Intervención del profesor Alejandro Llano, de la Universidad de Navarra, en el Seminario titulado ‘Newman, hoy’, organizado por el Instituto de Antropología y Ética, y celebrado el 14.X.2010 en el Edificio Central de dicha universidad
Entre lo mucho que el Beato John Henry Newman puede enseñarnos hoy día, se encuentran sus ideas sobre la Universidad o, por decirlo con sus propias palabras, tomadas del título de su libro sobre el tema, su «Idea de una Universidad».
La conexión de Newman con la Universidad no es esporádica o circunstancial. Desde luego, no se limita a los Discursos que pronunció en Dublín en 1952, como preparación a la que debería de ser la Universidad Católica de Irlanda. Estos discursos, traducidos y prologados por el Profesor José Morales son interesantísimos y de obligada lectura para quienes trabajamos en una universidad, y sobre todo —me atrevería decir— para los que trabajamos en la Universidad de Navarra.
La aventura vital de John Henry Newman está, desde su mismo inicio, vinculada a la universidad. El Newman que hoy conocemos se hizo en la Universidad de Oxford y contribuyó decisivamente a configurar la que hoy valoramos como una de las mejores universidades del mundo.
Newman se hace en Oxford como teólogo y como hombre de Iglesia, como pastor cristiano, como predicador y como escritor. Él mismo pudo decir: «Oxford me hizo católico». Y esto es, me parece, lo primero que nos enseña su vida: que la Universidad no es un lugar por el que se pasa, sino que ha de ser una institución que pasa por nosotros. La vocación y la conversión del nuevo beato serían impensables sin el ambiente universitario del que él bebió, y al que contribuyó de una manera sustancial.
Entre lo más importante que hizo el joven Newman en Oxford se encuentra su lectura en griego de los padres de la Iglesia, gracias a una edición completa y barata que un colega le compró en Alemania. Su único defecto era —nos dice John Henry— que los libros resultaban demasiado anchos para colocarlos en su biblioteca. Ciertamente, leer es una de las tareas más relevantes que se han de hacer en una Universidad; lo cual es válido para los estudiantes y, más aún, para los profesores. El buen universitario ama los libros y se encuentra en las bibliotecas como en su elemento. No cree en la «muerte del libro» a manos de los ingenios electrónicos; pero, en todo caso, pensar en la desaparición del gran vehículo de la cultura durante siglos le produce tristeza, porque sospecha que con el continente quizá desaparezca buena parte del contenido (también por aquello de que «el medio es el mensaje»).
Newman lee a los padres griegos y de ellos saca una idea fundamental, que inspirará su teología e influirá decisivamente en su conversión: que la doctrina cristiana tiene que ser evolutiva para estar viva, que se tiene que desarrollar como un organismo. El desarrollo de tal doctrina —que era para los anglicanos el gran obstáculo que la Iglesia Católica presentaba— se convierte para Newman en un motivo de credibilidad. Los anglicanos apostaban por la antigüedad, mientras que los católicos encontraban su fortaleza en la universalidad: «Securus iudicat orbis terrarum» (sentencia de San Agustín que le llega a Newman a través del cardenal Wiseman). Pero el estudio de los padres griegos y de las vicisitudes doctrinales en que se ven envueltos al hilo de los primeros concilios ecuménicos acaban por revelar al joven profesor de la Universidad de Oxford que son los católicos los que precisamente se han mantenido fieles a la tradición antigua y auténtica de la Iglesia, mientras que los anglicanos se asimilarían más bien a los disidentes que abrazaron diversas herejías. La actitud protestante de intentar detener la evolución homogénea del dogma en un momento histórico dado revela –como ha señalado Ratzinger– un pesimismo de fondo difícilmente compatible con la fe en la índole sobrenatural del cristianismo.
La lectura que Newman hace de los Padres griegos es una lectura universitaria: científica, objetiva, crítica, no simplemente piadosa. Es una lectura independiente, en la que no se busca la coincidencia con otras posturas, sino pura y simplemente la verdad. John Henry acude a los textos de los Padres sin prejuicios, con una completa apertura intelectual.
