontado en el capítulo IV de la Lumen gentium[3] y después fue ampliado por la Gaudium et spes, sobre todo en el capítulo IV[4], y, en particular, por el decreto Apostolicam actuositatem (= AA), el cual ilustra la naturaleza, el carácter y la variedad del apostolado de los laicos.
Este último documento ─juntamente con la constitución Dei Verbum─ fue aprobado durante la última fase conciliar, el 18 de noviembre de 1965, casi con unanimidad (sólo 2 votos contrarios de 2.342). Por eso nos atrevemos a decir que fue uno de los documentos más pacíficos, menos polémicos[5]. Ahora bien, si dejamos de lado el notable crecimiento postconciliar de los nuevos movimientos eclesiales, considero que hay que reconocer que se trata de uno de los documentos que ha encontrado más poca recepción en la vida de la Iglesia, en la vida de los fieles laicos; o, si se prefiere decirlo de otra manera, su recepción aún se debe realizar en gran parte. De hecho, los laicos todavía conocen poco su vocación al apostolado y, por tanto, la realizan poco o nada.
Permitidme un pequeño testimonio personal. Durante los más de treinta años de ejercicio del ministerio pastoral, en los coloquios personales con muchos fieles laicos, he podido observar a menudo su estupefacción cuando les preguntaba si se comprometían apostólicamente. No sólo los sorprende una pregunta tan extraña, sino que a menudo ni siquiera consiguen entender qué significa. Y quiero remarcar que generalmente hago la pregunta a fieles practicantes y con una discreta formación cristiana.
La dificultad en la recepción de la llamada universal al apostolado recuerda también la dificultad en responder a la llamada universal a la santidad. Sin embargo, respecto a esta última enseñanza, me parece que el mensaje es bastante conocido, al menos muchos han oído hablar, aunque, naturalmente, una cosa es decir y otra es hacer. Pero, respecto a la llamada universal al apostolado ─afirmada varias veces en el decreto─[6], la gran mayoría de los fieles está muy a oscuras.
¿Cuáles son las causas de esta no-recepción?
Evidentemente, no se puede echar la culpa al propio documento, ya que en realidad contiene una enseñanza muy rica y clara. Por otra parte, en 1988 fue ulteriormente enriquecido por la exhortación apostólica Christifideles laici (= CfL), que no parece que haya conseguido mejorar la situación.
En mi opinión, las causas de la escasa recepción del documento en la vida de los fieles laicos son diversas y tienen como origen principal la crisis de la fe[7], la desertificación espiritual[8] que, como ha observado a menudo Benedicto XVI, se ha difundido durante los últimos decenios sobre todo por Occidente. Como ahora no tengo lugar para analizar las causas de esta crisis de la fe, por otro lado complejas y diferentes según los países, me limito a remarcar que, si los laicos no ejercen el apostolado o lo hacen tan poco, o ni siquiera saben lo que es, los primeros responsables somos nosotros, los sacerdotes, que no hemos sabido enseñarles el apostolado, aunque el decreto decía explícitamente: «Los obispos, los párrocos y los demás sacerdotes de un clero y del otro, deben recordar que el derecho y el deber de ejercitar el apostolado es común a todos los fieles, tanto clérigos como laicos, y que también los laicos tienen tareas propias en la edificación de la Iglesia» (n. 25).
Antes de examinar algunos puntos concretos recuerdo brevemente los factores teológicos, pastorales y apostólicos que prepararon el terreno al progreso conciliar respecto a los laicos y su misión dentro de la Iglesia.
Algunos precursores de la enseñanza conciliar sobre los laicos
En el ámbito teológico
Entre los líderes del pensamiento teológico que llevó a la notable valoración conciliar del papel de los fieles laicos es necesario recordar en primer lugar al cardenal J. H. Newman (1801 a 1890)[9]. En las primeras décadas del siglo XX, de los movimientos sociales del ámbito francés y belga surgieron otros impulsos que fomentaban la acción de los laicos en la sociedad. También hay que mencionar el movimiento litúrgico (difundido sobre todo en el ámbito alemán), en la medida en que prestó atención a la participación litúrgica de los laicos y de su sacerdocio.
Otro componente teológico, que influyó notablemente en el progreso conciliar respecto a la misión de los laicos, es el redescubrimiento de la dimensión misionera de la Iglesia. A principios del siglo XX, el tema de la misión tenía una escasa incidencia en la eclesiología. Naturalmente, no se había olvidado nunca que la Iglesia ha recibido una misión de Cristo: difundir el Evangelio y actualizar su obra salvífica. Pero, en los tratados de eclesiología, el tema aparecía sólo marginalmente a propósito de los ministerios y de la administración de los sacramentos, en la práctica quedaba reservado a la acción de la Iglesia en las zonas lejanas a donde se enviaban a los misioneros[10]. Gradualmente, en la primera mitad del siglo XX, la Iglesia ha ido adquiriendo conciencia de su dimensión misionera, redescubriendo la misión como su calidad fundamental y liberándose «del espíritu nacionalista y colonialista que amenazaba ofuscar su catolicidad»[11].
