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Los textos resaltan la importancia de la relación entre celebración eucarística y adoración. En palabras de Benedicto XVI: «el culto del Santísimo Sacramento es como el “ambiente” espiritual dentro del cual la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. La acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado y valor si va precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de adoración»[1]. Y esto porque «en la Eucaristía no es que simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa unificación sólo puede realizarse según la modalidad de la adoración»[2].
En este sentido la actitud de arrodillarse cobra una especial relevancia, ya que «ante Cristo crucificado todo el cosmos, el cielo, la tierra y el abismo, se arrodilla (cfr. Fl 2, 10-11). Él es realmente expresión de la verdadera grandeza de Dios. La humildad de Dios, el amor hasta la cruz, nos demuestra quién es Dios. Ante él nos ponemos de rodillas, adorando. Estar de rodillas ya no es expresión de servidumbre, sino precisamente de la libertad que nos da el amor de Dios, la alegría de estar redimidos, de unirnos con el cielo y la tierra, con todo el cosmos, para adorar a Cristo, de estar unidos a Cristo y así ser redimidos»[3].
1. Benedicto XVI, Homilía Santa Misa Corpus Christi, Basílica de San Juan de Letrán, 26 de mayo de 2005
En la fiesta del Corpus Christi la Iglesia revive el misterio del Jueves santo a la luz de la Resurrección. También el Jueves santo se realiza una procesión eucarística, con la que la Iglesia repite el éxodo de Jesús del Cenáculo al monte de los Olivos. En Israel, la noche de Pascua se celebraba en casa, en la intimidad de la familia; así, se hacía memoria de la primera Pascua, en Egipto, de la noche en que la sangre del cordero pascual, asperjada sobre el arquitrabe y sobre las jambas de las casas, protegía del exterminador. En aquella noche, Jesús sale y se entrega en las manos del traidor, del exterminador y, precisamente así, vence la noche, vence las tinieblas del mal. Sólo así el don de la Eucaristía, instituida en el Cenáculo, se realiza en plenitud: Jesús da realmente su cuerpo y su sangre. Cruzando el umbral de la muerte, se convierte en Pan vivo, verdadero maná, alimento inagotable a lo largo de los siglos. La carne se convierte en pan de vida.
En la procesión del Jueves santo la Iglesia acompaña a Jesús al monte de los Olivos: la Iglesia orante desea vivamente velar con Jesús, no dejarlo solo en la noche del mundo, en la noche de la traición, en la noche de la indiferencia de muchos. En la fiesta del Corpus Christi reanudamos esta procesión, pero con la alegría de la Resurrección. El Señor ha resucitado y va delante de nosotros.
En los relatos de la Resurrección hay un rasgo común y esencial; los ángeles dicen: el Señor “irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis” (Mt 28, 7). Reflexionando en esto con atención, podemos decir que el hecho de que Jesús “vaya delante” implica una doble dirección. La primera es, como hemos escuchado, Galilea. En Israel, Galilea era considerada la puerta hacia el mundo de los paganos. Y en realidad, precisamente en Galilea, en el monte, los discípulos ven a Jesús, el Señor, que les dice: “Id... y haced discípulos a todas las gentes” (Mt 28, 19).
La otra dirección del “ir delante” del Resucitado aparece en el evangelio de san Juan, en las palabras de Jesús a Magdalena: “No me toques, que todavía no he subido al Padre” (Jn 20, 17). Jesús va delante de nosotros hacia el Padre, sube a la altura de Dios y nos invita a seguirlo. Estas dos direcciones del camino del Resucitado no se contradicen; ambas indican juntamente el camino del seguimiento de Cristo. La verdadera meta de nuestro camino es la comunión con Dios; Dios mismo es la casa de muchas moradas (cf. Jn 14, 2 s). Pero sólo podemos subir a esta morada yendo “a Galilea”, yendo por los caminos del mundo, llevando el Evangelio a todas las naciones, llevando el don de su amor a los hombres de todos los tiempos.
Por eso el camino de los Apóstoles se ha extendido hasta los “confines de la tierra” (cf. Hch 1, 6 s); así, san Pedro y san Pablo vinieron hasta Roma, ciudad que por entonces era el centro del mundo conocido, verdadera “caput mundi”.
La procesión del Jueves santo acompaña a Jesús en su soledad, hacia el “via crucis”. En cambio, la procesión del Corpus Christi responde de modo simbólico al mandato del Resucitado: voy delante de vosotros a Galilea. Id hasta los confines del mundo, llevad el Evangelio al mundo. Ciertamente, la Eucaristía, para la fe, es un misterio de intimidad. El Señor instituyó el sacramento en el Cenáculo, rodeado por su nueva familia, por los doce Apóstoles, prefiguración y anticipación de la Iglesia de todos los tiempos. Por eso, en la liturgia de la Iglesia antigua, la distribución de la santa comunión se introducía con las palabras: Sancta sanctis, el don santo está destinado a quienes han sido santificados. De este modo, se respondía a la exhortación de san Pablo a los Corintios: “Examínese, pues, cada cual, y coma así este pan y beba de este cáliz” (1 Co 11, 28). Sin embargo, partiendo de esta intimidad, que es don personalísimo del Señor, la fuerza del sacramento de la Eucaristía va más allá de las paredes de nuestras iglesias. En este sacramento el Señor está siempre en camino hacia el mundo. Este aspecto universal de la presencia eucarística se aprecia en la procesión de nuestra fiesta. Llevamos a Cristo, presente en la figura del pan, por los calles de nuestra ciudad. Encomendamos estas calles, estas casas, nuestra vida diaria, a su bondad. Que nuestras calles sean calles de Jesús. Que nuestras casas sean casas para él y con él. Que nuestra vida de cada día esté impregnada de su presencia. Con este gesto, ponemos ante sus ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y los ancianos, las tentaciones, los miedos, toda nuestra vida. La procesión quiere ser una gran bendición pública para nuestra ciudad: Cristo es, en persona, la bendición divina para el mundo. Que su bendición descienda sobre todos nosotros.
En la procesión del Corpus Christi, como hemos dicho, acompañamos al Resucitado en su camino por el mundo entero. Precisamente al hacer esto respondemos también a su mandato: “Tomad, comed... Bebed de ella todos” (Mt 26, 26 s). No se puede “comer” al Resucitado, presente en la figura del pan, como un simple pedazo de pan. Comer este pan es comulgar, es entrar en comunión con la persona del Señor vivo. Esta comunión, este acto de “comer”, es realmente un encuentro entre dos personas, es dejarse penetrar por la vida de Aquel que es el Señor, de Aquel que es mi Creador y Redentor.
La finalidad de esta comunión, de este comer, es la asimilación de mi vida a la suya, mi transformación y configuración con Aquel que es amor vivo. Por eso, esta comunión implica la adoración, implica la voluntad de seguir a Cristo, de seguir a Aquel que va delante de nosotros. Por tanto, adoración y procesión forman parte de un único gesto de comunión; responden a su mandato: “Tomad y comed”.
2. Benedicto XVI, Homilía Santa Misa en la conclusión del XXIV Congreso Eucarístico Nacional (Italia), Bari, 29 de mayo de 2005
Este Congreso eucarístico, que hoy se concluye, ha querido volver a presentar el domingo como “Pascua semanal”, expresión de la identidad de la comunidad cristiana y centro de su vida y de su misión. El tema elegido, “Sin el domingo no podemos vivir”, nos remite al año 304, cuando el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, bajo pena de muerte, poseer las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y construir lugares para sus asambleas.
En Abitina, pequeña localidad de la actual Túnez, 49 cristianos fueron sorprendidos un domingo mientras, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía desafiando así las prohibiciones imperiales. Tras ser arrestados fueron llevados a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino. Fue significativa, entre otras, la respuesta que un cierto Emérito dio al procónsul que le preguntaba por qué habían transgredido la severa orden del emperador. Respondió: “Sine dominico non possumus”; es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir. Después de atroces torturas, estos 49 mártires de Abitina fueron asesinados. Así, con la efusión de la sangre, confirmaron su fe. Murieron, pero vencieron; ahora los recordamos en la gloria de Cristo resucitado.
Sobre la experiencia de los mártires de Abitina debemos reflexionar también nosotros, cristianos del siglo XXI. Ni siquiera para nosotros es fácil vivir como cristianos, aunque no existan esas prohibiciones del emperador. Pero, desde un punto de vista espiritual, el mundo en el que vivimos, marcado a menudo por el consumismo desenfrenado, por la indiferencia religiosa y por un secularismo cerrado a la trascendencia, puede parecer un desierto no menos inhóspito que aquel “inmenso y terrible” (Dt 8, 15) del que nos ha hablado la primera lectura, tomada del libro del Deuteronomio.
En ese desierto, Dios acudió con el don del maná en ayuda del pueblo hebreo en dificultad, para hacerle comprender que “no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor” (Dt 8, 3). En el evangelio de hoy, Jesús nos ha explicado para qué pan Dios quería preparar al pueblo de la nueva alianza mediante el don del maná. Aludiendo a la Eucaristía, ha dicho: “Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 58). El Hijo de Dios, habiéndose hecho carne, podía convertirse en pan, y así ser alimento para su pueblo, para nosotros, que estamos en camino en este mundo hacia la tierra prometida del cielo.
Necesitamos este pan para afrontar la fatiga y el cansancio del viaje. El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerzas de él, que es el Señor de la vida. Por tanto, el 4 precepto festivo no es un deber impuesto desde afuera, un peso sobre nuestros hombros. Al contrario, participar en la celebración dominical, alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo, es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos recorrer cada semana. Por lo demás, no es un camino arbitrario: el camino que Dios nos indica con su palabra va en la dirección inscrita en la esencia misma del hombre. La palabra de Dios y la razón van juntas. Seguir la palabra de Dios, estar con Cristo, significa para el hombre realizarse a sí mismo; perderlo equivale a perderse a sí mismo.
El Señor no nos deja solos en este camino. Está con nosotros; más aún, desea compartir nuestra suerte hasta identificarse con nosotros. En el coloquio que acaba de referirnos el evangelio, dice: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6, 56). ¿Cómo no alegrarse por esa promesa? Pero hemos escuchado que, ante aquel primer anuncio, la gente, en vez de alegrarse, comenzó a discutir y a protestar: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52).
En realidad, esta actitud se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Se podría decir que, en el fondo, la gente no quiere tener a Dios tan cerca, tan a la mano, tan partícipe en sus acontecimientos. La gente quiere que sea grande y, en definitiva, también nosotros queremos que esté más bien lejos de nosotros. Entonces, se plantean cuestiones que quieren demostrar, al final, que esa cercanía sería imposible. Pero son muy claras las palabras que Cristo pronunció en esa circunstancia: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53). Realmente, tenemos necesidad de un Dios cercano.