Newman es un enamorado de la verdad. Esta es la principal seña de identidad de todo universitario y lo primero que Newman tiene que enseñarnos hoy, en un momento en el que la búsqueda de la verdad, en las universidades de casi todo el mundo, ha quedado sofocada por otros intereses de tipo económico, técnico, profesional y político. La palabra «verdad» era un término obligado en todo discurso universitario serio hasta hace relativamente poco tiempo. Hoy, sin embargo, en largos y minuciosos proyectos de innovación educativa, que pretenden unificar la vida académica de muchos países, la palabra clave no comparece ni una sola vez. Ha sido sustituida por voces de una nueva jerga: empleabilidad, competencia, adaptabilidad, internacionalismo, eficacia…
Como tutor de un College de Oxford, lo que a Newman le interesaba era que allí los estudiantes se formaran intelectualmente en un clima que no fuera oportunista ni sectario. Se enfrentó con gran valentía a la opinión dominante en la Universidad y en su College, que era dócil y pragmatista, y esto le costó, a la larga, su posición académica. Tuvo que abandonar Oxford y ese desprendimiento fue heroico. Estaba enamorado de Oxford, pero amaba más aún la verdad. Este proceso interior —intelectual y espiritual— acaba por identificarse con el itinerario de su conversión al cristianismo, como se evidencia en un libro maravilloso, que todo universitario actual debería leer: Apología pro vita sua (en la edición con traducción y notas de Víctor García Ruiz y José Morales).
No era un sabio encerrado en su caparazón. Siendo tímido de carácter, fue el más activo y audaz promotor del Movimiento de Oxford, cuya influencia en el cristianismo inglés y en la vida universitaria llega hasta nuestros días. Me acuerdo en este momento de un pensamiento del Fundador de la Universidad de Navarra (en Camino, n. 34): «No tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte». A Newman ese amor a la verdad le deparó la muerte académica y civil, pero al mismo tiempo ha sido su gloria y la raíz de su extraordinaria influencia como uno de los pensadores clave del mundo contemporáneo.
Se ha dicho que el Newman universitario no estaba interesado por la investigación, porque no habla de ella, o habla muy poco, en sus Discursos sobre la Universidad. Pero en eso también podemos inspirarnos hoy, porque, más que hablar de investigación, lo que hizo fue ejercerla con una lucidez y un rigor extraordinarios. La bibliografía de Newman llena varios estantes de una biblioteca universitaria y muy pocos autores de los dos últimos siglos pueden parangonarse con él en cuanto a originalidad y profundidad de su pensamiento.
El desmedido énfasis actual en la investigación universitaria tiene, me temo, un origen primordialmente pragmático. Por de pronto, la investigación —tal como se entiende— parece que es fácil de medir. Y es el dato fundamental para elaborar algo tan arbitrario como los rankings universitarios. Digo arbitrario porque, por ejemplo, las revistas filosóficas alemanas, que probablemente son las mejores del mundo no están (favorablemente) indexadas, porque no se publican mayoritariamente en inglés y se las considera como publicaciones de interés local (lo cual indica un etnocentrismo que, dicho con todos los respetos, es digno de la vieja Commonwealth y de ciertos restos del imperialismo americano); y además las revistas alemanas no incluyen papers, sino unos textos mucho más serios que los papers convencionales: antes se los llamaba «artículos». Pero hay una razón todavía más importante, y es que la investigación de las grandes universidades está subvencionada por las grandes empresas multinacionales, con lo cual su interés preferente no siempre es la expansión del conocimiento, sino el provecho económico de las compañías y de las propias universidades. La investigación universitaria debe estar orientada hacia el descubrimiento de la verdad y, en último término, hacia la educación de las jóvenes generaciones. Lo cual tiene poco que ver con esas máquinas de conseguir dinero en que se han convertido algunas instituciones académicas.
Siendo un gran investigador, el interés de Newman por la Universidad se centra en la educación. Y a mí me parece que este orden de valores, en el que la educación se considera como el objetivo genuino de la Universidad, es quizá el más auténtico, y en todo caso el más urgente de promover hoy día. Porque se da la circunstancia de que, en algunas que suelen contarse entre las mejores universidades del mundo, la enseñanza que se imparte a los undergraduates es claramente mediocre, según han reconocido incluso algunos de sus rectores. Y esto, por no hablar de la formación ética, que brilla por su ausencia.
Como es bien sabido, el beato Newman es el gran promotor de la educación liberal. Es curioso recordar que, cuando Newman quiere resumir toda la labor de su vida, como lo hace en el biglieto speech —la breve nota que le sirve de guión en la colación de su nombramiento como Cardenal de la Iglesia Católica—, afirma que a lo largo de su discurrir terreno su propósito ha sido sobre todo combatir el liberalismo. ¿En qué sentido combate Newman el liberalismo? La respuesta inmediata es ésta: en el sentido del indiferentismo en materia religiosa. Trasladado al ámbito universitario, esa actitud liberal es la que procura —y trata de establecer— que los estudios superiores no estén contaminados de nada que tenga que ver con confesiones religiosas determinadas, ni con las ideas metafísicas derivadas de estas confesiones o acordes con ellas. Es lo que hoy muchos pretenden identificar con la «libertad académica», pero que en realidad responde a lo «políticamente correcto» que, a su vez, se inspira en un conjunto de ideas muy determinadas y férreamente impuestas. La ortodoxia vigente hoy en algunas universidades es más inflexible que la que podría responder a la inspiración cristiana de una universidad que todavía la defienda.