Durante las décadas preconciliares, la misionología ya no se limita al estudio de la acción pastoral en los llamados territorios de misión, sino que abarca a toda la Iglesia[12]. En los años cincuenta se habla a menudo, entre los teólogos franceses, de la necesidad de «poner la Iglesia en estado de misión»[13]. En esta línea de pensamiento se publica el pequeño volumen France, pays de mission?[14] de H. Godin e Y. Daniel ─dos sacerdotes de la Mission de Paris (instituida por el cardenal Suhard)─, obra que suscitó una impresión muy viva y consensos abundantes, pero también algunas críticas. Estas últimas, ha observado S. Dianich, procedían sobre todo de los «ambientes de los misioneros, donde la ampliación del concepto de misión a toda la actividad pastoral de la Iglesia hacía temer una caída de la valoración de la actividad misionera, entendida en el sentido de las misiones exteriores, y una disminución de las vocaciones en los institutos destinados a la evangelización de los pueblos»[15].
La enseñanza conciliar de la vocación-misión de los laicos tuvo, durante las décadas anteriores al Concilio Vaticano II, varios precursores más inmediatos. Entre los teólogos hay que mencionar, por encima de todo, Yves Congar, OP (1904-1995). Entre sus escritos sobre este tema, el más importante es Jalons pour une théologie du laïcat, publicado en 1953[16]. Congar comenzó a ocuparse del papel de los fieles laicos en la Iglesia a partir del 1946, con diversos artículos, y sus reflexiones confluyeron después en el amplio estudio de Jalons... A partir de 1951, Congar se ocupa también del sacerdocio común (que él llama «sacerdocio universal» o «sacerdocio real»), tema estrechamente relacionado con el papel de los laicos y que constituirá una contribución importante del Concilio Vaticano II[17].
Entre los otros teólogos, hay que recordar los belgas Gustave Thilo (1909-2000), que escribió un estudio importante sobre la teología de las realidades temporales[18]18, y Gérard Philips (1899-1972), que tuvo un papel importante en la redacción de la Lumen gentium[19].
En el ámbito pastoral y apostólico
En las décadas anteriores al Concilio Vaticano II hubo varias iniciativas pastorales y apostólicas que trataban de ofrecer una respuesta a la necesidad de encontrar formas de misión nuevas y más eficaces en la cada vez más descristianizada sociedad occidental.
Al respecto, además de la ya mencionada Mission de France, cabe recordar, sobre todo en Italia, el impulso procedente de la Azione Cattolica (Acción Católica), promovida con especial interés tanto por Pío XI como por Pío XII, que en los años cincuenta alcanzó el periodo de máxima vitalidad. El objetivo originario era la «colaboración de los laicos en el apostolado jerárquico» (AA 20). Con el paso del tiempo se observa una cierta evolución, dándose la colaboración recíproca de los laicos y de la Jerarquía en la misión de toda la Iglesia, cada uno según el lugar que le corresponde[20].
Entre los precursores de la renovada conciencia del papel eclesial de los laicos, hay que recordar también los que se han esforzado para impregnar las realidades seculares con el espíritu del Evangelio. En Italia, por ejemplo, es conocida la figura del beato Giuseppe Toniolo (1845-1918), padre de siete hijos, que supo vivir y valorar, con naturalidad, la presencia del ciudadano católico en la sociedad[21]. Con la luz de la fe orientó su compromiso cristiano hacia la sociedad, con especial atención hacia la familia, la cultura y la solidaridad social.
Entre quienes a la claridad teológica supieron añadir una gran capacidad de realización podemos recordar a san Josemaría Escrivá, que con el Opus Dei dio vida, a partir de 1928, a un amplio fenómeno apostólico y pastoral, que, en palabras de Juan Pablo II, «desde los inicios se adelantó a la teología del laicado, que luego caracterizó la Iglesia del Concilio y posterior al Concilio»[22].
Génesis histórica y doctrinal del decreto[23]
Fase preconciliar
La idea de afrontar en el Concilio el tema del apostolado de los laicos nació de la elección, hecha por la Comisión Central Preparatoria, de las propuestas llegadas de la fase antepreparatoria[24] (votos de los dicasterios romanos, de los obispos, de las facultades eclesiásticas y de las universidades católicas del mundo), a las que se añadieron sugerencias enviadas a Roma por organizaciones y asociaciones católicas de manera no oficial. La Comisión Preparatoria utilizó, además, el material reunido por la Sagrada Congregación del Concilio y por el Comité Permanente de los Congresos Internacionales del Apostolado de los Laicos (COPECIAL).
Si se examinan las diez comisiones encargadas de la elaboración de la preparación de los diversos temas, se observa que la del apostolado de los laicos es la única que no tenía el apoyo de un dicasterio correspondiente de la Curia Romana. Esta Comisión preparatoria se constituyó el 5 de junio de 1960, por deseo expreso del Papa, y, por lo que hemos podido saber, por sugerencia particular de mons. Angelo Dell'Acqua, sustituto de la Secretaría de Estado. Como presidente fue nombrado el cardenal italiano Fernando Cento (1983-1973)[25], y secretario el francés mons. Achille Glorieux (1910 a 1999)[26]. La Comisión se componía de 39 miembros (entre ellos 11 obispos y muchos sacerdotes colaboradores de asociaciones católicas) y 29 consultores (entre los cuales había 14 obispos, procedentes de diversos países)[27].