Ante el murmullo de protesta, Jesús habría podido conformarse con palabras tranquilizadoras. Habría podido decir: “Amigos, no os preocupéis. He hablado de carne, pero sólo se trata de un símbolo. Lo que quiero decir es que se trata sólo de una profunda comunión de sentimientos”. Pero no, Jesús no recurrió a esa dulcificación. Mantuvo firme su afirmación, todo su realismo, a pesar de la defección de muchos de sus discípulos (cf. Jn 6, 66). Más aún, se mostró dispuesto a aceptar incluso la defección de sus mismos Apóstoles, con tal de no cambiar para nada lo concreto de su discurso: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6, 67), preguntó. Gracias a Dios, Pedro dio una respuesta que también nosotros, hoy, con plena conciencia, hacemos nuestra: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). Tenemos necesidad de un Dios cercano, de un Dios que se pone en nuestras manos y que nos ama.
En la Eucaristía, Cristo está realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de todos nosotros uno con él. De este modo, nos inserta también en la comunidad de los hermanos, y la comunión con el Señor siempre es también comunión con las hermanas y los hermanos. Y vemos la belleza de esta comunión que nos da la santa Eucaristía.
Aquí tocamos una dimensión ulterior de la Eucaristía, a la que también quisiera referirme antes de concluir. El Cristo que encontramos en el Sacramento es el mismo aquí, en Bari, y en Roma; en Europa y en América, en África, en Asia y en Oceanía. El único y el mismo Cristo está presente en el pan eucarístico de todos los lugares de la tierra. Esto significa que sólo podemos encontrarlo junto con todos los demás. Sólo podemos recibirlo en la unidad. ¿No es esto lo que nos ha dicho el apóstol san Pablo en la lectura que acabamos de escuchar? Escribiendo a los Corintios, afirma: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (1 Co 10, 17).
La consecuencia es clara: no podemos comulgar con el Señor, si no comulgamos entre nosotros. Si queremos presentaros ante él, también debemos ponernos en camino para ir al encuentro unos de otros. Por eso, es necesario aprender la gran lección del perdón: no dejar que se insinúe en el corazón la polilla del resentimiento, sino abrir el corazón a la magnanimidad de la escucha del otro, abrir el corazón a la comprensión, a la posible aceptación de sus disculpas y al generoso ofrecimiento de las propias.
3. Benedicto XVI, Homilía Santa Misa con ocasión de la XX JMJ, Colonia, 21 de agosto de 2005
Ante la sagrada Hostia, en la cual Jesús se ha hecho pan para nosotros, que interiormente sostiene y nutre nuestra vida (cf. Jn 6, 35), comenzamos ayer por la tarde el camino interior de la adoración. En la Eucaristía la adoración debe llegar a ser unión. Con la celebración eucarística nos encontramos en aquella “hora” de Jesús, de la cual habla el evangelio de san Juan. Mediante la Eucaristía, esta “hora” suya se convierte en nuestra hora, su presencia en medio de nosotros. Junto con los discípulos, él celebró la cena pascual de Israel, el memorial de la acción liberadora de Dios que había guiado a Israel de la esclavitud a la libertad. Jesús sigue los ritos de Israel. Pronuncia sobre el pan la oración de alabanza y bendición. Sin embargo, sucede algo nuevo. Da gracias a Dios non solamente por las grandes obras del pasado; le da gracias por la propia exaltación que se realizará mediante la cruz y la Resurrección, dirigiéndose a los discípulos también con palabras que contienen el compendio de la Ley y de los Profetas: “Esto es mi Cuerpo entregado en sacrificio por vosotros. Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi Sangre”. Y así distribuye el pan y el cáliz, y, al mismo tiempo, les encarga la tarea de volver a decir y hacer siempre en su memoria aquello que estaba diciendo y haciendo en aquel momento.
¿Qué está sucediendo? ¿Cómo Jesús puede repartir su Cuerpo y su Sangre? Haciendo del pan su Cuerpo y del vino su Sangre, anticipa su muerte, la acepta en lo más íntimo y la transforma en una acción de amor. Lo que desde el exterior es violencia brutal ―la crucifixión―, desde el interior se transforma en un acto de un amor que se entrega totalmente. Esta es la transformación sustancial que se realizó en el Cenáculo y que estaba destinada a suscitar un proceso de transformaciones cuyo último fin es la transformación del mundo hasta que Dios sea todo en todos (cf. 1 Co 15, 28). Desde siempre todos los hombres esperan en su corazón, de algún modo, un cambio, una transformación del mundo. Este es, ahora, el acto central de transformación capaz de renovar verdaderamente el mundo: la violencia se transforma en amor y, por tanto, la muerte en vida. Dado que este acto convierte la muerte en amor, la muerte como tal está ya, desde su interior, superada; en ella está ya presente la resurrección. La muerte ha sido, por así decir, profundamente herida, tanto que, de ahora en adelante, no puede ser la última palabra.
Esta es, por usar una imagen muy conocida para nosotros, la fisión nuclear llevada en lo más íntimo del ser; la victoria del amor sobre el odio, la victoria del amor sobre la muerte. Solamente esta íntima explosión del bien que vence al mal puede suscitar después la cadena de transformaciones que poco a poco cambiarán el mundo. Todos los demás cambios son superficiales y no salvan. Por esto hablamos de redención: lo que desde lo más íntimo era necesario ha sucedido, y nosotros podemos entrar en este dinamismo. Jesús puede distribuir su Cuerpo, porque se entrega realmente a sí mismo.
Esta primera transformación fundamental de la violencia en amor, de la muerte en vida lleva consigo las demás transformaciones. Pan y vino se convierten en su Cuerpo y su Sangre. Llegados a este punto la transformación no puede detenerse, antes bien, es aquí donde debe comenzar plenamente. El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que también nosotros mismos seamos transformados. Nosotros mismos debemos llegar a ser Cuerpo de Cristo, sus consanguíneos. Todos comemos el único pan, y esto significa que entre nosotros llegamos a ser una sola cosa. La adoración, como hemos dicho, llega a ser, de este modo, unión. Dios no solamente está frente a nosotros, como el totalmente Otro. Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en él. Su dinámica nos penetra y desde nosotros quiere propagarse a los demás y extenderse a todo el mundo, para que su amor sea realmente la medida dominante del mundo. Yo encuentro una alusión muy bella a este nuevo paso que la última Cena nos indica con la diferente acepción de la palabra “adoración” en griego y en latín. La palabra griega es proskynesis. Significa el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. Significa que la libertad no quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos y buenos. Este gesto es necesario, aun cuando nuestra ansia de libertad se resiste, en un primer momento, a esta perspectiva. Hacerla completamente nuestra sólo será posible en el segundo paso que nos presenta la última Cena. La palabra latina para adoración es ad-oratio, contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de nuestro ser.
Volvamos de nuevo a la última Cena. La novedad que allí se verificó, estaba en la nueva profundidad de la antigua oración de bendición de Israel, que ahora se hacía palabra de transformación y nos concedía el poder participar en la “hora” de Cristo. Jesús no nos ha encargado la tarea de repetir la Cena pascual que, por otra parte, en cuanto aniversario, no es repetible a voluntad. Nos ha dado la tarea de entrar en su “hora”. Entramos en ella mediante la palabra del poder sagrado de la consagración, una transformación que se realiza mediante la oración de alabanza, que nos sitúa en continuidad con Israel y con toda la historia de la salvación, y al mismo tiempo nos concede la novedad hacia la cual aquella oración tendía por su íntima naturaleza.
Esta oración, llamada por la Iglesia “plegaria eucarística”, hace presente la Eucaristía. Es palabra de poder, que transforma los dones de la tierra de modo totalmente nuevo en la donación de Dios mismo y que nos compromete en este proceso de transformación. Por eso llamamos a este acontecimiento Eucaristía, que es la traducción de la palabra hebrea beracha, agradecimiento, alabanza, bendición, y asimismo transformación a partir del Señor: presencia de su “hora”. La hora de Jesús es la hora en la cual vence el amor. En otras palabras: es Dios quien ha vencido, porque él es Amor. La hora de Jesús quiere llegar a ser nuestra hora y lo será, si nosotros, mediante la celebración de la Eucaristía, nos dejamos arrastrar por aquel proceso de transformaciones que el Señor pretende. La Eucaristía debe llegar a ser el centro de nuestra vida.
No se trata de positivismo o ansia de poder, cuando la Iglesia nos dice que la Eucaristía es parte del domingo. En la mañana de Pascua, primero las mujeres y luego los discípulos tuvieron la gracia de ver al Señor. Desde entonces supieron que el primer día de la semana, el domingo, sería el día de él, de Cristo. El día del inicio de la creación sería el día de la renovación de la creación. Creación y redención caminan juntas. Por esto es tan importante el domingo. Está bien que hoy, en muchas culturas, el domingo sea un día libre o, juntamente con el sábado, constituya el denominado “fin de semana” libre. Pero este tiempo libre permanece vacío si en él no está Dios.
4. Benedicto XVI, Encuentro de catequesis y oración con los niños de Primera Comunión, Plaza de San Pedro, 15 de octubre de 2005
Andrés: Querido Papa, ¿qué recuerdo tienes del día de tu primera Comunión?
Ante todo, quisiera dar las gracias por esta fiesta de fe que me ofrecéis, por vuestra presencia y vuestra alegría. Saludo y agradezco el abrazo que algunos de vosotros me han dado, un abrazo que simbólicamente vale para todos vosotros, naturalmente. En cuanto a la pregunta, recuerdo bien el día de mi primera Comunión. Fue un hermoso domingo de marzo de 1936; o sea, hace 69 años. Era un día de sol; era muy bella la iglesia y la música; eran muchas las cosas hermosas y aún las recuerdo. Éramos unos treinta niños y niñas de nuestra pequeña localidad, que apenas tenía 500 habitantes. Pero en el centro de mis recuerdos alegres y hermosos, está este pensamiento -el mismo que ha dicho ya vuestro portavoz-: comprendí que Jesús entraba en mi corazón, que me visitaba precisamente a mí. Y, junto con Jesús, Dios mismo estaba conmigo. Y que era un don de amor que realmente valía mucho más que todo lo que se podía recibir en la vida; así me sentí realmente feliz, porque Jesús había venido a mí. Y comprendí que entonces comenzaba una nueva etapa de mi vida—tenía 9 años— y que era importante permanecer fiel a ese encuentro, a esa Comunión. Prometí al Señor: “Quisiera estar siempre contigo” en la medida de lo posible, y le pedí: “Pero, sobre todo, está tú siempre conmigo”. Y así he ido adelante por la vida. Gracias a Dios, el Señor me ha llevado siempre de la mano y me ha guiado incluso en situaciones difíciles. Así, esa alegría de la primera Comunión fue el inicio de un camino recorrido juntos. Espero que, también para todos vosotros, la primera Comunión, que habéis recibido en este Año de la Eucaristía, sea el inicio de una amistad con Jesús para toda la vida. El inicio de un camino juntos, porque yendo con Jesús vamos bien, y nuestra vida es buena.
Andrés: Mi catequista, al prepararme para el día de mi primera Comunión, me dijo que Jesús está presente en la Eucaristía. Pero ¿cómo? Yo no lo veo.
