El problema de fondo que va a ser estudiado, referente a los números de la sección I del capítulo II de la encíclica ‘Veritatis splendor’, está constituido por las concepciones que de uno u otro modo acaban por desvincular la libertad de la verdad, por entender erróneamente la una y la otra
Índice
a) El sentido cristiano de la libertad. Vínculos de la libertad a la verdad.
b) La ley moral tiene su origen último en Dios. Autonomía y heteronomía morales.
c) La naturaleza humana, y en concreto el cuerpo humano, tiene un significado moral. La comprensión cristiana de la ley natural.
d) Universalidad e inmutabilidad de las normas morales naturales.
El tema que trataremos aquí es el contenido de la sección I del capítulo II de la encíclica Veritatis splendor, titulada “La libertad y la ley”, que se dirige a comentar críticamente aquellas interpretaciones de la doctrina moral cristiana sobre la libertad humana, la ley moral y la relación entre ambas, que la desvirtúan de tal modo que no la hacen compatible con las verdades reveladas al respecto. Con ella comienza la tarea de discernimiento de la Iglesia sobre algunas tendencias de la teología moral actual (este es precisamente el subtítulo del capítulo II), tras haber puesto como referencia de juicio los contenidos esenciales de la revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento sobre el comportamiento moral (n. 28).
a) El sentido cristiano de la libertad. Vinculación de la libertad a la verdad
El problema de fondo que va a ser estudiado en estos números del documento está constituido por las concepciones que de uno u otro modo acaban por desvincular la libertad de la verdad, por entender erróneamente la una y la otra.
Los nn. 28 a 31 presentan el objetivo que se pretende: “enunciar los principios necesarios para el discernimiento de lo que es contrario a la «doctrina sana», recordando aquellos elementos de la enseñanza moral de la Iglesia que hoy parecen particularmente expuestos al error, a la ambigüedad o al olvido” (n. 30).
Los nn. 31 a 34 recogen muy brevemente las interpretaciones de la libertad que no son compatibles con la verdad sobre el hombre como criatura a imagen de Dios, y que han de ser corregidas a la luz de la fe. Dichas interpretaciones se agrupan en dos grandes tipos: a) considerar la libertad como un absoluto, de modo que se constituye en fuente de los valores, y b) poner radicalmente en duda la posibilidad de una verdadera libertad en el hombre, siguiendo las conclusiones de las ciencias humanas. Estas posturas conducen, respectivamente: a) a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral (cada conciencia determina autónomamente lo que es bueno y lo que es malo), y b) a una concepción relativista de la moral, que la hace depender de los hábitos y costumbres del tiempo presente.
Frente a estas posturas se sitúa la doctrina católica sobre la libertad recordada en el Concilio Vaticano II, según la cual sólo se puede hablar de libertad verdadera cuando se entiende con ella la capacidad del hombre de buscar sin coacciones la verdad, y, adhiriéndose a ella, llegar libremente a la plena y feliz perfección (cf. Gaudium et spes, n. 11). Así, si existe libertad para emprender el propio camino de búsqueda de la verdad, existe también el deber ineludible de buscar la verdad y seguirla una vez conocida. La relación esencial de la libertad a la verdad forma parte irrenunciable de la revelación sobre el hombre (VS cita aquí Jn 8, 32: “La verdad os hará libres”).
A partir de aquí, se afrontarán las siguientes cuestiones:
— el origen divino de la ley moral natural frente a algunas concepciones erróneas de la autonomía moral (nn. 35-45);
— el lugar del cuerpo en las cuestiones de la ley natural (nn. 46-50);
— la universalidad e inmutabilidad de las exigencias éticas fundamentales, y la existencia de preceptos éticos particulares que obligan semper et pro semper (nn. 51-53).
Aun a riesgo de incurrir en un cierto reductivismo, a efectos de no hacer excesivamente larga esta exposición, se puede decir que los problemas fundamentales abordados y aclarados por la encíclica en esta sección son los siguientes:
1) las normas morales que han de guiar la conducta humana no proceden de la sola libertad, sino primera y fundamentalmente de la Sabiduría divina, sin que esto lleve consigo para el hombre una heteronomía moral;
2) la naturaleza humana –y, en concreto, el cuerpo humano- tiene un significado moral que se ve recogido y reflejado en la ley moral, sin que esto suponga en modo alguno un fisicismo o biologismo moral;
3) las normas morales que emanan de una recta comprensión de la libertad y de la naturaleza humanas llevan en sí las exigencias de universalidad e inmutabilidad, sin que esto se oponga al carácter histórico que reviste la existencia y vida misma del hombre.
