Las páginas del libro del que está tomado este artículo ofrecen una imagen de la mujer y el varón centrada justamente en su condición personal. Este artículo explica con detalle los factores que más contribuyen a su desarrollo y concluyen con un análisis detenido y sumamente esclarecedor de la felicidad y de las paradojas que su consecución encierra
¿Conciliar familia y trabajo?
Aunque podría dedicarse un libro entero a tratar este tema[1], no solo en sí mismo sino también en las circunstancias actuales, me limitaré a realizar algunas indicaciones que relacionan el trabajo con el amor, tal como sugiero en el título. Tal vez te ayuden a mejorar tu vida laboral —y, de forma más amplia, tu vida—, así como la de quienes te rodean o tienes a tu cargo.
Comenzaré planteando la que tal vez sea la pregunta actualmente más de moda en relación con nuestro asunto: ¿es posible conciliar familia y trabajo? Y responderé, lo más sinceramente que puedo, con un rotundo no.
Lo repito por si alguien piensa haberme entendido mal. Con la mano en el corazón les digo que me parece imposible, absolutamente imposible, conciliar un trabajo desarrollado a fondo, con perfección, y una atención esmerada a la propia familia.
Pero añado de inmediato que esto es así porque la pretensión de simplemente conciliar es muy corta: tan raquítica… que resulta incapaz de alcanzar su objetivo.
Con otras palabras: no se trata de conciliar a duras penas, con un esfuerzo casi sobrehumano, como si a uno lo estuvieran degollando, el trabajo profesional y la vida de familia.
Para que el asunto funcione hay que apuntar muchísimo más alto y aprender a pensar y a vivir a lo grande, en relieve. Proponerse una tarea que entusiasme, y perfectamente viable si se encara con espíritu positivo: la de establecer una auténtica sinergia entre la tarea que desarrollamos como profesión y el cariño con el que tratamos a nuestro cónyuge y a cada uno de nuestros hijos e hijas.
Esto no solo es posible, sino del todo necesario y apasionante. Por el contrario, si uno aspira simple y dolorosamente a hacerlos compatibles —como si trabajo y familia se opusieran entre sí de forma irreconciliable—, el resultado será el más rotundo de los fracasos.
Como decía, para lograr el objetivo que sugiere el título de este epígrafe es imprescindible pensar en do mayor; comprender mucho más a fondo la familia, el trabajo… y el propio ser humano.
O, si lo prefieren, resulta imprescindible instaurar una modificación profunda en el modo de entender y vivir las relaciones entre familia y persona y, como consecuencia, muchas otras relaciones, como las propiamente laborales.
La pretensión de simplemente “conciliar” es muy corta, tan
raquítica… que torna imposible alcanzar ese objetivo
El porqué de la familia
¿A qué me refiero?
Pues a que, durante bastante tiempo, aunque no de manera exclusiva, la necesidad de la familia se ha explicado enfatizando la múltiple y clara precariedad del hombre.
1. Por ejemplo, respecto a la mera supervivencia biológica venía a decirse que, mientras la dotación instintiva permite a los animales manejarse desde muy pronto por sí mismos, el niño abandonado a sus propios recursos perecería inevitablemente.
2. O se aducían razones práctico-pragmáticas, como la ineludible conveniencia de distribuir las funciones en casa, el trabajo o los ámbitos del saber, para lograr una mayor eficacia…
3. O motivos psicológicos o espirituales, ligados a la necesidad de sentirse amado y acogido con objeto de superar la más punzante de las carencias humanas: la soledad.
Y nada de ello es falso. Simplemente, no alcanza el núcleo de la cuestión. Si desde antiguo se considera la persona como lo más perfecto que existe en la naturaleza (perfectissimum in tota natura); si hoy es difícil hablar del ser humano sin subrayar su dignidad y su grandeza… ¿no resulta extraño que los animales no echen de menos una familia, mientras al hombre le sea imprescindible solo o principalmente en función de su “inferioridad” respecto a ellos?
A eso lo llamo pensar con timidez, casi con cobardía. Es menester ampliar el horizonte, mirar tan derechamente hacia el futuro que no importe lo más mínimo invertir la manera tradicional de ver las cosas.
El cambio radical que pretendo subrayar, y al que aludo en otros lugares, es que toda persona requiere de la familia justo en virtud de su eminencia o valía: de lo que en términos metafísicos podría llamarse su excedencia en el ser.
Por eso la persona está llamada a darse; por eso puede definirse como principio (y término) de amor, siendo la entrega el acto en que ese amor culmina.
Como quedó esbozado, las plantas y los animales, por su misma escasez de realidad, actúan de forma casi exclusiva para asegurar la propia pervivencia y la de su especie. Porque gozan de poco ser —cabría decir—, tienen que dirigir toda su actividad a conservarlo y protegerlo: se cierran en sí mismos o en su especie en cuanto suya.
A la persona, por el contrario, gracias a la nobleza que su condición implica, le sobra ser. De ahí que su operación más propia, precisamente en cuanto persona, consista en darse, en amar[2].
Y, para todo ello, es imprescindible la familia. Como veremos de inmediato, para que alguien pueda darse es menester otra realidad capaz y dispuesta a recibirlo o, mejor, a aceptarlo libremente. Y eso solo puede ser otro alguien, otra persona.
A la persona, justo por la nobleza que su condición implica, “le
sobra ser”; de ahí que su operación más propia −justo en cuanto
persona− consista en darse, en amar
El requisito ineludible para la entrega
A menudo explico que, pese a la conciencia de la propia pequeñez que de ordinario nos embarga, y pese a la ruindad de algunos de nuestros pensamientos y acciones, es tanta la grandeza gratuita de nuestra condición de personas que nada resulta digno de sernos regalado… excepto otra persona.
Cualquier realidad distinta, incluso el trabajo o la obra de arte más excelsa, se demuestra escasa para acoger la sublimidad ligada a la condición personal: ni puede ser vehículo adecuado de mi persona, ni está a la altura de aquella a la que pretendo entregarme.
De ahí que, con total independencia de su valor material, el regalo solo cumpla su cometido en la medida en que yo me comprometo o integro en él, como después explicaré.
Pero decía que, además de ser capaz, la otra persona tiene que estar dispuesta a acogerme de manera incondicional o, si se prefiere, incondicionada e incondicionable: de lo contrario, mi entrega quedaría en mera ilusión, en una especie de aborto. Si nadie me acepta, por más que me empeñe, resulta imposible entregarme (actio agentis est in passo, podría afirmarse, en la estela dejada por Aristóteles: la acción de la entrega “está” —se cumple o actualiza— en la medida en que el otro me acepta gustoso).
Pues bien, el ámbito natural donde se acoge al ser humano sin reservas, por el sublime hecho de ser persona, es justo la familia. En cualquier otra institución —en una empresa, pongo por caso— resulta legítimo, y a menudo necesario, que se tengan en cuenta determinadas cualidades o aptitudes, sin que al rechazarme por carecer de ellas se lesione en modo alguno mi dignidad (el igualitarismo que hoy intenta imponerse para evitar la discriminación sería aquí lo radicalmente injusto: tratar igual a quienes son desiguales, que diría de nuevo Aristóteles).
Por el contrario, una familia genuina acepta a cada uno de sus miembros teniendo en cuenta, en primer término, su condición de persona, como el resto de las instituciones: de ahí el famoso precepto kantiano de «tratar siempre a la humanidad…». Pero, mientras en los demás ámbitos de la existencia humana se valoran además los méritos y cualidades de quien pretende entrar en ellos, en la familia vuelve a tomarse en cuenta… la condición de persona de cada uno de sus componentes, que es aquello por lo que forma parte de la familia. Y eso basta para acogerlos de manera incondicional. Y, al acogerlos de esta manera, les per¬mite entregarse y cumplirse como personas.