Sí, no lo vemos, pero hay muchas cosas que no vemos y que existen y son esenciales. Por ejemplo, no vemos nuestra razón; y, sin embargo, tenemos la razón. No vemos nuestra inteligencia, y la tenemos. En una palabra, no vemos nuestra alma y, sin embargo, existe y vemos sus efectos, porque podemos hablar, pensar, decidir, etc. Así tampoco vemos, por ejemplo, la corriente eléctrica y, sin embargo, vemos que existe, vemos cómo funciona este micrófono; vemos las luces. En una palabra, precisamente las cosas más profundas, que sostienen realmente la vida y el mundo, no las vemos, pero podemos ver, sentir sus efectos. No vemos la electricidad, la corriente, pero vemos la luz. Y así sucesivamente. Del mismo modo, tampoco vemos con nuestros ojos al Señor resucitado, pero vemos que donde está Jesús los hombres cambian, se hacen mejores. Se crea mayor capacidad de paz, de reconciliación, etc. Por consiguiente, no vemos al Señor mismo, pero vemos sus efectos: así podemos comprender que Jesús está presente. Como he dicho, precisamente las 10 cosas invisibles son las más profundas e importantes. Por eso, vayamos al encuentro de este Señor invisible, pero fuerte, que nos ayuda a vivir bien.
Adriano: Santo Padre, nos han dicho que hoy haremos adoración eucarística. ¿Qué es? ¿Cómo se hace? ¿Puedes explicárnoslo? Gracias.
Bueno, ¿qué es la adoración eucarística?, ¿cómo se hace? Lo veremos enseguida, porque todo está bien preparado: rezaremos oraciones, entonaremos cantos, nos pondremos de rodillas, y así estaremos delante de Jesús. Pero, naturalmente, tu pregunta exige una respuesta más profunda: no sólo cómo se hace, sino también qué es la adoración. Diría que la adoración es reconocer que Jesús es mi Señor, que Jesús me señala el camino que debo tomar, me hace comprender que sólo vivo bien si conozco el camino indicado por él, sólo si sigo el camino que él me señala. Así pues, adorar es decir: “Jesús, yo soy tuyo y te sigo en mi vida; no quisiera perder jamás esta amistad, esta comunión contigo”. También podría decir que la adoración es, en su esencia, un abrazo con Jesús, en el que le digo: “Yo soy tuyo y te pido que tú también estés siempre conmigo”.
5. Benedicto XVI, Discurso al la Curia Romana, 22 de diciembre de 2005
La Jornada mundial de la juventud ha quedado grabada como un gran don en la memoria de todos los que estuvieron presentes. Más de un millón de jóvenes se reunieron en la ciudad de Colonia, situada junto al río Rhin, y en las ciudades vecinas, para escuchar juntos la palabra de Dios, para orar juntos, para recibir los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía, para cantar y festejar juntos, para gozar de la existencia, y para adorar y recibir al Señor eucarístico en los grandes encuentros del sábado por la noche y el domingo. Durante todos esos días reinó sencillamente la alegría. Prescindiendo de los servicios de orden, la policía no tuvo que hacer nada. El Señor había reunido a su familia, superando sensiblemente todas las fronteras y barreras, y, en la gran comunión entre nosotros, nos había hecho experimentar su presencia.
El lema elegido para esas jornadas —“Hemos venido a adorarlo”— contenía dos grandes imágenes que, desde el inicio, favorecieron el enfoque adecuado. Ante todo, incluía la imagen de la peregrinación, la imagen del hombre que, elevando la mirada por encima de sus asuntos y de su vida ordinaria, se pone en camino en busca de su destino esencial, de la verdad, de la vida verdadera, de Dios.
Esta imagen del hombre en camino hacia la meta de la vida contenía en sí misma dos indicaciones claras. Ante todo, la invitación a no ver el mundo que nos rodea sólo como la materia bruta con la que podemos hacer algo, sino a tratar de descubrir en él la “caligrafía del Creador”, la razón creadora y el amor del que nació el mundo y del que nos habla el universo, si prestamos atención, si nuestros sentidos interiores se despiertan y se hacen capaces de percibir las dimensiones más profundas de la realidad. Como segundo elemento, se añadía la invitación a ponerse a la escucha de la revelación histórica, única que puede darnos la clave de lectura para el misterio silencioso de la creación, indicándonos concretamente el camino hacia el verdadero Señor del mundo y de la historia, que se oculta en la pobreza del establo de Belén.
La otra imagen que contenía el lema de la Jornada mundial de la juventud era el hombre en adoración: “Hemos venido a adorarlo”. Antes que cualquier actividad y que cualquier cambio del mundo, debe estar la adoración. Sólo ella nos hace verdaderamente libres, sólo ella nos da los criterios para nuestra acción. Precisamente en un mundo en el que progresivamente se van perdiendo los criterios de orientación y existe el peligro de que cada uno se convierta en su propio criterio, es fundamental subrayar la adoración.
En todos los que estaban presentes ha quedado grabado de forma imborrable el intenso silencio de aquel millón de jóvenes, un silencio que nos unía y elevaba a todos mientras se colocaba sobre el altar al Señor en el Sacramento. Conservamos en nuestro corazón las imágenes de Colonia: son una indicación que sigue impulsando a la acción. Sin mencionar nombres, en esta ocasión quisiera dar las gracias a todos los que hicieron posible la Jornada mundial de la juventud. Y sobre todo debemos dar gracias juntos al Señor porque, en última instancia, sólo él podía darnos esas jornadas tal como las vivimos.
La palabra “adoración” nos lleva al segundo gran acontecimiento del que quisiera hablar: el Sínodo de los obispos y el Año de la Eucaristía. El Papa Juan Pablo II, con la encíclica Ecclesia de Eucharistia y con la carta apostólica Mane nobiscum Domine, ya nos había dado las orientaciones esenciales y, al mismo tiempo, con su experiencia personal de fe eucarística, había concretado la enseñanza de la Iglesia. Asimismo, la Congregación para el culto divino, en íntima relación con la encíclica, había publicado la instrucción Redemptionis Sacramentum como ayuda práctica para la correcta realización de la constitución conciliar sobre la liturgia y de la reforma litúrgica.
Además de todo eso, ¿se podía realmente decir todavía algo nuevo, desarrollar aún más el conjunto de la doctrina? Precisamente esta fue la gran experiencia del Sínodo, cuando en las aportaciones de los padres se vio reflejada la riqueza de la vida eucarística de la Iglesia de hoy y se manifestó que su fe eucarística es inagotable. Lo que los padres pensaron y expresaron se deberá presentar, en estrecha relación con las Propositiones del Sínodo, en un documento postsinodal. Aquí sólo quisiera subrayar una vez más el punto que acabamos de tratar en el contexto de la Jornada mundial de la juventud: la adoración del Señor resucitado, presente en la Eucaristía con su carne y su sangre, con su cuerpo y su alma, con su divinidad y su humanidad.
Para mí es conmovedor ver cómo por doquier en la Iglesia se está despertando la alegría de la adoración eucarística y se manifiestan sus frutos. En el período de la reforma litúrgica, a menudo la misa y la adoración fuera de ella se vieron como opuestas entre sí; según una objeción entonces difundida, el Pan eucarístico no nos lo habrían dado para ser contemplado, sino para ser comido. En la experiencia de oración de la Iglesia ya se ha manifestado la falta de sentido de esa contraposición. Ya san Agustín había dicho: “...nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; ... peccemus non adorando”, “Nadie come esta carne sin antes adorarla; ... pecaríamos si no la adoráramos” (cf. Enarr. In Ps. 98, 9. CCL XXXIX 1385).
De hecho, no es que en la Eucaristía simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa unificación sólo puede realizarse según la modalidad de la adoración. Recibir la Eucaristía significa adorar a Aquel a quien recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos uno con él. Por eso, el desarrollo de la adoración eucarística, como tomó forma a lo largo de la Edad Media, era la consecuencia más coherente del mismo misterio eucarístico: sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos de los otros.
6. Benedicto XVI, Encuentro con el clero de la diócesis de Roma, 2 de marzo de 2006
La tercera intervención fue la del rector de la iglesia de Santa Anastasia. Aquí, tal vez, puedo decir, entre paréntesis, que yo apreciaba ya la iglesia de Santa Anastasia antes de haberla visto, porque era la iglesia titular de nuestro cardenal De Faulhaber, el cual nos decía siempre que en Roma tenía su iglesia, la de Santa Anastasia. Con esta comunidad siempre nos hemos encontrado con ocasión de la segunda misa de Navidad, dedicada a la “estación” de Santa Anastasia. Los historiadores dicen que allí el Papa debía visitar al Gobernador bizantino, que tenía su sede en ella. Esa iglesia nos hace pensar, asimismo, en aquella santa y así también en la “Anástasis”: en Navidad pensamos también en la Resurrección.
No sabía —y agradezco que me hayan informado— que ahora la iglesia es sede de la “Adoración perpetua” y, por tanto, es un punto focal de la vida de fe en Roma. Esa propuesta de crear en los cinco sectores de la diócesis de Roma cinco lugares de Adoración perpetua la pongo con confianza en manos del cardenal Vicario. Sólo quisiera dar gracias a Dios, porque después del Concilio, después de un período en el que faltaba un poco el sentido de la adoración eucarística, ha renacido la alegría de esta adoración en toda la Iglesia, como vimos y escuchamos en el Sínodo sobre la Eucaristía.
7. Benedicto XVI, Homilía en la celebración de las Vísperas, Basílica de Santa Ana, Altötting, 11 de septiembre de 2006
La adoración eucarística es un modo esencial de estar con el Señor. Gracias a mons. Schraml, Altötting ha obtenido una nueva “cámara del tesoro”. Donde antes se guardaban tesoros del pasado, objetos preciosos de la historia y de la piedad, se encuentra ahora el lugar para el verdadero tesoro de la Iglesia: la presencia permanente del Señor en el santísimo Sacramento.
En una de sus parábolas el Señor habla del tesoro escondido en el campo. Quien lo encuentra —nos dice— vende todo lo que tiene para poder comprar ese campo, porque el tesoro escondido es más valioso que cualquier otra cosa. El tesoro escondido, el bien superior a cualquier otro bien, es el reino de Dios, es Jesús mismo, el Reino en persona. En la sagrada Hostia está presente él, el verdadero tesoro, siempre accesible para nosotros. Sólo adorando su presencia aprendemos a recibirlo adecuadamente, aprendemos a comulgar, aprendemos desde dentro la celebración de la Eucaristía.
En este contexto, quiero citar unas hermosas palabras de Edith Stein, la santa copatrona de Europa. En una de sus cartas escribe: “El Señor está presente en el sagrario con su divinidad y su humanidad. No está allí por él mismo, sino por nosotros, porque su alegría es estar con los hombres. Y porque sabe que nosotros, tal como somos, necesitamos su cercanía personal. En consecuencia, cualquier persona que tenga pensamientos y sentimientos normales, se sentirá atraída y pasará tiempo con él siempre que le sea posible y todo el tiempo que le sea posible” (Gesammelte Werke VII, 136 f).