A continuación se comentan brevemente estos puntos centrales.
b) La ley moral tiene su origen último en Dios. Autonomía y heteronomía morales
La doctrina aquí enjuiciada es la que concede a la libertad una total autonomía (independencia de otras fuentes o instancias) para determinar las normas que han de regular la propia conducta moral.
El proceso que cristaliza en este tipo de posturas es enormemente complejo y está ligado al transcurrir del pensamiento ético contemporáneo. Podría decirse que dicho proceso sigue un iter que comienza con la ruptura entre la ética normativa y la cuestión del sentido de la vida. Esta ruptura consiste en que se piensa que no es posible dar una respuesta única, objetiva y universal a la pregunta sobre el bien de la vida humana tomada como un todo. Es decir, la razón moral humana, al no ser considerada capaz de encontrar una solución a esta cuestión (la cuestión del sentido objetivo de la vida humana), no puede basarse en una verdad sobre el hombre que sea la referencia firme para determinar las normas morales que han de regir su conducta de modo que llegue a realizar la plenitud de sentido de su vida. En consecuencia, la función de la razón que tiene por objeto captar el sentido del ser y existir humano, y regular, en consecuencia, la conducta del hombre en orden a realizar esa plenitud de sentido, queda poco menos que silenciada y sustituida por aquella otra función de la razón que tiene por objeto descubrir al hombre los modos de sobrevivir, de orientarse en el propio ambiente y de satisfacer sus necesidades básicas. Es lo que se ha llamado el predominio de la “razón técnica” o instrumental o tecnológica sobre la “razón sapiencial” o metafísica o moral. Por este motivo, los intereses primordiales del hombre contemporáneo son más descubrir los modos de dominar y disfrutar los recursos de la naturaleza en orden a sobrevivir, “tener”, “dominar”, etc., que descubrir la verdad sobre el sentido profundo de la vida[1].
A consecuencia de esto, el discurso normativo (el discernimiento de lo que es lícito y de lo que no lo es) se separa de lo que se ha venido a llamar metaética, es decir, de la búsqueda del pleno sentido de la vida.
Este modo de pensar, caracterizado por la ruptura recién mencionada, influirá en la teología moral católica. Algunos autores separarán la cuestión de sentido de la cuestión normativa, o, lo que es lo mismo, el plano salvífico (orden de la salvación o trascendental) del plano normativo (orden mundano), de tal modo que el primero representaría el contexto en que se desenvuelve el segundo pero sin determinarlo, es decir, concediendo a la ética normativa u orden intramundano autonomía frente al orden trascendental. Las normas morales del orden trascendental tendrían carácter exhortativo u orientativo, pero no normativo concreto; son llamadas trascendentales. En cambio, pertenecerían al plano intramundano las normas con contenido concreto, que son dictadas por la razón “en situación”, es decir, en función de las circunstancias histórico-culturales y personales del sujeto agente; son llamadas normas categoriales. Las primeras tienen a Dios por autor; las segundas, al hombre, dando lugar a una ética humana, válida para todos. Es el planteamiento que queda descrito en los nn. 36 ss. de la encíclica. Consecuencias suyas serán, de una parte, la negación de la existencia en la revelación divina de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente. De otra, la negación de la competencia del Magisterio como instancia con autoridad y garantía de discernimiento en las cuestiones morales concretas, sólo ligadas a la razón humana y a la búsqueda del “bien humano”, no de la salvación.
Con esta concepción de la autonomía moral no se pretendía contraponer frontalmente la libertad humana a la ley divina ni negar la existencia de un fundamento religioso último a la moral. Todo eso vendría dado por el plano religioso o salvífico. Se quería favorecer el diálogo con la cultura moderna, hacer patente el carácter racional de la ley moral, remarcar el carácter interior de la ley natural y de la obligación que engendra, etc. Pero se llegó a extremos que son doctrinalmente inaceptables[2].
El punto clave erróneo de toda esta doctrina sobre la autonomía moral está en conceder a la razón en el plano intramundano una autonomía en la determinación de las normas morales que no es real. Es verdad que corresponde a la razón conocer y aplicar el orden moral, pero no es ella misma la última instancia. Por ser participación de la Sabiduría divina, ha de guardar siempre una referencia a “una razón más alta” (n. 44), de la que en último término procede y depende. Precisamente por esto la “voz de la razón humana” tiene fuerza de ley: por ser la voz e intérprete de una razón más alta, la de Dios (cf. n. 44). Por lo tanto, se puede hablar con verdad de una “justa autonomía de la razón” humana (cf. n. 40), consistente en la actividad y espontaneidad de la misma cuando busca y aplica la norma moral: la vida moral exige creatividad e ingeniosidad para descubrir los muy diversos caminos que pueden conducir a la realización del bien. Es decir, es conforme a la verdad afirmar que el hombre posee en sí mismo la propia ley recibida del Creador, y la razón humana ha de “funcionar” según sus propias reglas para descubrirla y aplicarla, pero no lo sería sostener que eso significa la creación o capacidad de creación de las normas y valores.