Por eso cabe afirmar que sin familia no puede haber persona o, al menos, persona cumplida, llevada a plenitud. Y ello, según acabo de recordar, no primariamente a causa de privación alguna, sino al contrario, en virtud de la propia excedencia, que nos obliga a entregarnos… o quedar frustrados, por no llevar a término lo que demanda nuestra naturaleza, nuestro ser (es lo que antes llamaba “necesidad por exceso”).
El ámbito natural donde se acoge al ser humano sin reservas, por
el sublime hecho de ser persona, es justo la familia
Inversión de perspectivas
Estimo que esta inversión de perspectivas —que no niega la verdad del punto de vista complementario, sino que lo asume y eleva— tiene abundantes repercusiones.
1. Por ejemplo, en la esfera del hogar, explica que la familia no sea una institución inventada para los débiles y desvalidos (niños, enfermos, ancianos…); sino que, al contrario, cuanto más perfección alcanza un ser humano, cuanto más maduro es el padre o la madre, más precisa de su familia, justamente para crecer como persona, dándose y siendo aceptado: amando, con la guardia baja, sin necesidad de demostrar nada para ser querido.
2. Por otra parte, esta forma de comprender a la persona repercute en el modo de legislar, en la política, en el trabajo… Solo si se tiene en cuenta la grandeza impresionante del ser humano podrán establecerse las condiciones para que se desarrolle adecuadamente y sea feliz.
A menudo se oye que el problema del hombre de hoy es el orgullo de querer ser como Dios. No lo niego. Pero estimo que es más honda la afirmación contraria. El gran hándicap del hombre contemporáneo es la falta de conciencia de su propia valía, que le lleva a tratarse y tratar a los otros de una manera bufa y absurdamente infrahumana: como si fuera incapaz de conocer suficientemente la realidad, pongo por caso, o de amar en serio, jugándose a cara o cruz, a una sola baza, el porvenir del propio corazón, como me gusta repetir, recordando al Marañón de Amiel.
Leamos a Schelling: «El hombre se torna más grande en la medida en que se conoce a sí mismo y a su propia fuerza. Proveed al hombre de la conciencia de lo que efectivamente es y aprenderá enseguida a ser lo que debe; respetadlo teóricamente y el respeto práctico será una consecuencia inmediata. El hombre debe ser bueno teóricamente para devenirlo también en la práctica»[3].
¿Exageración de un joven escritor? Estimo que no, si el conocer lo entendemos adecuadamente, de modo que algo no llega a saberse (simplemente a saberse) hasta que uno lo hace pensamiento de su pensamiento y, más aún, vida de la propia vida, como repite Kierkegaard, según apunté.
El gran hándicap del hombre contemporáneo es la falta de
conciencia de su propia valía, que le lleva a tratarse y tratar a los
otros de una manera bufa y absurdamente infrahumana
¡Sinergia entre familia y trabajo!
Con lo cual pienso que estamos en condiciones de abordar el tema que acabo de plantear: la integración armónica, y profundamente fecunda, de trabajo y familia.
Y lo haré, en primer término, recordando algunos hechos de nuestra historia más reciente.
1. Durante los años setenta del pasado siglo, ante el inesperado boom económico de los japoneses, se renovó casi de raíz el planteamiento de muchos empresarios occidentales, empezando por los de Estados Unidos y seguidos muy de cerca por el resto.
Algunos hablaron de una reintroducción de la ética y de los valores en la esfera de la economía y los negocios; junto con otros muchos, elaboraron códigos deontológicos, filosofías de empresa y políticas corporativas. Latía en todo esto, tal vez junto a otros motivos menos claros, una convicción de fondo: «tratar bien a las personas es rentable».
2. Con el correr del tiempo, demasiados directivos fijaron exclusivamente su atención en la última palabra citada: la rentabilidad. Se produjo entonces lo que en su momento me atreví a calificar como una «prostitución de la ética» en este concreto ámbito, el laboral. De cara a la galería se trataba bien a los empleados y a cuantos se relacionaban con la empresa, pero en realidad no se quería su bien. Lo único que importaba era la cuenta de resultados. Y la aparente atención a las personas se instrumentalizó, hasta convertirse en mera estrategia para incrementar los ingresos.
¡Lástima!… porque sin querer el bien (intervención de la voluntad) el amor «es imposible», y sin amor «es imposible», a su vez, el crecimiento y la maduración de la persona.
3. Felizmente, otros muchos empresarios —los mejores—, caminaron en la dirección opuesta y llegaron hasta el fondo de la cuestión. Si Tuleja había escrito que «servir al público es bueno no solo por constituir “lo correcto”, sino también porque reporta beneficios», ellos ahondaron y dieron la vuelta a ese lema, insistiendo con gran honradez en que, además de reportar beneficios y por encima de ello, se trataba de lo correcto, de lo que promovía el bien de los demás.
De una manera u otra, adquirieron el convencimiento de que el fin de la empresa, un objetivo de mucha mayor envergadura que la simple acumulación de ventajas monetarias, consiste en promover la mejora humana de cuantos con ella se relacionan y de la sociedad en su conjunto, mediante la gestión económica de los bienes y servicios que genera y distribuye, y de los que naturalmente se siguen unas ganancias con las que logra también subsistir y crecer como empresa[4].
Sin querer el bien (intervención de la voluntad), el amor es
imposible; y sin amor no puede crecer ni madurar la persona
El principal “activo” de cualquier empresa
Desde entonces, y sigo hablando de los mejores, semejante actitud se ha intensificado, adquiriendo al mismo tiempo un matiz peculiar, que es el que en este momento querría poner de relieve: lo importante continúa siendo la persona, pero ahora —gracias también a que el conocimiento cabal y efectivo de la familia ha aumentado exponencialmente en los últimos lustros— en cuanto ser familiar, en cuanto parte de un hogar.
Desde el punto de vista teorético, ha contribuido a ello la persuasión, cada vez más fundada, de que familia y persona se encuentran indisolublemente unidas. Y esto, no solo en el sentido de que propiamente la familia solo se da entre personas; sino en el otro, inverso y más radical, de que cualquier ser humano, para desarrollarse en plenitud en todos los dominios propiamente humanos, necesita del apoyo de una familia… y no solo ni principalmente por indigencia o debilidad, sino al contrario, como acabo de insinuar y he apuntado en otros lugares, en virtud de su propia grandeza o sobreabundancia de ser, que lo destina a entregarse.
Bien que mal, bastantes gobiernos han hecho eco a esta evidencia. Corren en muchos países nuevos aires para la familia. Si hasta hace poco era casi universalmente objeto de persecución, desde hace unos años esa actitud, ¡a veces tristemente agudizada, como en mi país!, convive —quizás sin suficiente coherencia y con demasiadas ambigüedades— con un intento no siempre logrado de revalorizar la institución familiar.
También en las empresas. Y no solo porque las políticas familiares de la administración pública y algunas organizaciones privadas empiezan a primar a los directivos que facilitan la atención a la familia, haciendo más flexible los horarios, permitiendo el trabajo desde el propio hogar, incrementando las ayudas a la maternidad… ¡y a la paternidad!, adecuando los salarios al número de hijos, etc. Ni tampoco porque se han convencido de algo tan obvio como que todos y cada uno de sus trabajadores, como cualquier ser humano en cualquier circunstancia en que se encuentre, lleva consigo su propia familia, y por tanto que, a la larga y muchas veces a la corta, rinde más aquel que es feliz en el seno de su hogar. Sino porque, remedando de nuevo a Tuleja, están persuadidos de que esta forma de obrar es la correcta.
A ellos me dirijo muy particularmente, para fundamentar esa convicción y animarlos a proseguir por la ruta iniciada.