Busquemos estar con el Señor. Allí podemos hablar de todo con él. Podemos presentarle nuestras peticiones, nuestras preocupaciones, nuestros problemas, nuestras alegrías, nuestra gratitud, nuestras decepciones, nuestras necesidades y nuestras esperanzas. Allí podemos repetirle constantemente: “Señor, envía obreros a tu mies. Ayúdame a ser un buen obrero en tu viña”.
8. Benedicto XVI, Encuentro con el clero de la diócesis de Roma, 22 de febrero de 2007
El rector de la basílica de Santa Anastasia habló de la adoración eucarística perpetua y le pidió al Papa que explicara el valor de la reparación eucarística frente a los robos sacrílegos y a las sectas satánicas.
La adoración eucarística, ha penetrado realmente en nuestro corazón y penetra en el corazón del pueblo, por eso no hablamos en general de ello. Usted ha formulado esta pregunta específica sobre la reparación eucarística. Es un discurso que se ha hecho difícil. Recuerdo que cuando era joven, en la fiesta del Sagrado Corazón, se rezaba una hermosa oración de León XIII y también otra de Pío XI, en la que la reparación tenía un lugar particular, precisamente con referencia, ya en aquel tiempo, a los actos sacrílegos que debían repararse.
Me parece que es necesario profundizar, llegar al Señor mismo, que ha ofrecido la reparación por el pecado del mundo, y buscar los modos de reparar, es decir, de establecer un equilibrio entre el plus del mal y el plus del bien. Así, en la balanza del mundo, no debemos dejar este gran plus en negativo, sino que tenemos que dar un peso al menos equivalente al bien. Esta idea fundamental se apoya en todo lo que Cristo hizo. Por lo que puedo entender, este es el sentido del sacrificio eucarístico. Contra este gran peso del mal que existe en el mundo y que abate al mundo, el Señor pone otro peso más grande, el del amor infinito que entra en este mundo. Este es el punto importante: Dios es siempre el bien absoluto, pero este bien absoluto entra precisamente en el juego de la historia; Cristo se hace presente aquí y sufre a fondo el mal, creando así un contrapeso de valor absoluto. El plus del mal, que existe siempre si vemos sólo empíricamente las proporciones, es superado por el plus inmenso del bien, del sufrimiento del Hijo de Dios.
En este sentido existe la reparación, que es necesaria. Me parece que hoy resulta un poco difícil comprender estas cosas. Si vemos el peso del mal en el mundo, que aumenta continuamente, que parece prevalecer absolutamente en la historia —como dice san Agustín en una meditación—, se podría incluso desesperar. Pero vemos que hay un plus aún mayor en el hecho de que Dios mismo ha entrado en la historia, se ha hecho partícipe de la historia y ha sufrido a fondo. Este es el sentido de la reparación. Este plus del Señor es para nosotros una llamada a ponernos de su parte, a entrar en este gran plus del amor y a manifestarlo, incluso con nuestra debilidad. Sabemos que también nosotros necesitábamos este plus, porque también en nuestra vida existe el mal. Todos vivimos gracias al plus del Señor. Pero nos hace este don para que, como dice la carta a los Colosenses, podamos asociarnos a su abundancia y, así, hagamos crecer aún más esta abundancia, concretamente en nuestro momento histórico.
La teología debería hacer más para comprender aún mejor esta realidad de la reparación. A lo largo de la historia no han faltado ideas equivocadas. He leído en estos días los discursos 16 teológicos de san Gregorio Nacianceno, que en cierto momento habla de este aspecto y se pregunta: ¿a quién ofreció el Señor su sangre? Dice: el Padre no quería la sangre del Hijo, el Padre no es cruel, no es necesario atribuir esto a la voluntad del Padre; pero la historia lo exigía, lo exigían la necesidad y los desequilibrios de la historia; se debía entrar en estos desequilibrios y recrear aquí el verdadero equilibrio. Esto es precisamente muy iluminador. Pero me parece que aún no poseemos suficientemente el lenguaje para comprender nosotros mismos este hecho y para hacerlo comprender después a los demás. No se debe ofrecer a un Dios cruel la sangre de Dios. Pero Dios mismo, con su amor, debe entrar en los sufrimientos de la historia para crear no sólo un equilibrio, sino un plus de amor que es más fuerte que la abundancia del mal que existe. El Señor nos invita a esto.
Se trata de una realidad típicamente católica. Lutero dice: no podemos añadir nada. Y esto es verdad. Y también dice: por tanto, nuestras obras no cuentan nada. Y esto no es verdad. Porque la generosidad del Señor se muestra precisamente en el hecho de que nos invita a entrar, y da valor también a nuestro estar con él. Debemos aprender mejor todo esto y sentir la grandeza, la generosidad del Señor y la grandeza de nuestra vocación. El Señor quiere asociarnos a este gran plus suyo. Si comenzamos a comprenderlo, estaremos contentos de que el Señor nos invite a esto. Será la gran alegría de experimentar que el amor del Señor nos toma en serio.
9. Benedicto XVI, Homilía Santa Misa ‘Corpus Christi’, Basílica de San Juan de Letrán, 22 de mayo de 2008
Después del tiempo fuerte del año litúrgico, que, centrándose en la Pascua se prolonga durante tres meses —primero los cuarenta días de la Cuaresma y luego los cincuenta días del Tiempo pascual—, la liturgia nos hace celebrar tres fiestas que tienen un carácter “sintético”: la Santísima Trinidad, el Corpus Christi y, por último, el Sagrado Corazón de Jesús.
¿Cuál es el significado específico de la solemnidad de hoy, del Cuerpo y la Sangre de Cristo? Nos lo manifiesta la celebración misma que estamos realizando, con el desarrollo de sus gestos fundamentales: ante todo, nos hemos reunido alrededor del altar del Señor para estar juntos en su presencia; luego, tendrá lugar la procesión, es decir, caminar con el Señor; y, por último, arrodillarse ante el Señor, la adoración, que comienza ya en la misa y acompaña toda la procesión, pero que culmina en el momento final de la bendición eucarística, cuando todos nos postremos ante Aquel que se inclinó hasta nosotros y dio la vida por nosotros. Reflexionemos brevemente sobre estas tres actitudes para que sean realmente expresión de nuestra fe y de nuestra vida.
Así pues, el primer acto es el de reunirse en la presencia del Señor. Es lo que antiguamente se llamaba “statio”. Imaginemos por un momento que en toda Roma sólo existiera este altar, y que se invitara a todos los cristianos de la ciudad a reunirse aquí para celebrar al Salvador, muerto y resucitado. Esto nos permite hacernos una idea de los orígenes de la celebración eucarística, en Roma y en otras muchas ciudades a las que llegaba el mensaje evangélico: en cada Iglesia particular había un solo obispo y en torno a él, en torno a la Eucaristía celebrada por él, se constituía la comunidad, única, pues era uno solo el Cáliz bendecido y era uno solo el Pan partido, como hemos escuchado en las palabras del apóstol san Pablo en la segunda lectura (cf. 1 Co 10, 16-17).
Viene a la mente otra famosa expresión de san Pablo: “Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 28). “Todos vosotros sois uno”. En estas palabras se percibe la verdad y la fuerza de la revolución cristiana, la revolución más profunda de la historia humana, que se experimenta precisamente alrededor de la Eucaristía: aquí se reúnen, en la presencia del Señor, personas de edad, sexo, condición social e ideas políticas diferentes.
La Eucaristía no puede ser nunca un hecho privado, reservado a personas escogidas según afinidades o amistad. La Eucaristía es un culto público, que no tiene nada de esotérico, de exclusivo. Nosotros, esta tarde, no hemos elegido con quién queríamos reunirnos; hemos venido y nos encontramos unos junto a otros, unidos por la fe y llamados a convertirnos en un único cuerpo, compartiendo el único Pan que es Cristo. Estamos unidos más allá de nuestras diferencias de nacionalidad, de profesión, de clase social, de ideas políticas: nos abrimos los unos a los otros para convertirnos en una sola cosa a partir de él. Esta ha sido, desde los inicios, la característica del cristianismo, realizada visiblemente alrededor de la Eucaristía, y es necesario velar siempre para que las tentaciones del particularismo, aunque sea de buena fe, no vayan de hecho en sentido opuesto. Por tanto, el Corpus Christi ante todo nos recuerda que ser cristianos quiere decir reunirse desde todas las partes para estar en la presencia del único Señor y ser uno en él y con él.
El segundo aspecto constitutivo es caminar con el Señor. Es la realidad manifestada por la procesión, que viviremos juntos después de la santa misa, como su prolongación natural, avanzando tras Aquel que es el Camino. Con el don de sí mismo en la Eucaristía, el Señor Jesús nos libra de nuestras “parálisis”, nos levanta y nos hace “pro-cedere”, es decir, nos hace dar un paso adelante, y luego otro, y de este modo nos pone en camino, con la fuerza de este Pan de la vida. Como le sucedió al profeta Elías, que se había refugiado en el desierto por miedo a sus enemigos, y había decidido dejarse morir (cf. 1 R 19, 1-4). Pero Dios lo despertó y le puso a su lado una torta recién cocida: “Levántate y come —le dijo—, porque el camino es demasiado largo para ti” (1 R 19, 5. 7).
La procesión del Corpus Christi nos enseña que la Eucaristía nos quiere librar de todo abatimiento y desconsuelo, quiere volver a levantarnos para que podamos reanudar el camino con la fuerza que Dios nos da mediante Jesucristo. Es la experiencia del pueblo de Israel en el éxodo de Egipto, la larga peregrinación a través del desierto, de la que nos ha hablado la primera lectura. Una experiencia que para Israel es constitutiva, pero que resulta ejemplar para toda la humanidad.
De hecho, la expresión “no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor” (Dt 8, 3) es una afirmación universal, que se refiere a todo hombre en cuanto hombre. Cada uno puede hallar su propio camino, si se encuentra con Aquel que es Palabra y Pan de vida, y se deja guiar por su amigable presencia. Sin el Dios-con-nosotros, el Dios cercano, ¿cómo podemos afrontar la peregrinación de la existencia, ya sea individualmente ya sea como sociedad y familia de los pueblos?
La Eucaristía es el sacramento del Dios que no nos deja solos en el camino, sino que nos acompaña y nos indica la dirección. En efecto, no basta avanzar; es necesario ver hacia dónde vamos. No basta el “progreso”, si no hay criterios de referencia. Más aún, si nos salimos del camino, corremos el riesgo de caer en un precipicio, o de alejarnos más rápidamente de la meta. Dios nos ha creado libres, pero no nos ha dejado solos: se ha hecho él mismo “camino” y ha venido a caminar juntamente con nosotros a fin de que nuestra libertad tenga el criterio para discernir la senda correcta y recorrerla.
Al llegar a este punto, no se puede menos de pensar en el inicio del “Decálogo”, los diez mandamientos, donde está escrito: “Yo, el Señor, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí” (Ex 20, 2-3). Aquí encontramos el tercer elemento constitutivo del Corpus Christi: arrodillarse en adoración ante el Señor. Adorar al Dios de Jesucristo, que se hizo pan partido por amor, es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad: quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Los cristianos sólo nos arrodillamos ante Dios, ante el Santísimo Sacramento, porque sabemos y creemos que en él está presente el único Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha amado hasta el punto de entregar a su Hijo único (cf. Jn 3, 16).