Dos detalles más para terminar con este punto.
1) No cabe introducir una oposición entre libertad y ley moral cuando se entiende la autonomía y el papel de la razón tal y como ha sido explicado: la ley divina es, por así decirlo, explicitación de lo que verdaderamente hay en el interior del hombre, no simple mandato arbitrario. La obediencia a Dios no puede suponer heteronomía, pues su voluntad no es nunca contraria a la verdadera libertad. Lo que hay, más que heteronomía o autonomía, es una teonomía participada: la participación de la razón y voluntad humanas por la obediencia en la Sabiduría y Providencia de Dios, haciéndose así el hombre providente para sí mismo.
2) A la vista de lo explicado resulta patente que la ley natural no se llama natural por relación a las reglas que guían los procesos naturales de los seres irracionales, sino porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana (cf. n. 42, donde se cita el n. 1955 del Catecismo de la Iglesia Católica).
c) La naturaleza humana, y en concreto el cuerpo humano, tiene un significado moral. La comprensión cristiana de la ley natural
El segundo punto fuerte en que la encíclica se detiene al estudiar la relación entre libertad y ley es precisamente el del significado moral intrínseco de la naturaleza humana, y, en concreto, del cuerpo humano y sus procesos.
Se trata de salir al paso de las frecuentes acusaciones de fisicismo, biologismo, etc. de que hay sido objeto la doctrina de la Iglesia sobre la ley natural, una vez que han sido sintéticamente expuestas las diversas posturas que separan radicalmente el mundo de la libertad del mundo de la naturaleza.
El fondo de este problema vuelve a ser el que señalábamos antes, al hablar del predominio de la razón tecnológica o científica sobre la metafísica, sapiencial o ética. Si se piensa que la naturaleza sólo puede ser conocida “científicamente” -y esto supone prescindir de antemano a toda finalización intrínseca o “sentido” de la misma-, se la enfrenta con la libertad, apareciendo únicamente como un objeto a su servicio. Es la libertad la que da el sentido o significado a la naturaleza[3].
Evidentemente, una concepción así de las cosas hace imposible la obtención desde la naturaleza humana de referentes para la conducta personal.
En concreto, por lo que se refiere al cuerpo humano y sus procesos, se piensa que el significado de los actos humanos viene dado por la libertad, no por el cuerpo humano mismo y sus procesos. Y se apoya este modo de ver en el hacer mismo de Dios, que en la interpretación de estos autores- deja al hombre en manos de su libre albedrío, es decir, deja que sea el hombre quien dé forma y significado a su vida (cf. nn. 46 y 47).
El Papa rechaza este modo de pensar desde la antropología, la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia.
Resumiendo, se puede decir que el argumento central que se emplea es mostrar que semejante doctrina introduce en el ser humano un dualismo (libertad-naturaleza) que es contrario a la razón y a la Revelación: rompe la unidad esencial del ser humano.
En definitiva, el Papa afirma que tanto la Revelación como la filosofía muestran la unidad intrínseca del ser humano y, por tanto, la existencia de significado moral de los procesos corporales.
Por lo que se refiere a la Revelación, se recogen los textos de San Pablo que enseñan de modo particularmente claro que el cuerpo y sus comportamientos tienen un significado moral, de modo que la voluntaria aceptación de algunos comportamientos específicos impide la salvación: cuerpo y alma se pierden o se salvan juntos: son inseparables y están íntimamente unidos en una única realidad (cf. n. 49).
Desde la perspectiva filosófica, se parte de que las obras son de la persona, que integra en sí una dimensión espiritual y una dimensión corporal. La persona descubre con su razón en los dinamismos de su cuerpo un signo de lo que ha de ser su plenitud. Y, por tanto, encuentra que algunos bienes a los que la persona se siente naturalmente atraída tienen un valor moral específico. Así, ya que la persona no es pura libertad, sino que comporta una estructura espiritual y corpórea determinada, el respeto a ella misma lleva intrínsecamente consigo el respeto de esos bienes fundamentales. Lo contrario sería un relativismo arbitrario (cf. n. 48).