A la larga y normalmente también a la corta, rinde más aquel que
es feliz en el seno de su hogar
El trabajo como bien excelente
No puedo ahora desarrollar —lo haré parcialmente en otro capítulo, dedicado a la felicidad— lo que tantas veces he expuesto: que el ser humano solo crece en cuanto persona en la medida en que incrementa y multiplica la calidad de sus amores, en la proporción en que ama más y mejor. Y que el ámbito más propio y específico de ese crecimiento es la familia.
Sí me gustaría apuntar que el medio más concreto y más a la mano para enseñar a amar bien, con auténtica pasión desprendida —también en el seno del hogar—, es justamente el trabajo.
¿Razones?
Por una parte, existe una muy estrecha conexión entre amor y trabajo. Hace muy poco expuse, siguiendo a Aristóteles, que amar es «querer el bien para otro». Ahora añado que para que el amor sea pleno, ese querer debe resultar eficaz: esto es, ha de dispensar efectivamente a la persona amada lo que constituye el bien para ella. No bastan las buenas intenciones, ni siquiera una más o menos determinada determinación de la voluntad que no culmina en obras. ¡Hay que lograr ese provecho!… o, al menos, poner todos los medios a nuestro alcance para conseguirlo.
Pero la gran mayoría de los bienes reales, objetivos y con frecuencia indispensables que podemos ofrecer a nuestros conciudadanos se obtienen gracias al trabajo profesional, entendiendo estas dos palabras en su acepción más dilatada.
1. Por eso, de quien pudiendo hacerlo no trabaja —en este sentido lato, aunque real—, no cabe decir que de veras ame o, al menos, que su amor sea pleno, cabal… pues deja de otorgar a los otros unos bienes que podría y debería ofrendarles, contribuyendo de este modo a su mejora.
2. Y por eso, porque en verdad conquista el bien para la persona querida, suelo añadir que trabajar por amor es amar en plenitud, amar dos veces y aumentar por todo ello la propia valía y la consiguiente felicidad.
Como asegura Kierkegaard:
La perfección consiste en trabajar. No es como suele exponerse de la manera más mezquina, que es una dura necesidad eso de tener que trabajar para vivir; de ninguna manera, es precisamente una perfección eso de no ser toda la vida un niño, siempre a la zaga de los padres que tienen cuidado de uno, tanto mientras viven como después de muertos. La dura necesidad —que, sin embargo, cabalmente refrenda lo perfecto en el hombre— se hace precisa solo para obligar, a quien no quiere reconocerlo por las buenas, a que comprenda que el trabajo es una perfección y no sea recalcitrante en no ir alegre al trabajo. Por eso, aunque no se diese la así llamada dura necesidad, sería con todo una imperfección el que un hombre dejase de trabajar[5].
La gran mayoría de los bienes reales, objetivos y con frecuencia
indispensables que podemos ofrecer a nuestros conciudadanos
se obtienen gracias al trabajo profesional
Expresión cualificada del amor
Queda bastante claro, entonces, que la elevación del trabajo a medio prioritario de perfeccionamiento humano —que es lo que estoy ahora defendiendo— no constituye una opción arbitraria o caprichosa.
1. Es cierto que cualquiera de las actividades lícitas del hombre y de la mujer, desde las lúdicas hasta las meramente fisiológicas, pueden ser realizadas con y por amor.
2. Pero constituye una verdad de mayor calibre y relevancia que el trabajo, por su propia naturaleza y como acabamos de ver, se encuentra mucho más cercano al amor y al bien por él perseguido que la mayoría de las restantes acciones: dormir, comer, pasear, hacer deporte o turismo…
3. De ahí que, cuando se lo realiza con afán de servicio —buscando el bien de los otros—, compone una herramienta maravillosa de crecimiento personal y de la consiguiente dicha; mientras que si se hace por propio lucimiento, por afán de éxito o, en fin de cuentas, como medio exclusivo de afirmación del yo, produce efectos devastadores.
Aquí viene muy a pelo el adagio clásico que califica la corrupción de lo óptimo como pésima, y que suelo traducir de la siguiente forma:
— Lo que no tiene categoría, lo que no pasa de mediocre, está inhabilitado tanto para el mal como para el bien de cierta envergadura.
— Por el contrario, quien es grande en el mal, por ignorancia o error o incluso por malicia, goza también de la posibilidad de sobresalir en el bien, según muestran, entre otros muchos, María Magdalena o Agustín de Hipona.
Aplicado a nuestro tema: justo porque el trabajo, realizado correctamente, engloba una enorme capacidad de adelantamiento, cuando se lo desvirtúa produce una fractura interior, un deterioro de la persona, que en muy otros pocos casos encontramos (por ejemplo —y por el mismo motivo—, el inmenso crecimiento derivado de las relaciones íntimas realizadas por amor dentro del matrimonio o, en el extremo opuesto y con efectos contrarios y desoladores, en la unión sexual desa¬morada fuera de él).
En semejante ámbito, el de educar para un buen trabajo, la tarea de la familia se muestra indispensable. Y no consiste única ni principalmente en fortalecer la voluntad, creando hábitos de estudio, pongo por caso. Requiere sobre todo robustecerla con eficacia en su núcleo y acto más propio —el de amar—, enseñando a vivir la propia tarea y la formación que prepara para realizarla, no como medio de afirmación personal ni de adquisición egoísta de ganancias, sino como instrumento de servicio, como búsqueda real del bien para otro en cuanto otro, como vehículo del amor… no solo en el futuro, sino en el mismo instante en que el chico o la chica estudian, por seguir con el supuesto recién nombrado, y saben —pongo por caso— desprenderse de la máxima calificación dedicando tiempo a un amigo que, gracias a ese apoyo, puede aprobar la asignatura.
Cabría por tanto sostener que la familia es, a la par, una comunidad hecha posible gracias al trabajo y, sobre todo, la primera escuela de trabajo auténtico, con sentido, para cualquier hombre.
Justo porque el trabajo engloba una enorme capacidad de
adelantamiento personal, cuando se lo desvirtúa produce una
fractura interior que en muy otros pocos casos encontramos
¿Entregarse al trabajo?
Apunto tan solo un comentario sucinto, pero esclarecedor, que más tarde desarrollaré. Me gusta decir, un tanto provocativamente, que la expresión «entregarse por completo al trabajo» u otras similares, aunque comprensibles, resultan inexactas e incluso expresan una realidad inviable: porque, como hoy ya bien se sabe, lo único capaz de acoger la sublimidad de una persona… es otra persona.
El fruto de nuestra labor puede, sí, como enseguida veremos, recibir y transportar gran parte de nuestro ser, en la justa medida en que trabajamos por amor, y activamos todos los resortes de nuestra persona.
Pero ni la obra de arte más sublime está capacitada para recibir —y menos todavía para aceptar libremente— aquello que le damos ni, por consiguiente, para ser el sujeto terminalmente beneficiario de nuestra entrega.
En consecuencia, el trabajo es siempre lugar de paso de nuestra actividad e intención más íntimas, y desemboca por fuerza en una o más personas: las de los demás, y entonces nos sobreviene la plenitud y la dicha; o la de uno mismo, cuyo resultado es el propio empequeñecimiento y la decepción, cuando no la depresión o incluso la neurosis.
Lo único capaz de acoger libremente la sublimidad de una
persona… es otra persona
A los demás, a través del propio trabajo
Por otro lado, siempre en la dinámica de la vida adulta, el trabajo compone el instrumento por excelencia para instaurar esa cultura del amor a la que tantos aspiramos.
¿Cómo y por qué?
Antes que nada, porque las relaciones laborales gozan de una importancia primordial en el mundo contemporáneo, hasta el punto de conformar la trama más sólida de nuestra civilización. De ahí que modificar los nexos de trabajo equivalga, en definitiva, a transformar la sociedad.