Nos postramos ante Dios que primero se ha inclinado hacia el hombre, como buen Samaritano, para socorrerlo y devolverle la vida, y se ha arrodillado ante nosotros para lavar nuestros pies sucios. Adorar el Cuerpo de Cristo quiere decir creer que allí, en ese pedazo de pan, se encuentra realmente Cristo, el cual da verdaderamente sentido a la vida, al inmenso universo y a la criatura más pequeña, a toda la historia humana y a la existencia más breve. La adoración es oración que prolonga la celebración y la comunión eucarística; en ella el alma sigue alimentándose: se alimenta de amor, de verdad, de paz; se alimenta de esperanza, pues Aquel ante el cual nos postramos no nos juzga, no nos aplasta, sino que nos libera y nos transforma.
Por eso, reunirnos, caminar, adorar, nos llena de alegría. Haciendo nuestra la actitud de adoración de María, a la que recordamos de modo especial en este mes de mayo, oramos por nosotros y por todos; oramos por todas las personas que viven en esta ciudad, para que te conozcan a ti, Padre, y al que enviaste, Jesucristo, a fin de tener así la vida en abundancia. Amén.
10. Benedicto XVI, Transmisión en directo de la Homilía para la misa de clausura del 49° Congreso Eucarístico Internacional en Québec (Canadá), 22 de junio de 2008
“Misterio de la fe”: es lo que proclamamos en cada misa. Deseo que todos se esfuercen por estudiar este gran misterio, especialmente releyendo y profundizando, individual y colectivamente, en el texto del Concilio sobre la liturgia, la constitución Sacrosanctum Concilium, con el fin de testimoniar con valentía ese misterio. De este modo, cada persona logrará entender mejor el sentido de cada aspecto de la Eucaristía, comprendiendo su profundidad y viviéndola cada vez con mayor intensidad.
Cada frase, cada gesto tiene su sentido, y entraña un misterio. Espero sinceramente que este Congreso impulse a todos los fieles a comprometerse igualmente en una renovación de la catequesis eucarística, de modo que ellos mismos adquieran una auténtica conciencia eucarística y, a su vez, enseñen a los niños y a los jóvenes a reconocer el misterio central de la fe y a construir su vida en torno a él. Exhorto de manera especial a los sacerdotes a rendir el debido honor al rito eucarístico y pido a todos los fieles que, en la acción eucarística, respeten la función de cada persona, tanto del sacerdote como de los laicos. La liturgia no nos pertenece a nosotros: es el tesoro de la Iglesia.
La recepción de la Eucaristía, la adoración del Santísimo Sacramento —con ella queremos profundizar nuestra comunión, prepararnos para ella y prolongarla— nos permite entrar en comunión con Cristo, y a través de él, con toda la Trinidad, para llegar a ser lo que recibimos y para vivir en comunión con la Iglesia. Al recibir el Cuerpo de Cristo recibimos la fuerza “para la unidad con Dios y con los demás” (cf. san Cirilo de Alejandría, In Ioannis Evangelium, 11, 11; cf. san Agustín, Sermo 577).
No debemos olvidar nunca que la Iglesia está construida en torno a Cristo y que, como dijeron san Agustín, santo Tomás de Aquino y san Alberto Magno, siguiendo a san Pablo (cf. 1 Co 10, 17), la Eucaristía es el sacramento de la unidad de la Iglesia, porque todos formamos un solo cuerpo, cuya cabeza es el Señor. Debemos recordar siempre la última Cena del Jueves santo, donde recibimos la prenda del misterio de nuestra redención en la cruz. La última Cena es el lugar donde nació la Iglesia, el seno donde se encuentra la Iglesia de todos los tiempos. En la Eucaristía se renueva continuamente el sacrificio de Cristo, se renueva continuamente Pentecostés. Ojalá que todos toméis cada vez mayor conciencia de la importancia de la Eucaristía dominical, porque el domingo, el primer día de la semana, es el día en que honramos a Cristo, el día en que recibimos la fuerza para vivir diariamente el don de Dios.
También deseo invitar a los pastores y a los fieles a prestar atención renovada a su preparación para recibir la Eucaristía. A pesar de nuestra debilidad y nuestro pecado, Cristo quiere habitar en nosotros. Por eso, debemos hacer todo lo posible para recibirlo con un corazón puro, 21 ,11). De hecho, el pecado, sobre todo el pecado grave, se opone a la acción de la gracia eucarística en nosotros. Por otra parte, los que no pueden comulgar debido a su situación, de todos modos encontrarán en una comunión de deseo y en la participación en la Eucaristía una fuerza y una eficacia salvadora.
(...) La Eucaristía no es sólo un banquete entre amigos. Es misterio de alianza. “Las plegarias y los ritos del sacrificio eucarístico hacen revivir continuamente ante los ojos de nuestra alma, siguiendo el ciclo litúrgico, toda la historia de la salvación, y nos ayudan a penetrar cada vez más en su significado” (santa Teresa Benedicta de la Cruz, [Edith Stein], Wege zur inneren Stille, Aschaffenburg 1987, p. 67). Estamos llamados a entrar en este misterio de alianza modelando cada vez más nuestra vida según el don recibido en la Eucaristía.
La Eucaristía, como recuerda el concilio Vaticano II, tiene un carácter sagrado: “Toda celebración litúrgica, como obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es la acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no iguala ninguna otra acción de la Iglesia” (Sacrosanctum Concilium, 7). En cierto sentido, es una “liturgia celestial”, anticipación del banquete en el Reino eterno, al anunciar la muerte y la resurrección de Cristo, “hasta que vuelva” (1 Co 11, 26)
11. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la Asamblea plenaria de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Sala del Consistorio, 13 de marzo de 2009
Con gran alegría y con gratitud siempre viva os recibo con ocasión de la plenaria de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos. En esta importante ocasión me complace dirigir mi saludo cordial, en primer lugar, al prefecto, el señor cardenal Antonio Cañizares Llovera, a quien agradezco las palabras con que ha explicado los trabajos llevados a cabo en estos días y ha expresado los sentimientos de quienes están aquí presentes hoy. Extiendo mi saludo afectuoso y mi cordial agradecimiento a todos los miembros y oficiales del dicasterio, comenzando por el secretario, monseñor Malcolm Ranjith, y por el subsecretario, hasta todos los demás que, en las diversas tareas, prestan con competencia y dedicación su servicio para la “ordenación y promoción de la sagrada liturgia” (Pastor bonus, 62).
En la plenaria habéis reflexionado sobre el misterio eucarístico y, de modo particular, sobre el tema de la adoración eucarística. Sé bien que, después de la publicación de la instrucción Eucharisticum mysterium del 25 de mayo de 1967 y de la promulgación, el 21 de junio de 1973, del documento De sacra communione et cultu mysterii eucharistici extra missam, la insistencia sobre el tema de la Eucaristía como fuente inagotable de santidad ha sido una urgencia de primer orden del dicasterio.
Por eso, acepté con agrado la propuesta de que la plenaria se ocupara del tema de la adoración eucarística, confiando en que una renovada reflexión colegial sobre esta práctica podría contribuir a poner en claro, en los límites de competencia del dicasterio, los medios litúrgicos y pastorales con los que la Iglesia de nuestro tiempo puede promover la fe en la presencia real del Señor en la sagrada Eucaristía y asegurar a la celebración de la santa misa toda la dimensión de la adoración.
Ya subrayé este aspecto en la exhortación apostólica Sacramentum caritatis, en la que recogí los frutos de la XI Asamblea general ordinaria del Sínodo, que tuvo lugar en octubre de 2005. En ella, poniendo de relieve la importancia de la relación intrínseca entre celebración de la Eucaristía y adoración (cf. n. 66), cité la enseñanza de san Agustín: “Nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; peccemus non adorando” (Enarrationes in Psalmos, 98, 9: CCL 39, 1385). Los Padres sinodales habían manifestado su preocupación por cierta confusión generada, después del concilio Vaticano II, sobre la relación entre la misa y la adoración del Santísimo Sacramento (cf. Sacramentum caritatis, 66). Así me hacía eco de lo que mi predecesor el Papa Juan Pablo II ya había dicho sobre las desviaciones que en ocasiones han contaminado la renovación litúrgica posconciliar, revelando “una comprensión muy limitada del Misterio eucarístico” (Ecclesia de Eucharistia, 10).
El concilio Vaticano II puso de manifiesto el papel singular que el misterio eucarístico desempeña en la vida de los fieles (Sacrosanctum Concilium, 48-54, 56). Del mismo modo, el Papa Pablo VI reafirmó muchas veces: “La Eucaristía es un altísimo misterio; más aún, hablando con propiedad, como dice la sagrada liturgia, es el misterio de fe” (Mysterium fidei, 15). En efecto, la Eucaristía está en el origen mismo de la Iglesia (cf. Ecclesia de Eucharistia, 21) y es la fuente de la gracia, constituyendo una incomparable ocasión tanto para la santificación de la humanidad en Cristo como para la glorificación de Dios.
En este sentido, por una parte, todas las actividades de la Iglesia están ordenadas al misterio de la Eucaristía (cf. Sacrosanctum Concilium, 10; Lumen gentium, 11; Presbyterorum ordinis, 5;Sacramentum caritatis, 17); y, por otra, en virtud de la Eucaristía “la Iglesia vive y crece continuamente” también hoy (Lumen gentium, 26). Nuestro deber es percibir el preciosísimo tesoro de este inefable misterio de fe “tanto en la celebración misma de la misa como en el culto de las sagradas especies que se reservan después de la misa para prolongar la gracia del sacrificio” (Eucharisticum mysterium, 3, g).
La doctrina de la transubstanciación del pan y del vino y de la presencia real son verdades de fe evidentes ya en la misma Sagrada Escritura y confirmadas después por los Padres de la Iglesia. El Papa Pablo VI, al respecto, recordaba que “la Iglesia católica no sólo ha enseñado siempre la fe sobre la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo en la Eucaristía, sino que la ha vivido también, adorando en todos los tiempos sacramento tan grande con el culto latréutico, que tan sólo a Dios es debido” (Mysterium fidei, 56; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1378).
Conviene recordar, al respecto, las diversas acepciones que tiene el vocablo “adoración” en la lengua griega y en la latina. La palabra griega proskýnesis indica el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. La palabra latina ad-oratio, en cambio, denota el contacto físico, el beso, el abrazo, que está implícito en la idea de amor. El aspecto de la sumisión prevé una relación de unión, porque aquel a quien nos sometemos es Amor. En efecto, en la Eucaristía la adoración debe convertirse en unión: unión con el Señor vivo y después con su Cuerpo místico.