Las tareas de preparación del decreto comenzaron el 15 de noviembre de 1960 con la sesión plenaria de la Comisión Preparatoria para el Apostolado de los Laicos, a la cual la Comisión Central había indicado que se ocupara de los temas siguientes: el apostolado laical, la Acción Católica y las asociaciones católicas. Ya el 17 de noviembre de 1960 se crearon tres subcomisiones: una para las asociaciones y la Acción Católica, una para la acción social y la tercera para la acción caritativa.
En poco más de un año se redactó el primer borrador de la «Constitución sobre el apostolado de los laicos», aprobado por la Comisión Preparatoria el 8 de abril de 1962 y enviada de inmediato a la Comisión Central. El texto comprendía un prefacio general y cuatro partes (nociones generales, el apostolado de los laicos en la acción directa para promocionar el Reino de Dios[28], el apostolado de los laicos en la acción caritativa, el apostolado de los laicos en la acción social), con un total de 42 capítulos y 139 páginas.
La Comisión Central, además de pequeños retoques, propuso a la Comisión para el Apostolado de los Laicos acortar algunas partes y, por otro lado, ampliar algunos temas. Además, se criticó la poca claridad en la exposición de los principios, la concepción demasiado negativa del laico, la insuficiente dependencia respecto de la Jerarquía, a la que debe someterse todo apostolado. También hubo críticas del uso de palabras comunes por parte de sacerdotes y laicos, así como de la afirmación de los carismas de los laicos.
La Comisión para el Apostolado de los Laicos aceptó la mayoría de estas críticas y sugerencias. En cambio, rehusó algunas observaciones críticas con la correspondiente explicación de motivos.
Fase conciliar
En la fase conciliar, el documento sobre el apostolado de los laicos se vio sometido a una reestructuración considerable. La causa principal fue el cambio de la concepción general, sobre todo en virtud de las sugerencias del entonces arzobispo de Milán Giovanni Battista Montini y del cardenal L. J. Suenens, de dar unidad a las reflexiones conciliares, poniendo en el centro el tema de la Iglesia. Por tanto, los esfuerzos se dedicaron a tratar a fondo este tema, reduciendo los otros temas a los puntos esenciales y siempre en función del tema eclesiológico. Así, también el documento sobre el apostolado de los laicos quedó reducido radicalmente y rebajado de constitución a simple decreto. Algunos capítulos o párrafos del borrador enriquecieron otros documentos conciliares. Así, diversas reflexiones fundamentales que se hacían sobre la teología de los laicos pasaron al borrador de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, contribuyendo el capítulo IV (De laicis). También muchas reflexiones contenidas en el capítulo IV del borrador sobre el apostolado de los laicos (titulado «El apostolado de los laicos en la acción social») se ven insertados en la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Contemporáneo. Otro material se envió a la Comisión para la Revisión del Código de Derecho Canónico.
En las sucesivas discusiones en el aula conciliar surgieron muchos juicios favorables. Sin embargo, entre octubre de 1964 y junio de 1965, se introdujeron numerosas enmiendas al texto, después de amplias discusiones en aula conciliar (140 intervenciones, que demuestran un marcado pluralismo entre los padres conciliares). Entre los aspectos más gratos: la proclamación de la llamada universal al apostolado, el relieve dado a la animación cristiana del orden temporal, la acentuación de la libertad de los laicos, el respeto hacia la Jerarquía y también la brevedad del documento. Pero este último punto también recibió críticas, que sostenían que el papel de los laicos se merecía más espacio. En efecto, el texto se fue ampliando gradualmente otra vez. También se propuso un tratamiento más amplio de los fundamentos del apostolado, propuesta que recoge la redacción del actual n. 3 del decreto. Otra propuesta se refería a una exposición más profunda de la espiritualidad del apostolado laical, petición que recoge el actual n. 4. Se pidió también un capítulo dedicado a la formación de los laicos en orden al apostolado, demanda satisfecha por el actual capítulo VI del decreto. Algunos expresaron el temor de que se diera demasiada importancia al apostolado organizado, especialmente al de Acción Católica. Se buscó, pues, un mejor equilibrio entre el apostolado individual[29] y el asociativo. Diversas subcomisiones se encargaron de la refundición del proyecto.
Al final, el texto se aprobó con una extraordinaria amplitud de consensos (fue el documento con un número más alto de placet: 2.240, frente a sólo dos non placet), lo que se explica, más que por la calidad del documento mismo, por la importancia pastoral y la simpatía con que los padres conciliares trataron el redescubrimiento del papel de los laicos en la Iglesia. Esto, sin embargo, no nos debe hacer olvidar su difícil evolución.
La participación de auditores y auditoras se merece un comentario aparte. Desde la fase preparatoria, el cardenal Cento había pedido la opinión de algunos laicos sobre las cuestiones más relevantes, interrogando a dirigentes de importantes organizaciones católicas, tanto masculinas como femeninas. Él había pedido que al menos algunos fueran nombrados consultores de la Comisión Preparatoria. El Pontífice se mostró bien dispuesto, aunque el nombramiento llegó más tarde. En realidad, el papa Juan XXIII, ya en 1962 había admitido en el aula al escritor católico y académico francés Jean Guitton. En marzo de 1963 se dio la autorización para dejar examinar el borrador sobre los laicos a dirigentes del COPECIAL y de las Organizaciones Internacionales Católicas (OIC). Poco antes del inicio del segundo periodo del Concilio, Pablo VI nombraba a unos cuantos auditores laicos y, durante el tercer periodo de 1964, se admitieron también a las auditoras. No se limitaron a hacer el papel de simples espectadores, sino que participaron activamente en los trabajos, interviniendo tanto en las reuniones de la Comisión como en las de las subcomisiones, de la misma forma que los expertos. Su contribución más importante se encuentra en el documento sobre el apostolado de los laicos y en la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Contemporáneo. En cuanto al borrador sobre el apostolado laical, fue providencial, en este sentido, que se discutiera en 1965, recogiendo así la eficaz contribución de auditores y auditoras. Por primera vez en la historia de la Iglesia, los simples fieles intervenían activamente en la elaboración de un documento conciliar[30].