¿Sonaría exagerado asegurar que tales relaciones se configuran hoy, en una porción considerable de los casos, como vínculos tocados por el egoísmo, en los que se impone casi incontrastado el do ut des y prima de manera bastante notable el ansia de beneficios? No lo sé con certeza, pero tampoco importa mucho. Lo que sí querría dejar sentado es que, por sí mismas, las conexiones en torno al trabajo pueden convertirse en vehículo extraordinario de la donación cuasi universal de uno mismo.
¿Bajo qué condiciones?
El requisito imprescindible y ya aludido es que dicho trabajo se encuentre realizado por amor, no en el sentido fácil y sensiblero que a menudo hoy se le atribuye, sino en el muy eficaz y real que antes sugería: la búsqueda del bien para otro, con frecuencia costosa. Aplicándolo a nuestro supuesto, se trataría de un trabajo que, sin excluir la justa y debida remuneración, persiga fundamental y sinceramente el bien para sus destinatarios. Entonces la profesión se transforma en una auténtica y muy efectiva entrega de nuestro yo.
¿Motivos? Prosiguiendo y perfilando lo que antes simplemente apuntaba, en circunstancias normales el fruto de nuestro quehacer intelectual o manual constituye una excelsa encarnación de la propia persona. Cuando el hombre termina bien su tarea, cumplidamente y hasta el fondo, poniendo en juego lo mejor de sí, hace reposar su ser más suyo en el resultado de esa labor profesional, se expresa íntimamente a través de ella. El trabajo se configura, entonces, como exquisita cristalización de nuestro yo más noble: en él hacemos descansar lo más digno de nosotros mismos.
Pero, entonces, esa actividad representa una clarísima posibilidad de donación universal del propio ser, que no hacemos pesar, puesto que normalmente los destinatarios de nuestro bien ni siquiera nos conocen, y por eso el trabajo ha sido denominado, según veremos de inmediato, «el incógnito del amor». Y gracias a él podemos alcanzar la plenitud de la vocación a la entrega —ser-para-el-amor— que nos compete como personas.
Las conexiones establecidas con ocasión del trabajo pueden
convertirse en vehículo extraordinario de la donación cuasi
universal de uno mismo
Un testimonio inesperado
Curiosamente, aunque a modo de simple hipótesis ideal-utópica, lo habían anticipado Marx y Engels, al escribir:
Supongamos que produjéramos como seres humanos: en su producción cada uno confirmaría a la vez a sí mismo y al otro.
1º) En mi producción realizaría mi individualidad, mi peculiaridad. Al trabajar gozaría de una manifestación individual de mi vida, y al contemplar el objeto producido me alegraría conocer mi propia personalidad, como una potencia actualizada, como algo que se podría ver y coger, algo concreto y nada incierto.
2º) El uso y goce que obtendrías de mi producto me proporcionaría la inmediata y espiritual alegría de satisfacer por mi propio trabajo una necesidad humana, de cumplir la naturaleza humana y de procurar a otro el objeto que necesita.
3º) Tendría conciencia de ser el mediador entre tú y el género humano, de ser experimentado y reconocido por ti como un complemento de tu propio ser y como una parte indispensable de ti mismo, de estar recibido en tu espíritu y tu amor.
4º) Al aprovechar lo que produce, me harías experimentar la alegría de cumplir tu vida por el cumplimiento de la mía, y de confirmar así en mi trabajo mi verdadera naturaleza, es decir, mi sociabilidad humana. Nuestras producciones serían otros tantos espejos donde nuestros seres irradiarían unos hacia otros[6].
Supongamos que produjéramos como seres humanos…
¡Supongamos!
Vehículo del propio ser, “incógnito” del amor
Con otras palabras, cuando el trabajo y sus frutos proceden de un auténtico amor, que procura el bien real de los otros; y cuando, además, se encuentra realizado con toda la perfección técnica y humana de que uno es capaz, arroja como saldo una realidad —materia transformada, idea, servicio— profundamente expresiva de nuestra persona: algo que manifiesta y transporta nuestra más íntima substancia. Nos damos ¡nosotros mismos! merced a nuestra labor.
Por otra parte, al recibir con agradecimiento los productos que hemos elaborado, sus destinatarios acogen nuestro propio ser, al tiempo que se instaura la comunión de bienes en que consiste definitivamente el amor y la amistad. Y eso, hoy, en virtud de la famosa y tan controvertida globalización, con dimensiones universales.
Así lo explica Grimaldi, por contraste.
El peor castigo, la más amarga soledad, consiste en la rigurosa excomunión de haber trabajado mucho, transfundiendo nuestra vida en lo que hemos producido, mientras nadie lo aprovecha. Lo que uno produce sin que nadie lo consuma, esta vida derramada en un objeto, pero que nadie quiere recoger, es parecido a un amor no compartido. A la inversa, el máximo cumplimiento del trabajo consiste en satisfacer con lo que hacemos lo que otros esperan. Lo que necesitan, lo que desean para cumplirse y hacerse felices, somos nosotros quienes lo hacemos. Mediante nuestro trabajo traemos a los otros su propia plenitud: al trabajar es nuestra vida la que regenera la de los otros. Nos experimentamos mayores que nosotros mismos, puesto que nuestra vida da vida a los otros, y los otros nos necesitan para ser ellos[7].
Y concluye, acercándose incluso a la poesía:
Así es, pues, como el trabajo transmuta la comunidad en comunión y sella nuestra unión con los otros. Como el amor, el trabajo hace mi vida importante para otra persona y alegra su vida solo al entregarle la mía. Pero, a diferencia del amor, el trabajo es la única manera de dar su vida a los otros sin imponerles nuestra persona. Bajo su forma anónima, silenciosa y discreta, el trabajo es el incógnito del amor[8].
¿Cómo podría nadie encontrar una contradicción entre un trabajo así realizado y la vida de familia, presidida también por el amor?
Concibiendo y viviendo de este modo la propia tarea profesional, ¿habrá alguien que se proponga un propósito tan raquítico como la mera conciliación de trabajo y familia?
¿No se tratará más bien de potenciar el trabajo con la familia y la familia con el trabajo… hasta hacer que triunfe el amor y forjar así una nueva civilización?
Lo afirma una de las clásicas del más correcto feminismo, a la que cedo con sumo gusto la palabra:
… no hace falta ser muy inteligente para comprender que un adecuado equilibrio entre el trabajo y la vida familiar redundará en beneficio de toda la sociedad y en el de una sana cultura de los negocios. ¿Qué hombre de negocios del futuro podrá querer que sus subordinados sean solo solteros o divorciados, y sin ninguna experiencia de relaciones humanas a excepción de un matrimonio fracasado? La madurez alcanzada por unos padres por el mero hecho de implicarse en la vida de sus hijos —en términos tanto de trabajo como de responsabilidad— puede tener un valor extraordinario para un hombre de negocios que sabe bien lo que hace. En los ambientes laborales, el llamado “capital humano” —un término horrible— sigue siendo el principal de los recursos. Los jóvenes ejecutivos agresivos, maníacos de la búsqueda de beneficios, no son sin duda el capital humano a largo plazo que una empresa sólida puede realmente necesitar. Su frecuente falta de madurez y de perspectivas ante la vida tiene también sus implicaciones en el mundo de los negocios. Lo que se necesita para asumir responsabilidades de dirección y tener éxito en los mercados internacionales es fomentar la confianza, las relaciones entre las culturas y un auténtico respeto entre las personas.
Así pues, un hombre de negocios inteligente buscará preferiblemente personas que, además de su formación académica, posean experiencia y madurez humanas. Después de todo, la formación académica representa solo el primer escalón en una carrera profesional de cara a un futuro en el que contará sobre todo la capacidad de adaptación de las personas. No puede, por tanto, sorprender a nadie mi tesis de que las mujeres serán óptimas candidatas para puestos directivos en el mundo de los negocios, y que los hombres que ejerzan con responsabilidad su labor de padres estarán también entre los candidatos preferidos[9].