Que esta crítica del liberalismo no está superada, y que no se refugia hoy día en ambientes tradicionalistas o fuertemente conservadores, se puede evidenciar en el libro de Jürgen Habermas sobre El futuro de la naturaleza humana, cuyo subtítulo cuestiona precisamente la «eugenesia liberal». De manera que es precisamente en este momento histórico cuando la postura de Newman, que nada tiene de clerical ni de autoritaria, presenta un interés más evidente. Porque las ideas liberales son las que se están imponiendo en cuestiones que tienen que ver con la vida humana y con el futuro de nuestra especie: justamente los temas que Habermas trata en su libro. Sería una lástima que se fuera comprobando que el ambiente más característico de las universidades del siglo XXI consiste en que las cuestiones fundamentales resultaran invisibles para los estudiantes e incluso para los profesores.
Para Newman, el sentido positivo de liberal, aplicado a la educación, quiere decir sencillamente libre, en el sentido de que la educación no ha de quedar subordinada a ninguna otra finalidad. Lo que se propugna es el valor del conocimiento, de la ciencia, del saber, no ordenado a un fin ulterior, al menos no subordinado esencialmente, programáticamente. Lo propio de la Universidad –en la línea de la Academia platónica o de las escuelas humanistas medievales– es preocuparse del saber mismo, sin sesgos pragmatistas. Se podría pensar que esto es algo que hoy día nadie aceptará. Pero al mismo tiempo, se ha de reconocer que no hay nada que debiera ser más valorado en la llamada sociedad del conocimiento.
Otra característica básica de la educación liberal propugnada por Newman es su carácter interdisciplinar en sentido estricto. No se trata de que se impartan de hecho todas las disciplinas sino que las distintas ciencias se enseñen y se cultiven entreveradas, enlazadas (como epistemológicamente lo están cada vez más), lejos de todo especialismo estrecho y contraproducente, que crea tecnócratas y funcionarios, pero no innovadores, personas creativas que realmente hacen progresar el saber y sirven a la sociedad por encima de ideologías, bandos o intereses de parte.
Ninguno de los grandes problemas actuales puede ser abordado por la actual galaxia académica de disciplinas aisladas. La crisis económica es el aspecto más notorio de esta impotencia. Si comparamos la universidad del siglo XXI con la del siglo XIX, o primera mitad del XX, nuestra situación actual no sale muy bien parada. Uno de los aspectos más tristes de la crisis actual es que de las universidades no ha salido, que yo sepa, ninguna propuesta innovadora para superar el atasco social y político en el que nos encontramos; y, es más, no pocas veces lo que algunas universidades han dejado traslucir es que en ellas predomina el capitalismo materialista más convencional.
Claro aparece que la interdisciplinariedad no equivale a la acumulación o yuxtaposición de especialidades cada vez más angostas y tendencialmente más aisladas. La interdisciplinariedad implica un orden y una jerarquía. Ordenación que no es posible si no se adscribe un lugar preferente a la Teología que, como dice Newman, es una ciencia «más amplia y noble que cualquiera de las incluidas en el ciclo de la educación profana». No hay verdadera universidad sin teología, tanto filosófica como religiosa, porque entonces no se estudia lo fundamental, lo que confiere radicalidad y unidad al entero panorama de las ciencias. Conviene releer un texto inequívoco —y, a mi juicio, inapelable— del propio Newman: «Si las diversas ramas del saber, que son objeto de la enseñanza en una Universidad, se interrelacionan de tal modo que ninguna puede ser olvidada sin perjuicio de la calidad del resto, y si la Teología es una rama de ese saber, de amplia recepción, estructura filosófica, indescriptible importancia e influjo máximo, llegamos fácilmente a la conclusión de que retirar la Teología de la Universidad equivale a perjudicar la perfección y a invalidar la fiabilidad de todo lo que se enseña en ese centro universitario».
John Henry Newman, como su compatriota Tomás Moro, es un hombre para todo tiempo; y especialmente para nuestra época, que está sedienta de concepciones hondas del conocimiento y de la acción. A su vez, la Universidad es una institución que también parece pensada para una coyuntura histórica en la que se ha hecho patente la decisiva importancia del saber y de la educación, pero en la que no se acaba de encontrar el modo de que el conocimiento teórico y práctico contribuya al enriquecimiento y dinamización de la sociedad. Por todo ello, Newman es hoy el mejor amigo y patrón de los universitarios.
Alejandro Llano
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