El progreso eclesiológico de la enseñanza de ‘Apostolicam actuositatem’
El Concilio Vaticano II ofreció una visión claramente positiva de los fieles laicos, poniendo en evidencia no sólo que, como bautizados, poseen ─por su regeneración en Cristo─ una dignidad que es común a todos los fieles y que, por tanto, también ellos son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a participar en la misión de Cristo, sino especificando la misión eclesial. Los laicos, insertos en todas las realidades temporales y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con que se teje su existencia, en estas realidades y condiciones «son llamados por Dios a contribuir, como desde el interior a modo de fermento, a la santificación del mundo mediante el ejercicio de su función propia y bajo la guía del espíritu evangélico, y de esta manera, a hacer visible a Cristo a los demás, principalmente con el testimonio de su vida y con el resplandor de la fe, de la esperanza y de la caridad)» (LG 31).
A menudo se ha remarcado, y con razón, que el Concilio Vaticano II ha significado el paso de una actitud defensiva de la Iglesia frente a la verdad ─actitud adoptada sobre todo en el período de la Contrarreforma─ a una actitud más proponente, en el sentido del compromiso de difundir en el mundo el mensaje cristiano. Por tanto, han adquirido gran relevancia expresiones como ponerse al día («aggiornamento»), diálogo, misión. Desde este punto de vista, se entiende fácilmente la importancia que el Concilio quiso dar al apostolado de los laicos, es decir, a su participación en la misión salvífica de la Iglesia. La tarea de animación, de fermentación, de renovación del mundo con el espíritu de Cristo debe hacerse desde el interior del mundo, es decir, la cumplirán los que se encuentran insertos en todas las realidades temporales.
El progreso eclesiológico conciliar respecto al papel de los laicos en la Iglesia no se limita, evidentemente, a la enseñanza sobre su vocación al apostolado. Basta recordar lo que enseña la Sacrosanctum Concilium sobre su participación en la vida litúrgica. Cabe mencionar también que el Concilio Vaticano II se ocupó del apostolado de los laicos prácticamente en todos los documentos donde se examinan aspectos específicos, como el ecuménico, la misión ad gentes, los medios de comunicación o la educación.
En la redacción del decreto AA, los padres conciliares se guiaron por dos exigencias: por un lado, recoger las orientaciones y utilizar las enseñanzas procedentes de algunas décadas de experiencia, durante las cuales, respondiendo a la llamada de los papas y de los obispos, el apostolado de los laicos se había extendido por todo el mundo; por otra parte, la necesidad de poner en evidencia, para que queden convencidos todos los bautizados, que el apostolado es un deber derivado de la esencia misma de la vocación cristiana. Dos perspectivas que abrieron un vasto campo de estudio y de trabajo primero a la Comisión Preparatoria y después a la Comisión Conciliar.
Particularmente importante es la afirmación contenida en el capítulo I de AA sobre los fundamentos del apostolado laical, el cual, siguiendo la enseñanza de LG 33, no se interpreta como un mandato de la Jerarquía, sino que se desprende de la misma vocación cristiana, de «la unión con Cristo» a través del bautismo, la confirmación y los diversos carismas concedidos por el Espíritu en diferentes formas (cf. AA 3).
La manera específica en que los laicos participan en la misión de la Iglesia es descrita incluyendo dos dimensiones en una afirmación cuidadosamente dosificada: «Ellos ejercitan el apostolado con su acción para la evangelización y la santificación de los hombres, y animando y perfeccionando con el espíritu evangélico el orden de las realidades temporales, de modo que su actividad en este orden constituye un claro testimonio de Cristo y sirve para la salvación de los hombres» (n. 2). Se hace hincapié en su compromiso en el ámbito secular, como da a entender la frase siguiente: «Como es propio del estado de los laicos que estos vivan en el mundo y en medio de los asuntos seculares, son llamados por Dios a fin de que, llenos de espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a modo de fermento».
LG 31 define así la especificidad eclesial de los laicos: «El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. [...] Por su vocación es propio de los laicos buscar el reino de Dios tratando las cosas temporales y ordenándolas según Dios».
Teniendo en cuenta esta especificidad, la Lumen gentium ilustra luego las características de la participación de los laicos en la misión de la Iglesia, recurriendo al esquema de las tres funciones de Cristo ─sacerdote, profeta y rey─, esquema que también aparece más de una vez en el decreto AA[31]. Ahora bien, aunque los laicos participen, como todos los fieles, de la triple función de Cristo, precisamente teniendo en cuenta su secularidad se entiende que el aspecto específico de su misión se encuentra en el sacerdocio real, es decir, en la animación cristiana del orden temporal. Esto explica por qué se habla a menudo, tomando la parte por el todo, de «sacerdocio real» (expresión que se encuentra en la 1Pt 2,9) como sinónimo de «sacerdocio común».