El trabajo es la única manera de dar su vida a los otros sin
imponerles nuestra persona; bajo su forma anónima, silenciosa y
discreta, el trabajo es el incógnito del amor
El trabajo, medio indispensable de perfección personal
Intentaré resumir lo que queda.
Por una parte, el trabajo representa uno de los principales medios de personalización de quien lo realiza. Prescindiendo de otras citas mucho más conocidas y tal vez más autorizadas, querría transcribir aquí un par de textos de Kierkegaard, que vienen muy al caso:
Trabajar es la perfección del hombre. Por el trabajo el hombre se asemeja a Dios […]. Y cuando un hombre trabaja por el alimento, no podemos decir malamente que se alimenta a sí mismo; más bien diremos, precisamente para evocar qué glorioso es ser hombre, que trabaja con Dios para lograr el alimento. Trabaja con Dios, es decir, es colaborador de Dios. Mira, el pájaro no es esto, el pájaro consigue alimento bastante, pero no es colaborador de Dios. El pájaro consigue su alimento de la misma manera que allá en el campo el nómada logra su sustento, pero al criado que trabaja por el alimento el amo lo llama su colaborador[10].
A lo que añade:
Se ha dicho de las condecoraciones que un monarca suele repartir, que algunos las llevan para su honor, y que otros las honran llevándolas. Aquí queremos traer a la consideración un gran modelo, del cual se puede afirmar con toda propiedad que ha honrado el trabajo: el apóstol Pablo. Si hay alguien, por otra parte, que hubiese deseado que el día tuviera doble duración, ése de seguro es Pablo; si alguno hubiera sido capaz de hacer que cada hora encerrase un gran significado para muchos, ése de seguro es Pablo; si alguien pudo fácilmente haberse dejado sustentar por las comunidades, ése es seguramente Pablo. Y no obstante ¡prefirió trabajar con sus propias manos! De la misma manera que humildemente ha dado gracias a Dios de habérsele deparado el honor de ser azotado, perseguido, escarnecido; como humilde delante de Dios dice de sus cadenas que son una cuestión de honor, así también consideró que era un honor trabajar con las propias manos; tal honor, que con el bello pudor de una mujer, pero con el sagrado pudor de un apóstol, podría decir con relación al Evangelio: yo no he ganado ni siquiera un céntimo con la predicación evangélica, no me he casado con el dinero por el hecho de haber llegado a ser un apóstol; tal honor, que en relación con el hombre más insignificante podría decir: yo no he sido liberado de ninguna de las molestias de la vida, ni por favor he quedado excluido de ninguna de sus ventajas, ¡porque yo también he tenido el honor de trabajar con mis propias manos![11].
Como antes insinué, el requisito imprescindible para esta sublimación del hombre a través del trabajo es que lo realice por amor. Por amor a Dios y por amor a los hombres.
1. A Dios: me viene ahora a la memoria —no tengo la cita literal— una anotación de Kierkegaard en su Diario, a propósito de una campesina alemana: Yo hago mi trabajo por un marco al día; pero que lo haga con tanto amor, es solo porque Dios me mira. Palabras dignas de una reina.
2. A los hombres: es decir, que, sin excluir la justa y debida remuneración, se busque fundamental y sinceramente, a través de la propia tarea, el bien para los destinatarios de nuestro esfuerzo.
Retomo estas ideas y las expongo de forma sistemática. Tal vez todo cuanto sigue quede anticipado en esta frase:
El trabajo solo perfecciona al hombre en su índole de persona
cuando se configura como lo que efectivamente es en su esencia
más íntima, como expresión y acabamiento del amor personal
El trabajo bueno…
Pero, habiendo descrito el amor como la búsqueda del bien para los otros, la primera condición que ha de cumplir un trabajo para desarrollar a quien lo ejecuta en su índole personal, es la de ser un trabajo bueno. Y no me estoy refiriendo todavía a un trabajo realizado con perfección técnica, sino, previamente, a la misma manera de entender el trabajo como algo que merezca la pena ser hecho.
1. Esto podría ejemplificarse, en primerísimo término, atendiendo a la concepción íntima de lo que, en general, es el trabajo para una persona, un grupo de personas, o para toda una civilización.
— Sabemos, por ejemplo, que en la mayor parte de la Grecia clásica el trabajo era considerado, en fin de cuentas, como mera labor instrumental, propia en exclusiva de los esclavos, e indigna de las personas libres.
— Y lo mismo sucedía entre los hidalgos y caballeros de siglos posteriores.
— En nuestros días, para muchos, el trabajo tampoco es apreciado por sí mismo, sino que viene a constituir la prestación imprescindible, a la par que extremadamente molesta, para recibir, como contrapartida, unos emolumentos: de suerte que, en tales circunstancias, el mejor trabajo es el menor trabajo y realizado con el mínimo esfuerzo posible[12].
— En otros casos se enfoca el trabajo casi como una droga[13], como instrumento de satisfacción y de afirmación de sí mismo, y como medio de eludir otras obligaciones todavía más apremiantes, como pudieran ser las familiares o las de amistad.
Ni que decir tiene que una labor concebida de alguna de estas maneras difícilmente puede perfeccionar a quien la ejecuta: no siendo ella en sí buena, perfecta, de ningún modo puede resultar perfectiva.
Un trabajo que en sí mismo no es bueno no puede
perfeccionar a quien lo realiza
2. En segundo lugar, para pronunciarse sobre la bondad intrínseca de un trabajo, aun antes de su correcta realización, sería preciso atender al tipo de faena de que se trata. Porque, en efecto, si queremos llegar a experimentar en el trabajo el legítimo orgullo de la labor acabada con esmero, hay que convencerse —antes que nada— de que no basta con que una tarea genere emolumentos para que obtenga su carta de ciudadanía en el universo humano. Semejante convicción, hoy por desgracia tan difundida, dista mucho de ser cierta.
¿Por qué?
Desde el punto de vista antropológico, que es el que aquí vengo adoptando, porque el trabajo resulta mucho más íntimo a la persona y más definidor de la categoría de esta que las ganancias que se obtienen con él: por eso el dinero en cuanto tal, aun siendo en sí una cosa buena, posee una bondad inferior a la del trabajo y se muestra incapaz de perfeccionar personalmente a quien lo tiene, por cuanto, en cualquier caso, permanece exterior a él.
Lo que sí puede perfeccionarla, y mucho, es lo que esa persona realice con su dinero, al emplearlo para incrementar la riqueza general o crear nuevos puestos de trabajo, buscando siempre el bien de los otros. Pero el dinero, por sí solo, no mejora a su poseedor.
Por el contrario, los frutos más importantes del trabajo sí que quedan dentro de quien los ejecuta, entran a formar parte de su mismo ser: lo acrisolan en su índole de trabajador y, si se lleva a término con las condiciones oportunas, también en su misma cualidad personal. Por todo ello, confirmo lo que antes apunté: que es el trabajo el que debe justificar los beneficios, y no los beneficios los que, sin más, hacen lícito, bueno o digno un trabajo.
Insisto, porque sé lo que me juego con estas afirmaciones. Y, aunque ofrezca visos de perogrullada, no por ello dejaré de repetir que, para ser bueno, ennoblecedor, para incorporarse al orbe de lo correctamente ético, un trabajo ha de ser… bueno.
— No solo debe estar bien hecho, sino que, antes, reunirá los requisitos básicos para que pueda calificarse —en el mejor sentido de la palabra, que diría Machado— como «bueno».
— Es decir, para no andarme demasiado por las ramas, ha de generar algún beneficio real, objetivo, para alguien.
— Al término, un beneficio humano estricto, y no una exclusiva ganancia económica.
Si no, semejante trabajo queda sin justificación radical, definitiva.
Para que un trabajo resulte legítimo ha de generar un beneficio
«humano» y no simples ganancias económicas
… que produce beneficios humanos…
Puesto que la cuestión es delicada, me animaré a recordarla con palabras casi literales de Clive Staples Lewis.