Como dije a los jóvenes en la explanada de Marienfeld, en Colonia, durante la XX Jornada mundial de la juventud, el 21 de agosto de 2005: “Dios no solamente está frente a nosotros, como el totalmente Otro. Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en él. Su dinámica nos penetra y desde nosotros quiere propagarse a los demás y extenderse a todo el mundo, para que su amor sea realmente la medida dominante del mundo” (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de agosto de 2005, p. 13). Desde esta perspectiva recordé a los jóvenes que en la Eucaristía se vive la “transformación fundamental de la violencia en amor, de la muerte en vida, la cual lleva consigo las demás transformaciones. Pan y vino se convierten en su Cuerpo y su Sangre. Llegados a este punto la transformación no puede detenerse; antes bien, es aquí donde debe comenzar plenamente. El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que también nosotros mismos seamos transformados” (ib.).
Mi predecesor el Papa Juan Pablo II en la carta apostólica Spiritus et Sponsa, con ocasión del 40° aniversario de la constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia, exhortó a emprender los pasos necesarios para profundizar la experiencia de la renovación. Esto es importante también con respecto al tema de la adoración eucarística. Esa profundización sólo será posible mediante un conocimiento mayor del misterio en plena fidelidad a la sagrada Tradición e incrementando la vida litúrgica dentro de nuestras comunidades (cf. Spiritus et Sponsa, 6-7). Al respecto, aprecio de modo particular que la plenaria haya reflexionado también sobre el tema de la formación de todo el pueblo de Dios en la fe, con una atención especial a los seminaristas, para favorecer su crecimiento en un espíritu de auténtica adoración eucarística. En efecto, santo Tomás explica: “La presencia del verdadero Cuerpo de Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento no se conoce por los sentidos, sino sólo por la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios” (Summa theologiae III, 75, 1; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1381).
12. Benedicto XVI, Discurso en la apertura del Congreso pastoral de la diócesis de Roma, Basílica de San Juan de Letrán, 26 de mayo de 2009
(...) Si la Palabra convoca a la comunidad, la Eucaristía la transforma en un cuerpo: “Porque aun siendo muchos —escribe san Pablo—, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan” (1 Co 10, 17). Por tanto, la Iglesia no es el resultado de una suma de individuos, sino una unidad entre quienes se alimentan de la única Palabra de Dios y del único Pan de vida. La comunión y la unidad de la Iglesia, que nacen de la Eucaristía, son una realidad de la que debemos tener cada vez mayor conciencia, también cuando recibimos la sagrada Comunión; debemos ser cada vez más conscientes de que entramos en unidad con Cristo, y así llegamos a ser uno entre nosotros. Debemos aprender siempre de nuevo a conservar esta unidad y defenderla de rivalidades, controversias y celos, que pueden nacer dentro de las comunidades eclesiales y entre ellas.
En particular, quiero pedir a los movimientos y a las comunidades surgidos después del Vaticano II, que también en nuestra diócesis son un don valioso que debemos agradecer siempre al Señor, quiero pedir a estos movimientos que, repito, son un don, que se preocupen siempre de que sus itinerarios formativos lleven a sus miembros a madurar un verdadero sentido de pertenencia a la comunidad parroquial. El centro de la vida de la parroquia, como he dicho, es la Eucaristía, y en particular la celebración dominical. Si la unidad de la Iglesia nace del encuentro con el Señor, no es secundario que se cuide mucho la adoración y la celebración de la Eucaristía, permitiendo que los que participan en ellas experimenten la belleza del misterio de Cristo. Dado que la belleza de la liturgia “no es mero esteticismo sino el modo en que nos llega, nos fascina y nos cautiva la verdad del amor de Dios en Cristo” (Sacramentum caritatis, 35), es importante que la celebración eucarística manifieste, comunique, a través de los signos sacramentales, la vida divina y revele a los hombres y a las mujeres de esta ciudad el verdadero rostro de la Iglesia.
13. Benedicto XVI, ‘Luz del mundo’, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2010, p. 218 (ed. italiana)
En lo tocante a la santidad de la eucaristía, no hay margen de maniobra de índole alguna, declaró usted. Según dijo, ella es el punto en que pivota toda renovación. Sólo a partir de su espíritu fueron posibles las revoluciones espirituales.
Si es verdad –como creemos– que en la eucaristía está Cristo realmente presente, éste es el acontecimiento central sin más. No sólo el acontecimiento de un solo día, sino de la historia universal en su conjunto, como fuerza decisiva de la que después pueden provenir cambios. Lo importante es que, en la eucaristía, la palabra y la presencia real del Señor en los signos forman una unidad. Que en la palabra recibimos también instrucción. Que en nuestra oración respondemos, y que, de esa manera, se interpretan el preceder de Dios y nuestro acompañar y dejarnos modificar, a fin de que ocurra aquel cambio del hombre que es el requisito más importante de todo cambio realmente positivo del mundo.
Si queremos que algo adelante en el mundo, sólo será posible lograrlo desde el parámetro de Dios, que entra a nuestro mundo como realidad. En la eucaristía los hombres pueden ser formados de tal modo que surja algo nuevo. Por eso, a lo largo de la historia entera, las grandes figuras que han traído realmente revoluciones del bien son los santos, que fueron tocados por Cristo y trajeron nuevos impulsos al mundo.
El documento del concilio Lumen Gentium designa en el número 11 la participación dominical en el sacrificio eucarístico como «fuente y cima de toda la vida cristiana». Cristo dice: «El que no come mi carne y no bebe mi sangre no tendrá vida».
Como papa comenzó usted a dar la comunión a los fieles en la boca, poniéndose ellos de rodillas. ¿Considera que es la actitud más adecuada?
(...) No estoy por principio en contra de la comunión en la mano: yo mismo la he dado y la he recibido de ese modo. Pero al hacer ahora que se reciba la comunión de rodillas y al darla en la boca he querido colocar una señal de respeto y llamar la atención hacia la presencia real. No en último término porque, especialmente en actos masivos, como los tenemos en la basílica y en la plaza de San Pedro, el peligro de banalización es grande. He oído hablar acerca de gente que guarda la comunión en la cartera y se la lleva consigo como un souvenir cualquiera.
En este contexto, en que se piensa que recibir la comunión forma parte simplemente del acto –todos se dirigen hacia delante, por tanto, también voy yo–, he querido establecer un signo claro. Debe verse con claridad que allí hay algo especial. Aquí está presente Él, ante quien se cae de rodillas. ¡Prestad atención! No es meramente un rito social cualquiera del que todos podemos participar o no.
14. Benedicto XVI, Encuentro con el clero de la diócesis de Roma: “Lectio divina”, 18 de febrero de 2010
(...) Todavía unas pocas palabras, al menos sobre Melquisedec. Es una figura misteriosa que entra en la historia sagrada en Génesis 14: después de la victoria de Abraham sobre algunos reyes, aparece el rey de Salem, de Jerusalén, Melquisedec, y lleva pan y vino. Un episodio no comentado y un poco incomprensible, que sólo aparece de nuevo en el Salmo 110, como ya hemos dicho, pero se entiende que, después el judaísmo, el agnosticismo y el cristianismo hayan querido reflexionar profundamente sobre esta palabra y hayan creado sus interpretaciones. La carta a los Hebreos no especula, sino que refiere solamente lo que dice la Escritura y son varios elementos: es rey de justicia, vive en la paz, es rey de donde está la paz, venera y adora al Dios Altísimo, al Creador del cielo y de la tierra, y lleva pan y vino (cf. Hb 7, 1-3; Gn 14, 18-20). No se comenta que aquí aparece el sumo sacerdote del Dios Altísimo, rey de la paz, que adora con pan y vino al Dios Creador del cielo y de la tierra. Los Padres han subrayado que es uno de los santos paganos del Antiguo Testamento y esto muestra que también desde el paganismo existe un camino hacia Cristo y los criterios son: adorar al Dios Altísimo, al Creador, cultivar la justicia y la paz, y venerar a Dios de modo puro. Así, con estos elementos fundamentales, también el paganismo está en camino hacia Cristo, en cierto modo hace presente la luz de Cristo.
En el canon romano, después de la consagración, tenemos la oración supra quae, que menciona algunas prefiguraciones de Cristo, de su sacerdocio y de su sacrificio: Abel, el primer mártir, con su cordero; Abraham, que sacrifica en la intención a su hijo Isaac, sustituido por el cordero que da Dios; y Melquisedec, sumo sacerdote del Dios Altísimo, que lleva pan y vino. Esto significa que Cristo es la novedad absoluta de Dios y, al mismo tiempo, está presente en toda la historia, a través de la historia, y la historia va hacia el encuentro con Cristo. Y no sólo la historia del pueblo elegido, que es la verdadera preparación querida por Dios, en la que se revela el misterio de Cristo, sino también desde el paganismo se prepara el misterio de Cristo, existen caminos hacia Cristo, el cual lleva todo en sí mismo.
Esto me parece importante en la celebración de la Eucaristía: aquí está recogida toda la oración humana, todo el deseo humano, toda la verdadera devoción humana, la verdadera búsqueda de Dios, que se encuentra finalmente realizada en Cristo. Por último, es preciso decir que ahora el cielo está abierto, el culto ya no es enigmático, en signos relativos, sino que es verdadero, porque el cielo está abierto y no se ofrece algo, sino que el hombre se convierte en uno con Dios y este es el verdadero culto. Así dice la carta a los Hebreos: “Nuestro sacerdote está a la derecha del trono, del santuario, de la tienda verdadera, que el Señor Dios mismo ha construido” (cf. 8, 1-2).
Volvamos al dato de que Melquisedec es rey de Salem. Toda la tradición davídica se ha referido a esto diciendo: “Este es el lugar, Jerusalén es el lugar del culto verdadero, la concentración 28 del culto en Jerusalén viene ya de los tiempos de Abraham, Jerusalén es el lugar verdadero de la auténtica veneración de Dios”.
Demos otro paso: la verdadera Jerusalén, el Salem de Dios, es el Cuerpo de Cristo; la Eucaristía es la paz de Dios con el hombre. Sabemos que san Juan, en el Prólogo, llama a la humanidad de Jesús “la tienda de Dios”, eskenosen en hemin (Jn 1, 14). Aquí Dios mismo ha creado su tienda en el mundo y esta tienda, esta Jerusalén nueva y verdadera está al mismo tiempo en la tierra y en cielo, porque este Sacramento, este sacrificio se realiza siempre entre nosotros y llega siempre hasta el trono de la Gracia, a la presencia de Dios. Aquí está la verdadera Jerusalén, al mismo tiempo celestial y terrestre: la tienda que es el Cuerpo de Dios, que como Cuerpo resucitado sigue siendo siempre Cuerpo y abraza la humanidad; y, al mismo tiempo, al ser Cuerpo resucitado, nos une a Dios. Todo esto se realiza siempre de nuevo en la Eucaristía. Y nosotros como sacerdotes estamos llamados a ser ministros de este gran Misterio, en el Sacramento y en la vida. Roguemos al Señor que nos haga entender este Misterio cada vez mejor, vivir cada vez mejor este Misterio y ofrecer así nuestra ayuda para que el mundo se abra a Dios, para que el mundo sea redimido. Gracias.