AA, en sintonía con LG, amplía sobre todo la participación de los laicos en el sacerdocio real desde el punto de vista de la animación de las realidades temporales. «Como es propio del estado de los laicos que estos vivan en el mundo y en medio de los asuntos seculares, son llamados por Dios a fin de que, llenos de espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a modo de fermento» (n. 2). El decreto afirma, entre otras cosas, que «la obra de la redención de Cristo, mientras por su naturaleza tiene como fin la salvación de los hombres, abarca igualmente la instauración de todo el orden temporal. Por ello, la misión de la Iglesia no es sólo de llevar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también de impregnar y perfeccionar el orden de las realidades temporales con el espíritu evangélico» (n. 5)[32].
El decreto, además, evita la distinción entre apostolado en sentido estricto y en sentido amplio, apostolado directo e indirecto, evangelización y «consagración del mundo». Al contrario, ha querido llamar apostolado también a la actividad de los fieles que tiene como objetivo la animación cristiana del orden temporal. El tema se retoma a propósito de la espiritualidad de los laicos en el apostolado. Tras recordar la importancia de una «vida de íntima unión con Cristo» alimentada en la Iglesia con las ayudas espirituales que son comunes a todos los fieles, el decreto añade: "Los laicos deben utilizar las ayudas mencionadas mientras cumplen con rectitud los mismos deberes del mundo en las condiciones ordinarias de la vida» (n. 4). Todo ello, como es lógico, se refleja en la formación de los laicos. De hecho, en el capítulo VI de AA leemos lo siguiente: «Como los laicos participan de una manera propia en la misión de la Iglesia, su formación apostólica adquiere una característica especial debido a la misma naturaleza secular y propia del laicado y de su particular espiritualidad» (n. 29).
Para concluir estas reflexiones, se puede afirmar que, basándose en la Lumen gentium, AA ha ampliado el concepto de apostolado, presentándolo en su significado grandioso y comprometido de participación en la misión salvífica de la Iglesia, que continúa la de Cristo, y ha concretado las características del apostolado de los laicos que derivan de su propia y específica naturaleza secular. Se ha remarcado con razón el largo camino que ha recorrido a partir del texto redactado por el canonista Graziano en 1140, que decía: «Duo sunt genera christianorum...» y, a propósito de los laicos, decía: «les es consentido poseer bienes temporales [...] les es concedido casarse, cultivar la tierra, [...] depositar ofrendas en los altares, pagar los diezmos: así se podrán salvar si evitan realmente los vicios haciendo el bien»[33].
El fundamento del apostolado ─y de la espiritualidad de los laicos en relación con el apostolado─ se encuentra, pues, en la unión vital con Cristo. De esta manera, el Concilio, reconociendo la validez y la utilidad de la Acción Católica, ha ido más allá de su forma de entender el apostolado de los laicos, consistente en colaborar con la Jerarquía. En efecto, el compromiso apostólico de los laicos no se puede reducir a la llamada que les dirige la Jerarquía. Por eso el decreto afirma lo siguiente: «Los laicos derivan el deber y el derecho al apostolado de su unión con Cristo Cabeza. En efecto, insertados en el cuerpo místico de Cristo por medio del bautismo, fortificados por la virtud del Espíritu Santo por medio de la confirmación, son destinados al apostolado por el mismo Señor» (n. 3).
Luces y sombras en la recepción del decreto
La Acción Católica, después de haber vivido, durante los años cincuenta, su máximo esplendor y de haber merecido la atención privilegiada del decreto ─que le dedicó el n. 20, en el que la alaba y recomienda de forma especial─, experimenta ─sobre todo en Italia, el país donde había crecido más─ una fuerte crisis, incluso numérica[34]. Ahora no es el momento de dedicarme a analizar las complejas causas de la crisis. La he recordado porque este incidente no ha contribuido a hacer apreciar el decreto, sino que, al contrario, lo ha desacreditado a los ojos de quienes lo han considerado demasiado rápidamente un documento ya superado.
En las décadas posteriores al Concilio se asiste, en cambio, a un gran, y en muchos casos sorprendente[35], crecimiento de nuevos movimientos eclesiales, los cuales son sin duda el fruto de la acción incesante del Espíritu, pero también de la renovación eclesiológica, espiritual y pastoral fomentada por el Concilio Vaticano II[36].
Este florecimiento de nuevos movimientos eclesiales se ha valorado generalmente de una manera bastante positiva, pero no han faltado las críticas. Se ha dicho, por ejemplo, que «estos movimientos se asemejan a una rosa, que florece inesperadamente en un contexto difícil; pero una rosa, como recuerda el dicho popular, con sus espinas, mejor dicho, con una espina que amenaza con clavarse en la concreta vida pastoral de la comunidad eclesial»[37]. No en vano Benedicto XVI exhortó a los obispos a «salir al encuentro de los movimientos con mucho amor»[38]. Estos nuevos movimientos sin duda han contribuido a dar un nuevo impulso, sobre todo entre los jóvenes, al apostolado laical, como se observa por ejemplo en la JMJ. Entre los peligros de unilateralidad que deben superar[39] ─y que ya han superado en gran parte─, hay que recordar que el hecho de subrayar el aspecto comunitario de la acción apostólica puede ir en detrimento del siempre necesario apostolado individual que todo el mundo está llamado a cumplir, como remarca AA en el n. 16.