Según sostiene este autor, una persona puede afirmar autorizadamente e incluso con un sano orgullo: «Yo hago cosas buenas, dignas de ser realizadas aun cuando nadie pague por ellas. Pero como no soy un hombre o una mujer especial, y necesito comida, casa y vestido, deben remunerarme por hacerlas, máxime cuando otros se benefician realmente de mis acciones»[14].
La bondad del trabajo, como decía, legitima en última instancia la retribución. Todo está en orden. Por el contrario, hoy son legión las personas que obran de la manera opuesta, que hacen «cosas con el exclusivo propósito de ganar dinero. Se trata de cosas que no tendría ni debería hacer nadie en el mundo —y que de hecho no haría— si no se pagara por ellas»[15].
Y esto ya no me parece tan correcto.
Porque, con la absolutización de esta segunda perspectiva, se produce una inversión radical de las relaciones entre dinero y trabajo.
1. En un mundo lógica y correctamente estructurado, deberían hacerse cosas y proporcionar servicios porque unas y otros fuesen necesarios o, al menos, convenientes, convirtiéndose la retribución en justa y consecuente contrapartida del beneficio real proporcionado por el trabajo.
2. En el universo en que vivimos, por el contrario, hay que fabricar la necesidad para que la gente pueda cobrar dinero por hacer lo que hace, por desplegar una tarea. Es esta una de las causas más hondas de la creciente insatisfacción que experimentan tantas personas en el ejercicio de su menester laboral. Porque la consecuencia de cuanto vengo esbozando es el predominio comprobable y casi incontrastado de trabajos sin sentido; de labores que, consideradas en sí mismas, ni siquiera tendrían que existir: de quehaceres, por tanto, incapaces de generar una satisfacción honda, genuina, a aquellos que los desempeñan.
Conviene no olvidarlo nunca: Mientras «las cosas dignas de ser realizadas al margen del salario», mientras «el trabajo deleitable y la obra bien hecha» sigan siendo el «privilegio de una minoría afortunada»…[16] resultará más que difícil que quienes lleven a cabo una tarea encuentren en ella la honda satisfacción que deberían hallar.
Además de este efecto primordial de insatisfacción, lo que he llamado inversión de las relaciones entre trabajo y dinero tiene también otras consecuencias. Por ejemplo, un trabajo concebido solo como medio de obtener beneficios carecerá de sentido por sí mismo y, en consecuencia, nunca podrá ser amado: lo que se quiere, en este supuesto, es el dinero que produce, pero no el trabajo en sí.
Esto, sobre todo en momentos de crisis como los que se viven actualmente, ayuda a que proliferen y se enerven los conflictos laborales. Y, en cualquier caso, contribuye a hacer difícil la solución de problemas en apariencia contrapuestos, pero que en el fondo resultan bastante homogéneos, como los del ocio —verdadera pesadilla para los adictos al trabajo— y el desempleo.
La reiterada costumbre de dedicar lo mejor del día a llevar a término una tarea sin sentido en sí misma —y valiosa solo por la utilidad que reporta— se va convirtiendo en hábito: hace mucho más difícil ejecutar, fuera de los tiempos de trabajo, alguna actividad no productiva y que, sin embargo genere satisfacción y deleite[17]; y acentúa hasta términos insospechados la imposibilidad de, estando parado, empeñarse en tareas con sentido a las que no corresponde estrictamente un emolumento[18].
La bondad del trabajo legitima en última instancia la
retribución… pero nunca al contrario
… y bien terminado
Para evitar todos estos y otros muchos efectos perversos, es requisito ineludible que la labor que se lleve a término se configure como intrínsecamente buena. No solo que sea legal, sino buena: es decir, que engendre algún bien para la humanidad, para los demás.
Estos bienes pueden ser de muy diverso tipo. Desde los básicos del alimento, el vestido o el cobijo, pasando por lo que propician el crecimiento temperado del bienestar y el aumento de riqueza que permite a un mayor número de personas emplearse en faenas profesionales productivas…, hasta los que originan una acrisolamiento directo de la “humanidad” en los seres humanos: letras, artes, filosofía, etc. Si un trabajo no es bueno en esta acepción primordial, difícilmente podrá perfeccionar a su autor en su estricta condición de persona.
1. Pero además de ser un trabajo bueno, en el sentido al que acabo de referirme, condición indispensable para que engendre una mejora es que semejante tarea sea ejecutada con la mayor perfección técnica posible.
2. Casi por definición, una chapuza, una actividad mal realizada, en la que no se cuida el acabado ni los detalles de calidad, se transforma en algo incompetente para engrandecer la categoría interior de quien la lleva a término.
A este respecto, creo oportuno recordar que nunca debe confundirse el verdadero amor —eficaz, operativo— con las simples buenas intenciones. Son dos realidades situadas en orbes abismalmente distintos. Si no es operativa, la buena intención no procede ni ostenta amor cabal alguno: no es buena, por cuanto no hace tender (in-tendere = intención) de manera eficaz a ningún bien.
Pues, en efecto, «en un ser corporal la intención se ordena a la acción y en ella se expresa y adquiere consistencia. Amar es, en el hombre —al menos en el hombre situado en la historia—, amar con obras, y con obras bien hechas, que encarnen valores y que alcancen —también en lo técnico— la meta a la que se ordenan»[19].
Es muy posible que esto se haya descuidado durante siglos. Pero parece que —acaso por una vía en exceso indirecta— acabará por tornarse obvio en un universo en el que el control y el aumento de calidad se están transformando en uno de los objetivos fundamentales. De ahí que no considere imprescindible insistir en ello.
Nunca debe confundirse el verdadero amor, eficaz y operativo,
con las simples buenas intenciones
Realizado por amor
Sí quiero dejar muy claro que ni siquiera un trabajo bueno y bien realizado provoca de manera automática la mejora personal de quien lo ejecuta.
Lo que sí que engendra, casi por fuerza, es un acrisolamiento que podríamos denominar sectorial o técnico: el trabajo bien ejecutado de manera sostenida arroja como saldo un apreciable progreso del trabajador en cuanto tal, en cuanto trabajador. Pero la condición de trabajador, aunque importantísima según lo que veíamos hace un rato, no define radicalmente y en plenitud la substancia íntima constitutiva de la persona.
1. En su núcleo más fundamental, ninguna persona es un faber, un artesano, ni tampoco un laborans, un trabajador.
2. Sino que se configura, según he reiterado, como un amans, como principio de amor: llamado a la existencia por amor, solo en las realidades ejecutadas amorosamente —buscando el bien de los otros— encuentra su acabamiento como persona[20].
Por eso la perfección técnica o laboral de un trabajo no se traduce de forma inmediata en adelanto personal.
Más aún, me atrevería a repetir que un trabajo sectorialmente bien realizado, pero que no se integra en un efectivo ámbito de búsqueda del bien para los demás, acaba al término por producir infelicidad y frustración. Desencanto que será más hondo, aun cuando resulte paradójico, en la medida en que el quehacer en cuestión se esté llevando a cabo con mayor perfección técnica, pero sin amor.
Y esto, precisamente, por la bondad intrínseca y constitutiva del trabajo, por el impresionante poder perfeccionador de la persona que encierra en sí… cuando se realiza con las condiciones adecuadas.
Justamente porque si se lo efectúa bien-bien —es decir, con perfección técnica y por amor— está llamado a producir incalculables frutos de crecimiento personal, cuando la persona lo ejecuta técnicamente bien, pero al margen de toda actitud de servicio, el resultado es una notable desilusión, que puede conducir en ocasiones incluso a graves enfermedades psíquicas… o al suicidio.