15. Benedicto XVI, Mensaje al Cardenal Angelo Bagnasco con ocasión de la LXII Asamblea General de la Conferencia Episcopal Italiana, 4 de noviembre de 2010[4]
(...) 1. En estos días os habéis reunido en Asís, la ciudad en la que “nació al mundo un sol” (Dante, Paradiso, Canto XI), proclamado por el venerable Pío XII patrono de Italia: san Francisco, que conserva intactas su frescura y su actualidad –¡los santos no tienen nunca ocaso!– debidas a su haberse conformado totalmente a Cristo, del que fue icono vivo.
Como el nuestro, también el tiempo en que vivió san Francisco estaba marcado por profundas transformaciones culturales, favorecidas por el nacimiento de las universidades, por el crecimiento de los ayuntamientos y por la difusión de nuevas experiencias religiosas.
Precisamente en esa época, gracias a la obra del papa Inocencio III –el mismo del que el Pobrecito de Asís obtuvo el primer reconocimiento canónico– la Iglesia puso en marcha una profunda reforma litúrgica. De ello es expresión eminente el Concilio Lateranense IV (1215), que cuenta entre sus frutos con el “Breviario”. Este libro de oración acogía en sí la riqueza de la reflexión teológica y de la vivencia orante del milenio anterior. Adoptándolo, san Francisco y sus frailes hicieron propia la oración litúrgica del Sumo Pontífice: de este modo, el Santo escuchaba y meditaba asiduamente la Palabra de Dios, hasta hacerla suya y transmitirla después en las oraciones de que fue autor, como en general en todos sus escritos.
El mismo Concilio Lateranense IV, considerando con particular atención el Sacramento del altar, insertó en la profesión de fe el término “transubstanciación”, para afirmar la presencia real de Cristo en el sacrificio eucarístico: “Su cuerpo y su sangre son contenidos verdaderamente en el Sacramento del altar, bajo las especies del pan y del vino, pues el pan es transubstanciado en el cuerpo y el vino en la sangre por el poder divino” (DS, 802).
De la asistencia a la santa Misa y del recibir con devoción la santa Comunión brota la vida evangélica de san Francisco y su vocación a recorrer el camino de Cristo Crucificado: “El Señor –leemos en el Testamento de 1226– me dio tanta fe en las iglesias, que así sencillamente rezaba y decía: Te adoramos, Señor Jesús, en todas las iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, porque con tu santa cruz redimiste al mundo” (Fuentes Franciscanas, n. 111).
En esta experiencia encuentra su origen también la gran deferencia que tenía hacia los sacerdotes y la consigna a los frailes de respetarles siempre y en todo caso, “porque del altísimo Hijo de Dios yo no veo otra cosa corporalmente en este mundo, sino el Santísimo Cuerpo y Sangre suya que ellos solos consagran y que ellos solos administran a los demás” (Fuentes Franciscanas, n. 113).
Ante este don, queridos Hermanos, ¡qué responsabilidad de vida se desprende para cada uno de nosotros! “¡Cuidad vuestra dignidad, hermanos sacerdotes –recomendaba Francisco– y sed santos porque él es santo” (Carta al Capítulo General y a todos los frailes, en Fuentes Franciscanas, n. 220). Sí, la santidad de la Eucaristía exige que se celebre y se adore este Misterio conscientes de su grandeza, importancia y eficacia para la vida cristiana, pero exige también pureza, coherencia y santidad de vida a cada uno de nosotros, para ser testigos vivientes del único Sacrificio de amor de Cristo.
El Santo de Asís no dejaba de contemplar cómo “el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, se humilló hasta esconderse, para nuestra salvación, en la poca apariencia del pan” (ibid., n. 221), y con vehemencia pedía a sus frailes: “os ruego, más que si lo hiciese por mí mismo, que cuando convenga y lo veáis necesario, supliquéis humildemente a los sacerdotes para que veneren por encima de todo al Santísimo Cuerpo y Sangre del Señor nuestro Jesucristo y los santos nombres y las palabras escritas de Él que consagran el cuerpo” (Carta a todos los custodios, en Fuentes Franciscanas, n. 241).
16. Benedicto XVI, Homilía Santa Misa ‘in Caena Domini’, 21 de abril de 2011
«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (Lc 22,15). Con estas palabras, Jesús comenzó la celebración de su última cena y de la institución de la santa Eucaristía. Jesús tuvo grandes deseos de ir al encuentro de aquella hora. Anhelaba en su interior ese momento en el que se iba a dar a los suyos bajo las especies del pan y del vino. Esperaba aquel momento que tendría que ser en cierto modo el de las verdaderas bodas mesiánicas: la transformación de los dones de esta tierra y el llegar a ser uno con los suyos, para transformarlos y comenzar así la transformación del mundo. En el deseo de Jesús podemos reconocer el deseo de Dios mismo, su amor por los hombres, por su creación, un amor que espera. El amor que aguarda el momento de la unión, el amor que quiere atraer hacia sí a todos los hombres, cumpliendo también así lo que la misma creación espera; en efecto, ella aguarda la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm 8,19). Jesús nos desea, nos espera. Y nosotros, ¿tenemos verdaderamente deseo de él? ¿No sentimos en nuestro interior el impulso de ir a su encuentro? ¿Anhelamos su cercanía, ese ser uno con él, que se nos regala en la Eucaristía? ¿O somos, más bien, indiferentes, distraídos, ocupados totalmente en otras cosas? Por las parábolas de Jesús sobre los banquetes, sabemos que él conoce la realidad de que hay puestos que quedan vacíos, la respuesta negativa, el desinterés por él y su cercanía. Los puestos vacíos en el banquete nupcial del Señor, con o sin excusas, son para nosotros, ya desde hace tiempo, no una parábola sino una realidad actual, precisamente en aquellos países en los que había mostrado su particular cercanía. Jesús también tenía experiencia de aquellos invitados que vendrían, sí, pero sin ir vestidos con el traje de boda, sin alegría por su cercanía, como cumpliendo sólo una costumbre y con una orientación de sus vidas completamente diferente. San Gregorio Magno, en una de sus homilías se preguntaba: ¿Qué tipo de personas son aquellas que vienen sin el traje nupcial? ¿En qué consiste este traje y como se consigue? Su respuesta dice así: Los que han sido llamados y vienen, en cierto modo tienen fe. Es la fe la que les abre la puerta. Pero les falta el traje nupcial del amor. Quien vive la fe sin amor no está preparado para la boda y es arrojado fuera. La comunión eucarística exige la fe, pero la fe requiere el amor, de lo contrario también como fe está muerta.
Sabemos por los cuatro Evangelios que la última cena de Jesús, antes de la Pasión, fue también un lugar de anuncio. Jesús propuso una vez más con insistencia los elementos fundamentales de su mensaje. Palabra y Sacramento, mensaje y don están indisolublemente unidos. Pero durante la Última Cena, Jesús sobre todo oró. Mateo, Marcos y Lucas utilizan dos palabras para describir la oración de Jesús en el momento central de la Cena: «eucharistesas» y «eulogesas» -«agradecer» y «bendecir». El movimiento ascendente del agradecimiento y el descendente de la bendición van juntos. Las palabras de la transustanciación son parte de esta oración de Jesús. Son palabras de plegaria. Jesús transforma su Pasión en oración, en ofrenda al Padre por los hombres. Esta transformación de su sufrimiento en amor posee una fuerza transformadora para los dones, en los que él ahora se da a sí mismo. Él nos los da para que nosotros y el mundo seamos transformados. El objetivo propio y último de la transformación eucarística es nuestra propia transformación en la comunión con Cristo. La Eucaristía apunta al hombre nuevo, al mundo nuevo, tal como éste puede nacer sólo a partir de Dios mediante la obra del Siervo de Dios.
17. Benedicto XVI, Homilía Santa Misa ‘Corpus Christi’, Basílica de San Juan de Letrán, 23 de junio de 2011
La fiesta del Corpus Christi es inseparable del Jueves Santo, de la misa in Caena Domini, en la que se celebra solemnemente la institución de la Eucaristía. Mientras que en la noche del Jueves Santo se revive el misterio de Cristo que se entrega a nosotros en el pan partido y en el vino derramado, hoy, en la celebración del Corpus Christi, este mismo misterio se presenta para la adoración y la meditación del pueblo de Dios, y el Santísimo Sacramento se lleva en procesión por las calles de la ciudad y de los pueblos, para manifestar que Cristo resucitado camina en medio de nosotros y nos guía hacia el reino de los cielos. Lo que Jesús nos dio en la intimidad del Cenáculo, hoy lo manifestamos abiertamente, porque el amor de Cristo no es sólo para algunos, sino que está destinado a todos. En la misa in Caena Domini del pasado Jueves Santo puse de relieve que en la Eucaristía tiene lugar la conversión de los dones de esta tierra —el pan y el vino—, con el fin de transformar nuestra vida e inaugurar de esta forma la transformación del mundo. Esta tarde quiero retomar esta consideración.
Todo parte, se podría decir, del corazón de Cristo, que en la Última Cena, en la víspera de su pasión, dio gracias y alabó a Dios y, obrando así, con el poder de su amor, transformó el sentido de la muerte hacia la cual se dirigía. El hecho de que el Sacramento del altar haya asumido el nombre de «Eucaristía» —«acción de gracias»— expresa precisamente esto: que la conversión de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo es fruto de la entrega que Cristo hizo de sí mismo, donación de un Amor más fuerte que la muerte, Amor divino que lo hizo resucitar de entre los muertos. Esta es la razón por la que la Eucaristía es alimento de vida eterna, Pan de vida. Del corazón de Cristo, de su «oración eucarística» en la víspera de la pasión, brota el dinamismo que transforma la realidad en sus dimensiones cósmica, humana e histórica. Todo viene de Dios, de la omnipotencia de su Amor uno y trino, encarnada en Jesús. En este Amor está inmerso el corazón de Cristo; por esta razón él sabe dar gracias y alabar a Dios incluso ante la traición y la violencia, y de esta forma cambia las cosas, las personas y el mundo.
Esta transformación es posible gracias a una comunión más fuerte que la división: la comunión de Dios mismo. La palabra «comunión», que usamos también para designar la Eucaristía, resume en sí misma la dimensión vertical y la dimensión horizontal del don de Cristo. Es bella y muy elocuente la expresión «recibir la comunión» referida al acto de comer el Pan eucarístico. Cuando realizamos este acto, entramos en comunión con la vida misma de Jesús, en el dinamismo de esta vida que se dona a nosotros y por nosotros. Desde Dios, a través de Jesús, hasta nosotros: se transmite una única comunión en la santa Eucaristía. Lo escuchamos hace un momento, en la segunda lectura, de las palabras del apóstol san Pablo dirigidas a los cristianos de Corinto: «El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1 Co 10, 16-17).