Otra cuestión es la forma, no siempre adecuada, del papel eclesial de los laicos, como, en las décadas posteriores se ha intentado potenciar bajo el impulso del Concilio. En efecto, a menudo se ha procurado abrir nuevos espacios de colaboración a los laicos en los organismos eclesiales, ignorando lo que era más importante, es decir, hacerlos entender y ayudarles a cumplir su vocación específica que, como explicó el Concilio Vaticano II, deriva de su «carácter secular» (LG 31). Sería un grave malentendido de la misión propia de los laicos si esta última quedara reducida a las actividades que pueden realizarse en el ámbito eclesiástico, como la participación en la liturgia, en el anuncio de la Palabra de Dios y en la catequesis, o en la suplencia de algunas funciones íntimamente relacionadas con el ministerio ordenado, actividades que no exigen el carácter del Orden. De esta manera quedaría oscurecido el que la misión eclesial específica de los laicos, no se encuentra en el ámbito eclesiástico mencionado, sino en el ámbito secular.
Esto debió inducir a Juan Pablo II a elegir, para el Sínodo de los Obispos de 1987, el tema de los laicos (el primero de la serie de sínodos sobre diversas categorías de fieles). Con la exhortación apostólica CfL, el Papa quería relanzar con fuerza la llamada de Cristo: «Id también vosotros a mi viña», llamada dirigida a todos los fieles laicos para que asuman de una manera responsable y activa su misión eclesial. El Papa describía así el objetivo de la exhortación: «Suscitar y alimentar una toma de conciencia más decidida del don y de la responsabilidad que todos los fieles laicos, y cada uno de ellos en particular, tienen en la comunión y en la misión de la Iglesia» (n. 2).
La CfL remarca que «el camino posconciliar de los fieles laicos no ha estado exento de dificultades y de peligros», y entre los peligros menciona en particular «la tentación de reservar un interés tan fuerte a los servicios y a las tareas eclesiales, que lleve a dejar de lado con frecuencia el compromiso con sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, económico, cultural y político» (n. 2).
Aunque el Concilio Vaticano II había indicado claramente que el carácter secular de los fieles laicos constituía su especificidad, en las décadas posteriores al Concilio no faltaron críticas o incomprensiones de esta manera de especificar la identidad de los laicos[40]. Algunos quisieron relativizar el significado del "carácter secular", considerándolo un mero dato exterior, sociológico y no propiamente teológico o eclesial. La identidad del fiel laico, decían algunos, se deducirá del bautismo y no de un dato exterior a la misma, como según ellos sería precisamente la inserción en las realidades seculares. Otros alegaban que toda la Iglesia tiene una relación íntima con el mundo y que, por tanto, esta relación no puede servir para distinguir los laicos de los demás fieles.
La exhortación habla de la cuestión en el n. 15, que ratifica la doctrina conciliar, afirmando que «la dignidad bautismal común asume en el fiel laico una modalidad que lo distingue, sin separarlo, del presbítero, del religioso y de la religiosa». Para entender bien esta afirmación es necesario «profundizar el alcance teológico del carácter secular a la luz del proyecto salvífico de Dios y del misterio de la Iglesia».
Con este fin se insiste en que toda la Iglesia está llamada a continuar la obra redentora de Cristo en el mundo y tiene una dimensión secular intrínseca, la raíz de la cual se hunde en el misterio de la Palabra Encarnada. Todos los fieles son, por tanto, «partícipes de su dimensión secular; pero lo son de forma diferente. La participación de los fieles laicos, en particular, tiene una modalidad de actuación y de función que, según el Concilio, les es "propia y peculiar"».
La inserción de los laicos en las realidades seculares, explica la exhortación, no es simplemente un dato exterior y ambiental, sino «una realidad destinada a encontrar en Jesucristo la plenitud de su significado». El carácter secular, pues, no es un dato que se añade desde el exterior a la realidad cristiana. De hecho, como había evidenciado el Concilio Vaticano II, «la misma Palabra encarnada quiso ser partícipe de la convivencia humana [...]. Santificó las relaciones humanas, en primer lugar las familiares, donde tienen su origen las relaciones sociales, sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria. Quiso hacer la vida de un trabajador de su tiempo y de su región» (GS 32).
Así queda claro el sentido propio y peculiar de la vocación divina dirigida a los laicos. Estos no son llamados a abandonar la posición que tienen en el mundo, dado que el bautismo no les aparta en nada del mundo, como señala el apóstol Pablo: «Que cada uno, hermanos, continúe ante Dios en la condición en que se encontraba cuando fue llamado» (1C 07:24). Dios les confía una vocación que concierne precisamente a la situación intramundana.
Para concluir con perspectiva de futuro
Entonces como hoy sigue planteado un gran reto: ¿cómo despertar o sacudir la conciencia de tantos fieles y hacer que cumplan sus responsabilidades eclesiales? Entre muchos de ellos predomina la mentalidad de meros receptores pasivos de los servicios eclesiásticos[41], una vida cristiana rutinaria y superficial, que oscurece o impide percibir la llamada al apostolado.
Si, en las décadas posteriores al Concilio, el decreto sobre el apostolado de los laicos obtuvo un eco y una recepción escasos en la vida de los fieles, hoy puede constituir «una gran fuerza para la siempre necesaria renovación de la Iglesia»[42], una «brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que se abre»[43], un tesoro que hay que redescubrir, «un grano de mostaza» que, esparcido en el terreno eclesial, insta a los laicos a adquirir plena conciencia de su responsabilidad y a comprometerse «generosamente en la obra del Señor» (n. 33)[44].