Suelo ejemplificarlo de la manera siguiente: nunca he sentido la más leve frustración ante la lotería o cualquiera de sus variantes, por la sencilla razón de que nunca he participado en tales juegos. Pero imagino que el desencanto de quien habitualmente se empeña en estos menesteres será más o menos grande, pero en cualquier caso sensible. Y que esa decepción subirá implacablemente de tono cuando el décimo premiado resulte idéntico al que él posee, excepto en una cifra, de la que difiere exclusivamente por una unidad. ¡Debería haberle tocado, pero no ha ocurrido así!
Pues igual con el trabajo: precisamente porque realizado por amor habría de producir indescriptibles saldos de acrecentamiento personal, cuando se lleva a cabo con pulcritud técnica exquisita, pero desamoradamente, la decepción generada es todavía mucho mayor que cuando no se pone el más mínimo empeño en ejecutar bien la propia profesión.
Cuando el trabajo se ejecuta técnicamente bien, pero al margen de
toda actitud de servicio, el resultado es una notable desilusión
Trabajar sin sentido
A este respecto, comentaba ya hace bastantes años un prestigioso psiquiatra con muchos años de vuelo en la Europa central: «Viktor E. Frankl no había hablado todavía de la “voluntad de sentido” que traspasa toda existencia humana, cuando el hombre “moderno”, entregado por completo al trabajo, se vio de pronto sorprendido por el aburrimiento, la náusea, la guerra y la neurosis»[21].
Y añadía, apelando explícitamente a la contraposición entre lógica del intercambio y lógica de la gratuidad, a la que antes me referí:
Todo psiquiatra experimentado sabe descubrir por detrás de la laboriosidad exagerada […] una angustia profunda. Se trata de personas que no saben esperar, ni escuchar, pues si lo hicieran sentirían subir a flote su íntima desazón: para evitarlo, se anestesian con una actividad incesante, pareciéndose a los drogados que buscan la evasión en un producto químico. […] Demasiadas personas creen poder vivir tan solo en la esfera del rendimiento, y no imaginan que se les acepte y estime si no les corona el éxito. No llegan a comprender que alguien las pueda amar por lo que son, y de hecho se afanan día tras día por “comprar” el afecto de su prójimo[22].
Y, resumiendo y completando lo que antecede, concluía:
El trabajo por sí mismo es incapaz de dar a nuestra vida ni alegría ni significado. […] el trabajo, convertido en ídolo, despoja al hombre de sus mejores cualidades y destruye su alegría de vivir. […] La laboriosidad es una virtud, una cualidad espiritual, no una coacción ni un ímpetu exclusivos, no una inclinación egocéntrica ni un puro hábito activista que ahoga el amor al prójimo y al mundo. La laboriosidad no es la primera virtud y, por lo mismo, no se deben sacrificar a ella ni el cónyuge, ni los hijos ni Dios. El trabajo, o es un servicio, o es una esclavitud[23].
Como sugería, de lo que puede dar de sí esta adoración del trabajo por el trabajo, con exclusión de cualquier apertura intencionada hacia el bien de los otros, tenemos hoy día una comprobación casi experimental, que viene también de manos de los psiquiatras. Sobre todo en los Estados Unidos, cada vez va creciendo más el grupo de los workaholics o adictos al trabajo.
Se trata generalmente de yuppies, auténticos triunfadores en lo que a la economía se refiere, y también respecto a lo que cabría calificar como éxito profesional. Pues bien, las estadísticas muestran, en un crescendo realmente asombroso, que estos superhéroes del trabajo se encuentran notablemente insatisfechos en su vida personal y «sentimental»[24]: que no son felices.
Y como la felicidad auténticamente considerada no es sino el corolario o la consecuencia que deriva del crecimiento interior, de la perfección estrictamente personal, no es difícil concluir que el trabajo así entendido no produce una mejora de la persona en cuanto persona.
El trabajo por sí mismo es incapaz de dar a nuestra vida ni alegría
ni significado
Buen trabajo, buen amor: buen amor, buen trabajo
Cuanto vengo exponiendo pudiera dar la impresión de que el problema planteado en nuestros tiempos en relación a este tema es que la gente trabaja demasiado, aunque de manera desenfocada; cuando, en realidad, lo que exige una solución más acuciante es que buena porción de nuestros contemporáneos no quieren trabajar y, si se les paga sin reclamar la faena correspondiente, en efecto no trabajan.
Pienso que ni una ni otra de las afirmaciones son del todo ciertas… ni del todo falsas. Pero lo que quisiera subrayar es que:
1. Ambas actitudes, la del trabajo excesivo, que frustra por defecto de adecuada orientación, y la de la desgana existencial ante los quehaceres laborales, derivan de una y la mismísima causa: la falta de un auténtico y genuino amor.
De un amor electivo, alterocéntrico; de un amor libre y gratuito a los demás.
Precisamente por eso, el empeño de la familia por comunicar y ayudar a sus miembros a vivir el genuino sentido del trabajo, se sitúa en continuidad con los esfuerzos, sin duda más definitivos, de hacer arraigar en sus vidas los benéficos efectos y la grandeza de un inequívoco amor de libertad. Porque es este amor la clave de la realización personalizadora del trabajo.
Quizás hoy muchos conozcan la cuestión que planteaba San Agustín a propósito de la médula de la moral: «¿Es el amor el que nos hacer observar los mandamientos, o bien es la observancia de los mandamientos lo que hace nacer el amor?»[25].
Mas seguro que todos debemos seguir reflexionando sobre la respuesta tajante que dio el obispo de Hipona: «Pero ¿quién puede dudar de que el amor precede a la observancia? En efecto, quien no ama está sin motivaciones para guardar los mandamientos»[26].
Como he explicado más de una vez, todo —también el problema del trabajo— es, al término, una cuestión de amor, de buen amor.
En este sentido, según apunté hace unos momentos, lo que solemos llamar amor al trabajo es solo, y necesariamente, una especie de escala intermedia, algo que remite más allá de sí.
2. Porque, como se mostrará a quien reflexione pausadamente sobre su naturaleza instrumental más íntima, el trabajo jamás puede ser amado —terminal y decisivamente— por sí mismo, al no encontrar en sí la razón de su ser.
Y, entonces, surgen solo dos alternativas, radicales, excluyentes… y ya apuntadas:
— O se lo ama por amor a uno mismo, en cuyo caso se desordena y degenera en las categorías de simple autoafirmación del yo, de herramienta para el éxito más o menos epidérmico, o de droga o lenitivo para el aturdimiento de una vida carente de significado.
— O se lo quiere por amor a los demás, y entonces se convierte en uno de los utensilios más adecuados para el efectivo ejercicio de ese amor y, por redundancia —y solo por redundancia— para la propia mejora personal (resultado o corolario, como más de una vez he explicado, del total olvido de sí con dedicación diligente a los otros).
También el problema del trabajo es, al término, una cuestión de
amor, de buen amor
Por eso, me atrevería a asegurar que la educación familiar para el trabajo no estriba solo, ni radicalmente, en el fomento de la virtud de la laboriosidad, con el cortejo de hábitos buenos de los que deriva y a los que va anexa.
Como en el caso de las restantes virtudes, pero también por las razones especiales que he venido exponiendo, la formación para el trabajo es, en primer y definitivo término, un crecimiento acrisolado del amor: un amor del que habrá de derivar la necesidad de traducirse en tareas de formación profesional, a todas las edades, y en eficaces obras de servicio a través de la propia labor.
Si no se tiene como horizonte y meta ese incremento y purificación del amor, toda la energía condensada para el fomento de las faenas laborales se degradará, íntimamente, en desordenado amor de sí y, de cara al exterior, en puro activismo.
En lugar de transformarse en lo que debe ser, en medio indispensable para el propio crecimiento, para la mejora de los demás y para la revitalización del mundo, se convertirá en utensilio de la enajenación propia y ajena y en fuente de descontento. Habrá traicionado su íntima verdad que, como vengo señalando, no es otra que el buen amor.