San Agustín nos ayuda a comprender la dinámica de la comunión eucarística cuando hace referencia a una especie de visión que tuvo, en la cual Jesús le dijo: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí» (Confesiones VII, 10, 18). Por eso, mientras que el alimento corporal es asimilado por nuestro organismo y contribuye a su sustento, en el caso de la Eucaristía se trata de un Pan diferente: no somos nosotros quienes lo asimilamos, sino él nos asimila a sí, para llegar de este modo a ser como Jesucristo, miembros de su cuerpo, una cosa sola con él. Esta transformación es decisiva. Precisamente porque es Cristo quien, en la comunión eucarística, nos transforma en él; nuestra individualidad, en este encuentro, se abre, se libera de su egocentrismo y se inserta en la Persona de Jesús, que a su vez está inmersa en la comunión trinitaria. De este modo, la Eucaristía, mientras nos une a Cristo, nos abre también a los demás, nos hace miembros los unos de los otros: ya no estamos divididos, sino que somos uno en él. La comunión eucarística me une a la persona que tengo a mi lado, y con la cual tal vez ni siquiera tengo una buena relación, y también a los hermanos lejanos, en todas las partes del mundo. De aquí, de la Eucaristía, deriva, por tanto, el sentido profundo de la presencia social de la Iglesia, come lo testimonian los grandes santos sociales, que han sido siempre grandes almas eucarísticas. Quien reconoce a Jesús en la Hostia santa, lo reconoce en el hermano que sufre, que tiene hambre y sed, que es extranjero, que está desnudo, enfermo o en la cárcel; y está atento a cada persona, se compromete, de forma concreta, en favor de todos aquellos que padecen necesidad. Del don de amor de Cristo proviene, por tanto, nuestra responsabilidad especial de cristianos en la construcción de una sociedad solidaria, justa y fraterna. Especialmente en nuestro tiempo, en el que la globalización nos hace cada vez más dependientes unos de otros, el cristianismo puede y debe hacer que esta unidad no se construya sin Dios, es decir, sin el amor verdadero, ya que se dejaría espacio a la confusión, al individualismo, a los atropellos de todos contra todos. El Evangelio desde siempre mira a la unidad de la familia humana, una unidad que no se impone desde fuera, ni por intereses ideológicos o económicos, sino a partir del sentido de responsabilidad de los unos hacia los otros, porque nos reconocemos miembros de un mismo cuerpo, del cuerpo de Cristo, porque hemos aprendido y aprendemos constantemente del Sacramento del altar que el gesto de compartir, el amor, es el camino de la verdadera justicia.
Volvamos ahora al gesto de Jesús en la Última Cena. ¿Qué sucedió en ese momento? Cuando él dijo: Este es mi cuerpo entregado por vosotros; esta es mi sangre derramada por vosotros y por muchos, ¿qué fue lo que sucedió? Con ese gesto, Jesús anticipa el acontecimiento del Calvario. Él acepta toda la Pasión por amor, con su sufrimiento y su violencia, hasta la muerte en cruz. Aceptando la muerte de esta forma la transforma en un acto de donación. Esta es la transformación que necesita el mundo, porque lo redime desde dentro, lo abre a las dimensiones del reino de los cielos. Pero Dios quiere realizar esta renovación del mundo a través del mismo camino que siguió Cristo, más aún, el camino que es él mismo. No hay nada de mágico en el cristianismo. No hay atajos, sino que todo pasa a través de la lógica humilde y paciente del grano de trigo que muere para dar vida, la lógica de la fe que mueve montañas con la fuerza apacible de Dios. Por esto Dios quiere seguir renovando a la humanidad, la historia y el cosmos a través de esta cadena de transformaciones, de la cual la Eucaristía es el sacramento. Mediante el pan y el vino consagrados, en los que está realmente presente su Cuerpo y su Sangre, Cristo nos transforma, asimilándonos a él: nos implica en su obra de redención, haciéndonos capaces, por la gracia del Espíritu Santo, de vivir según su misma lógica de entrega, como granos de trigo unidos a él y en él. Así se siembran y van madurando en los surcos de la historia la unidad y la paz, que son el fin al que tendemos, según el designio de Dios.
Caminamos por los senderos del mundo sin espejismos, sin utopías ideológicas, llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, como la Virgen María en el misterio de la Visitación. Con la humildad de sabernos simples granos de trigo, tenemos la firma certeza de que el amor de Dios, encarnado en Cristo, es más fuerte que el mal, que la violencia y que la muerte. Sabemos que Dios prepara para todos los hombres cielos nuevos y una tierra nueva, donde reinan la paz y la justicia; y en la fe entrevemos el mundo nuevo, que es nuestra patria verdadera. También esta tarde, mientras se pone el sol sobre nuestra querida ciudad de Roma, nosotros nos ponemos en camino: con nosotros está Jesús Eucaristía, el Resucitado, que dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos» (Mt 28, 21). ¡Gracias, Señor Jesús! Gracias por tu fidelidad, que sostiene nuestra esperanza. Quédate con nosotros, porque ya es de noche. «Buen pastor, pan verdadero, oh Jesús, piedad de nosotros: aliméntanos, defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos». Amén.
18. Benedicto XVI, Homilía Santa Misa ‘Corpus Christi’, Basílica de san Juan de Letrán, 7 de junio de 2012
Esta tarde quiero meditar con vosotros sobre dos aspectos, relacionados entre sí, del Misterio eucarístico: el culto de la Eucaristía y su sacralidad. Es importante volverlos a tomar en consideración para preservarlos de visiones incompletas del Misterio mismo, como las que se han dado en el pasado reciente.
Ante todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en particular de la adoración del Santísimo Sacramento. Es la experiencia que también esta tarde viviremos nosotros después de la misa, antes de la procesión, durante su desarrollo y al terminar. Una interpretación unilateral del concilio Vaticano II había penalizado esta dimensión, restringiendo en la práctica la Eucaristía al momento celebrativo. En efecto, ha sido muy importante reconocer la centralidad de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne en torno a la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a sí en la ofrenda del Sacrificio. Esta valorización de la asamblea litúrgica, en la que el Señor actúa y realiza su misterio de comunión, obviamente sigue siendo válida, pero debe situarse en el justo equilibrio. De hecho —como sucede a menudo— para subrayar un aspecto se acaba por sacrificar otro. En este caso, la justa acentuación puesta sobre la celebración de la Eucaristía ha ido en detrimento de la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles. En efecto, concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el único momento de la santa misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y así se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta, cercana, entre nuestras casas, como «Corazón palpitante» de la ciudad, del país, del territorio con sus diversas expresiones y actividades. El Sacramento de la caridad de Cristo debe permear toda la vida cotidiana.
En realidad, es un error contraponer la celebración y la adoración, como si estuvieran en competición una contra otra. Es precisamente lo contrario: el culto del Santísimo Sacramento es como el «ambiente» espiritual dentro del cual la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. La acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado y valor si va precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de adoración. El encuentro con Jesús en la santa misa se realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que él, en el Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, tras disolverse la asamblea, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión, recogiendo nuestros sacrificios espirituales y ofreciéndolos al Padre.
En este sentido, me complace subrayar la experiencia que viviremos esta tarde juntos. En el momento de la adoración todos estamos al mismo nivel, de rodillas ante el Sacramento del amor. El sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico. Es una experiencia muy bella y significativa, que hemos vivido muchas veces en la basílica de San Pedro, y también en las inolvidables vigilias con los jóvenes; recuerdo por ejemplo las de Colonia, Londres, Zagreb y Madrid. Es evidente a todos que estos momentos de vigilia eucarística preparan la celebración de la santa misa, preparan los corazones al encuentro, de manera que este resulta incluso más fructuoso. Estar todos en silencio prolongado ante el Señor presente en su Sacramento es una de las experiencias más auténticas de nuestro ser Iglesia, que va acompañado de modo complementario con la de celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando, acercándose juntos a la mesa del Pan de vida. Comunión y contemplación no se pueden separar, van juntas. Para comulgar verdaderamente con otra persona debo conocerla, saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor. El verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre de esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes, llenos de respeto y veneración, de manera que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no superficial. Y lamentablemente, si falta esta dimensión, incluso la Comunión sacramental puede llegar a ser, por nuestra parte, un gesto superficial. En cambio, en la verdadera comunión, preparada por el coloquio de la oración y de la vida, podemos decir al Señor palabras de confianza, como las que han resonado hace poco en el Salmo responsorial: «Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando el nombre del Señor» (Sal 115, 16-17).
Ahora quiero pasar brevemente al segundo aspecto: la sacralidad de la Eucaristía. También aquí, en el pasado reciente, de alguna manera se ha malentendido el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana respecto al culto ha sufrido la influencia de cierta mentalidad laicista de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y sigue siendo siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se debe concluir que lo sagrado ya no exista, sino que ha encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. La Carta a los Hebreos, que hemos escuchado esta tarde en la segunda lectura, nos habla precisamente de la novedad del sacerdocio de Cristo, «sumo sacerdote de los bienes definitivos» (Hb 9, 11), pero no dice que el sacerdocio se haya acabado. Cristo «es mediador de una alianza nueva» (Hb 9, 15), establecida en su sangre, que purifica «nuestra conciencia de las obras muertas» (Hb 9, 14). Él no ha abolido lo sagrado, sino que lo ha llevado a cumplimiento, inaugurando un nuevo culto, que sí es plenamente espiritual pero que, sin embargo, mientras estamos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y ritos, que sólo desaparecerán al final, en la Jerusalén celestial, donde ya no habrá ningún templo (cf. Ap 21, 22). Gracias a Cristo, la sacralidad es más verdadera, más intensa, y, como sucede con los mandamientos, también más exigente. No basta la observancia ritual, sino que se requiere la purificación del corazón y la implicación de la vida.
Me complace subrayar también que lo sagrado tiene una función educativa, y su desaparición empobrece inevitablemente la cultura, en especial la formación de las nuevas generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada y no necesitada ya de signos sacros, fuera abolida esta procesión ciudadana del Corpus Christi, el perfil espiritual de Roma resultaría «aplanado», y nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada. O pensemos en una madre y un padre que, en nombre de una fe desacralizada, privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad acabarían por dejar campo libre a los numerosos sucedáneos presentes en la sociedad de consumo, a otros ritos y otros signos, que más fácilmente podrían convertirse en ídolos. Dios, nuestro Padre, no obró así con la humanidad: envió a su Hijo al mundo no para abolir, sino para dar cumplimiento también a lo sagrado. En el culmen de esta misión, en la última Cena, Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, el Memorial de su Sacrificio pascual. Actuando de este modo se puso a sí mismo en el lugar de los sacrificios antiguos, pero lo hizo dentro de un rito, que mandó a los Apóstoles perpetuar, como signo supremo de lo Sagrado verdadero, que es él mismo. Con esta fe, queridos hermanos y hermanas, celebramos hoy y cada día el Misterio eucarístico y lo adoramos como centro de nuestra vida y corazón del mundo. Amén.
Selección de Juan José Silvestre
Notas
[1] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad del Corpus Christi, 7 de junio de 2012
[2] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2005.
[3] Benedicto XVI, Lectio divina durante el encuentro con los párrocos y sacerdotes de la diócesis de Roma, 10 de marzo de 2011.
[4] Traducción del italiano por Inma Álvarez, en www.zenit.org
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