En la introducción de este artículo decíamos que las dificultades en la recepción del decreto y en la respuesta a la llamada universal al apostolado se deben, esencialmente, a la crisis de fe que se ha difundido en las últimas décadas. Por eso Benedicto XVI quiso convocar un Año de la Fe que ofreciera una oportunidad de lo más favorable para profundizar y reavivar nuestra fe y convocó el Sínodo Episcopal sobre la Nueva Evangelización.
Y en este sentido, una reflexión sobre AA, lejos de constituir una tarea arqueológica, ofrece ideas plenamente actuales, ya que la llamada universal al apostolado no sólo no ha perdido actualidad, sino que hoy parece haber adquirido una urgencia y una importancia aún mayores que en la época del Concilio. Como ha escrito Benedicto XVI en la carta apostólica Porta fidei, «con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo Él convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandamiento que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y reencontrar el entusiasmo de comunicar la fe» (n. 7).
Arturo Cattaneo
Facultad de Teología
Lugano
[1] G. M. Carriquiry, «Il laicato dal Concilio Vaticano II ad oggi: esiti positivi, difficoltà e fallimenti», en: AUTORES VARIOS, Il fedele laico. Realtà e prospettive, al cuidado de L. Navarro y F. Puig, Milán, 2012, 73.
[2] Es el título de una de sus obras principales: Die Schleifung der Bastionen.
[3] Cabe recordar, además, las enseñanzas fundamentales de la Lumen gentium en el capítulo II («El pueblo de Dios»), enseñanzas que conciernen a todos los fieles y, por tanto, también a los laicos. Entre las que cabe mencionar el ejercicio del sacerdocio común y de los carismas, como también el n. 17 sobre la dimensión misionera de la Iglesia.
[4] Título del capítulo: «La misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo».
[5] Esto no significa que su redacción no topara con dificultades. El Relator, que el 23 de septiembre de 1965 presentó el texto definitivo, declaró que llegaron después de un «iter largo, difícil y tortuoso».
[6] En los siguientes nº: 1, 2, 3, 6, 16 y 33.
[7] En la carta apostólica Porta fidei Benedicto XVI observó: «Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, largamente aceptado en su llamamiento a los contenidos de la fe y los valores inspirados por ella, hoy en día no parece más que sea así en grandes sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que ha afectado a muchas personas».
[8] De la homilía de la misa de apertura del Año de la Fe.
[9] J. McCloskey, «Newman: laicado, sacerdocio y santidad», en: Scripta Theologica núm. 28/1 (1996), p. 147-159.
[10] En este sentido se había expresado, por ejemplo, M.-J. Le Guillou, en 1966, en un estudio sobre la misión como tema eclesiológico: «La misión como tema eclesiológico», en: Concilium n. 2 (1966), p. 406-450.
[11] G. Colzani, «La missionarietà della Chiesa. Saggio storico sull'epoca moderna fino al Vaticano II», Bolonia, 1975, 6.
[12] Cf. G. COLOMBO, «Teología della chiesa locale», en: AUTORES VARIOS, La Chiesa locale, al cuidado de A. Tessarolo, Bolonia, 1970, 17.
[13] Expresión empleada por M.-J. Chenu en 1947 en Lisieux, después utilizada y difundida por el cardenal E. Suhard; cf. L.-J. Suenens, La Iglesia en état de mission, Brujas, 1958.
[14] París, 1943.
[15] S. DIANICH, La Chiesa in missione. Per una ecclesiologia dinamica, Cinisello Balsamo, 1985, 26.
[16] Sobre el tema, cf. R. Pellitero, La teología del laicado en la obra de Yves Congar, Pamplona, 1996.
[17] Sobre el tema, cf. A. Elberti, SJ, Il sacerdozio regalo dei fedeli nei prodromi del Concilio ecumenico Vaticano II, Roma, 1989.
[18] Théologie des réalités terrestres: Y, Préludes, Brujas-París 1947; Théologie des réalités terrestres: II, Théologie de l'histoire, Brujas-París 1949.
[19] Para el tema de los laicos, su obra principal es Le rôle du laïcat dans l'Église, Tournai, 1954.
[20] M. DE SALIS, ver «Laicato», en: Dizionario di ecclesiologia, al cuidado de G. Calabrese, P. Goyret, O.F. Piazza, Roma, 2010, 788.
[21] Fue un economista y sociólogo de Treviso. En la Universidad de Pisa tuvo la cátedra de economía política de 1879 hasta su muerte. Fue uno de los fundadores de la FUCI y uno de los principales artífices de la inserción de los católicos en la vida política, social y cultural italiana. Iniciador (1907) de la «Semana social de los católicos italianos». Beatificado el 29 de abril de 2012.
[22] GIOVANNI PAOLO II, «Gesù vivo e presente nel nostro quotidiano Cammino», homilía de la misa celebrada el 19 de agosto de 1979, en: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II / 2 (1979), 142.