Por lo tanto, entender bien la ley natural exige percibir que se refiere a la naturaleza de la persona humana en la unidad de las inclinaciones espirituales y biológicas, abarcando tanto finalidades espirituales como corporales en su unidad. De ahí que no pueda ser entendida como una normativa “naturalística” o biológica, sino como un orden racional por el que se regulan la vida y los actos de la persona humana, también los que suponen uso y disposición del propio cuerpo. Con los límites de un juego de palabras, podría decirse que la ley natural es más racional que natural, si se reduce el significado de natural a material, corporal o biológico.
Es interesante subrayar que el documento insiste a renglón seguido en que lo estrictamente corporal tiene relevancia moral por relación a la persona y a su realización auténtica, no por su misma constitución física. O lo que es lo mismo: “Sólo con referencia a la persona humana en su «totalidad unificada» se puede entender el significado específicamente humano del cuerpo” (n. 50). Dicho con otras palabras, se sostiene que la razón descubre en los procesos corporales un significado humano o moral que le permite prescribir o vetar determinados comportamientos por lo que estos suponen para la realización misma de la persona. No se está sosteniendo como se ha interpretado a veces, y no siempre de buena fe el respeto irreflexivo de todo proceso corporal por el hecho de que al estar presente en la naturaleza refleja la voluntad de Dios sobre la misma, y, por tanto, ha de ser respetado tal y como es; con semejante modo de pensar sería ilícito en último extremo, por ejemplo, afeitarse o cortarse el pelo.
d) Universalidad e inmutabilidad de las normas morales naturales
Se trata ahora de salir al paso de las doctrinas que niegan esas propiedades por sostener una idea errónea de la historicidad que afecta al ser humano.
No nos detendremos aquí porque, en el fondo, el argumento no puede ser otro que el clásico: la unidad y unicidad de la naturaleza humana en cualquier contexto histórico o cultural implica necesariamente la universalidad e inmutabilidad de las normas morales naturales.
Únicamente deseamos señalar que el Papa argumenta con claridad que universalidad no significa uniformidad o constreñimiento de la espontaneidad que facilita encontrar los diversos modos de obrar bien (cf. n. 52), y que deja claro que la inmutabilidad afecta a las normas no a su formulación: hay que buscar en cada tiempo las formulaciones de las normas morales naturales más capaz de expresar en cada contexto cultural, la verdad que contienen (cf. n. 53).
* * *
Al final de nuestro estudio no nos queda ya sino concluir sintéticamente todo lo desarrollado. A mi juicio esto se puede hacer muy brevemente del siguiente modo. En la doctrina cristiana la ley moral es, sin más, la expresión práctica de los puntos fundamentales de la verdad de lo que el hombre es y a lo que está destinado. Precisamente por eso, la verdad es siempre condición del ejercicio de la libertad o, lo que es lo mismo: ésta sólo es tal cuando se deja vincular por la ley, porque sólo entonces conduce a la criatura a su más completa plenitud. El que sigue la ley no sólo obedece a Dios, Creador y Señor del hombre, sino que y sobre todo se respeta a sí mismo dejándose educar y guiar por su Padre. De ninguna manera, en la tradición cristiana puede ser considerada la ley moral como la imposición arbitraria de un ser poderoso en cuyas manos caprichosas estaría nuestro destino; ni tampoco, en el extremo contrario, como una simple indicación de carácter orientativo sin poder normativo que quedaría confiado a la sola razón del hombre concreto que vive en una situación particular . Más bien, la ley moral es, de algún modo, la revelación que Dios hace al hombre del hombre mismo, y que el hombre es capaz de reconocer como tal con la luz de su inteligencia elevada por la gracia. La ley es más luz que mandato.
Permítaseme, por último, añadir, que este planteamiento facilita enormemente comprender que la plenitud de la vida cristiana no puede situarse en un simple cumplimiento de la letra de los mandamientos. Ese es sólo el principio, y un principio necesario, pero completamente insuficiente en la fe cristiana. La plenitud de vida está más allá; está al final del camino que tiene como punto de partida el cumplimiento reverente y agradecido de los mandamientos de Dios.
Enrique Molina
Universidad de Navarra
[1] Cfr. RODRIGUEZ LUÑO, A., La libertà e la legge nell’Enciclica “Veritatis splendor”, en “Veritatis splendor”. Atti del Convegno dei Pontifici Atenei Romani 29-30 ottobre 1993, Cittá del Vaticano, 1994, pp. 44-46.
[2] Basta ver para ello afirmaciones como la siguiente: “Né le opere corrette né quelle sbagliate comportano la salvezza o la dannazione. Le opere non determinano la bontà morale e la salvezza” (FUCHS, J., Etica cristiana in una società secolarizzata, Piemme, Roma 1984, p. 69).
[3] Cf. RODRIGUEZ LUÑO, A., o.c., p. 49.
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