A este respecto, y situándonos en un nivel que trasciende sin duda el ámbito en el que se han mantenido mis propias reflexiones, resultan definitivas las palabras de Juan Bautista Torelló, que engarzan y dan todo su sentido a las que antes transcribí: «Según la Revelación cristiana, la felicidad definitiva, que ya en la tierra tiene que ser nuclearmente inaugurada, no consistirá en una condición de laboriosidad apoteósica, sino en la vitalísima [y amorosa] contemplación de Dios, que colmará todas las ansias humanas»[27].
Todo el sentido y la valía del trabajo —su más íntima verdad— se encuentra en el amor; y, de manera más total y definitiva, en el Amor del que todo amor deriva.
La más íntima «verdad» del trabajo reside en el amor al Amor
¿Sinergia?
Tengo toda la impresión de que un trabajo realizado de esta manera no plantearía problema alguno de conciliación con la familia.
Pero asimismo estoy convencido de que es prácticamente imposible que un ser humano lo lleve a cabo con la perfección y el desprendimiento de sí a los que me he referido. Como también sé que, en ocasiones, la economía del hogar —y hablo de la no desquiciada por exceso de materialismo consumista— impone mayor dedicación que la deseable a las faenas laborales. Y, asimismo, que a veces la atención a la familia, ligada a cierta comodidad e inercia, podría llevar a alguien a eludir un compromiso laboral fuera de casa, con el que realmente la humanidad se vería enriquecida.
Justo y solo en estos casos resulta oportuno conciliar ambas tareas, incrementando la dedicación a una de ellas en detrimento de la otra, de ordinario durante una temporada bien precisa y acotada, hasta que las circunstancias cambien.
Se trataría, entonces, de asegurar que la situación temporalmente anómala no se convierta en definitiva.
Ejemplificando, con cierto toque de caricatura:
1. Cuando la economía aconseja que uno o los dos componentes del matrimonio trabaje fuera del hogar más horas de las debidas, habrá que poner todos los medios para que las aguas vuelvan a su cauce en cuanto la coyuntura mejore. Y habrá que tomar las medidas imprescindibles antes de comenzar esa etapa extraordinaria. Porque, de lo contrario, es fácil que el espejuelo del éxito profesional o de los ingresos extras lleve poco a poco al convencimiento de que es imposible prescindir de ese refuerzo… ¡justo por el bien de la familia!
2. De manera análoga, si el cuidado de los hijos exige durante un tiempo la suspensión de un trabajo también externo, habrá que estar atentos, pongo por caso, para mantenerse al día en la propia profesión, no sea que ese desfase, unido a cierta pereza inercial ligada al calor del hogar, acabe justificando el que, pudiendo y siendo preferible desempeñarla, se abandone sine die la labor de servicio a los otros mediante el ejercicio profesional.
Estimo inconveniente concretar más; cada uno sabemos dónde nos aprieta el zapato.
… un trabajo realizado por amor y con amor no plantearía
problema alguno de conciliación con la familia
Tomás Melendo
(Resumen, con leves retoques, del capítulo XI del libro El ser humano: desarrollo y plenitud. Madrid. Ediciones Internacionales Universitarias, 2013).
Notas
[1] Me permito remitir a MELENDO, Tomás: La dignidad del trabajo. Madrid: Rialp, 1997.
[2] Y de ahí, según veremos, que solo cuando ama en serio y se entrega sin tasa —«la medida del amor es amar sin medida»—, alcanza la felicidad.
[3] SCHELLING, Friederich: Vorwort; Vom Ich als Princip der Philosophie oder über das Unbedingte in menschlichen Wissen; in Werke (Schröter), München: Oldenburg und Beck, 1927-1954, Band I, S. 81-82.
[4] Me permito remitir a MELENDO, Tomás: Las claves de la eficacia empresarial. Madrid: Rialp, 1997, cap. 1.
[5] KIERKEGAARD, Søren: Hvad vi lære af Lilierne paa Marken og af Himmelens Fugle. Tre Taler; in Opbyggelige Taler i forskjellig Aand, 1874: Samlede Værker. Bind 11. Udgivet af A. B. Drachmann, J. L. Heiberg og H. O. Lange. Opbyggelige Taler i forskjellig Aand ved H. O. Lange. København: Gyldendal, 1963; tr. cast. .: Los lirios del campo y las aves del cielo. Madrid: Trotta, 2007, p. 88.
[6] MARX-ENGELS-Gesamtausgabe, Erste Abteilung, vol. 3, Berlin, 1932, p. 546.
[7] GRIMALDI, Nicolás: “¿Cuál es realmente el valor del trabajo?”; en Melé, Doménec (ed.): Ética, trabajo y empleo. Pamplona: Eunsa, 1994, pp. 44-45.
[8] GRIMALDI, Nicolás: “¿Cuál es realmente el valor del trabajo?”, cit., pp. 44-45.
[9] MATLÁRY, Janne Haaland: El tiempo de las mujeres: Notas para un Nuevo Feminismo. Madrid: Rialp, 2000, pp. 60-61.
[10] KIERKEGAARD, Søren: Hvad vi lære…, cit.; tr. cast., p. 66.
[11] KIERKEGAARD, Søren: Hvad vi lære…, cit.; tr. cast., pp. 66-67.
[12] Cf. SCHUMACHER, Ernst Fritz: Good Work. London: Abacus, 1980 [1st ed. 1979], p. 120; tr. cast.: El buen trabajo. Madrid: Debate, 1980, p. 153.
[13] Cf., a este respecto, el estudio de KILLINGER, Bárbara: Workaholics: The respectable addicts: A family survival guide. London: Simon & Schuster, 1992; tr. cast: La adicción al trabajo: Una dependencia “respetable”: Guía para la familia. Barcelona: Paidós, 1993.
[14] LEWIS, Clive Staples: Screwtape proposes a toast and other pieces. Glasgow: Collins, Fountain Books, 1977, p. 114; tr. cast.: El diablo propone un brindis. Madrid: Rialp, 1993, p. 134.
[15] LEWIS, Clive Staples: Screwtape …, cit., p. 114; tr. cast., p. 134.
[16] LEWIS, Clive Staples: Screwtape …, cit., pp. 115-116; tr. cast., p. 136.
[17] MILLÁN-PUELLES, Antonio: Economía y libertad. Madrid: Confederación española de Cajas de Ahorro, 1974, p. 354.
[18] PIEPER, Josef: entrevista concedida a Atlántida, 13, enero-marzo 1993, p. 86.
[19] ILLANES, José Luis: “El trabajo en la relación Dios-hombre”; en Dios y el hombre. Actas del VI Simposio Internacional de Teología. Pamplona: Universidad de Navarra, 1984, p. 721.
[20] «Conviene no olvidar, por tanto, que esta dignidad del trabajo está fundada en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un yo llenos de sentido. Y puede amar a Dios, que nos abre las puertas del cielo, que nos constituye miembros de su familia, que nos autoriza a hablarle también de tú a Tú, cara a cara.
Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor». ESCRIVÁ DE BALAGUER, Josemaría: Es Cristo que pasa. Madrid: Rialp, 13ª ed., 1976, p. 111, núm. 48.
[21] TORELLÓ, Juan Bautista: Psicología abierta. Madrid: Rialp, 1972, p. 31.
[22] TORELLÓ, Juan Bautista: Psicología abierta, cit., p. 32.
[23] TORELLÓ, Juan Bautista: Psicología abierta, cit., pp. 33-34.
[24] Cf. ROJAS, Enrique: El hombre light. Madrid: Temas de hoy, 1992, p. 72.
[25] AGUSTÍN DE HIPONA: In Iohannis Evangelium Tractatus, 82, 3.
[26] AGUSTÍN DE HIPONA: In Iohannis…, cit., 82, 3.
[27] TORELLÓ, Juan Bautista: Psicología abierta, cit., p. 34.
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