[23] Aquí me limito a recordar los aspectos más significativos para apreciar el valor del decreto, también porque ya existen estudios detallados sobre el complejo iter conciliar; cf. sobre todo: F. Klostermann, «Dekret über das Apostolat der Laien. Zur Textgeschichte», en: Lexikon für Theologie und Kirche. Das zweite Vatikanische Konzil, II, Friburgo-Basilea-Viena, 1967, 585-601.
[24] El presidente de la Comisión Antepreparatoria de los Laicos fue mons. Álvaro del Portillo (1914-1994), que en 1975 fue elegido sucesor de san Josemaría al frente del Opus Dei.
[25] Después de haber sido nuncio en varios países, fue nombrado penitenciario mayor el 12 de febrero de 1962.
[26] Asistente eclesiástico del Comité Permanente de los Congresos Internacionales del Apostolado de los Laicos. En 1966 fue nombrado secretario del Consejo Pontificio para los Laicos, recién creado. En 1969 fue nombrado pronuncio en Siria y recibió la ordenación episcopal.
[27] Entre ellos no se encuentra ninguno de los teólogos principales que habían reflexionado sobre el tema, como Y. Congar, G. Philips, M. D. Chenu y K. Rahner, porque ya participaban en otras comisiones o bien porque eran objeto de algunas sospechas por parte del Santo Oficio.
[28] Esta parte se dividía en dos apartados. El primero comprendía las formas con que se organiza el apostolado (entre ellas la Acción Católica), el segundo apartado se refiere a las diversas formas y ámbitos en que se realiza el apostolado.
[29] En realidad, el texto latino evita emplear la expresión «apostolatus individualis», pero usa expresiones como «apostolatus a singulis peragendus», «apostolatus singulorum». Es por el hecho de que en la Iglesia ningún apostolado es estrictamente individual.
[30] Sobre el tema, cf. G. Formigoni, «Laici e laiche soggetti della Chiesa», en: AUTORES VARIOS, La dignità dei laici. Introduzione ad Apostolicam Actuositatem, al cuidado de E. Preziosi y M. Ronconi, Milán, 2010, sobre todo 40-42.
[31] El reconocimiento de que la función sacerdotal de Cristo constituye el núcleo más profundo de los tria munera Christi ─que Juan Pablo II preferirá llamar triplex munus, subrayando la unidad─ después del Concilio ha llevado a varios autores a ilustrarlo como sacerdocio cultual, profético y real.
[32] Cf. también la afirmación: «Como es propio del estado de los laicos que estos vivan en el mundo y en medio de los asuntos seculares, son llamados por Dios a fin de que, llenos de espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a modo de fermento» (n. 2).
[33] Cf. G. Grampa, Parole del Concilio per una fede adulta, Milán, 2012, 15-16.
[34] A pesar de los esfuerzos de renovación ─en 1969 modificó los estatutos, consiguiendo mayor autonomía respecto a la Jerarquía─, entre 1970 y 1976 los inscritos quedaron reducidos a la mitad. Fue significativa la decisión de Pablo VI de retirar los asistentes eclesiásticos de la ACLI (Asociaciones Cristianas de los Trabajadores, en italiano), no reconociendo así el carácter eclesiástico del movimiento.
[35] J. RATZINGER, respondiendo a V. Messori, indicó, entre los «signos positivos» de las décadas posteriores al Concilio, «la aparición de nuevos movimientos, que no ha proyectado nadie, sino que han brotado espontáneamente de la vitalidad interior de la misma fe. En ellos se manifiesta ─aunque muy débilmente─ algo parecido a una época de pentecostés de la Iglesia»: Rapport sulla fede, Cinisello Balsamo 1985, 41.
[36] Cf. mi artículo «I movimenti ecclesiali: aspetti ecclesiologici», en: Annales Theologici, núm. 11 (1997), p. 401-427, en el que he resumido en cinco puntos los impulsos dados por el Concilio Vaticano II a los nuevos movimientos eclesiales: la revalorización del bautismo y del sacerdocio común; la relevancia eclesial de los carismas; la llamada universal a la plenitud de la vida cristiana y a la participación activa en la misión de la Iglesia; la vocación y la misión de los laicos en la Iglesia; la dimensión comunional propia de la Iglesia.
[37] G. AMBROSIO, «La comunità ecclesiale italiana tra istituzione e movimenti», en: La Rivista del Clero Italiano, núm. 68 (1987), p. 87.
[38] «Discorso ad un gruppo di vescovi tedeschi in visita ad limina» (21 de agosto de 2005), en: L'Osservatore Romano», 24 de agosto de 2005, pág. 5.
[39] Ha hablado J. RATZINGER, en la conferencia «I movimenti ecclesiali e la loro collocazione teologica», en: AUTORES VARIOS, I movimenti nella Chiesa, al cuidado del Pontificium Consilium pro Laicis, Ciudad del Vaticano 1999, 49-50; cf. también mi «I movimenti ecclesiali», cit., p. 421-426.
[40] Sobre la cuestión, cf. por ejemplo J. L. ILLANES, «La Discusión teológica sobre la noción de laico», en: Scripta Theologica, n 22 (1990), p. 771-789.
[41] Cf. G.M. Carriquiry, Il laicato dal Concilio Vaticano II ad oggi, cit., 77.
[42] Carta apostólica Porta fidei (11 de octubre de 2011), n. 5.
[43] JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo millennio ineunte (6 de enero de 2001), n. 57.
[44] Cf. M. VERGOTTINI, Perle del Concilio, Bolonia 2012, 359.
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